Barry debería estar avanzando sin esfuerzo hacia el final, dejando cosas en manos de su sucesor, asistiendo a alguna que otra juerga de despedida. ¿Habría algo organizado? No veía indicios de nada. Tracy había dicho que no iban a hacer nada, pero lo más probable era que bromease. Una fiesta sorpresa, quizá. No se le ocurría nada peor. La juerga de despedida de Tracy había adquirido ya estatus de leyenda. Tracy le caía bien a todo el mundo, aunque muchos de ellos hubiesen preferido fingir que no era así.
—Inspector jefe Crawford…, ¿quería usted algo?
—Perdón, inspectora Hardcastle, me he quedado dormido. Nos ha contado un cuento demasiado largo, supongo.
—En realidad me llamo Holroyd, jefe, Gemma Holroyd. Rachel Hardcastle es la mujer a la que asesinaron la noche del miércoles. La fulana de Mabgate —añadió con sarcasmo en su honor.
Le sonó el móvil. Era Strickland. No le sorprendió. Carol Braithwaite, al levantarse de la tumba, los estaba sacando a todos de sus escondrijos.
—¿Barry? ¿Cómo va todo? —quiso saber Ray Strickland.
—Tirando.
—Solo llamaba para saber si vendrás mañana por la noche a la cena en el club de golf.
—La cena en el club de golf —repitió Barry tratando de entender aquellas palabras.
Tenía un vago recuerdo de haberse visto obligado a comprar entradas para una gala de recaudación de fondos, a cincuenta libras por barba. Strickland y Lomax no paraban nunca, y Lomax era el peor. No podían soportar estar jubilados, la pérdida de poder que suponía, de modo que se pasaban la vida en juntas benéficas, comités de recaudación de fondos, paneles de magistrados, y mantenían sus nombres vivos en la prensa y la comunidad. No estaban haciendo buenas obras; se limitaban a negar su impotencia. Lo más cerca de una obra benéfica que Barry pretendía llegar cuando se jubilase era la compra de una amapola el día de los caídos en la guerra.
—Sí —repuso Strickland con tono de paciencia—, la cena en el club. ¿Piensas venir?
No podía dormir. A su lado, Barbara, con rulos de esponja y la cara grasienta, estaba roncando. Pensó en tomarse unos cuantos somníferos de su mujer. Quizá todo el frasco. Elegir la salida fácil en lugar de la difícil. Se las había apañado para sumirse en un sueño ligero y poco satisfactorio cuando sonó el teléfono. Barbara profirió un ruido en sueños, el gemido por lo bajo de un animal herido. Según el reloj de la mesita eran las cinco y media. No iban a ser buenas noticias, ¿verdad?
—Otro asesinato, jefe —dijo Gemma Holroyd.
—¿Se trata también de una chica trabajadora? Y no me digas que todas sois chicas trabajadoras.
—¿Lo somos? Aún no la han identificado. La han encontrado en la entrada del cine Cottage Road en Headingley. Heridas en la cabeza, cuchilladas.
—Bueno, ya sabes qué dicen. Una es mala suerte, dos, una coincidencia, y tres, un asesino en serie.
—No creo que debamos precipitarnos a sacar conclusiones, jefe.
—Cuanto más rápido saca uno conclusiones, antes llega al final.
—En cualquier caso, si los asesinatos están relacionados, parece más una racha.
—Todo eso no son más que palabras, matar es matar lo llames como lo llames.
Colgó el teléfono y se quedó boca arriba mirando el techo. Leeds y prostitutas muertas. Prohibido usar la palabra que empieza por «D». Se volvió hacia Barbara y le dio unas palmaditas en la espalda.
—¿Quieres una taza de té, cariño?
Prescindiría encantado de tener un trío de mujeres muertas entre manos. Si no hubiese mujeres, los hombres no las matarían. Sería una solución al problema.
