Me desperté temprano y saqué al perro (18 page)

Read Me desperté temprano y saqué al perro Online

Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

BOOK: Me desperté temprano y saqué al perro
6.05Mb size Format: txt, pdf, ePub

El amanecer empezaba a resquebrajar el cielo. Ganarle por la mano al día estaba bien. El tiempo era un ladrón, y Jackson creía lograr un pequeño triunfo al arrancarle esas horas tempranas. Tenía la sensación de que era jueves, pero no habría puesto la mano en el fuego.

La mujer sin nombre que yacía junto a él murmuró algo ininteligible en sueños. Volvió la cabeza y abrió los ojos, que tenían la pátina blanquecina de los ojos de los muertos. Al ver a Jackson recobraron algo de vida, y murmuró:

—Madre mía, apuesto a que tengo un aspecto horrible.

Sí que tenía bastante mala pinta, pero Jackson se tragó su desafortunada compulsión por mostrarse franco.

—En realidad, no —respondió con una sonrisa.

En esos tiempos, no sonreía con frecuencia (¿lo había hecho alguna vez?), y solía pillar a las mujeres por sorpresa. La mujer de la cama (sin duda le habría dicho su nombre en algún momento, ¿no?) se estremeció de placer, soltó una risita y dijo:

—¿Me vas a preparar una taza de té, amorcito?

—Vuelve a dormirte. Aún es temprano.

Con extraña obediencia, la mujer cerró los ojos y al cabo de unos minutos roncaba con suavidad. Jackson supuso que estaba jugando en una liga inferior.

Tenía el recuerdo —vago al principio, pero por desgracia cada vez más claro— de haber entrado en un bar del centro de la ciudad, en un intento de dejar atrás sus años dorados. Le parecía recordar que andaba en busca de un
pastis
, en algún local cálido en una ciudad fría, pero había acabado en una especie de coctelería cutre llena de hombres hechos polvo, muy superados en número por las mujeres, sobradas de desparpajo. Un grupito de ellas se había abalanzado sobre él, febriles de tanto alcohol e impacientes por apartarlo de la manada de lugareños con traje. Daba la sensación de que aquellas mujeres hubiesen empezado a beber en algún momento del siglo anterior.

Estaban celebrando el divorcio de una del grupo. Jackson pensó que un divorcio era más bien motivo de duelo que una ocasión para irse de farra, pero qué sabía él con el historial tan pobre que tenía en lo concerniente al matrimonio. Le sorprendió descubrir que todas las mujeres parecían ser profesoras o asistentes sociales. No hay nada más terrorífico que una mujer de clase media cuando se desmelena. ¿Cómo se llamaban aquellas mujeres griegas que hacían pedazos a los hombres? Julia lo sabría.

Aunque era una noche entre semana, todas las mujeres tomaban chupitos con nombres ridículos: Lamborghini Flameante, Extracto de Rana, Fulana Pelirroja; Jackson sintió cierta inquietud ante el asqueroso contenido de sus vasos. Solo Dios sabía qué cara tendrían cuando aparecieran en el trabajo a la mañana siguiente.

—Soy Mandy —dijo alegremente una de las mujeres.

—Vamos, cariño, pégale un revolcón —exclamó otra con la garganta hecha un asco de tantos años fumando.

—Así funciona la cosa —prosiguió Mandy ignorando a su amiga—. Yo me llamo Mandy, y tú eres…

—Jackson —respondió él a regañadientes.

—¿Qué es Jackson? —quiso saber una de ellas—. ¿Nombre o apellido?

—Lo que tú quieras —repuso.

Le gustaba mantener conversaciones bien simples. No había gran cosa que no pudiera expresarse con «sí», «no», «hazlo», «no lo hagas»; todo lo demás era bastante ornamental, aunque agregar un «por favor» de vez en cuando podía hacerte avanzar un trecho sorprendente, y un «gracias» todavía más. Su primera mujer se había quejado de su falta de verborrea. («Por Dios, Jackson, ¿va a matarte charlar por charlar?») Esa era la misma esposa que en los inicios de su noviazgo lo había admirado por ser uno de esos hombres «fuertes y callados».

