Me desperté temprano y saqué al perro (41 page)

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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

BOOK: Me desperté temprano y saqué al perro
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(
Primer plano de la cara de Marjorie
.)

(
Susurrando
) Vince, hijo mío. (
Muere
.)

De verdad, menudo cúmulo de despropósitos. Tendría que alargar al máximo la escena de su muerte. No pensaba irse tan deprisa. Iba a ponerle un poco de sentimiento real para que se derramaran unas cuantas lágrimas cuando dejara este mundo.

Pensó que haría mejor en ensayar un poco el papel, pero cayó dormida apenas hubo acabado con la primera frase. Saskia debió de entrar en la habitación en algún momento, para quitarle las gafas y apagar la luz, porque cuando despertó en plena noche, después de haber tenido los sueños febriles de siempre, estaba oscuro y no veía nada. Un pequeño ensayo para cuando llegara la hora de la verdad.

* * *

Eran las cuatro de la madrugada, si el reloj de la mesita de noche estaba en hora. La hora más oscura. Algo lo había despertado, aunque no sabía qué. El perro también estaba despierto.

Jackson se levantó de la cama y, sin hacer ruido, atravesó la habitación a oscuras hasta llegar a la pequeña ventana de la buhardilla. Contempló el jardín desierto y, más allá, el angosto callejón que quedaba detrás. La vista no era muy bella que digamos. Alguien merodeaba en aquel callejón, una figura corpulenta vestida con ropa oscura como la noche. La criatura se apartó de las sombras y avanzó encorvada por la calle, pero estaba demasiado lejos para distinguir sus facciones.

El sentido común le dictó que lo dejara correr. Sí, que lo dejara correr y regresara a la cama calentita para emprender una inocua aventura en la tierra de los sueños, y no que se vistiera a toda prisa y se encaramara a la ventana para bajar por la escalera de incendios y participar en una pesadilla en la tierra de los vivos.


Allez hop
! —le dijo al perro.

El animal le respondió ladeando la cabeza con mirada inquisitiva. Jackson le demostró qué quería volviendo a pasar por la ventana hacia el interior, y luego repitió la operación a la inversa, saliendo de nuevo. Al cabo de un instante de duda en el que Jackson sintió que valoraban si era digno de confianza, el perro salió de un ágil brinco a la escalera de incendios y, con él mostrándole el camino, fue bajando con dificultad los peldaños metálicos.

Jackson levantó el pasador de la puerta del jardín con sumo cuidado. No quería desatar la cólera de su anfitriona de esa noche arrancándola de las preciosas horas de sueño que necesitaba para levantarse guapa y fresca. Porque necesitaba muchísimas.

Cuando salió al callejón, estaba completamente desierto. Se acordó de la autoestopista amotinada y de su práctica combinación de Maglite y bolso, deseando tener algo parecido a mano. La navaja suiza era lo más parecido que tenía a un arma, y estaba en la mochila que había dejado en la habitación.

Anduvo hasta el final del callejón, y fue a parar a otra calle con casas idénticas al Bella Vista. El perro, cauteloso, iba muy pegado a él, y por lo visto no le gustaba mucho la excursión.

De repente, surgió una figura ante ellos. Encuentro bajo la luz de la luna. Era uno de los tipos del Land Cruiser. Por sus chaquetas los reconoceréis. Se le erizaron los pelos de la nuca y giró sobre los talones para ver qué tenía detrás. Sí, actuaban en pareja: chaquetas de piel, guantes de piel, enormes botas de piel, y él era el embutido de aquel bocadillo de vaca. El que tenía detrás hizo crujir los nudillos, un gesto que a Jackson le recordó el gato de Marilyn Nettles tratando de asustarlo.

El perro erizó el pelaje y empezó a gruñir, produciendo un sonido sorprendentemente amenazador en un animal tan pequeño. Vamos chicos, pensó Jackson, venid a por mí, a por mí y a por mi perro enano; estamos listos para la pelea. Se desplazó sobre la acera de manera que pudiera ver a los dos tipos del Land Cruiser a la vez. Patachunta y Patachún.

—Ahora mismo íbamos a subir a verte —dijo uno de ellos—. Que habitación tan bonita, ¿no? Ah, cómo me gusta estar cerca de la playa.

A Jackson lo desconcertó que hablase de forma tan parecida a su propio hermano: el mismo acento duro, el retintín cínico. Jackson había ido puliendo su acento a lo largo de los años, y a veces se preguntaba si habría reconocido a su yo más joven de poder oírlo ahora.

—¿Quiénes sois? —preguntó—. ¿Y qué queréis? ¿Habéis venido a darme una paliza por algún motivo que desconozco, o a qué?

—A qué. Hemos venido a «qué» —repuso el otro tipo—. Pero es probable que también te demos una paliza.

Uf, los bromistas eran siempre los peores.

—Caballeros, creo que tenemos intereses contradictorios —dijo Jackson—. Vosotros buscáis a esa mujer, la que atacasteis en la gasolinera, y yo no sé dónde está.

—¿Te has creído que somos idiotas? —dijo el que hablaba como su hermano.

