A Tracy le gustaba tener una relación cercana y personal con los clientes. Pasó por delante de Morrisons, el local vacío donde antes estuviera Woolworths, y por el Poundstretcher, las cadenas de ventas al por menor favoritas del lumpenproletariado. ¿Había una sola persona feliz en aquel sitio frío e impersonal? Leslie, quizá, aunque la chica no soltaba prenda. Al igual que Janek, tenía una vida en algún otro sitio. Tracy imaginaba que Canadá era un buen sitio para vivir. O Polonia. Quizá debería emigrar.
Ese día hacía calor. Confiaba en que el tiempo siguiera así en sus vacaciones. Una semana en una casita del National Trust, en un enclave encantador. Tracy era miembro de esa organización que velaba por el patrimonio arquitectónico. A una le pasaba eso cuando se hacía mayor y no tenía nada con que llenar su vida, se hacía miembro del Patrimonio Nacional o de English Heritage y se pasaba los fines de semana recorriendo jardines y casas que no le pertenecían o contemplando ruinas, presa del aburrimiento y tratando de reconstruirlas mentalmente: monjes desaparecidos tiempo atrás cocinando, orinando y rezando entre muros de fría piedra. Gente de mediana edad y de clase media que no tenía amigos. Excursiones, clases de historia del arte, visitas a museos; todo muy reposado. Tracy se apuntó pensando que sería agradable irse de vacaciones con otras personas, pero no había funcionado. Se pasó todo el tiempo tratando de huir de ellas.
El mundo iba cuesta abajo y sin frenos. La relojería The Watch Hospital, Costa Coffee, Wilkinson's Hardware, muebles Walmsley, la joyería Herbert Brown («Presta y gasta» era un eslogan extravagante para un prestamista, eterno amigo de la clase marginal). Toda forma de vida humana estaba presente allí. Gran Bretaña, capital europea del hurto, más de dos billones de libras que se esfumaban cada año por «fugas de existencias», una denominación ridícula para algo que, después de todo, no era más que puro y simple robo. Y había que duplicar esa cifra si se contaba todo lo que afanaba el personal. Increíble.
Y pensar en todos los niños hambrientos a los que se podría alimentar y educar con todo ese dinero perdido. Aunque tampoco es que fuera dinero, ¿no?, no era dinero real. Ya no existía el dinero real, no era más que un acto de imaginación colectiva. Ahora daremos todos una palmada y creeremos… Por supuesto, las cinco mil libras que llevaba en el bolso tampoco iban a engrosar las arcas de Hacienda, pero la evasión modesta de impuestos era un derecho del ciudadano, no un crimen. Había crímenes y crímenes. Tracy había visto un montón de la otra clase, las que empezaban por «p»: pedofilia, prostitución, pornografía. Todo era tráfico. Comprar y vender, eso hacía la gente. Podías comprar mujeres, podías comprar niños, podías comprar cualquier cosa. La civilización occidental había tenido su buena racha, pero ahora prácticamente se había extinguido a sí misma con tanto comprar y vender. Todas las culturas tenían una fecha de caducidad programada, ¿no? Nada era para siempre. Excepto los diamantes, quizá, si la canción estaba en lo cierto. Y las cucarachas, probablemente. Tracy nunca había tenido un diamante, y era probable que nunca lo tuviera. El anillo de compromiso de su madre había sido de zafiros y siempre lo llevó en el dedo; se lo puso el padre de Tracy cuando le pidió que se casara con él, y se lo quitó el tipo de la funeraria antes de meterla en el ataúd. Tracy lo había hecho tasar: dos mil libras, menos de lo que esperaba. Había intentado ponérselo en el dedo meñique, pero no le entraba. Ahora estaba en el fondo de algún cajón. Compró un donut en Ainsleys y lo metió en el bolso para después.
