—Courtney.
—¿Courtney? —Típico nombre hortera; Chantelle, Shannon, Tiffany. Courtney.
Kelly se volvió con el billete en la mano.
—Sí —dijo—. Courtney. —Y le dirigió una mirada perpleja, como si a Tracy le faltara un tornillo—. Aunque no es… —empezó a decir, pero las puertas del autobús se cerraron, sofocando sus palabras.
El autobús se alejó. Tracy se quedó mirándolo. En su caso no tenía vegetaciones, era corta. Notó una repentina punzada de ansiedad. Acababa de comprar una niña. No se movió hasta que una manita caliente y pegajosa se introdujo en la suya.
—¿Adónde ha ido Tracy? —preguntó Grant escudriñando el tablero de monitores—. Ha desaparecido.
Leslie se encogió de hombros.
—No lo sé. Échale un ojo a ese borracho que hay delante de Boots, ¿quieres?
* * *
—Alguien debería hacer algo.
Tilly se sorprendió al encontrarse diciéndolo en voz alta. Y muy alta, además. Y decididamente aburguesada. «¡Resuena! —oía exclamar a su antigua profesora de declamación en la facultad de arte dramático—. ¡Resuena! ¡Tu pecho es una campana, Matilda!» Franny Anderson. Señorita Anderson, nadie osaría utilizar un apelativo más familiar. Con la espalda más recta que un palo de escoba, hablaba un inglés de Morningside. Tilly todavía hacía los ejercicios que le había enseñado la señorita Anderson, todas las mañanas al levantarse, antes de haber tomado siquiera una taza de té. El piso en que vivía, en Fulham, tenía las paredes como de papel, los vecinos debían de pensar que estaba loca. Había pasado más de medio siglo desde que Tilly era estudiante de arte dramático. Todo el mundo pensaba que la vida empezó en los sesenta, pero el Londres de los cincuenta había sido muy emocionante para una ingenua muchacha de dieciocho años de Hull, recién salida del instituto. En aquel entonces, a los dieciocho años se era más joven que ahora.
Tilly había compartido un pisito en el Soho con Phoebe March, que era ahora
dame
Phoebe, por supuesto; se armaba la gorda si te olvidabas del título. Tilly había hecho de Helena y Phoebe de Hermia en Stratford; Dios santo, hacía ya varias décadas de eso. Lo cierto es que empezaron en igualdad de condiciones, y ahora Phoebe siempre interpretaba a reinas y llevaba vestidos impresionantes y diademas. Los Oscar (como actriz secundaria) y los Bafta le salían por las orejas, mientras Tilly se veía embutida en un delantal y unas zapatillas fingiendo ser la madre de Vince Collier. Mira por dónde.
Nada de igualdad de condiciones, en realidad. El padre de Tilly había tenido una pescadería en una calle llamada Land of Green Ginger, menos romántica de lo que su nombre sugería, mientras que Phoebe, aunque se las daba de «chica norteña», procedía en realidad de las clases terratenientes, con una casa diseñada por John Carr de York cerca de Malton, y era sobrina de un primo del viejo rey, y disponía de una mansión en Eaton Square a la que podía recurrir si las cosas se ponían feas en el Soho. Las historias que ella podía contar sobre Phoebe —
dame
Phoebe— pondrían los pelos de punta a cualquiera.
La señorita Anderson ya llevaría mucho tiempo muerta, por supuesto. Y no era de las que se pudrían y armaban un estropicio en la tumba. Tilly la imaginaba convertida en una momia apergaminada, sin ojos y consumida, tan ingrávida como un helecho marchito. Pero todavía con una dicción perfecta.
