Me desperté temprano y saqué al perro (5 page)

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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

BOOK: Me desperté temprano y saqué al perro
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Saskia interpretaba a la compañera de Vince Collier, la sargento Charlotte «Charlie» Lambert. No se lo digan a nadie, pero no era la mejor actriz del mundo. Parecía tener tan solo dos expresiones. Una era «preocupada» (con la variante «muy preocupada») y la otra «malhumorada». Un registro muy limitado, pobre chica, aunque, como les pasa a tantas, quedaba bien en la tele. Tilly la había visto en una obra en el National. Estuvo horrible, simplemente horrible, pero nadie pareció advertirlo. El traje nuevo del emperador. (De nuevo la sombra de
dame
Phoebe.)

Ahora que ya tenía las gafas y por fin veía, era terrorífico. Antaño, los miércoles se cerraba media jornada. Su padre bajaba las persianas de la tienda en Land of Green Ginger y se marchaba a vivir su misteriosa vida paralela con sus colegas rotarios. Pasaba también mucho tiempo en el huerto, aunque nunca había suficientes verduras para recompensarlo. Ahora ya nadie cerraba media jornada, todo estaba siempre abierto; consumiendo y gastando despilfarramos nuestros recursos. ¿Y adónde iba todo ese dinero? Uno se va a dormir en un país próspero y despierta en uno pobre, ¿cómo ha ocurrido algo así? ¿Dónde estaba el dinero, y por qué no podían recuperarlo simplemente?

Tenía que salir de aquel sitio de mala muerte, abrirse paso hasta el aparcamiento. «¿Cree que aún está en condiciones de conducir?», le había preguntado un ayudante de dirección después de que Tilly tratara tres veces sin éxito de entrar marcha atrás en su plaza asignada en el aparcamiento del plató, y él hubiese tenido que hacerlo por ella. ¡Menudo insolente! Además, aparcar no era lo mismo que conducir. Solo tenía setenta y pico, aún había mucha vida en aquella vieja carcasa.

«En el cielo sobre el mar.» Esa mujer era una cobarde. ¿Cómo podía alguien tratar de esa forma tan horrible a una niña? Pobre chiquilla. Aquello le rompía el viejo y sibilante corazón. De haber tenido ella un hijo, lo habría envuelto en algodones y cuidado como si fuera un huevo, frágil y perfecto. Había perdido un bebé, en los tiempos del Soho. Un aborto, pero nunca se lo contó a nadie. Bueno, a Phoebe sí. Phoebe, que había tratado de convencerla de librarse de él; dijo que conocía a un hombre en Harley Street. Sería como ir al dentista, dijo. A Tilly ni se le habría pasado por la cabeza hacer algo así. El bebé había vivido casi cinco meses dentro de ella, un lirón anidando, hasta que lo perdió. Era un bebé formado. Hoy en día quizá habrían podido salvarlo.

«Ha sido lo mejor», dijo Phoebe.

Nunca volvió a pasar, y Tilly supuso que lo había evitado. Quizá si se hubiera casado o encontrado al hombre adecuado, si no le hubiese preocupado tanto su carrera, ahora podría tener una familia alrededor, un hijo robusto o una hija simpática, y nietos. Tendría una vida, en lugar de estar embarrancada en medio de la nada. Aunque era oriunda del norte (cuánto tiempo hacía de eso), le daba miedo estar allí ahora, tanto en la ciudad como en el campo. «Viene del norte», como un viento, como una reina del invierno.

Tilly podía entender que los primeros pobladores hubiesen salido de África, pero no por qué se les había ocurrido ir tan al norte, más allá de los condados de los alrededores de Londres. Qué idiota era, debería haber ido a Harrogate. Una pequeña ronda por las tiendas de ropa y luego un almuerzo en Betty's. Debería haberlo pensado mejor. Ya no había ni rastro de la mujer tatuada y la pobre niña. No era agradable pensar en la clase de hogar que tendría esa cría. Debería haber hecho algo, y tanto que sí. Llora que te llora, Tilly.