Se fijó en una mujer que salía de Rayners' y que le resultó familiar. Se parecía a aquella madama que regentaba un burdel en una casa de Cookridge. Tracy había participado en una redada cuando aún llevaba uniforme, mucho antes de verse expuesta al despliegue de horrores de Antivicio. La madama ofrecía a sus «caballeros» todas las comodidades, una copa de jerez, platillos con frutos secos, antes de que subieran a cometer actos degradantes tras las cortinas de encaje. Tenía una mazmorra en el sótano, donde antes estuvo la carbonera. Las cosas que había ahí abajo dejaron impresionada a Tracy. Las chicas ni se inmutaron, ya nada podía sorprenderlas. Aun así, estaban mejor en aquella casa, tras las cortinas de encaje, que en la calle. Antes era la pobreza lo que llevaba a las mujeres a prostituirse; ahora eran las drogas. Últimamente, apenas había una chica en las calles que no fuera adicta. Shopmobility, Accesorios Claire's. A la hora de comer, Tracy compró un hojaldre de salchicha en Greggs.
La madama había muerto tiempo atrás, sufrió un derrame cerebral en el City Varieties durante el rodaje de
The Good Old Days
. Ataviada con sus mejores galas eduardianas y muerta en el asiento. Nadie se dio cuenta hasta el final. Tracy se había preguntado si la cámara lo habría filmado. En aquellos tiempos no hubiesen sacado un cadáver en la televisión, hoy en día probablemente sí.
No, no era el fantasma de la madama muerta, era aquella actriz de
Los Collier
. Por eso le resultaba familiar esa cara. La que interpretaba a la madre de Vince Collier. A Tracy no le gustaba esa serie, era una absoluta gilipollez. Prefería
Ley y orden: Unidad de víctimas especiales
. La actriz que se parecía a la madama de Cookridge se veía más vieja que en la pantalla. El maquillaje que llevaba era un desastre, como si se lo hubiera puesto sin espejo. Le daba cierto aspecto de desequilibrada. Y era obvio que llevaba peluca. Quizá tenía cáncer. La madre de Tracy, Dorothy Waterhouse, murió de cáncer. Cuando una pasa de los noventa, lo lógico es pensar que morirá de vieja. Hablaron de tratarla con quimioterapia, y Tracy se había opuesto a que desperdiciaran recursos en alguien tan viejo. Se preguntó si podría ponerle un brazalete con la orden de No Reanimar en la muñeca sin que nadie se diese cuenta, pero entonces su madre los había sorprendido a todos al morirse. Tracy había esperado tanto tiempo ese momento que tuvo cierta sensación de anticlímax.
Dorothy Waterhouse solía alardear de que el padre de Tracy nunca la había visto sin maquillaje; Tracy no entendía por qué, pues daba la impresión de que nunca le había gustado su marido. Había puesto muchísimo empeño en ser Dorothy Waterhouse. Tracy le dio instrucciones al de la funeraria de dejar a su madre
au naturel
.
«¿Ni siquiera un poquito de pintalabios?», preguntó él.
Electricidad por todas partes. Todas aquellas superficies tan relucientes. La época en que todo era de madera y se iluminaba con la luz del fuego y las estrellas había quedado muy atrás. Tracy vislumbró su reflejo en el cristal cilindrado de Ryman's, vio a una mujer de ojos desorbitados, al borde del abismo. A alguien que había empezado el día cuidadosamente ensamblada y se estaba desencajando con lentitud en el transcurso del mismo. Tenía la falda arrugada a la altura de las caderas, las mechas le daban un aspecto chabacano y la panza de bebedora de cerveza le sobresalía en una parodia de embarazo. La supervivencia de los más gordos.
