—Yo no soy un átomo.
—No eres otra cosa que átomos, Jackson.
—Es posible, pero aun así no puedo estar en dos sitios a la vez. Solo hay un Jackson.
—Y tanto. Bueno, que pases unas felices navidades. Dios amaba tanto al mundo que entregó a su único hijo, etcétera. Jackson ni siquiera se las ha apañado para darle al suyo un regalo el día de Navidad.
—Bah, patrañas —repuso él.
En el Black Swan, Julia se lamió el helado de los dedos de una forma que antaño le habría resultado provocativa. Antes solía llevar lápiz de labios rojo escarlata, pero últimamente no se los pintaba. De forma similar, llevaba el alborotado cabello peinado hacia atrás y sujeto con un clip. La maternidad la había convertido de algún modo en una versión más diluida de la mujer que era antes. Lo sorprendía lo mucho que echaba a veces de menos a la vieja Julia. O quizá era la misma Julia y lo que echaba de menos era estar con ella. Esperaba que no. De todos modos, ya no tenía sitio en el corazón. El espacio (más bien pequeño) disponible para una mujer en el armario del corazón de Jackson lo ocupaba últimamente casi por entero su némesis escocesa, la inspectora jefe Louise Monroe. Más que una hoguera era una llamita vacilante, a la que su mutua ausencia negaba el oxígeno. Nunca se habían acostado juntos, llevaba dos años sin verla, estaba casada con otro y tenían un hijo. No era lo que la mayoría de la gente consideraba una relación. Alguien debería apagar esa vela.
—El corazón es infinito —dijo Julia—. Hay espacio de sobra.
En el de Julia, quizá, pero no en el de Jackson, contraído y volviéndose más y más pequeño con cada golpe que sufría. «Un pobre corazón desgarrado, un corazón hecho jirones.»
—Paparruchas —soltó Julia.
La cuestión era que John y Angela Costello, los supuestos padres de la pequeña Sharon, que no tardaría en transformarse en Hope Winfield, nunca se habían convertido en polvo. Nunca habían quedado destrozados en un accidente de tráfico, nunca recorrieron las sombrías calles de Doncaster. No habían muerto, porque nunca habían vivido.
Ni accidente de tráfico, ni certificados de defunción, no había constancia de que una pareja llamada así hubiese vivido nunca en Doncaster. No había partida de nacimiento de una tal «Sharon Costello» con unos padres con ese apellido. Solo por estar seguro, Jackson había seguido el rastro de otra Sharon Costello, nacida el mismo día que Hope McMaster, el 15 de octubre de 1972, y que vivía en Truro. Resultó ser una pista falsa, y la mujer quedó desconcertada por su interés en ella.
Por supuesto, los Winfield podían haber cambiado la fecha de nacimiento de Hope además de su nombre. Él lo habría hecho de haber tratado de ocultar a un crío.
La existencia de los propios Winfield sí quedó verificada. No cabía duda de que habían vivido en Harrogate, hogar del buque nodriza de Betty's y una excusa, si necesitaba alguna, para pasarse unas agradables veinticuatro horas en la ciudad, posiblemente uno de los sitios más civilizados que había visitado nunca. Pero por supuesto, como todo el mundo sabía, y Jackson en especial, la civilización era una capa muy fina.
Ian Winfield fue en efecto pediatra en el Saint James de 1969 a 1975, cuando se marchó para ocupar un puesto en Christchurch. Y en efecto estaba casado con Kitty, que realmente había sido modelo. Hope McMaster le había mandado por correo electrónico varias fotografías profesionales de Kitty Gillespie, muy años sesenta con su flequillo y los ojos muy maquillados, una clase de mujer por la que Jackson sentía una extraña e instintiva atracción. Le vino a la cabeza un vago recuerdo: «Kitty Gillespie, la Jean Shrimpton de los pobres». No tan pobres, visto el aspecto de la chica. A él no le parecía que los sesenta fueran historia; quizá nunca lo serían.