Quizá debería haberse esforzado en hablar más con Josie. Entonces es posible que ella no le hubiese dejado, y si ella no le hubiese dejado él no habría empezado con Julia, que lo sacaba de quicio, y sin duda no habría encontrado después a la farsante de su segunda esposa, Tessa, que lo había desplumado hasta dejarlo pelado. Por falta de un clavo.

—Esposa buena, esposa mala —comentó Julia—. En el fondo del corazón sabes a cuál prefieres en realidad, Jackson.

¿Lo sabía? ¿A cuál? Nadie, ni siquiera Tessa, era capaz de hurgar en sus pensamientos del modo en que lo hacía Julia.

—La viuda negra —declaró ella encantada—. Tuviste suerte de que no se te comiera.

Las mujeres se sentían con frecuencia atraídas por él, por lo menos al principio, pero Jackson ya no valoraba tanto la apariencia, ni la propia o (por lo visto) la del sexo opuesto, pues había sido testigo demasiadas veces de los estragos que acarreaba la belleza sin la verdad. Aunque hubo un tiempo en que no se habría sentido atraído, por borracho que estuviera, por alguien como la mujer con la que se había despertado aquella mañana. O quizá uno va bajando simplemente el listón a medida que se hace mayor. Claro que él, que en el fondo era tan fiel como un perro, se había pasado la mayor parte de su vida adulta en relaciones monógamas en las que esos problemas no habían sido más que hipotéticos.

Nunca se había considerado muy promiscuo. Desde lo de Tessa, había llevado una vida ascética, casi monacal, apreciando la ausencia de necesidad en su vida. Un monje cisterciense. Y entonces, de pronto, había traicionado todos los votos no profesados con solo pasarle por delante un regimiento monstruoso en el más puro estilo Terry Pratchett.

—¿Qué te trae a este rincón del bosque? —quiso saber una de las más sobrias del aquelarre. («Me llamo Abi, y me han nombrado la adulta de este grupo», un hecho que parecía provocarle amargura.)

A Jackson no se le daban bien las preguntas, y puestos a elegir, prefería hacerlas él que responderlas. Recordó que eran profesoras y asistentes sociales.

—Supongo que ninguna de vosotras conoce a Linda Pallister por casualidad, ¿no? —preguntó.

Hubo un par que aullaron de risa como hienas.

—No pillarías a Linda ni muerta en un sitio como este. Estará reciclando gatos o idolatrando árboles en alguna parte.

—No, no es pagana, es cristiana —dijo alguien.

El comentario pareció transportarlas a un nuevo nivel de hilaridad.

—De todas formas, ¿para qué la quieres? —quiso saber Abi, de bastante mal humor.

—Tenía una cita con ella esta tarde, pero no se ha presentado.

—Trabaja en adopciones. ¿Eres adoptado? —dijo una de ellas tendiendo la mano para coger la de Jackson—. Pobre niño. ¿Eras huérfano? ¿Te abandonaron? ¿No te querían? Ven con mamá, pequeñín.

—Ella es más vieja que Matusalén —repuso otra—. No la quieres. Nos quieres a nosotras.

Una de las mujeres se le acercó tanto que sintió el calor de su cara junto la suya. Estaba lo bastante borracha para creerse seductora cuando le preguntó con voz entrecortada:

—¿Te apetece un pezón escurridizo?

—¿O una mamada? —chilló otra.

—Te están tomando el pelo —añadió otra más acercándose con sigilo—, son nombres de cócteles.

—Para ti igual sí —exclamó entre risas la primera.

—Vamos, amorcito, échale un polvo —soltó otra—. Se muere de ganas, no la hagas sufrir más.