Carol Braithwaite. Se preguntó dónde estaría aquel crío. Encerrado durante semanas en aquel piso con el cuerpo de la madre. Barry no recordaba su nombre. Tracy había seguido hablando de aquel crío durante meses, dale que te pego. Michael. Así se llamaba. Michael Braithwaite.
10 de abril de 1975
Sala infantil del hospital, al día siguiente. Un sitio incómodo. Tracy tocó la manita, floja por el sueño, con el dorso de la suya.
—Michael —musitó.
Había considerado llevarle un osito, pero se dijo que igual era demasiado mayor para un peluche. Cuando habían entrado en el piso de Lovell Park, el crío aferraba un coche de policía azul y blanco como si su vida dependiese de ello, de forma que decidió comprarle un camión de bomberos. Lo dejó en la cama a su lado. Tenía grandes ojeras y las mejillas hundidas, pero parecía sumido en un sueño pacífico. Calculaban que habría pasado casi tres semanas en el piso con el cuerpo de su madre. No había sido capaz de abrir la puerta. Nadie lo había visto de pie en una silla ante la ventana del decimoquinto piso, tratando de llamar la atención. Sobrevivió gracias a la comida que había en la casa; Carol Braithwaite había ido al supermercado aquella tarde y había bolsas de la compra llenas en la cocina. Después, el niño había sacado paquetes de comida seca de los armarios y bebido agua del grifo. Hacía un frío tremendo en el piso. Había alimentado el contador con monedas del bolso de su madre, hasta que se le acabaron las monedas.
Había cubierto con una manta el cuerpo de su madre para mantenerla caliente. Tracy suponía que al principio habría dormido junto a ella. Cuando entraron en el piso, el crío dormía en una guarida que se había hecho con cojines y mantas en la sala de estar.
—Un cabroncete duro de pelar —comentó Lomax.
Quizá era un niño acostumbrado a valerse por sí mismo. Tracy supo todo aquello de tercera mano, a través de Arkwright.
Linda Pallister apareció de pronto al otro lado de la cama del hospital, como si hubiera estado acechando por allí.
—Otra vez usted —le dijo a Tracy a modo de saludo.
—¿Quiere tomar algo? —propuso ella—. ¿En la cafetería? ¿De ser humano a ser humano?
Tomaron un té bastante malo y que habían dejado demasiado rato en infusión. Tracy cogió un Kit Kat de los grandes, mientras que Linda se decidía por una manzana con pinta de ácida. El té y las manzanas no casan, todo el mundo sabía eso.
—¿Qué va a pasarle ahora a ese pobre crío? —preguntó Tracy separando las cuatro barritas del Kit Kat y lamentando que se acabaran antes siquiera de haberlas empezado.
—Le darán el alta e irá a parar a un hogar de acogida —respondió Linda, y le dio un mordisco a la manzana—. No hay ningún pariente.
Tenía grandes dientes de caballo, habría sido una buena herbívora.
—¿Qué me dice del padre?
Linda Pallister arqueó una ceja.
—No hay ningún padre.
—¿Puedo hablar con alguien sobre ese niño? —quiso saber Tracy.
—Está hablando con alguien —repuso Linda—. Está hablando conmigo.
—Sabe que fue testigo del asesinato de su madre, ¿no?
Linda siguió comiendo su manzana, ruidosa y metódicamente.
—El crío me contó que su padre mató a su madre —insistió Tracy—. El Departamento de Investigación Criminal ha descartado simplemente esa posibilidad.
—Tiene cuatro años —le recordó Linda—. No sabe qué es real y qué es un cuento de hadas. Los niños mienten, es algo que suelen hacer. —Hubo una pausa mientras sus ojillos redondos y brillantes trataban de formarse una opinión sobre Tracy—. El niño solo cree que ese hombre es su padre —añadió entonces dando golpecitos sobre una carpeta que tenía ante sí, sobre la mesa—. Carol no sabía quién era el padre.
La carpeta manila llevaba una etiqueta en una esquina, con el nombre de Carol Braithwaite escrito a máquina.
—¿Ya conocía su caso? —quiso saber Tracy, y tocó la carpeta.
Linda dejó caer la palma abierta sobre ella como si Tracy fuera capaz de abrirla con la mirada.
—En los Servicios Sociales conocíamos a la señorita Braithwaite, sí —admitió Linda con tono remilgado.
—¿Por qué?
—No puedo hablar de casos concretos. —Se levantó bruscamente, aferrando la carpeta manila contra el pecho.
—¿Sabía que ese niño corría peligro? —preguntó Tracy poniéndose en pie a su vez, consciente de que era mucho más alta que Linda Pallister—. Quizá si lo hubiese visitado, habría encontrado antes a Michael. Antes de que se pasara tres semanas encerrado en un piso con el cadáver de su madre.
Tuvo el repentino y vívido recuerdo de Linda Pallister quitándole al niño de los brazos para dárselo a los camilleros de la ambulancia. Se lo encajó en la cadera de forma que el niño quedó mirando por encima de su hombro, y sus ojos se clavaron en los de Tracy cuando se lo llevaba. Ella se sintió como si el niño hubiese hurgado en su interior para llevarse un pedazo de su alma. Se estremeció al recordarlo.
—Tengo muchísimos casos —dijo Linda Pallister a la defensiva—. Cada caso se evalúa por separado. Y ahora, si no le importa, tengo que irme.
—Mire —repuso Tracy sacando un bolígrafo—, deje que le apunte mi número de teléfono. —Arrancó la carpeta de manos de Linda y añadió—: No voy a mirar qué hay dentro, se lo juro. —Escribió «Agente Tracy Waterhouse» y el número de teléfono de su casa en el expediente de Carol Braithwaite—. Este es mi número. Si llama, es probable que conteste mi madre, pero hágala callar y ya está. —Añadió la fecha para que la cosa pareciera más oficial—. Ya sabe, solo para que sigamos en contacto.
—¿Para que sigamos en contacto?
—Sí, por el crío. Por Michael.
—Tengo que irme —insistió Linda recuperando de un tirón la carpeta, con la cara tan agria como el corazón de su manzana.
—Sí, ya lo sé, tiene muchísimos casos —repuso Tracy.
Cuando Linda se hubo ido, Tracy volvió a la sala infantil. Michael seguía dormido, pero ella se sentó junto a la cama y lo observó hasta que llegó un médico con una enfermera silenciosa y que sonreía como una tonta.
—¿Hay algún problema? —quiso saber al ver el uniforme de Tracy, que entraba de servicio al cabo de media hora.
—No, solo me preguntaba qué tal estaría.
—¿Es usted una de las personas que lo encontró?
Tracy no pensaba en ella y Arkwright como personas; pensaba en ellos como policías.
—Sí —contestó—. Mi compañero y yo.
La enfermera le tomó el pulso al niño y le dirigió a Tracy una mirada de desdén. Escribió algo en la gráfica.
—Gracias, Margaret —dijo el médico.
Bueno, eso era una novedad, se dijo Tracy: un médico dándole las gracias a una enfermera. Y se llamaban por el nombre; quizá esos dos tenían un romance médico. La madre de Tracy, los días que no acudía a su club de bridge, ponía los pies sobre el sofá y leía novelas rosa de Mills & Boon.
—Ian Winfield —se presentó el doctor—. Soy el pediatra de la sala.
Tracy pensó que iba a estrecharle la mano y charlar con ella sobre el estado de Michael, pero no fue así.
—El niño está bien —le dijo—, pero ahora necesita descansar. Probablemente, lo mejor será que se vaya.
La echaban de allí. No veía qué daño haría quedándose ahí sentada. La enfermera la miró, dispuesta a darle problemas.