«Mamá era una monada, ¿verdad? —le escribió Hope McMaster—. No una regordeta como yo…, ¡prueba irrefutable de que fui adoptada!» Hope le había enviado muchas imágenes de su familia: de sí misma, de Dave, de Aaron, del perro (un golden retriever, cómo no), de los Winfield y de ella de niña («¡Dave lo ha escaneado todo!»).
En realidad, los Winfield parecían haberse desviado un buen trecho al adoptar una niña que no se les parecía en nada. Ellos habían sido altos, morenos y elegantes, Hope era una niña rubia, rechoncha y con pinta de pasada de moda que se había convertido en una mujer rubia, rechoncha y con pinta de pasada de moda, si las fotografías le hacían justicia. «¡La primera fotografía mía, que se sepa!», había escrito en un imagen de la llegada de los Winfield a Nueva Zelanda. La familia recién formada estaba en alguna clase de atracción turística, y Hope, con la carita redonda y pecosa y corte de pelo a lo
garçon
, sonreía a la cámara, la felicidad personificada. La cámara puede mentir, se recordó Jackson. Todos esos niños víctimas de abusos que solo eran noticia cuando morían. Los periódicos siempre publicaban sus fotografías, sonriendo felices. Algunos niños las esbozaban de forma automática para la cámara. «¡Sonríe!»
Lo que había empezado como una petición inocua («Me pregunto si podría usted averiguar algo sobre mis padres biológicos») lo había llevado a un laberinto con callejones sin salida en cada esquina. Hope McMaster era un acertijo existencial. Era posible que existiera en el aquí y ahora de las Antípodas, esposa de Dave y madre del pequeño Aaron. Era posible que asistiera a clases prenatales con la compañía invisible del calamar («y a Pilates… ¡vaya milagro!»), pero cualquier encarnación suya previa parecía un producto de la imaginación. Aunque Jackson no sabía muy bien de la imaginación de quién.
Pandora avanzaba hacia la caja, el gato curioso parecía correr peligro mortal.
—Quizá hay un gato dentro de la caja —caviló Julia—, como el de Schrödinger.
—¿Quién? —preguntó Jackson antes de poder impedirlo.
—Ya sabes, el gato de Schrödinger. En la caja. Vivo y muerto al mismo tiempo.
—Es una idea ridícula.
—En la práctica quizá, pero en teoría…
—¿Tiene esto alguna relación con los átomos, por casualidad?
—
Verschränkung
—dijo Julia con tono de alivio. Por suerte, la llegada en ese momento de una tetera caliente la distrajo de aquellos misterios.
Tras el obligado paso por el orientador en adopciones de Nueva Zelanda, Hope McMaster había solicitado su partida de nacimiento original al registro civil de Leeds. La semana anterior había recibido la noticia de que no la había. Tampoco había constancia alguna de que su adopción hubiese tenido lugar alguna vez.
—Ya ves…, secuestrada. ¿Te sirvo yo? Pero no te acostumbres.
* * *
Cuando entraron en la casa estaba sonando el teléfono. Tracy descolgó el auricular.
—¿Diga? —dijo, pero solo oyó silencio.
Había alguien ahí, estaba segura, e intercambió un diálogo mudo con su interlocutor, como una batalla de voluntades. La persona que llamaba se rindió primero, y Tracy oyó el clic cuando colgó.
—Hasta nunca —dijo. Tenía cosas más importantes en la agenda. Como una cría secuestrada.
No habían comprado nada de comer —no era que Tracy tuviera energías para cocinar— y fueron en busca de una pizza de camino a casa. Era una baza segura, a todos los niños les gustaba la pizza; quizá no fuera lo más sano del mundo, pero en ese momento no le importaba gran cosa, siempre y cuando Courtney no la vomitara. En el futuro habría tiempo de sobra para verduras y frutas. El futuro era de pronto un lugar en el que apetecía estar, en lugar de verse enfrentada al duro aburrimiento del día a día. Un lugar realmente magnífico en el que apetecía estar.