¿Qué les había pasado a las mujeres?, se preguntó Jackson. Hacían que se sintiera casi mojigato. (No lo suficientemente mojigato, claro está, para resistirse a los dudosos encantos de una de ellas.) Había advertido que, últimamente, se sentía como un visitante de otro planeta, cada vez más. O del pasado. A veces pensaba que el pasado no era tan solo otro país, sino un continente perdido en algún lugar en el fondo de un océano ignoto.

—Tienes cara de enfadado —dijo Abi.

—Es mi aspecto habitual, no tengo otro —respondió él.

—No te preocupes, no mordemos.

—Todavía no —añadió una entre risas.

Jackson sonrió y la temperatura alrededor de él se elevó un grado. Quedó claro que, ahí, el tesoro era él. El ambiente en el bar estaba tan cargado que existía un peligro real de que aquellas mujeres enloquecidas estallaran simplemente de pura excitación.

Bueno, se dijo, lo que pasa en Leeds se queda en Leeds. ¿No era así el dicho?

—No estoy preocupado —respondió—. Pero si vais a invitarme, señoritas, tomaré un Pernod.

Había llegado el momento de poner pies en polvorosa. Jackson se levantó con sigilo de la cama y encontró su ropa en el suelo donde debía de habérsela quitado unas horas antes. Se movía con cierta delicadeza. Sentía la cabeza de plomo, como si pesara demasiado para el frágil tallo de su cuello. Recorrió de puntillas un pasillo estrecho y se sintió agradecido al dar a la primera con la puerta del cuarto de baño. Comportarse en aquella casa como si estuviera en plena operación de reconocimiento en un territorio hostil le pareció una opción tan válida como cualquier otra. Era una versión mejor de la casa en la que había crecido, un detalle que lo perturbó, como lo hacían algunos sueños.

El cuarto de baño estaba calentito y limpio y tenía unas alfombrillas a juego para el lavabo y la bañera de un tono fresa. Los sanitarios también eran de color rosa. No recordaba haber orinado en un inodoro rosa con anterioridad. Para todo hay una primera vez. Los azulejos de la bañera tenían flores, los productos de cuidado corporal del supermercado se alineaban pulcramente en su extremo. Pensó en la mujer que vivía allí y se preguntó por qué se acostaría con un completo extraño. Podía hacerse la misma pregunta, por supuesto, pero parecía menos relevante. Había dos cepillos de dientes en una taza sobre el estante de encima del lavabo. Se cuestionó su significado.

Se lavó las manos (había sido bien enseñado por toda una estirpe de mujeres que se remontaba hasta la edad de la piedra) y se vio reflejado en el espejo. Tenía aspecto de vicioso, que era más o menos como se sentía. Había caído. Como Lucifer.

Estaba desesperado por ducharse, pero aún lo estaba más por salir de aquella casa claustrofóbica. Bajó por la escalera enmoquetada, pisando en el borde de los peldaños para que no crujieran demasiado. La mujer vivía con alguien que había dejado una bicicleta aparcada en el vestíbulo. Probablemente la misma persona que había dejado tiradas unas botas de fútbol llenas de barro junto a la puerta principal. Había un monopatín apoyado contra la pared, y verlo (¿dónde estaba su dueño?) lo deprimió un poco.

De algún modo hubiera preferido que el segundo cepillo de dientes perteneciera a una pareja o un amante y no a un hijo adolescente. De pronto se sintió agradecido de que su primera mujer hubiera vuelto a casarse, no porque fuera (al parecer) feliz, pues le importaba un bledo su felicidad, sino porque significaba que no andaba recogiendo a desconocidos (como él mismo) para pasar la noche. Desconocidos que tendrían la libertad de merodear por la casa en la que su hija se encontraba inmersa en una intensa e inquietante adolescencia.

No respiró hasta que hubo cerrado la puerta principal detrás de sí para salir al neblinoso aire de primera hora de la mañana. El día tenía pinta de poder acabar de cualquier manera, y no estaba pensando solo en el clima.

