Se incorporó y escuchó sentada en la cama, pero el silencio era profundo. A veces, cuando se ponía a escuchar en plena noche, oía toda clase de leves crujidos, chirridos y chillidos como si en los alrededores de la casita se agitara una misteriosa fauna salvaje. Otras veces la despertaba un quejido espantoso, agudo y penetrante, que atribuía a algún animalito cuya vida se apagaba en las fauces de un zorro. Siempre había imaginado a los zorros con chaleco de cuadros, pantalones bombachos y sombrero con pluma. Era el legado, suponía, de algún libro de su infancia. De niña, había visto un diorama con conejos disecados vestidos como personas. Las conejitas iban con largos vestidos y abrigos de época, y ellos ataviados como dandis y terratenientes; había un cuarteto de cuerda, con instrumentos en miniatura y todo. Otras conejitas iban de criadas, con cofia y delantal. Había una desgarradora hilera de bebés conejo acostaditos uno al lado de otro en la cama, durmiendo para siempre. Era repulsivo y fascinante a la vez, y se grabó en el imaginario de Tilly de tal forma que seguía ahí mucho tiempo después.
Pero esa noche no había bailes de conejos ni cuadrillas de ratones, no estaba el astuto señor Zorro seduciendo al gallinero, solo había un silencio tan oscuro y profundo que, más que ausencia de ruido, parecía el sonido de otra dimensión.
Se levantó con torpeza de la cama y se dirigió a la ventana abierta. Cuando descorrió las cortinas, le sorprendió ver la luz de una vela ardiendo suavemente en la casa del otro lado del camino, en la ventana de un dormitorio. «Jesús nos hace brillar con luz pura e inmaculada.» ¿Alguien que velaba en la noche, o que hacía alguna clase de señal? ¿Se iba tarde a la cama o se había levantado muy pronto? La vela parecía tener algún significado oculto, pero no supo descifrarlo. «Como la llamita de una vela ardiendo en la noche.»
Y entonces una mano invisible levantó la vela y la apartó de la ventana. Unas sombras bailaron en la pared, y luego la habitación se sumió en la penumbra.
De repente estaba despierta otra vez. Había estado persiguiendo a una niña, corriendo sin parar tras ella por pasillos interminables, subiendo y bajando escaleras, pero sin poder alcanzarla. Y luego la niña pequeña era ella, y llevaba a un conejito de la mano. Corrían a vida o muerte, asidos de la mano y la patita, y un bacalao gigante les daba caza. El bacalao nadaba por el aire, sinuoso y poderoso, batiendo su cuerpo plateado de un lado a otro. Era completamente ridículo, hacía que se preguntara de dónde vienen los sueños. El conejo profirió un grito espantoso cuando los labios horribles y gordos del bacalao se cerraron sobre su cola. Tilly comprendió que el conejito era su bebé, el que había perdido tantos años atrás. Se despertó al oír una voz que decía: «Alguien debería hacer algo, Matilda». ¿Quién había hablado? ¿El bacalao? El acento era muy pijo, y se hacía difícil imaginar un bacalao hablando con acento pijo. Bueno, en realidad, costaba imaginar a un bacalao hablando como fuera. Solo cuando estaba a punto de quedarse dormida otra vez, comprendió que se trataba de la voz de su antigua profesora de teatro, Franny Anderson.
* * *
Tracy sacó las trufas vienesas del bolso. Las había comprado en otra vida, en Thornton's. En una vida distinta, antes de Courtney. A. C.
Encendió la tele. Las trufas se habían fundido y pegado unas a otras. Pero sabían igual, si no las miraba. Hacía rato que el programa
Tienes talento
había terminado, así que buscó una película en la tele por cable, pero lo mejor que pudo encontrar fue un episodio antiguo de
Elf
. Lo grabó en el Sky Plus para Courtney. El hecho de pulsar el botoncito rojo se le antojó una especie de compromiso con el futuro. No es que fueran a quedarse ahí sin más a ver la película, pero lo que contaba era la intención.
Si la vida de Carol Braithwaite no se hubiera interrumpido de manera tan repentina, ahora estaría sentada en el sofá, con los pies en alto y con su vaso y su cigarrillo, buscando algo que ver entre los seiscientos canales sin encontrar nada que valiera la pena. En esos años, su vida no habría tenido demasiada trascendencia, pero ¿acaso la vida de alguien la tenía? Sin embargo, hacía tiempo que se había ido. Lo lógico sería pensar que había desaparecido para siempre, pero por lo visto su nombre permanecía. La puerta del armario estaba abierta, y la caja fuera del estante, destapada. ¿Por qué Linda Pallister quería hablar con ella de Carol Braithwaite?