Tracy se sintió una fracasada. Bajó la vista y se quitó una pelusa de la chaqueta. Las cosas solo podían ir a peor. Photo Me, Priceless, Sheila's Sandwiches. Oyó llorar a un niño en algún lugar; formaba parte de la banda sonora de los centros comerciales en todo el mundo. Era un sonido todavía capaz de perforar la cáscara como una aguja al rojo vivo. Un grupo de adolescentes apáticos merodeaba en la entrada del City Cyber, dándose empujones de un modo que a ellos les parecía muy ocurrente. Uno de ellos llevaba una máscara de Halloween, una calavera de plástico donde debería haber estado la cara. La puso nerviosa durante un instante.
Tracy habría seguido a los adolescentes al interior de la tienda, pero el crío que lloraba estaba cada vez más cerca y la distrajo. Oía al niño, pero no lo veía. Su angustia era alarmante. Le crispaba los nervios.
Se arrepentía de varias cosas. De muchas, en realidad. Le hubiera gustado encontrar a alguien que la apreciara, tener niños y aprender a vestirse mejor. Le hubiera gustado seguir en la escuela, quizá hasta hacer una carrera. Medicina, geografía, historia del arte. Era lo de siempre. En realidad era exactamente igual que todo el mundo, quería amar a alguien. Y si la correspondían, mejor incluso. Se estaba planteando tener un gato. Pero la verdad era que no le gustaban los gatos, lo cual podía suponer un pequeño problema. Le gustaban bastante los perros, no esos estúpidos falderos que cabían en el bolso, sino los sensatos y listos. Un buen pastor alemán, quizá, el mejor amigo de una mujer. No había mejor alarma antirrobo.
Oh, cómo no… Kelly Cross. Ella era la razón por la que lloraba aquella criatura. No le sorprendía. Kelly Cross. Prostituta, drogata, ladrona, pícara de pies a cabeza. Una ruina de mujer. Tracy la conocía. Todo el mundo la conocía. Kelly tenía varios críos, la mayoría en hogares de adopción, y esos eran los afortunados, que ya era decir mucho. Avanzaba con furibundas zancadas por el corredor central del centro comercial Merrion, como una posesa, soltando chispas de ira como pequeños cuchillos. Era sorprendente que pudiese desprender tanta energía, con lo menuda y flaca que era. Llevaba un chaleco que revelaba varias magulladuras, las delicadas huellas de una vida miserable, y tatuajes carcelarios. En el antebrazo, lucía un corazón mal dibujado con una flecha atravesándolo y las iniciales K y S. Tracy se preguntó quién sería el desafortunado «S». Kelly hablaba por teléfono, poniendo verde a alguien. Había birlado algo, casi seguro. Las posibilidades de que esa mujer saliera de una tienda con un recibo de caja válido eran prácticamente nulas.
Llevaba a una niña de la mano, arrastrándola porque no había forma de que la cría pudiese seguir su furibundo ritmo. Imagínense que no hace mucho que han aprendido a andar y de pronto se les exige que corran como un adulto. De vez en cuando, Kelly la levantaba del suelo de un tirón, de forma que la niña parecía volar. Berreaba sin parar. Agujas al rojo vivo que atravesaban la cáscara, que taladraban los tímpanos y penetraban en el cerebro.
Kelly Cross partía en dos la multitud de compradores como un profano Moisés atravesando el mar Rojo a grandes zancadas. Muchos espectadores quedaban claramente horrorizados, pero nadie tenía agallas para enfrentarse a un basilisco como Kelly. Y no se les podía culpar por ello.
Kelly se detuvo tan de repente que la cría siguió avanzando como si fuera de goma. Kelly le dio un buen golpe en el trasero, que la hizo elevarse como si estuviera en un columpio, y entonces, sin decir palabra, echó a correr otra vez. Tracy oyó una voz aburguesada, con tono sorprendentemente alto, una voz de mujer, que exclamaba:
—Alguien debería hacer algo.