Fijó su brújula interna en «centro de la ciudad» y correteó hacia allí a un ritmo más pausado del habitual, con la esperanza de dejar atrás una resaca colosal. Hacía poco que había empezado a correr de nuevo. Con un poco de suerte, si le aguantaban las rodillas, planeaba seguir corriendo el resto de su edad dorada y buena parte de la de diamante.

(¿Por qué? —preguntó Julia—, ¿por qué correr?

—Te impide pensar —respondió él alegremente.

—¿Eso es bueno?

—Sin ninguna duda.)

En sus viajes por Inglaterra y Gales había descubierto otra ventaja: correr era un buen sistema para ver un lugar. Uno podía ir de la ciudad al campo antes del desayuno y pasar del deterioro urbano a un barrio burgués de las afueras sin perder la zancada. Era un gran sistema para echar un vistazo a las propiedades que hubiese en venta. Y nadie se fijaba en ti, no eras más que un chiflado que salía al amanecer para probar que aún era joven.

Jackson llegó por fin al Best Western, donde había tenido toda la intención de pasar la noche, y no en brazos de una extraña. Hacía mucho tiempo que no tenía una aventura de una noche. Como decía la canción «¿Me amarás aún mañana?». Esperemos que no.

Cogió el ascensor para subir a su planta y pensó que podría recuperar un poco el sueño perdido. Su cita con Linda Pallister era a las diez, a un tiro de piedra del hotel. Tiempo de sobra para una cabezadita, una ducha y un afeitado y algo de desayuno, pensó cuando entraba en la habitación. Una taza de café decente. Incluso una indecente le serviría en aquel momento.

Se había olvidado por completo del perro.

Esperaba con ansiedad al otro lado de la puerta como si no supiera muy bien quién iba a aparecer por ella. Cuando vio que no era su antiguo colega Colin, empezó a menear la cola como un loco. Jackson se agachó y le permitió dar rienda suelta a su felicidad durante un momento. Se sintió mal por haberlo dejado solo y encerrado toda la noche. Si se lo hubiera llevado consigo la noche anterior, quizá el perro podría haber controlado sus payasadas y protegido su moral; una pata amistosa en el hombro en un momento determinado, el consejo de que se lo pensara dos veces, «Vete a casa, Jackson. No lo hagas. Limítate a decir que no».

Echó un vistazo en la habitación del hotel para comprobar si había depositado algún regalito marrón, y al no encontrar nada, dijo:

—Buen perro —y, aunque seguramente era lo último que deseaba hacer en aquel momento, cogió la correa y añadió—: Venga, vamos. —Y abrió la cremallera de la mochila para el animal.

* * *

No había hecho nada por ayudar a aquella criaturita. Era una de los niños que padecían, como en aquella canción de The Smiths. Pensó en la niñita que entonaba su inocente canción, «Brilla, brilla, estrellita», en el centro comercial Merrion y en la horrible bruta que tenía por madre. Courtney. «Joder, Courtney, cierra el pico de una vez.» ¿Cómo podía haber gente capaz de actuar de ese modo? Un eco de su padre: «A los niños hay que verlos pero no oírlos, Matilda». Él pensaba en realidad que no había que oírlos ni verlos. Sus padres habían tenido otro hijo, un hermano de Tilly, que ya había muerto cuando ella nació, y tuvo que caminar a su sombra toda la infancia. Todos aquellos cementerios del pasado, llenos de niños, con sus lápidas como pequeños dientes rotos. La medicina moderna habría salvado a la mayoría de ellos, habría salvado a su hermano. Aunque haría falta algo más que medicina para salvar a las pequeñas Courtneys de este mundo.

Other books

An Uncomplicated Life by Paul Daugherty
Voices Carry by Mariah Stewart
Cherringham--Snowblind by Neil Richards
Takeoff! by Randall Garrett
What Caroline Wants by Amanda Abbott
Mydnight's Hero by Joe Dever