Tilly sabía que su indignación no servía de nada, pues no era ella quien iba a enfrentarse a la temible mujer tatuada. Era demasiado vieja, gorda y lenta. Y estaba demasiado asustada. Pero alguien debería hacerlo, alguien más valiente. Un hombre. Los hombres ya no son lo que eran, pensaba. Si lo habían sido alguna vez. Muy nerviosa, observó el centro comercial a su alrededor. Dios santo, qué sitio tan espantoso. No habría vuelto de no haber tenido que recoger las gafas nuevas en Rayners'. En realidad jamás habría ido a un sitio como ese, pero una ayudante de producción, una chica agradable, Padma —india, ahora todas las chicas agradables eran asiáticas—, le había pedido hora. «Ya está, señorita Squires, ¿puedo hacer algo más por usted?» Qué adorable. Tilly se había sentado encima de las gafas viejas. Era fácil hacer algo así. Sin ellas era ciega como un topo. Resultaba difícil conducir el viejo cacharro sin ver nada.
Y después de todo aquel tiempo enterrada en el campo, le había apetecido estar en una ciudad. Aunque no en esa, quizá. En Guildford o Henley tal vez, en algún sitio civilizado.
La habían plantado en medio de ninguna parte durante todo el rodaje. Como artista invitada en
Collier
, con un contrato de doce meses y un personaje al que mataban al final, aunque no lo sabía cuando aceptó. «Oh, cariño, tienes que hacerlo —dijeron todos sus amigos del teatro—. Será divertido, ¡y piensa en el dinero!» ¡Ya lo creo que pensaba en el dinero! Últimamente vivía más o menos en la precariedad. Hacía ya tres años que no le ofrecían nada en el teatro. Los guiones eran peliagudos, y su memoria ya no era la de antes. Tenía muchísimas dificultades para aprenderse los papeles. Antaño nunca había sido un problema, empezó en una compañía de repertorio a los dieciocho. La ingenua. (Aprendió a recitar de memoria en el colegio, por supuesto; ahora ya no estaba de moda.) Una obra distinta cada semana, se sabía todos sus papeles y los de los demás también. En una ocasión hacía mucho tiempo, solo para probarse que era capaz, se había aprendido de memoria
Las tres hermanas
entera, ¡y solo interpretaba a Natasha!
«Vieja arpía senil», había oído decir a alguien el día anterior. Era verdad que todo se estaba debilitando. «Las luces se están apagando en toda Europa. Los niños padecen.» ¿Debería ir en busca de un policía? ¿O llamar a emergencias? Parecía un paso terriblemente dramático.
Lo último que había hecho para la tele era un episodio de
Casualty
en el que interpretaba a una ancianita que había manejado un cañón antiaéreo en la guerra y que moría de hipotermia en un bloque de apartamentos, lo que llevaba a los personajes a retorcerse las manos con nerviosismo («¿Cómo puede pasar algo así hoy en día?», «Esta mujer defendió a su país en la guerra», etcétera). Por supuesto, en realidad no era lo bastante mayor para el papel. Aún era una niña durante la guerra y solo recordaba ciertas cosas espantosas sobre ella, a su madre llevándola a toda prisa al refugio en plena noche, el olor a tierra mojada que había dentro. Hull fue terriblemente castigada.
A su padre, de pies planos, le dieron un trabajo de oficina en el Cuerpo de Provisiones del Ejército. De todas formas no había mucho pescado que vender durante la guerra, dado que las barcas pesqueras habían sido requisadas por la marina. Las que seguían faenando volaban por los aires, y los cuerpos de los pescadores descendían en espiral hasta las gélidas profundidades. «Esas perlas fueron sus ojos.» Había interpretado a Miranda en el colegio. «¿Has pensado en dedicarte al teatro, Matilda?» A la directora no le parecía que sirviera para mucho más. «No tienes lo que se dice inclinaciones académicas, ¿verdad, Matilda?»
A Tilly le hubiera gustado ser lo bastante vieja para luchar en la guerra, para ser una chica valiente con un cañón antiaéreo.
Los productores de
Collier
la habían seducido en el Club at the Ivy, ante un cóctel llamado estrellita, una nomenclatura algo perturbadora para Tilly puesto que era así como su mojigata madre se refería a los genitales femeninos. A ella siempre le había gustado la palabra «vagina», sonaba a chica empollona o a una tierra recién descubierta.