Demasiado tarde. Kelly ya había dejado atrás Morrisons y salido del centro a Woodhouse Lane. Tracy la siguió, a medio galope para no perderla, y cuando consiguió alcanzarla en la parada de autobús tenía los pulmones a punto de estallar. Madre mía, ¿desde cuándo estaba en tan baja forma? Desde hacía unos veinte años, probablemente. Debería rescatar las viejas cintas de Rosemary Conley de las cajas de la habitación de invitados.
—Kelly —dijo casi sin aliento.
Kelly se dio la vuelta en redondo para gruñir:
—¿Qué coño quieres? —Hubo un destello de reconocimiento en su malévolo rostro cuando miró furibunda a Tracy.
Tracy la vio barajar posibilidades hasta que dio con «poli». Hizo que Kelly pareciera aún más furiosa, si cabía.
De cerca tenía peor pinta: cabello sucio y lacio, piel grisácea de cadáver, ojos de vampiro inyectados en sangre y un nerviosismo de yonqui que le produjo a Tracy deseos de retroceder, pero aguantó donde estaba. La niña, con churretes de lágrimas en la cara sucia, había dejado de llorar y la miraba boquiabierta. La hacía parecer tarada, pero Tracy supuso que tenía vegetaciones. Los mocos verdes que le colgaban de la nariz no ayudaban a mejorar su aspecto. ¿Qué tendría, tres años? ¿Cuatro? No estaba muy segura de cómo se sabía la edad de un crío. Quizá por los dientes, como pasaba con los caballos. Los de esa niña eran pequeños. Tenía unos más grandes que otros. Tracy no pensaba ir más lejos con esa clase de suposiciones.
La niña iba vestida en distintos tonos de rosa, con el añadido de una pequeña mochila rosa pegada a la espalda como una lapa, de modo que la impresión general era de un malvavisco contrahecho. Alguien —Kelly no, sin duda— había tratado de recogerle en trenzas el esponjoso cabello. El rosa y las trenzas indicaban su género, que no era obvio a primera vista a partir de las facciones regordetas y andróginas.
En general daba la impresión de ser una niña bastante cortita, pero había una chispa de algo en sus ojos. De vida, quizá. Estaba tocada, pero no trastornada del todo. Todavía. ¿Qué posibilidades tenía la cría con una madre como Kelly, siendo realistas? Kelly aún la llevaba de la mano, pero más que sujetársela parecía aferrarla como si la niña estuviese a punto de salir volando.
Se acercaba un autobús, con el intermitente puesto y aminorando la marcha.
Algo cedió en las entrañas de Tracy. Una pequeña compuerta de la que manaron desesperanza y frustración mientras contemplaba el lienzo en blanco pero ya manchado del futuro de la niña. No supo cómo ocurrió. Estaba allí de pie, en una parada de autobús de Woodhouse Lane, observando la ruina humana que era Kelly Cross, y un instante después le decía:
—¿Cuánto?
—¿Cuánto qué?
—¿Cuánto quieres por la niña? —preguntó Tracy hurgando en el bolso para desenterrar uno de los sobres con el dinero de Janek. Lo abrió y se lo enseñó a Kelly—. Aquí hay tres mil. Puedes quedártelas a cambio de la cría.
Impidió que Kelly viera el segundo sobre con las restantes dos mil libras por si tenía que subir la apuesta. No le hizo falta, sin embargo, porque de repente Kelly se puso tan alerta como una mangosta. Su cerebro pareció desconectarse un instante, con los ojos moviéndose rápidamente de un lado a otro, y entonces, con inesperada velocidad, su mano salió disparada y agarró el sobre. En el mismo segundo soltó la manita de la niña. Luego rió con verdadera alegría justo cuando el autobús se detenía detrás de ella.
—Muchas gracias —dijo, y subió al autobús.
Mientras Kelly hurgaba en busca de monedas, de pie en la entrada del autobús, Tracy levantó la voz para preguntar:
—¿Cómo se llama? ¿Cómo se llama tu hija, Kelly?
Kelly cogió el billete que escupía la máquina y respondió: