—Tome —dijo metiendo la mano en la bolsa de ropa y volviéndola a sacar con un par de teléfonos móviles que le tendió a Tracy—. Tírelos cuando ya los haya usado una vez. Son de prepago.
—Pues claro que lo son —repuso ella.
Un anciano pensionista con un armario lleno de móviles libres, ¿había acaso algún motivo para sorprenderse ante algo así?
Sonó el timbre, y Harry Reynolds se dirigió a toda prisa a abrir la puerta.
—Esos deben de ser Brett y Ashley —le dijo Tracy a Courtney arqueando una ceja.
La niña enarcó una de las suyas, una respuesta enigmática.
Los nietos de Harry Reynolds entraron corriendo en la casa y se detuvieron en seco al ver a Courtney, un desaliñado cuco usurpándoles el sitio en el nido. Iban vestidos de paisano, Brett con equipo de fútbol del Leeds United, Ashley con tejanos y una sudadera de terciopelo con capucha de
High School Musical
. Courtney se quedó boquiabierta ante aquel inalcanzable despliegue de glamour prepúber.
Su madre irrumpió tras ellos en la sala de estar.
—Bueno, ¿qué pasa aquí?
—Nada, Susan —repuso Harry Reynolds con tono tranquilizador, un poco acobardado—. Una vieja amiga que pasaba por aquí, y ha venido a saludar.
Tracy se preguntó si la hija de Harry Reynolds sabría qué clase de «viejos amigos» solía tener su padre, o si pensaba que todo aquello —el rosbif, las matrículas del colegio, las carpas— era la justa recompensa por una vida impoluta y el trabajo duro.
—No se preocupe, nosotras ya nos íbamos.
—Las escoltaré hasta la puerta, ¿de acuerdo? —dijo Harry, como si fuera un policía.
El Avensis estaba aparcado fuera. Brian Jackson se apoyaba contra el capó, fumando. Levantó el cigarrillo a modo de saludo cuando las vio.
—¿Y ese quién es? —murmuró Harry Reynolds al verlo, dirigiéndose a Tracy.
—Nadie —contestó ella.
—Bueno, que tenga una buena vida, inspectora —le deseó Harry Reynolds.
—Haré todo lo posible —repuso Tracy.
21 de marzo de 1975
¡Una niñita! Una cosita adorable, en pijama, profundamente dormida y envuelta en una manta sucia y vieja. ¿Había ocurrido alguna clase de accidente? Ray Strickland estaba muy blanco; parecía haber sido testigo de algo espantoso.
—Pasa, hace un frío que pela ahí fuera —dijo Ian.
Condujo a Ray hasta la sala de estar, lo hizo sentarse y le sirvió un whisky enorme. A Ray le temblaba tanto la mano que a duras penas consiguió llevárselo a los labios.
—¿Qué ha pasado, Strickland? —quiso saber Ian. Estaba arrodillado a su lado y comprobaba si la niña tenía heridas de alguna clase—. ¿Quién es? —añadió, pero Ray se limitó a sacudir la cabeza.
—¿Está bien la niña? —le preguntó a Ian.
Ian asintió con la cabeza.
—Por lo que veo, sí.
Kitty cogió a la niñita de manos de Ray y la envolvió en una manta limpia.
—Así, calentita como un polluelo en el nido —dijo sosteniéndola en los brazos.
La niña no se movió. El sólido peso de su cuerpecito le pareció encantador a Kitty. Imaginó que fuera suya, que pudiera abrazarla así todos los días. «Kitty Winfield le apartó el cabello de la cara a su hijita dormida.»
—¿Queréis quedárosla? —preguntó Ray.
—¿Quedárnosla? —repitió Kitty—. ¿Durante esta noche?
—Para siempre.
—¿Mía? ¿Puedo quedármela? ¿Para siempre? —repuso Kitty.
—Nuestra —dijo Ian.
Un par de semanas después, ante una buena cena en casa a la luz de las velas, Ian le sirvió una copa de vino.
—Me han ofrecido un empleo en Nueva Zelanda, y he pensado que lo mejor sería aceptarlo —dijo.
—Oh, Dios mío, claro que sí, cariño —respondió Kitty—. Es perfecto. Podemos dejarlo todo atrás, empezar de nuevo en un sitio en que nadie sepa nada de nosotros. Qué listo eres.
* * *
«¡Malditos sean estos aullidos!» Las embravecidas aguas bramaban en su cabeza. Tilly había salido corriendo de la casita Campanilla, con los insultos de Saskia resonándole en los oídos, para subir al coche y alejarse de allí. Quería irse a casa. Necesitaba un tren, los trenes estaban en las estaciones, la estación estaba en Leeds. En Leeds le había pasado algo horrible, pero no conseguía por nada del mundo recordar qué era exactamente. Tenía algo que ver con un niño. Un niño, un pobre niñito. Una cosita negra sobre la nieve. Su niñito negro.
Cuando besó a su adorable nigeriano en la estación de metro de Leicester Square, él le había preguntado:
—¿Puedo pasar a buscarte esta noche? Quizá te gustaría ir al cine, y luego a cenar algo…
—Sería estupendo —repuso Tilly.
—Pasaré a recogerte. Sobre las siete.
Tilly se pasó el día entero pensando en él, preguntándose qué ponerse, cómo peinarse. Fue un desastre absoluto en los ensayos, pero no le importó, tenía el corazón que se le salía del pecho. Llegó a casa a las seis, se arregló a toda velocidad y luego se plantó ante la ventana que daba a la calle, esperando la llegada del apuesto hombre que era su nueva pareja.
Seguía ahí de pie a las ocho, y a las nueve. A las diez, supo que no llegaría. Comprendió que nunca vendría.
Fue solo mucho después cuando Tilly se enteró de que se había perdido. Nunca había apuntado la dirección, pensó que no tendría dificultades en volver a encontrar la casa, pero una vez en el Soho se dio cuenta de que se había equivocado de calle. Anduvo de aquí para allá, rodeando los edificios, buscando algún punto de referencia, algo que le recordara dónde había estado la noche anterior. Hasta probó a llamar a varias puertas y lo recibieron con cajas destempladas por el color de su piel, excepto en el caso de algunas damas que tenían pequeños letreros sobre los timbres. Era casi medianoche cuando desistió y se marchó a casa.
Al día siguiente volvió a intentar dar con ella. Hizo una ronda por los teatros preguntando por Tilly, y en uno de ellos alguien lo condujo hasta Phoebe, que estaba a punto de empezar en una sesión de tarde de
Pigmalión
. La reconoció de la fiesta en la embajada. Ella le dijo que sí, conocía a Tilly; de hecho, era su mejor amiga y se lo había contado todo sobre su «cita» de la noche anterior, y «me temo que tengo malas noticias», le dijo llevándose una mano al corazón, o a donde habría estado de haber tenido uno. Phoebe procedió a informarlo de que Tilly había comprendido, a la fría luz del día, que no quería volver a verlo. Todo había sido un error, se había dejado llevar.
—¿Comprende lo que le digo? —preguntó Phoebe. Él dijo que sí, de modo que añadió—: Lo siento mucho. Me están llamando a escena, tengo que irme.
—Estaba velando por tus intereses —le dijo Phoebe a Tilly, sentada en la cama del hospital después de que perdiera el bebé—. A veces cometes enormes estupideces. —Tilly la tontita—. Hubiese acabado en desastre, Tilly.
Ya había acabado en desastre.
Cuando se sintió más fuerte, Tilly hizo una visita a la embajada de Nigeria; tenía que disculparse con él, explicarle que su amiga era una traidora. Había un hombre en la recepción, pero ¿qué iba a decirle?
—¿Tienen a alguien trabajando aquí que se llame John?
El recepcionista la miró con algo parecido al desdén, como la habían mirado las enfermeras en la maternidad.
—Hay varias personas con ese nombre trabajando aquí. Necesitaría saber su apellido.
¿Qué otra cosa podía hacer? «Oh, cómo me sacudieron el corazón sus gritos.» Se fue a casa bajo la lluvia, arrastrando los pies, derrotada. Quizá ambos abandonaron demasiado pronto. Tilly siempre había pensado eso de la princesa Margarita y el capitán Townsend. El deber por encima del amor. Qué ridiculez. El amor siempre debería venir primero. Tampoco era que la princesa Margarita fuese necesaria para el país en algún sentido. Más bien al contrario.
Quizá no habría perdido al bebé si no hubiese perdido a su padre. Quizá fue cosa de la tensión a la que estaba sometida. Había empezado a comprar cosas, manoplas y peúcos. Conservó un par de pequeñas manoplas durante años, en el fondo del bolso, hasta que se desintegraron. Una tontería, en realidad.
La estación de Leeds le puso los pelos de punta, con tanta gente corriendo de aquí para allá con cara de mal humor, todo el mundo con prisas por coger un tren, impaciente con los demás, consigo mismo. Empujando y dando codazos. ¡Qué pocos modales!
Las torres coronadas de nubes, los magníficos palacios. Todo pertenecía a un mundo de ensueño, ¿no? La realidad en sí no existía. Palabras, todo estaba hecho de palabras; cuando perdías las palabras perdías el mundo. En torno a ella solo había una rugiente tempestad. En el mar y con fuertes vientos. Los hombres en los botes, los cuerpos girando en las gélidas aguas después de que torpedeasen sus valientes barquitos. Descendiendo más y más hasta el lecho marino. «Perlas son ya sus ojos.» Los tesoros de las profundidades.
Volvía a tener aquella rara sensación de oscuridad, de la cortina de aurora boreal ante los ojos. Estaba en un barco que surcaba las oscuras aguas. En torno a ella todo era desesperación. Las vergas se rompían, el palo mayor crujía, las velas pendían hechas jirones. El mascarón de proa era un bebé desnudo que aullaba al viento. Había bebés por todas partes, colgándose de las jarcias para salvar la vida, aferrándose a los costados del casco cuando empezó a hundirse en el mar gélido y oleaginoso. Tilly debía salvarlos, tenía que salvarlos a todos, pero no podía, iba a hundirse con el barco. «¡Piedad! ¡Nos hundimos!»
Y entonces, de pronto, ahí estaba, como un rayo de luz, como un puerto en la tormenta: la niña de «Brilla, brilla, estrellita». En el andén de la estación. Tenía las alas rotas, pobre mariposilla, un hada desaliñada que revoloteaba entre la multitud un poco más allá, en la pasarela sobre los andenes. Le habían dado una segunda oportunidad para salvarla. Alguien debería hacer algo. Tilly debería hacer algo. ¡Sé valiente, Tilly! ¡Sé una chica valiente!
Courtney. El nombre surgió espontáneamente. («Joder, cállate de una vez, Courtney, ¡me estás hinchando las pelotas!»).
—Courtney —susurró Tilly con la voz ronca de repente.
La niña se volvió y la miró.
—Courtney —repitió Tilly con mayor confianza esta vez.
Sonrió y tendió la mano. Courtney se acercó a ella y puso la manita en la de la anciana como si obedeciera instrucciones invisibles. Tilly se acordó del sueño, del tacto aterciopelado de la patita del conejo en su mano cuando huían.
—Ven conmigo, cariño —dijo.
* * *
Tracy iba vestida con la ropa de la esposa muerta de Harry Reynolds. Pantalones de Marks & Spencer con cinturilla elástica y una camisa tipo casaca estampada con un dibujo selvático que le hubiese permitido entrar en la jungla y volverse invisible. En Leeds no había junglas. Courtney, que caminaba a su lado, había salido mejor parada, pero solo un poco mejor: lucía unos ciclistas tejanos desechados por Ashley y una blusita de Peppa Pig. Encima, insistió en llevar los harapos del traje de hada. Pues vaya idea tenía Harry Reynolds de lo que era «ropa decente»; parecían un par de vagabundas sin techo, pero ya estaba bien así, porque los sin techo no le interesaban a nadie.