La despensa estaba vacía, no había ni un hueso para un perro ni una lata de judías para una cría secuestrada, solo unos plátanos ennegrecidos esperando acusadores en un cuenco de fruta. En realidad Tracy no había preparado nada desde que Janek había empezado con la cocina; vivía a base de comida para llevar y cosas listas para el microondas (no era ninguna novedad, por supuesto), pero al mirar ahora alrededor advirtió que la cocina estaba casi acabada, solo faltaban la decoración y el linóleo, y un par de toques aquí y allá. La bolsa con las herramientas de Janek esperaba pulcramente en un rincón. Tendría que volver al banco a sacar más dinero para él. Aquella misma mañana, la idea de que Janek no tardaría en marcharse le había parecido profundamente deprimente, y ahora apenas importaba siquiera. Se había embarcado en una aventura inesperada y peligrosa y era posible que acabara precipitándose en el confín del mundo.
—¿Otro pedazo? —preguntó.
Courtney la miró con cara inexpresiva y la boca abierta. ¿Tendrían que quitarle las vegetaciones, se hacía eso todavía? No era una cría muy mona, pero Tracy podía identificarse con algo así. Sus palabras tardaron unos segundos en llegar al cerebro de Courtney (probablemente sería buena idea que le hicieran también una audiometría) y entonces asintió con la cabeza, y siguió haciéndolo hasta que ella le dijo que parara. ¿Sería un poco cortita? Retrasada, pero esa palabra ya no podía utilizarse. Qué más daba, una niña era una niña.
Ella estaba demasiado agotada para comer. Solo el alcohol podría convenirle al estado anímico en que se encontraba, pero no quería que la cría la viera bebiendo, pues probablemente llevaba toda su corta vida entre borrachos, así que se preparó una sobria taza de té Typhoo y observó comer a la niña, imaginando clases privadas para ponerla al día rápidamente, numerosas visitas al otorrino, una revisión de la vista (tenía un ojo un poquito bizco), un buen corte de pelo, seguidos de una escuela atenta y que velara por los niños, quizá una de esas un poco hippies; Linda Pallister sabría de esas cosas. Después, quién sabe, la cría quizá sería capaz de conseguir una plaza en una de esas universidades que eran politécnicas con otro nombre, y Tracy estaría allí cuando se licenciara con el birrete y la toga, bebiendo vino blanco barato al acabar con otros orgullosos padres.
Parte del cerebro de Tracy seguía aún en el centro comercial Merrion y no había asimilado el estrafalario giro de los acontecimientos del día. Esa aislada parte de cerebro pareció incorporarse de pronto y advertir qué ocurría. Pero ¿qué demonios está pasando?, preguntó. ¡Estás haciendo planes a largo plazo para vivir fuera de la ley! Sí, le dijo Tracy al pedacito recalcitrante de cerebro. Estoy haciendo eso exactamente. Había cometido un rapto. Y ella misma había sido víctima de un rapto, de un arrebato. Nunca se le había ocurrido pensar en el doble sentido de aquella palabra.
¿Cómo diantre iba a explicar la repentina aparición de una niña en su vida? Sería más fácil si las dos desaparecían, si empezaban de cero en otro sitio en el que no las conociera nadie («Soy la señora Waterhouse, y esta es mi hijita, Courtney»). Le cambiaría el nombre a Courtney por otro más de clase media, como Emily o Lucy. Quizá echarían raíces en el campo, en la zona de los valles o los lagos de Yorkshire; podían vivir sin problemas de la pensión de la policía. La chica podía asistir a la escuela primaria de algún pueblecito, y ella tendría unas cuantas gallinas, cultivaría algunas verduras, prepararía comidas sanas. Se imaginó en la feria anual del pueblo, pintando caras, horneando magdalenas («Oh, qué mamá tan estupenda es esta Tracy, ¿verdad?»). Por supuesto, jamás en su vida había horneado una magdalena, pero todo el mundo empezaba por algún sitio.