Linda había trabajado toda la vida en los Servicios a la Infancia, por lo que debía de haber visto la peor faceta de las personas. Tracy había visto la peor y más. Sentía que las cosas que había presenciado eran como una mancha que la ensuciaba: pura y simple mugre. Salones de masajes y locales de striptease en el lado blando, mientras que en el lado más cruel estaban los durísimos DVD en los que unas personas hacían cosas repulsivas a otras. Toda esa porquería por clasificar que impregnaba los informes con su absoluta depravación. Las chiquillas que entregaban sus almas junto con sus cuerpos, los burdeles baratos y las saunas, lugares increíblemente sórdidos en los que chicas adictas al crack hacían cualquier cosa por diez libras. Cualquier cosa. Detenía a chicas por prostitución y las veía volver de cabeza a la calle; había chicas extranjeras que venían a trabajar como camareras o canguros y se encontraban encerradas en habitaciones infames, ofreciendo sus servicios a un hombre tras otro durante todo el día; y estudiantes que trabajaban en «clubes para caballeros» (¡Ja!) para cubrir sus gastos. La libertad de expresión, las buenas obras de supuestos liberales, la defensa de los derechos del individuo, siempre y cuando no perjudiquen a los demás. Pura palabrería. Ahí te llevaba todo eso, a la Roma de Nerón.
El mal no tenía fin, en realidad. ¿Y qué se podía hacer? Se podía empezar con una niña.
Nochevieja de 1974
Una cena de etiqueta en el Metropole, con baile incluido. Se celebraba en ayuda de alguna organización benéfica para niños enfermos, sordos o ciegos. Ray Strickland no había hecho mucho caso, solo sabía que era cara. «La caridad empieza por uno mismo», le había dicho Margaret, su mujer. Ray no estaba muy seguro de saber qué significaba esa frase. Su mujer era una persona buena, «hija de un pastor protestante», como decía ella.
—Me educaron en la creencia de que tenemos el deber de ayudar a los menos favorecidos.
—¡Pues yo soy uno de esos! —respondía Ray bromeando.
Margaret era de Aberdeen. Se habían conocido una noche de hacía diez años, en urgencias, cuando Ray, todavía de uniforme, estaba interrogando a un borracho que se había visto envuelto en una pelea. Ella había ido al Saint James a hacer sus prácticas de enfermera porque, según decía, «quería ver Inglaterra». Ray le dijo que Inglaterra abarcaba bastante más que Leeds, aunque en aquel entonces él no había llegado más allá de Manchester. Antes de conocerlo, Margaret tenía planeado irse de misionera a algún rincón lejano y oscuro del mundo. Entonces se prometieron y ahí acabó la cosa: él se convirtió en su misión, en su propio rincón oscuro del mundo.
Cuando eran novios, la iba a buscar al acabar Margaret su turno en el hospital y cruzaban la carretera hasta la antigua Cemetery Tavern, donde tomaban algo. Habían pasado muchos años desde entonces. Media Tetley suave para él y cerveza con limonada para Margaret, una gran osadía para ella en esa época, porque la habían educado en la abstinencia. También a Ray, por supuesto, un chico de West Yorkshire que estudió en Wesley y que de más joven había jurado no probar el alcohol ni nada por el estilo. Pero hacía ya mucho tiempo que había roto ese juramento.
En otra vida, Margaret habría sido una santa o una mártir. No en el mal sentido, no en el sentido en que los hombres que conocía hablaban de sus mujeres: «Se cree una jodida santa, de verdad», o «Es una mártir de la limpieza». Ray valoraba su bondad, y de alguna manera esperaba que se le contagiara. Siempre llegaba al final de la jornada con la sensación de haber fracasado en algo.
—No seas tonto —le decía Margaret—, tú haces que el mundo sea un lugar mejor, aunque solo sea poniendo tu granito de arena.
Pero la fe que Margaret depositaba en él no acababa de funcionar. Se pasaba la vida sintiéndose culpable, esperando cada día que lo descubrieran, aunque ni siquiera estaba muy seguro de qué había hecho.
Paseó la vista por la sala, pero no vio a Margaret por ninguna parte.
El sitio estaba lleno de peces gordos: magistrados, hombres de negocios, abogados, concejales, médicos, policías… Un montón de policías. La flor y nata del cuerpo congregados para despedir el año que terminaba. El aire estaba cargado, y el olor de puros, cigarrillos, alcohol y perfume se mezclaba con el de los restos de comida: cóctel de marisco, bandejas de jamón, de pollo y de huevos al curry, ensalada de patatas, cuencos de un postre a base de bizcocho y frutas. Ray se estaba mareando. Su superior, el inspector jefe Walter Eastman, lo había atiborrado de whisky de malta. Eran todos grandes bebedores: Eastman, Rex Marshall y Len Lomax.
—Tú eres uno de nosotros, chaval —le había dicho Eastman—, pues bebe como nosotros, joder.
Ray no supo muy bien a quiénes se refería con «nosotros»: ¿Francmasones? ¿Policías? ¿Socios del club de golf? Quizá solo había querido decir «hombres», en contraposición a las mujeres.
—Llegarás lejos, Strickland —le dijo Eastman—. Ahora eres un simple agente, pero antes de que te des cuenta habrás ascendido a inspector.
Sí señor, había un montón de peces gordos. Por eso estaba ahí Ray, incómodo en el traje de pingüino que había tenido que alquilar en Moss Bros. Eastman lo había convencido para que comprara las entradas.