En un quiosco compró el
Telegraph
, un paquete de caramelos Halls de menta y eucalipto (para que las viejas cañerías siguiesen funcionando) y una barrita Cadbury de fruta y nueces como tentempié. Los días libres significaban que no había cátering en el plató. A Tilly le encantaba la comida del plató: grandes desayunos a base de fritos, pasteles caseros con crema. Era una cocinera terrible, en su casa vivía a base de tostadas con queso.

No tenía suficientes monedas, de modo que le dio a la chica tras el mostrador un billete de veinte libras, pero la joven le devolvió el cambio de diez.

—Perdone —dijo Tilly con vacilación, porque detestaba esa clase de cosas—, pero le he dado veinte.

La chica la miró con indiferencia.

—Era un billete de diez —repuso.

—No, no, lo siento, no era de diez —insistió Tilly.

Siempre que tenía un enfrentamiento se le hacía un nudo en el estómago. Lo había heredado de su padre, tantísimos años atrás. Él nunca se equivocaba. Era un hombre grandote, bravucón, que aporreaba el mostrador de mármol con los filetes de bacalao como si les estuviese dando una lección. Tilly había tenido que aprender unas cuantas lecciones de su padre. Al final había huido, para no volver nunca a Land of Green Ginger y reinventarse en el Soho, como tantas chicas antes que ella.

—Era un billete de veinte —insistió.

Notó que se estaba enfadando. Tranquila, tranquila, se dijo. «¡Respira, Matilda!»

La chica del mostrador sostuvo en alto un billete de diez libras que había sacado de la caja como si fuera una prueba irrefutable. ¡Pero podría haber sido cualquier billete de diez! En el pecho de Tilly, el corazón empezó a palpitar de forma desagradable.

—Era de veinte —repitió.

Captó menos convicción en su propia voz. Había ido al cajero automático y sacado veinte libras. No llevaba más dinero en el bolso, de modo que estaba segura de haberle dado veinte a la chica. Oyó un murmullo de descontento detrás de ella en la cola.

—Venga, muévase ya —oyó decir a una voz gruñona.

Después de tantos años en la profesión era de esperar que sería capaz de meterse en el papel; al fin y al cabo, donde se sentía más cómoda era en la piel de los demás. Algún personaje imperioso y autoritario, como lady Bracknell o lady Macbeth, sabría cómo tratar a aquella joven, pero cuando Tilly hurgó en su interior, solo se encontró a sí misma.

La chica la miraba como si no fuera nadie, como si no fuera nada. Invisible.

—Eres una ladrona —se oyó decir de pronto, con voz demasiado chillona—. Una vulgar ladrona.

—Piérdete, vieja estúpida —espetó la chica—, o llamo a seguridad.

Necesitaría dinero para salir del aparcamiento de varias plantas. ¿Dónde había metido el monedero? Tilly rebuscó en el bolso. El monedero no estaba. Volvió a mirar. Seguía sin encontrar el monedero. Había muchas otras cosas que no deberían estar ahí. Hacía poco, había empezado a advertir toda una serie de objetos que aparecían de pronto en su bolso: llaveros, sacapuntas, tenedores y cuchillos, posavasos. No tenía ni idea de cómo habían ido a parar ahí. ¡El día anterior había encontrado una taza con su platillo! La abundancia de cubiertos y tazas sugería que trataba de reunir un ajuar.

—Te estás volviendo un poco cleptómana, ¿eh, Tilly? —había comentado Vince Collier el otro día en la cantina, riéndose.

—¿Qué quieres decir con eso, querido? —contestó ella.

Vince no era su nombre real. Su nombre real era… hummm.