Échate al monte. Vete a los valles o a los lagos. Caray, qué buena jugada haber reservado aquella casita del Patrimonio Nacional, no podía haber sido más oportuno ni aunque hubiese sabido de antemano que su vida iba a volverse del revés. Un sitio donde respirar tranquila. Tiempo para pensar. Zorros en un agujero, escondiéndose de los sabuesos. Solo por si a alguien se le ocurría buscarlas antes de que pudiesen emprender la huida definitiva. Alguien como Kelly Cross, que hubiese cambiado de opinión sobre la reciente transacción.
Caveat emptor
. ¿Qué venía entonces, quedarse o echar a correr? Luchar o huir. ¿Empezar una nueva vida («Imogen Brown y su hijita, Lucy») o tratar de seguir con la vieja (la machota Tracy y la cría secuestrada) y arriesgarse a que las descubrieran y a las consecuencias de que así fuera?
Ella también tendría que cambiarse el nombre, Tracy no le había gustado nunca. Imogen o Isobel, algo femenino y romántico. Suponía que no tenía aspecto de llamarse Imogen. Las Imogen eran chicas de clase media de los alrededores de Londres, de largo cabello rubio y con madres ligeramente bohemias. También tendría que cambiar su apellido, por algo más simple, anodino, quizá. «Imogen Brown y su hijita, Lucy» caminando cogidas de la mano hacia un futuro limpio, blanco, sin mácula. Sería una compensación por todos los demás niños perdidos. Un pajarillo caído devuelto al nido.
¿Era demasiado mayor para hacerse pasar por una madre? Una fecundación in vitro, seguida por una repentina viudedad temprana, acabarían con un montón de preguntas. Nombres nuevos, identidades nuevas, sería como estar en el programa de protección de testigos. Había una cosa un poco rara, y era que Courtney no hubiese mencionado a su madre. Nada de «¿Dónde está mamá?» o «Quiero a mi mamá». No había indicios de que echara de menos a alguien. ¿Era una cría de usar y tirar, o algo muy preciado que habían robado?
—Courtney —dijo con voz titubeante—, ¿dónde crees tú que está ahora tu mamá?
Courtney se encogió exageradamente de hombros y le hincó el diente a otro pedazo de pizza antes de responder.
—Yo no tengo mamá.
(¿De verdad? Eso era una buenísima noticia, al menos para Tracy.)
—Bueno, pues ahora sí la tienes —dijo.
La cría alzó de pronto la cabeza y miró a Tracy antes de pasear una mirada cautelosa por la cocina.
—¿Dónde?
Tracy se llevó la mano al pecho y contestó de forma bastante heroica:
—Aquí. Yo voy a ser tu mamá.
—¿Sí? —Courtney no pareció muy convencida.
Y bien que hacía, se dijo Tracy. ¿A quién trataba de engañar?
—¿El último pedazo?
Courtney señaló con el pulgar para abajo, una pequeña emperadora en el Coliseo. Bostezó.
—Hora de irse a la cama —dijo Tracy intentando que pareciera que sabía lo que se hacía.
Le dio un baño a la niña secuestrada. Tenía un montón de mugre pero ninguna magulladura, ningún indicio de maltrato. Miembros flacuchos y unos omóplatos pequeñitos que parecían nudos de alas. Una marca de nacimiento bien visible, tatuada por alguna mala interpretación del código genético en el antebrazo de la cría. La marca tenía la forma de la India, ¿o era de África? La geografía nunca había sido su fuerte. «¿Alguna marca distintiva?» Un sello de propiedad estampado para siempre en la piel de la niña. Un estigma. Quizá había alguna forma de borrársela. Algún tratamiento con láser, a lo mejor.