—Te conviene venir, chico, y codearte con los veteranos y tus superiores.
Él era el protegido de Eastman.
—Eso es bueno, ¿no? —había comentado Margaret.
Las mujeres iban vestidas con sus mejores galas y, luciendo satén y piedras preciosas de imitación, arrastraban a sus maridos a la pista de baile, donde ellos trataban a regañadientes de llevar a cabo unos torpes pasos de foxtrot, tropezándose y desesperados por volver a su cerveza y a sus cigarrillos. Eastman estaba orgullosísimo de su forma de bailar el vals, y la verdad es que movía los pies con agilidad para ser un tipo tan pesado. Había insistido en sacar a Margaret a bailar.
—Tu mujer es un encanto —le dijo a Ray.
—Ya lo sé.
Ray siguió la mirada de Eastman y vio a Margaret en el otro extremo de la sala. Llevaba su vestido de encaje azul oscuro y el suave cabello le caía en rizos impecables. Tenía treinta años, pero la década de los sesenta no había existido para ella. Se la veía muy recatada en comparación con otras de las féminas presentes, viejas que vestían como jovencitas. Margaret era todo lo contrario, una joven que vestía como una mujer mayor. Ray admiraba la modestia en una mujer. Su madre era para él la encarnación de la esposa ideal, pero ella nunca se habría casado con alguien tan inestable como Ray. Le faltaba decisión, ese era su problema. «Deja de infravalorarte, Ray», le decía Margaret, abrazada a su espalda fría y tensa en el estéril lecho conyugal.
Estaba sentada a una mesa con Kitty Winfield, y sus cabezas estaban muy juntas, como si se estuvieran contando secretos. Formaban una pareja bien extraña. Kitty Winfield iba de terciopelo negro, con un collar de perlas y el pelo largo recogido en un moño alto y sofisticado. Era la única mujer en toda la sala que sabía que la elegancia reside en la sencillez. Todo el mundo estaba al corriente de que había sido modelo. Kitty Gillespie, se llamaba en aquella época. Todos suponían que tenía un pasado picante, que había salido con gente famosa y aparecido en los periódicos y que había sido una de las primeras en llevar minifalda, pero ahora era la clase personificada. Las mujeres querían ser sus amigas suyas, y los hombres se sentían sobrecogidos ante su presencia, más allá del reproche y casi más allá de la lujuria. Si Margaret era una santa, Kitty Winfield era una diosa.
—«Camina bella, como la noche» —declamó Eastman al oído de Ray.
Eastman era colega de golf del marido de Kitty Winfield, Ian, y Margaret trabajaba con este último en el hospital. Sentada al lado de Kitty, Margaret parecía de otra especie: una vulgar paloma al lado de un cisne.
—Kitty es tan frágil —dijo Eastman.
Ray comprendió que era una manera educada de llamarla neurótica.
Sabía muy bien qué unía a Margaret y a Kitty Winfield: la fertilidad. O la falta de ella. Kitty Winfield no podía concebir hijos, Margaret no conseguía retenerlos en el útero. Ya había pasado por tres abortos, y por un parto prematuro en que el bebé nació muerto. El año anterior, los médicos le habían dicho que no debía intentarlo más, que su cuerpo tenía algún problema. No paró de sollozar durante todo el camino de vuelta del hospital.
Había pasado años tejiendo toda esa ropita de punto, diminutas prendas de encaje de colores pastel. «Necesito tener algo en las agujas», decía, y acabaron con armarios llenos de ropa de bebé. Era muy triste. Ahora tejía para los bebés de África. Ray, por su parte, no estaba muy seguro de que los bebés de África fueran a apreciar la ropa de lana, pero no decía nada.
—Podemos adoptar —le había dicho a Margaret en aquel horroroso trayecto en coche del hospital a casa, pero su comentario la había hecho llorar todavía más.
Se disculpó ante Eastman y rodeó la pista de baile para dirigirse a donde estaban Margaret y Kitty Winfield. Lo trágico del asunto, por supuesto, era que Margaret trabajaba como enfermera en la sala infantil, y se pasaba el día con los hijos de otras mujeres. Y, otra ironía de la vida, el marido de Kitty Winfield era pediatra en el hospital Saint James.
Hasta hacía poco no se habían movido en los mismos círculos sociales. Los Winfield formaban parte de un grupo con el que celebraban sus cócteles, y tenían una casa enorme en Harrogate.
—Cosmopolita —comentó Margaret.
—Una palabra muy seria —repuso Ray.
Ahora, todo era distinto. Margaret andaba siempre saliendo «un momentito» a ver a Kitty Winfield.
—Ella comprende lo que se siente cuando no puedes tener hijos —dijo Margaret.
—Yo también lo entiendo —contestó Ray.
—¿Sí?
—¿Por qué no adoptamos? —volvió a probar Ray.
Margaret estuvo más receptiva esta vez. Una enfermera y un policía, que iban a la iglesia cada domingo, sanos y jóvenes, serían sin duda la pareja ideal a los ojos de las agencias de adopción.