La primera vez que la había visto, la niña iba dando saltitos, cantando «Brilla, brilla, estrellita». El himno de los niños en todas partes. A Tilly le hizo pensar en su madre otra vez. La niñita apretaba los puños (¡diminutos!) y cada vez que cantaba la palabra «estrellita» volvía a abrirlos, como pequeñas estrellas de mar. Cantaba bien, con una afinación perfecta; alguien debería haberle dicho a su madre que la criaturita tenía talento. Alguien debería haber dicho algo.
Cuando Tilly volvió a verlas, diez minutos después, la pobre cría ya no cantaba. La madre, una mujer brutal con burdos tatuajes y un teléfono móvil pegado a la oreja, le estaba chillando.
«Joder, cállate de una vez, Courtney, ¡me estás hinchando las pelotas!»
Estaba furiosa, tironeaba de la niña y le gritaba. Ya se sabía qué les pasaba a esos niños al llegar a casa. De puertas adentro. Abusos a la infancia. Cortaban de cuajo todos los capullitos para que nunca pudiesen florecer.
«Una cosita negra entre la nieve.» Eso era de Blake, ¿no? Aunque la niñita de «Brilla, brilla, estrellita» no era negra. Más bien todo lo contrario, como si nunca viera el sol. «Llora que te llora, con tono de aflicción.» Era sorprendente que no hubiese más niños raquíticos. Quizá sí los había. La abuela de Tilly había tenido raquitismo; había una fotografía suya de niña, la única que tenía, tomada en un estudio en alguna parte lóbrega y gris de East Riding. «Con la marea del Humber yo me lamentaría.» La abuela, con tres años como mucho, tenía las arqueadas piernecitas metidas en botas ortopédicas; a Tilly se le encogía el corazón ante el pasado. No se puede cambiar el pasado, solo el futuro, y el único sitio en que puede cambiarse el futuro es en el presente. O eso decían. No le parecía que ella hubiese cambiado nunca nada. Excepto de opinión. Ja, ja. «Muy graciosa, Matilda.»
Collier
no había resultado tan divertida, después de todo. Desde luego no era nada divertido andar por el plató (básicamente, un gran hangar en medio de la nada) a las seis y media de la mañana, con un frío del carajo. El plató se había instalado en el terreno de una gran casa solariega perteneciente a un conde o un duque de no sé qué. Curioso, pero también era verdad que últimamente la aristocracia siempre andaba buscando formas de sacar dinero. «Es un plató construido para la ocasión —le contaron los productores—. Ha costado millones, supone un compromiso con la longevidad.» Antes,
Collier
se emitía una vez por semana; ahora la daban tres días, y hablaban de hacerlo cuatro. Los actores parecían burros haciendo girar una rueda de molino.
Habían pensado en Tilly para interpretar el papel de la madre de Vince Collier porque querían un personaje «más humano», más vulnerable. Ella había trabajado antes con el actor que hacía de Vince Collier, cuando era un adolescente, y no paraba de llamarlo por su verdadero nombre, Simon, en lugar de Vince. Ese día habían hecho falta siete tomas solo para despedirse de él en el umbral. «Adiós, Simon» seis veces; en la séptima toma, se limitó a decir: «Adiós, querido». «Gracias, joder», oyó decir al director (un pelo demasiado alto). Sencillamente, Tilly no acertaba a recordar aquel nombre («Vince, Vince, por Dios —musitó el director—, ¿tan difícil es?»). Lo tenía en la cabeza pero no conseguía encontrarlo.
Un chico agradable, ese Simon. La ayudaba a repasar su papel constantemente, le decía que no se preocupara. Tenía más pluma que un pato. Todo el mundo lo sabía, era el secreto peor guardado de la televisión. Aunque no se podía decir nada porque se suponía que Vince Collier era muy macho. El novio de Simon, Marcello, se alojaba con él en la casita de alquiler, más bonita que la de Tilly. Una vez la habían invitado a cenar, con mucha ginebra y un pollo «a la siciliana» cocinado por Marcello. Después tomaron un ron muy bueno que los chicos se habían traído de unas vacaciones en isla Mauricio y jugaron al
cribbage
. Acabaron los tres deliciosamente achispados. (Ella no era una borrachina como la
dame
ya saben quién.) Fue una velada con un toque anticuado encantador.