Se oyó el anuncio de un «tren sin parada», con la advertencia de que la gente se apartara de las vías. El andén estaba a rebosar, Tracy supuso que porque era fiesta, y aferró la manita de Courtney como si la cría estuviese a punto de salir volando. Una vez había tenido que cubrir un incidente en que habían empujado a alguien de un andén abarrotado cuando pasaba un tren. El tipo que lo hizo, un tipo corriente que se parecía un poco a Les Dennos, dijo que no había podido evitarlo. Cuanto más se decía que no debía empujar al hombre que tenía delante, más impelido se sentía a hacerlo. Por lo visto pensaba que eso constituía un motivo, y ni siquiera alegó demencia pasajera. Quedó grabado en la cámara, le cayó cadena perpetua, y lo soltarían al cabo de cinco años.
—Mantente apartada de las vías —le dijo a Courtney.
No tuvo ni idea de cómo ocurrió. Hubo una repentina marea de gente; quizá pensaron que el tren iba a detenerse en la estación, no a pasar de largo, pero la cuestión es que en un momento dado tenía a la niña cogida de la mano, y al instante siguiente se le había soltado. El pánico le oprimió el pecho cuando giró sobre los talones buscando a Courtney y se encontró casi cara a cara con Len Lomax.
Hacía años que no lo veía. Traje chaqueta de seda de tres piezas, corbata negra de luto, unas gafas propias de un hombre más joven. Debía rondar los setenta como mínimo, pero tenía buen aspecto considerando que se había pasado buena parte de la vida fumando y bebiendo y quién sabía qué más.
—Tracy, cuánto tiempo sin verte —dijo como si estuvieran en una fiesta al aire libre.
—Ahora no, jefe —contestó ella escudriñando la multitud en busca de la niña. Hacía más de quince años que no era su jefe, pero la subordinación era algo que surgía con naturalidad.
Vio a Courtney un poco más allá en el andén, alejándose de la mano de una anciana. Probablemente se iría con cualquiera. Un perro habría sido más sensato que ella. Estaba en buenas manos con una anciana, ¿no? Las ancianas encontraban niños y los llevaban a objetos perdidos y les ponían monedas de seis peniques en la manita. (Eso le había pasado a ella de niña una vez, en la estación de York. Hubiese preferido que la anciana en cuestión la llevara a casa.) A menos que fueran brujas malvadas, por supuesto, en cuyo caso se llevaban al crío a casa y lo engordaban antes de meterlo en el horno.
Perdió de vista a la anciana entre la multitud y empezó a hiperventilar. Tranquila, mantén la calma. Vislumbró otra vez a la anciana y empezó a abrirse paso entre la multitud, pero algo le tironeaba del brazo, reteniéndola. No era algo, sino alguien. Len Lomax otra vez. ¿A qué estaba jugando? Tendió una mano, la agarró del brazo, y Tracy sintió la sorprendente fuerza de sus dedos en el bíceps. No la soltaba, era como un ancla que la mantenía lejos de la niña.
—Caray, cómo cuesta dar contigo, Tracy. Tú y yo tenemos que charlar un poco.
«¿Quién es la persona que sí debería preocuparme?», le había preguntado a Brian Jackson. «Strickland, y su títere Lomax», contestó. Curioso, pero Tracy siempre había pensado en Strickland como títere de Lomax y no al revés. «Tratan de darle carpetazo al pasado —añadió Brian Jackson—, pero la verdad siempre acaba saliendo a la luz.»
—Suéltame y vete a la mierda. —Trató de liberarse, pero Lomax la sujetaba con fuerza, de modo que dijo—: Lo siento, jefe. —Y le dio un rodillazo en la entrepierna.