Era extraño que recordara el nombre de una niña a la que no conocía y tuviera problemas para saber cómo se llamaban los simples objetos de la vida cotidiana. Tetera. Aquella mañana le había llevado diez minutos dar con la palabra «tetera». El cachivache ese que se utiliza para el agua, le había dicho a Saskia.
—¿Cachivache? —había repetido Saskia, claramente sin saber de qué hablaba.
—Como el de la canción «Waltzing Matilda» —dijo Tilly—. Que es mi nombre, por supuesto. Matilda. —Y añadió—: Eso que el vagabundo está esperando a que hierva, ya sabes…
—Oh, la tetera, claro —repuso Saskia.
Al menos con lo de la canción había ido bien encaminada. La primera palabra que había pescado en las profundidades de su mente fue «pollo», por absurdo que fuera.
—Voy a poner… ¿cómo se llama ese trasto? El pollo para preparar una taza de té, ¿te parece?
Saskia la había mirado como si tuviera dos cabezas. Tilly la tontita. Tilly teterita tontita. El día anterior había llamado lirios a las luces. Oh, está oscuro, ¿enciendo los lirios? «Fíjense en los lirios, no hilan ni tejen», decía san Lucas. «Las luces se están apagando en toda Europa.» Y utilizaba palabras sin sentido para objetos cotidianos: cortinas, cajones, tazas, se transformaban en paparruchas impronunciables. Todas sus palabras se hacían puré, el lenguaje se desvanecía hasta que no quedaba otra cosa que sonidos sin significado alguno, y al final solo silencio.
La muchacha le tenía miedo a Tilly. La locura de Lear. La pobre Ofelia arrastrada por la corriente río abajo, con un bolso lleno de cuchillos y tenedores y, precisamente aquella mañana, un carrete de cinta roja y una aguja de tejer, como si hubiese deambulado en sueños por una mercería. Había hecho el papel de Ofelia con una compañía de repertorio. El actor que daba vida a Hamlet era más bien bajito. «Rema, rema, rema suavemente con tu barquita, río abajo.»
—¿Has interpretado alguna vez papeles clásicos? —le preguntó a Saskia unos días atrás—. ¿De Shakespeare y compañía?
—Oh, no, por Dios —respondió Saskia, como si Tilly hubiera sugerido algo desagradable.
Saskia no tenía nada que ver con Padma, Padma era una chica amable, siempre preguntando si podía hacer algo por ella. A veces hacía que se sintiera una inválida por la forma en que la trataba. Inválida. Esa palabra tenía doble sentido, ¿no? Enferma o nula, inservible. Se estaba volviendo ambas cosas. Más valía muerta que loca. Ofelia lo sabía bien.
La niña de «Brilla, brilla, estrellita» se le había mezclado ahora con todas las demás pobres criaturitas del mundo. Y había también unos cuantos bebés conejo disecados. Y su propio bebé, el que perdió. Todos se habían refundido en una sola criatura indefensa que daba alaridos bajo el viento. El nombre de la niña de la «estrellita» se le había ido de la cabeza; solo un minuto antes lo recordaba, y de pronto… se había ido, al mismo sitio que todas las teteras. Oh, Dios mío.
Había querido hablarle al hombre que antes era policía de la niñita de la «estrellita». ¿Le contó algo a aquella chica tan amable del centro no sé qué? Centro comercial Marrón, Morrión…, ah, sí, Merrion. En aquel momento estaba tan preocupada por sus propios problemas que probablemente no había dicho nada. Si las mujeres buenas no hacen nada, el mal se saldrá con la suya. Todavía no había encontrado el monedero, por supuesto. Julia y Padma le habían prestado algo de dinero. Y hasta Saskia le había dado un billete de cinco libras.
—Esto te ayudará a ir tirando —dijo.
Tilly estaba segura de que la chica tenía buen corazón en el fondo, aunque la hubiese oído quejarse a alguien del equipo de producción, diciéndole:
—Esa vieja horrible. Y encima es sucia. Necesito vivir sola.
Pues mala pata, chata; esta gente es de la virgen del puño.
Debió haber intervenido. Se imaginó arrancando a la niña de su madre y saliendo a la carrera del centro comercial con ella en brazos. Podría haberla metido en su coche (de haber recordado cómo se ponía en marcha) y habérsela llevado a la casita Campanilla, donde habría alimentado a la criaturita con huevos escalfados y unas peras de Anjou de esas tan buenas que le había comprado Padma. No sabía escalfar un huevo, por supuesto. Su madre se los preparaba en una pequeña escalfadora de huevos de porcelana. Una cosa muy bonita. «Escalfado» era una palabra encantadora, la hacía pensar en algo acurrucado y calentito. Si ella tuviese una niñita de la que cuidar, la mimaría mucho. O un conejo, un pobre conejito aterciopelado que huyera del zorro o de la escopeta. «Corre, conejito, corre.»
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por alguien que aporreaba la puerta.
No consiguió figurarse quién sería a aquellas horas. Abrió la puerta con cautela. Ahí fuera, de pie, había una joven que le resultaba familiar. Estaba sin aliento, sus pechos casi inexistentes subían y bajaban. Iba maquilladísima. Bajo el maquillaje, reconoció por fin a Saskia. La muchacha se abrió paso con rudeza y entró en la casa.
—¿Está Vince? —preguntó, como si su vida dependiese de ello.
—¿Vince? —repitió Tilly—. Aquí no hay nadie que se llame Vince, querida.
Supuso que en la casita Campanilla se había alojado un montón de gente de toda clase, siendo como era una vivienda de alquiler para las vacaciones. Aunque no tenía ni idea de por qué andaría buscando Saskia a una de esas personas. Reparó de pronto en la pistola que empuñaba la muchacha.
—Oh, querida, ¿qué diantre vas a hacer con eso?
—¡Corten! —bramó alguien.
¿Corten? ¿Que corten qué?, se preguntó Tilly.
* * *
Tracy decidió parar en un supermercado a comprar provisiones. Primero cargó el carrito con plátanos, la comida rápida ideal para niños pequeños. Cuando recorrían los pasillos, sus pensamientos estaban divididos entre preocuparse por las cámaras de seguridad y preguntarse si Courtney iba a quedarse atascada en el asiento del carrito, y qué haría ella si ocurría, cuando vio un rostro conocido que iba hacia ellas.
Era la esposa de Barry Crawford, Barbara. Mierda. Querría saber quién era Courtney. Mira que había supermercados en el mundo…
Barbara Crawford avanzaba por el pasillo de las verduras enlatadas como si anduviese sobre alfileres, empujando el carrito como si fuera un cochecito de bebé Silver Cross. Una zombi maquillada y con tacones. No importaba qué le pasara por dentro, Barbara siempre estaba a punto para una invitación imprevista a comer con la reina. La manicura y el maquillaje eran impecables, así como el vestido de lana, el cinturón de cadenilla dorada, las medias finas y el cabello negro tan acharolado como los zapatos. Tracy se dijo que si ella estuviera destrozada por el dolor se vestiría con harapos, se embadurnaría el rostro con carbón y barro, y dejaría que el pelo se le volviera de rastafari. A cada cual lo suyo, supuso. Después de casarse con Barry, Barbara había pasado años como vendedora de Avon. Ding dong, Avon llama. «¿No has pensado en ponerte colorete, Tracy? Obraría maravillas en ti.» Le haría falta algo más que colorete.
Barbara llevaba una rígida sonrisa en la cara, como si se la hubiese puesto esa mañana y no pensara quitársela por nadie. Era la clase de esposa que uno se alegraba de dejar en casa, de esas estrictas con las normas y los deberes, una criatura rutinaria, casada con alguien cuyo trabajo era cualquier cosa menos rutinario. La ponía frenética. Y a Barry lo empujaba a los pubs y a las prostitutas.
—Lo que haría cualquier hombre que amase a su mujer —decía él—. Las esposas para el puesto de misionera, para que uno las respete, y las putas para divertirse.
Barry le «explicó» a Tracy que las fulanas solo querían dinero. Y a las esposas tenías que pagarles hasta con el alma. Aquello la hizo alegrarse de no ser la esposa de nadie. La mayor parte de los días agradecía seguir soltera, aliviada por no tener que envejecer en compañía de alguien que la mirase con indiferencia sobre las tostadas con mermelada mientras ella se preguntaba qué estaría pensando en realidad.
Aunque esos días ya eran cosa del pasado para Barry. Para él se acabaron muchas cosas el día en que el pequeño Sam murió.
—Oh, mierda —musitó cuando Barbara se acercaba. Un día de esos era el aniversario, ¿no? Hacía dos años—. Mierda, mierda, mierda.
Courtney la miró presa de la alarma, haciendo pucheros.
—No pasa nada, cariño —la tranquilizó—. Solo me he acordado de pronto de algo, nada más… ¡Barbara! Hola. —Modificó el tono para volverlo más sensible y compasivo, más adecuado al luto—. ¿Cómo estás?
Tracy estaba con Barry cuando recibió la llamada, la mano le había empezado a temblar tanto que dejó caer el teléfono. Ella lo recogió, dijo «Hola» y recibió de primera mano las malas noticias de otro.
Barry Crawford era un viejo miserable e imbécil de nacimiento, pero se llevaban bien. Tracy se acordaba de cuando Amy nació, recordaba haber celebrado la llegada del bebé en un pub lleno de polis. Barry era un simple agente en homicidios por aquel entonces y ella aún llevaba uniforme. (Por supuesto.) Fue no mucho después de que atraparan al Destripador.
—Las mujeres vuelven a estar a salvo —le dijo un inspector ante las cervezas con las que brindaron, y Tracy estaba tan borracha que se había reído en su cara. Como si sacar a un tipo malo y chiflado de las calles supusiera que las mujeres estaban a salvo.
—Por mi hija recién nacida —brindó Barry levantando el vaso con un whisky de malta doble hacia el local en general. Debía de ser más o menos el sexto de aquella noche.
—Que tengas más suerte la próxima vez —repuso algún bromista al fondo de la sala.
Cuando nació el bebé de la propia Amy, Sam, el marido, Ivan, estuvo en la sala de partos con ella, asistiendo sudoroso a cada minuto del alumbramiento.
—Los tiempos han cambiado —le dijo Barry con ironía a Tracy—. Ahora uno tiene que prestar todo su apoyo. Hoy en día, los hombres tienen que ser como las mujeres, que Dios nos ayude.
—Algunas nos estamos convirtiendo en los hombres con los que queríamos casarnos —repuso Tracy.
—¿Eh?
—Gloria Steinem, feminista pionera.
—Caray, Tracy.
—Es la cita del día en mi calendario. Solo lo comento.
Barry exhaló un suspiro y levantó el vaso.
—Por mi nieto, Sam.
Estaban en un pub en Bingley, lugar de nacimiento del Destripador. Deberían haber puesto una placa. Ahora todo aquello era historia remota. Esa vez solo estaban ellos dos celebrando lo del bebé, dinosaurios, vestigios de tiempos prehistóricos.
—Si no evolucionas, te quedas atrás —comentó Barry.
—Si no evolucionas, te mueres —repuso ella.
A Amy no la bautizaron de pequeñita.
—En realidad no somos religiosos —comentó Barry.
Pero sí la habían bautizado después del accidente, cuando estaba conectada a una máquina que mantenía sus constantes vitales.
—Solo por si acaso —dijo Barry.
A eso se le llamaba aferrarse a la esperanza. Amy siguió viviendo cuando la desconectaron, Sam no. El propio Ivan estaba en otra sala, sometido a tracción como una mosca en una telaraña. Barry y Barbara solo fueron a visitarlo una vez, cuando tuvieron que hablarle de desconectar todas esas máquinas brillantes y consignar a Sam a la eternidad.
—Tú no puedes entenderlo —le había dicho Barbara Crawford cuando Tracy le dio el pésame en el crematorio—. Tú no tienes hijos, ni nietos. Ojalá me hubiese pasado a mí en su lugar.
Tracy se preguntó si sus padres habrían estado dispuestos a sacrificarse para salvarla. Su madre había aguantado un tiempo después de que su padre muriera, y en sus últimos días dio la impresión de que no fuera a irse a menos que se llevara a Tracy consigo. Su madre tenía el ADN de un escorpión, estaba hecha para sobrevivir a un invierno nuclear. Aunque el cáncer pudo con ella al final. Nadie duraba para siempre, ni siquiera Dorothy Waterhouse. Los diamantes y las cucarachas eran libres para heredar la tierra ahora que ella se había ido.
Barbara Crawford tenía razón, por supuesto. Tracy nunca había experimentado ese sentimiento, esa clase de amor incontenible que te desgarra las entrañas, por el que darías la vida. Excepto quizá en aquella única ocasión con el crío de Carol Braithwaite en aquel piso infernal en Lovell Park. Y ahora, con ese pedacito de ser humano sentado en un carrito de supermercado. Ni siquiera estaba segura de que amor fuera la palabra adecuada para eso que sentía, pero fuera lo que fuese hacía que sintiera deseos de llorar, estuvieran tus críos vivos o muertos.
La hija de Barbara y Barry, Amy, no estaba ni viva ni muerta sino flotando en algún lugar intermedio. En un «centro». Se preguntó con cuánta frecuencia Barbara visitaba a Amy. ¿Todos los días? ¿Cada semana? ¿Lo hacía cada vez con menor frecuencia a medida que pasaba el tiempo?
Tracy había acudido a verla una vez. Solo pudo pensar en Disney, en Blancanieves, en la Bella Durmiente. Parecía un marco de referencia de porquería. Tuvo deseos de acabar con aquello por ella, de hacerles a Barry y Barbara el favor que no podían hacerse a sí mismos. Nunca volvió a hacer una segunda visita. Aún podía ver a Amy bailando con su padre el día de su boda, con la enorme falda del vestido blanco aplastada contra el traje oscuro de él, la gran flor de payaso en el ojal de Barry. Ahora Amy se encontraba suspendida para siempre, una princesa dormida de cuento de hadas sin un final, ni feliz ni de otro modo. ¿Qué había dicho Barry? «Y entonces nos morimos y no hay nada más. Claro que no hace falta que uno se muera para eso.»
Pero Sam sí estaba muerto. Había quedado hecho trizas en un accidente, en el coche que conducía su propio padre, Ivan. Iba casi al triple de la velocidad permitida, «conduciendo como un loco», según un testigo. Había resultado ser Iván el Terrible, después de todo. ¿Por qué había subido Amy al coche con él, y con un crío? Ya no había forma de saberlo, era demasiado tarde. Ivan fue condenado a una breve temporada en prisión, pues el juez consideró que ya había «pagado un precio muy alto por un día que lamentará el resto de su vida».
—Y un huevo —soltó Barry.
Tracy apenas pudo soportar ver a Barry Crawford recorriendo el pasillo de la iglesia, trastabillando bajo el peso del pequeño ataúd blanco.
—Era pesado —le contó después a Tracy— para contener algo tan pequeño.
Los ojos rojos inyectados en whisky. Pobre tipo. Era el mismo pasillo por el que había llevado a su hija un año antes. A Ivan no tardarían en soltarlo. Se preguntó si Barry lo mataría cuando saliera a la luz del día, libre. Había veces en que Tracy se preguntaba si debía hacerlo por él, algo encubierto. Estaba bastante segura de poder cometer el asesinato perfecto si tenía que hacerlo. Todo el mundo llevaba un asesino dentro que solo esperaba salir, unos más pacientes que otros.