Su madre siempre tenía un tenedor de barbacoa, con el mango muy largo, colgado con los atizadores de la chimenea. Siempre andaba sacándoles brillo a los atizadores. Siempre andaba sacándole brillo a todo. A su padre le gustaban las cosas limpias, se habría llevado bien con Saskia. El tenedor de barbacoa tenía tres monos sabios en la empuñadura del mango. «No vemos el mal.» Había mucho mal que ver en aquella casa. Tilly solía sentarse junto al fuego y tostar panecillos, y su madre los untaba con mantequilla. Los panecillos se clavaban en los dientes del tenedor. En cierta ocasión, su padre le arrojó el tenedor de barbacoa a su madre. Como si fuera una lanza. Se le clavó en la pierna. Su madre aulló como un animal, un pobre animal desvalido y ensartado.

Vertió el contenido del bolso en el asiento del pasajero. Una misteriosa cuchara y una bolsa de patatas con sabor a queso y cebolla. No las había comprado, a ella no le gustaban las patatas fritas, ¿cómo habían llegado hasta ahí? Y, definitivamente, ni rastro del monedero. El miedo le encogió el corazón. ¿Dónde estaba? Lo tenía cuando estaba en el quiosco. ¿Se lo habría quitado aquella chica tan horrible? Pero ¿cómo? ¿Qué iba a hacer ahora? Estaba atrapada en el aparcamiento. ¡Atrapada! ¿Y si llamaba a alguien? ¿A quién? No tenía sentido llamar a alguien de Londres, no podrían hacer gran cosa. Aquella ayudante de producción tan simpática, la que le había pedido cita en la óptica, ¿cómo se llamaba? Se había quedado en blanco. Era algo indio, y más difícil de recordar, por tanto. Empezó a recitar el alfabeto —a, b, c, d, e—, un método que solía ayudarla a refrescar la memoria. Pronunció el alfabeto entero y no sirvió de nada. «Tilly la tontita.»

Quizá era solo que tenía los nervios alterados. Eso decían de ella cuando era niña. El médico de cabecera le recetó un tónico de hierro, una cosa verde y densa como el moco que le provocaba arcadas, aunque no era tan malo como el aceite de ricino o el jarabe de higos; Dios, vaya cosas le daban a la pobre y sufridora niña. Tenía los nervios alterados, desde luego. Temperamento artístico, como prefería llamarlo ella. Como si un tónico de hierro fuese capaz de curar eso.

Piensa en otra cosa y así te acordarás. Ojalá. Se contempló en el retrovisor, se ajustó la peluca. ¿Quién iba a decir que llegaría a eso? Al menos era una peluca muy buena, hecha por uno de los mejores, costó una fortuna. Nadie notaba que era peluca. La hacía parecer más joven (bueno, una nunca perdía la esperanza), no como ese horrible peluquín que tenía que llevar para ser la madre de Vince Collier. Parecía un estropajo. No estaba completamente calva, como su madre a esa edad (como una bola de billar), solo le raleaba en la coronilla. No había nada más ridículo que una mujer calva.

¡Padma! Ese era el nombre de la chica. Por supuesto. Hurgó en busca del teléfono; no se le daban bien los móviles, porque los botones eran muy pequeños. Se puso las gafas nuevas y observó el teléfono. No eran las adecuadas, necesitaba las de leer, pero cuando las hubo encontrado comprendió que no recordaba cómo utilizar el teléfono, ni por asomo. Se quitó las gafas y miró a través del parabrisas hacia los demás coches aparcados. Todo era un borrón. No tenía ni idea de dónde estaba.

Dejó el teléfono en el asiento del pasajero. «Respira, Matilda.» Se miró las manos en el regazo. ¿Qué iba a hacer ahora?

Cuando una se perdía, necesitaba un mapa. Ariadna tenía su ovillo, y Tilly la guía
Leeds de la A a la Z
que había encontrado en un quiosco. De un modo u otro, se las había apañado para volver del aparcamiento al centro comercial. La luz era muy brillante, más brillante que la del sol. Habría jurado que sentía la vibración de la electricidad en los huesos. La había desconcertado oír la voz de su madre en el sistema de megafonía, reverberando desde su infancia a través de los años, diciéndole: «Si te pierdes, acude a un policía». Tilly sabía que debía de estar loca porque la última vez que su madre le dijo eso fue más de sesenta años atrás, por no mencionar que su madre llevaba muerta tres décadas y que de haber seguido viva no era probable que se dedicara a anunciar cosas en público en un centro comercial de Leeds.