Cuando salía del hospital, vio otra vez a Linda Pallister. Y luego hablaba de los muchísimos casos que tenía. Salía de la taberna Cemetery, enzarzada en una discusión con Ray Strickland. Qué pareja más rara. Él la agarró del codo y la atrajo hacia sí para decirle algo, muy enfadado. Linda parecía aterrorizada. Entonces Ray la soltó y Linda se alejó con paso titubeante. Nada de bici esta vez, advirtió Tracy.
—Ayer fui al hospital, a ver al niño —le contó a Ken Arkwright ante una jarra de cerveza amarga Tetley.
—¿Cómo estaba?
—Dormido. Me tropecé con esa asistente social, Linda Pallister.
Ken Arkwright soltó un gruñido.
—¿Está pasando algo? ¿Están interrogando a alguien?
—Tienes que recordar —dijo Arkwright— que la policía no tiene los recursos necesarios para imponer el cumplimiento de la ley, para mantener el orden como se hacía antes. Lo mejor que podemos hacer es limpiar un poco tras las chapuzas de la gente.
Abrió en dos una bolsa de patatas con sal y vinagre como si fuera una prueba de fuerza, y le ofreció una a Tracy. Ella titubeó, como correspondía a una chica en plena dieta de requesón y pomelo. El olor a frito de las patatas hizo que le temblara la nariz.
—Bueno, decídete ya —insistió Ken Arkwright.
—Vale, vale. Vamos allá —repuso ella sucumbiendo al fin y cogiendo unas cuantas.
—El peor enemigo de uno es uno mismo —declaró Ken Arkwright con un suspiro—. Qué remedio, ¿no?
—Sí, lo sé.
Estaban en un pub en Eastgate frecuentado por refugiados del cuartel general en Brotherton House. Era justo antes de que se trasladaran a la nueva sede de la policía en Millgarth. El humo de tabaco y el intenso olor a cerveza tanto recién servida como pasada formaban una densa niebla. La Double Diamond obraba maravillas. En 2008, la Carlsberg anunciaría el cierre de la fábrica de cerveza Tetley, que sería «regenerada»: restaurantes, tiendas y apartamentos. «Un destino espumoso en Leeds, a orillas del río.» Entonces Ken Arkwright llevaría veinte años muerto y en 2010 Tracy Waterhouse estaría dándose un masaje de limpieza corporal al barro en el balneario Waterfall, cortesía de los vales que habían constituido su regalo de despedida al dejar el cuerpo de policía.
—¿No has visto a Strickland o Lomax? —preguntó Tracy con la boca llena de patatas—. ¿No te han dicho nada más sobre la investigación?
—¿A mí? ¿Los chicos de oro de Eastman? —dijo Arkwright—. Qué va, nena.
—Lo que pasa, Arkwright, es que la puerta del piso estaba cerrada con llave.
—¿Y?
—Yo no vi la llave por ninguna parte, ¿tú sí? Echamos un buen vistazo, tuvimos tiempo de sobra porque Lomax y Strickland tardaron una eternidad en llegar. Una cerradura Yale de las buenas. Alguien salió de allí y los dejó encerrados dentro.
—¿Adónde quieres llegar? —quiso saber Arkwright.
—La puerta estaba cerrada por fuera. ¿No lo ves? No era algún cliente que esa mujer había conseguido por ahí. Era alguien que tenía una llave. Alguien que dejó a ese crío pequeño encerrado dentro.
Arkwright frunció el entrecejo ante su cerveza.
—Bueno, déjalo estar, ¿eh, nena? El departamento sabe lo que se hace.
—¿Tú crees?
Tracy volvió al hospital al día siguiente. La cama del crío estaba vacía. Oh, no, pensó, que no esté muerto, por favor, Dios mío. Encontró a la enfermera que había hecho la ronda de visitas con Ian Winfield el día anterior.
—Michael Braithwaite —le dijo con el miedo encogiéndole las entrañas—. ¿Qué le ha pasado?