—Bueno…

—Te buscamos a ti.

—¿A mí? ¿Qué he hecho yo?

—Has estado metiendo las narices donde no te incumbe —contestó Patachunta—. Y haciendo preguntas por todas partes.

—Tenemos un mensaje de alguien para ti —añadió Patachún.

—¿Qué pasa, ahora sois una agencia de felicitaciones? —soltó Jackson.

Hay quien piensa que, cuando uno tiene las de perder, lo mejor es dar media vuelta y largarse, y no pinchar al enemigo con un pincho bien grande. Jackson sacó el pincho más grande que tenía y pinchó.

—¡No me digas que es un mensaje con striptease! —le dijo a Patachún, que flexionó las rodillas, preparándose para el combate.

Patachunta volvió a hacer crujir los nudillos. Grita ¡Devastación!, y suelta a los perros de la guerra, se dijo Jackson.

Patachún arremetió de pronto contra él, embistiéndolo con todas sus fuerzas para hacerlo oscilar como un tentetieso, y antes de que pudiera reaccionar ante aquel lance repentino, Patachunta le dio un tremendo puñetazo en la sien. Aquello lo hizo dar una vuelta entera tambaleándose, pero luego consiguió asestarle un puñetazo en la nariz a Patachún.


Touché
—llegó a exclamar antes de que Patachunta empezara a conectar ganchos contra su estómago.

Se encontró en el suelo, y cuanto pudo oír fue al perro ladrando furioso. Quiso decirle que parara antes de que le hicieran daño, que esos tipos probablemente no se lo pensarían dos veces antes de dejarlo fuera de juego.

Entonces el que hablaba como su hermano muerto dijo algo asombrosamente cerca de su oído.

—El mensaje, listillo sureño, es que dejes en paz a Carol Braithwaite. Y si no lo haces, vamos a continuar con este trabajito.

Jackson quiso quejarse, porque aún fue peor que la paliza que esos paisanos de su tierra natal no lo hubieran reconocido como uno de los suyos. Por desgracia, antes de que pudiera decir nada, uno de sus paisanos le dio una patada en la cabeza y Jackson se sumió en la oscuridad por segunda vez esa noche.

* * *

Tuuuit, tuut. No, no, en realidad sonaba más como Cuuuic…, uuh. La llamada de una hembra y la respuesta de un macho. Los búhos son aves muy territoriales. Tracy sabía eso gracias a un libro sobre los pájaros de las islas Británicas que había en la estantería. «Casita de vacaciones» no era la forma más adecuada de llamarla, porque era enorme, algo que al parecer había pasado por alto cuando la reservó. «Obra del arquitecto Burges», decía, al igual que la iglesia que había a unas doscientas yardas de ella. Estilo gótico victoriano. Además, la casa quedaba dentro de un parque de ciervos medieval. Era extraordinario.

Si se quedaban ahí toda la semana serían como un par de agujas en un inmenso pajar. En realidad, por el momento iban a acampar por una noche en el salón. Tracy no quería que alguien las sorprendiera en los dormitorios, no quería tener que andar abatiendo tipos con la Maglite para arrojarlos escaleras abajo. En la planta baja estaban a pie de calle, y podían salir rápidamente por la puerta de atrás. Había dejado el Saab bien escondido detrás de la casa, fuera de la vista. Nadie iba a buscarlo ahí.

Al llegar, a primera hora de la tarde, habían bajado por una ladera desde la casa hasta un lago artificial. Había un bar con vistas a ese lago, y se sentaron fuera a comerse un helado. Guardaron las puntitas de los cucuruchos para dárselas a un ganso glotón. De pequeña, Tracy había tenido un cuento editado por Ladybird que se titulaba
El ganso glotón
. Cualquiera que las viera hubiera dicho que eran gente normal disfrutando de un día de excursión. Madre e hija. Imogen y Lucy, dos caras de la misma moneda.

Cuando se acabaron los helados, recorrieron los jardines acuáticos hasta llegar a la abadía de Fountains. El paisaje parecía salido del siglo XVIII, con cascadas y lagos y caprichos arquitectónicos, y a Tracy le pareció que no había nada malo en mejorar de aquella forma la naturaleza. En los bordes de los estanques se congregaban bancos enteros de renacuajos, y aquí y allá asomaba algún pececillo. Tracy pensó en las carpas del estanque de Harry Reynolds, peces gordísimos y carísimos. Ella no podía concebir el hecho de comprar peces si uno no iba a comérselos.

A la niña se le daba bien caminar, era de las que ponían un pie delante del otro sin parar, muy práctica. Cuando llegaron a la abadía, se encontraron con que se estaba celebrando alguna clase de feria medieval. Hombres y mujeres vestidos de época cocinaban en una hoguera al aire libre, enseñaban a tejer con fibra de lino y a disparar flechas a una diana. Había un jabalí entero en el asador.

Se fueron antes de que empezara el baile.

—Siempre hay que saber cuándo es el momento de emprender la retirada —dijo Tracy.