En cualquier caso, no se veía un policía por ninguna parte.

La chica del quiosco le resultó familiar, sin duda había estado antes ahí. Se puso las gafas y abrió la guía. ¿Por qué? ¿Qué andaba buscando? Una salida del noveno círculo del infierno. Era ahí donde iban los traidores, ¿no? Donde tenía que estar Phoebe, no ella. Cuando salió de la tienda, con la cara enterrada en la guía, una chica con cara de mala que mascaba chicle detrás del mostrador le gritó:

—¡Eh!

Tilly pensó que lo mejor era ignorarla, nunca se sabía qué querían las chicas como ella.

Llegó al pie de unas escaleras mecánicas. La guía aleteaba en su mano, inútil. Hacía mucho calor allí dentro, debía de ser el calor lo que le afectaba el cerebro. Se abanicó con la guía. Un joven con la cara llena de acné, como el interior de una granada, se plantó ante ella.

—¿Ha pagado eso, señora? —preguntó señalando la guía.

El corazón de Tilly empezó a latir con fuerza, un martillo de vapor que amenazaba con pararse. Tenía la boca seca, los oídos le zumbaban como si un insecto tratase de escapar de su cerebro. Una cortina descendió ante sus ojos, ondulando y estremeciéndose; imaginaba que algo así sería la aurora boreal, aunque nunca la había visto. Le gustaría hacerlo, siempre había querido ir al polo norte, qué destino tan romántico. Las luces del norte. Qué calor, se sentía febril. «No temas.» Piensa en algo frío. Se recordó tiritando en el muelle con su padre en pleno invierno, viendo volver a puerto los barcos de pesca tras faenar en aguas del Ártico. En sitios misteriosos como Islandia, Groenlandia, Múrmansk. El hielo aún estaba resbaladizo en las cubiertas de los barcos. Su padre comprando pescado en el mercado, grandes bandejas de bacalao, en lechos de hielo picado. Eran peces grandes, puro músculo. Pobrecitos, solía pensar Tilly, nadando en las profundas y frías aguas del norte para acabar en el tajo de su padre. Llegados del norte. Como el viento, como monarcas del invierno. El rey Bacalao.

—¿Tiene el recibo de eso, señora?

La voz del joven con acné resonó y se extinguió. La cortina de aurora boreal vibró y se encogió, para desvanecerse y convertirse en un puntito negro.

—Por favor, perdóneme —murmuró Tilly.

Me voy al suelo, pensó, pero entonces unos brazos fuertes la sujetaron y una voz exclamó:

—¡Cuidado! Tranquila, poco a poco. ¿Se encuentra bien, necesita ayuda?

—Oh, gracias, estoy bien, de verdad.

Se oyó jadear. Como un ciervo. El corazón le latía como un ciervo asustado. «Si al ciervo falta una cierva / venga y busque a Rosalinda.» De joven había tenido un papel en
Como gustéis
en dos ocasiones. Una buena obra. Para los celtas, el ciervo blanco era un presagio funesto. Se lo había contado Douglas. ¡Cuántas cosas sabía! Tenía una memoria maravillosa. Solía ir con Douglas al White Hart en Drury Lane a tomar ginebra rosada. Ya nadie bebía ginebra rosada, ¿no? Oh, Dios, haz que se acabe todo esto.

—Estaba buscando un policía —le dijo al hombre que le había preguntado si necesitaba ayuda.

—Bueno, yo antes lo era —respondió él.

El hombre simpático que antes era policía la ayudó a entrar en una habitación. El joven del acné iba delante. Era una habitación pequeña y sombría, pintada en tonos distintos de beis de edificio oficial. Le recordó a la enfermería del colegio. Había una mesa metálica con sobre de formica y dos sillas rígidas de plástico. ¿Iban a interrogarla? ¿A torturarla? De pronto había una chica en lugar del joven del acné, y separó una de las sillas de la mesa y le dijo:

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