Pensaba que contaban con ella para toda la serie («Mi pensión», murmuró encantada ante su tercer estrellita) y entonces, la semana anterior, le habían dicho que no le renovarían el contrato y que moriría al final de su temporada. Solo le quedaban unas semanas. No le habían dicho cómo moriría. Empezaba a preocuparla de un modo curiosamente existencial, como si la Muerte fuera a sorprenderla en cualquier esquina, balanceando la guadaña y exclamando: «¡Bu!». Bueno, quizá no diría «bu». Confiaba en que la Muerte fuera un poco más solemne.
Ella misma empezaba a sentir que su compromiso con la longevidad flaqueaba. Había días en que el viejo reloj se le antojaba un nudo en el pecho; otros, parecía un pajarillo que aleteaba, tratando de escapar de la cárcel de sus costillas. Sospechaba que su álter ego, la pobre anciana Marjorie Collier, más que expirar con elegancia en su lecho, iba a tener un final peliagudo. Y entonces, justo cuando salía de Rayners', se encontró cara a cara con la Muerte, tal como había temido. Pensó que iba a caer redonda allí mismo, pero no era más que algún chaval idiota con una máscara de calavera. Le sonreía con sorna, dando brincos como la marioneta de un esqueleto. No deberían permitir esas cosas.
Campanilla, ese era el nombre de la casita en la que se alojaba. Un nombre inventado, claramente. Antes era una vivienda para jornaleros. Pobres campesinos, para ellos todo era barro y sangre y levantarse al alba para salir al campo con los animales. Había hecho un papel de Hardy, años atrás, para la BBC, y en el curso del mismo aprendió muchas cosas sobre los peones agrícolas.
«Le hemos conseguido una casita preciosa —dijeron—, que suele alquilarse en vacaciones.» Tenían a los actores y el equipo de rodaje repartidos por todas partes: en pensiones y casas con alojamiento y desayuno, hoteles baratos en Leeds, Halifax, Bradford, pisos de alquiler, incluso caravanas. Más les hubiera valido montar una agencia de alquiler de habitaciones en el plató. A Tilly le habría gustado estar en un hotel bonito, con tres estrellas se habría conformado. Lo que no le dijeron fue que iba a compartir la casita con Saskia. Tampoco se lo dijeron a Saskia, a decir por la cara que puso. No es que tuviera nada contra Saskia
per se
. Estaba en los huesos, demasiado delgada, vivía del aire y de cigarrillos, la dieta de
dame
Phoebe March.
—No te importa, ¿verdad? —le dijo a Tilly la primera vez que sacó un paquete de Silk Cut—. Solo fumo en mi habitación, o fuera.
—Oh, adelante, querida —repuso ella—, he pasado la vida rodeada de fumadores. —Era un milagro que no estuviese muerta.
No quería pelearse con ella. Tilly detestaba pelearse con la gente. Curioso, porque Saskia era una chica muy limpia (tanto que rayaba en la obsesión, claramente tenía un problema, con su guerra en solitario contra los gérmenes) y fumar era un hábito muy sucio. Las bailarinas de ballet eran las peores, por supuesto, en el instante en que salían de clase se prendían como chimeneas. Tenían los pulmones negros de humo. Tilly había compartido piso un tiempo con una bailarina de ballet. Fue después de que Phoebe se marchara del piso del Soho (1960, resultó una década de aúpa para ambas), para subir de nivel e irse a vivir con un director en Kensington, un tal Douglas. Había sido suyo al principio, pero Phoebe no podía soportar que Tilly tuviera algo que ella no tenía. Un hombre guapísimo. También con un pie en la otra acera, por supuesto. «No hay nada más raro que la gente», como dicen en el norte. Phoebe lo utilizó y lo dejó atrás al cabo de un año más o menos. Tilly y Douglas habían seguido teniéndose mutuo cariño hasta el final. Hasta el final de él, por lo menos.