Improvisaron una cena a base de tostadas con alubias y queso fundido, y volvieron a salir a pasear bajo el aire balsámico del anochecer. Lugares como aquel lo invitaban a uno a usar palabras como «balsámico». Era el crepúsculo, la hora de las brujas. Estaban en mayo, el mes de la magia. Al declinar el día, todos los excursionistas habían vuelto ya a sus casas, así que tenían todo aquel sitio a su disposición; solo para Tracy y la niña, los ciervos y los árboles. No se oían los ruidos de bestias tan habituales en el campo: ni bramidos, ni balidos, ni graznidos, que en definitiva solían significar muerte y carnicería. Allí solo se oía el canto de los pájaros, la hierba crecía y los animales se la comían, y los árboles se elevaban hacia las nubes.

Había cientos de ciervos en aquel parque, y muchos cervatillos. «Bambis», según Courtney. Vivos todos ellos, gracias a Dios. Tracy se preguntó si adivinarían que acababa de cargarse a uno de los suyos. Estaba considerando seriamente la posibilidad de hacerse vegetariana.

Esos ciervos eran prácticamente animales domésticos. Si alguien se les acercaba se limitaban a levantar el morro, menear un poco la cola, alejarse unas yardas y seguir engullendo hierba. La niña los miraba con cara de asombro; no debía de haber visto un animal tan de cerca en su vida, salvo algún perro rabioso. Tracy tendría que añadir granjas y zoológicos a la lista de cosas que quería enseñarle.

Y entonces, de forma casi milagrosa, cuando ya había anochecido casi por completo, un ciervo blanco y joven surgió de la penumbra, procedente de algún pasado medieval. No era una de esas recreaciones históricas, sino un animal de verdad. Un venado blanco. Se quedó ahí, inmóvil, mirando fijamente a Tracy. No existía sobre la tierra un hombre tan apuesto como aquel animal. El ciervo se sabía el señor de aquellos parajes, era superior a ella en todos los sentidos. Un príncipe entre los hombres.

Caray, pensó. Qué cosa tan especial. Tenía que ser una buena señal, ¿o no?

También había árboles viejísimos, robles que ya debían de estar vivos en tiempos de Shakespeare. Trescientos años creciendo, trescientos años viviendo, trescientos años muriendo. Eso se decía en otro libro de la estantería de la casa. El carbón ardía en la chimenea, y Courtney se había dormido sobre uno de los enormes sofás, envuelta en una manta. Tracy estaba medio echada en el otro con los pies encima, pero despierta, haciendo guardia Maglite en mano y descubriéndolo todo sobre bosques de robles, parques de ciervos y abadías medievales. Era una buena manera de cultivarse: quedándose despierta toda la noche por si a unos cabrones chiflados se les ocurría acercarse a saludar.

Primero el conductor del Avensis, después los tipos de las chaquetas de piel; Tracy no había tenido tantos hombres detrás en toda su vida. Lástima que las intenciones de todos ellos fueran tan deshonestas. Por no hablar de aquel «detective privado» que la buscaba para hacerle preguntas sobre Carol Braithwaite. ¿Quién carajo era toda esa gente? ¿Los enviaban para recuperar a la niña o para vengarse de ella por habérsela llevado? Las dos cosas, probablemente. ¿Sería alguno de ellos el responsable de la muerte de Kelly Cross? Era muy probable que sí. ¿Tan valiosa era Courtney para que alguien se estuviera tomando tantas molestias?

Había un teléfono en la casa, y Tracy decidió llamar a Barry, para averiguar si sabía algo sobre quién había matado a Kelly Cross, si sabía algo sobre lo que fuera. Su voz tenía un tono aún más taciturno que de costumbre. Habría estado bebiendo.

—¿Barry? ¿Sabes ese detective privado que va por ahí haciendo preguntas? ¿Conduce un Avensis gris?

—Ni idea.

—¿Y preguntaba sobre Carol Braithwaite?

—Por lo visto hace toda clase de preguntas y sobre mucha gente. Sobre ti, sobre Linda, sobre los Winfield… Es como un maldito virus que se haya colado en el sistema.

—Espera, espera —dijo Tracy—, ¿los Winfield? ¿Ese tío que era médico, casado con una modelo?

—Adoptaron una criatura poco después del asesinato de Carol Braithwaite, y emigraron pitando a Nueva Zelanda.

—¡Dios santo! —murmuró Tracy.

Por eso había desaparecido Michael Braithwaite, porque se lo llevaron los Winfield. Se acordaba de Ian Winfield de cuando había ido al hospital, y de su actitud extremadamente protectora para con Michael.

—Ya he dicho demasiado —dijo Barry.

—No, no has dicho suficiente.

—De todos modos, todo acabará por saberse.

—¿Qué, qué acabará por saberse, Barry? ¿Qué pasa?

Barry exhaló un profundo suspiro, y al suspiro lo siguió un largo silencio.

—¿Sigues ahí, Barry?

—No me he ido a ninguna parte. Tracy, te he visto en unas grabaciones con Kelly Cross, en el centro comercial Merrion.

—Mierda.

—Sí, Tracy, mierda. Exacto. Y encontraron una huella tuya en casa de Kelly. ¿Qué está pasando, Tracy?

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