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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Me desperté temprano y saqué al perro (26 page)

BOOK: Me desperté temprano y saqué al perro
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Tracy le dio un mordisco a otro bollo para mantenerse despierta. Se sentía como si, por equivocación, se hubiese metido en medio de un anuncio de Werther's Original. ¿Se volvían blandengues todos los delincuentes cuando se hacían viejos? (¿Les ocurría lo mismo a los policías de homicidios? Probablemente no.) Quizá podían mudarse a vivir con Harry Reynolds ahora que se había transformado de delincuente de carrera en abuelito risueño, por fascista y racista que fuera. ¿Cuántos dormitorios tenía esa casa? Cuatro por lo menos. De sobra. Los fines de semana podrían desaparecer las dos del mapa, o Courtney podría quedarse a jugar con Brett y Ashley.

—¿Es tuya esta cría? —quiso saber Harry Reynolds.

Lo dijo con tono despreocupado y agradable, pero de pronto ya no se le veía tan risueño.

—Estoy aquí por negocios —repuso Tracy.

—Pensaba que habías dicho que estabas jubilada, inspectora.

—Por una clase distinta de negocios —contestó ella.

La compra que habían hecho esa mañana en el supermercado seguía en el maletero del Audi. Tracy imaginó cualquier cosa fresca que hubiera pudriéndose lentamente, volviéndose papilla en las bolsas de plástico. En su mayoría eran cosas para llevarse a la casita de vacaciones. Cuando no había servicio de comidas y una se autoabastecía, siempre compraba cinco veces más de lo necesario. Y esa noche no iba a cocinar, ni en broma.

—Vamos a tomar el té por ahí —le dijo a Courtney una vez estuvieron en el Audi con los cinturones puestos.

Courtney dijo que sí con la cabeza, y siguió haciéndolo. Un perrito que asentía.

—Ya puedes parar —le dijo Tracy.

La niña asintió más despacio, y luego dejó de hacerlo.

Antes de emprender camino, Tracy escuchó el buzón de voz, temiendo que Barry tuviera malas noticias. Mensaje uno: «Tracy, soy Barry. Hoy en comisaría había un tipo preguntando por ti. Dice que una tía tuya de Salford te ha dejado dinero en el testamento. Sé que no tienes una tía en Salford ni en ninguna parte, así que no sé a qué juega este tipo». Mensaje dos, de Barry otra vez: «Dice que se llama Jackson no sé qué. ¿Te dice algo ese nombre? Llámame». Mensaje tres: «Dice que es un detective privado. Creo que miente. Se aloja en el Best Western, el que hay cerca del Merrion. Me ha dado su tarjeta pero la he perdido».

Nadie era capaz de revestir de tanto desprecio las palabras «detective privado» como Barry. ¿Jackson? Aquel nombre no le decía nada. ¿Iba detrás de la cría? ¿Lo habrían mandado a recuperarla? Fuera quien fuese, iba a evitarlo cuanto pudiera.

En el retrovisor iba y venía un Avensis de color gris. Estaba segura de que era el mismo coche que habían tenido aparcado cerca en el supermercado. Se había fijado en él por el conejito rosa que colgaba del retrovisor. Un «conejito ambientador». Una estupidez de la hostia; la Navidad anterior su «amigo invisible» le había regalado uno. Los amigos invisibles no acababan de encajar en antivicio. El Avensis desapareció de la vista. ¿Sería aquel tipo, Jackson?

—Vigila por si ves un coche gris —le dijo a Courtney.

¿Conocían todos los colores los críos de su edad? ¿Se sabría los colores del arco iris?

—¿Sabes qué color es el gris?

—Es el color del cielo —contestó Courtney.

Tracy exhaló un suspiro. Un terapeuta haría su agosto con aquella cría.

Cenaron en el chino del barrio. La niña examinó con atención la carta.

—¿Sabes leer, Courtney?

—No. —La niña sacudió la cabeza y siguió observando la carta.

Procedió entonces a zamparse un plato de fideos Singapur.

—Creo que dentro de ti hay una niña gorda tratando de salir —dijo Tracy.

Courtney se detuvo entre bocados y la miró. De la boca le colgaban unos cuantos fideos, como los bigotes de una morsa.

—No lo digo literalmente. —Exhaló un suspiro y se sirvió más arroz jazmín al vapor—. Mi niña gorda escapó hace mucho tiempo.

Cuando acabaron, después de que Courtney se hubiese metido un plato de buñuelos de plátano con helado en el barril sin fondo que llevaba dentro, Tracy pagó la cuenta con dos billetes de veinte del fajo de treinta mil que llevaba, pero hurgó en vano en el bolso en busca de monedas.

—No tengo suelto para la propina —le dijo a la niña.

Courtney la miró con su pose de esfinge, y luego buscó en las profundidades de la mochila rosa hasta pescar el monedero con la cara de mono, del que sacó cuatro monedas de un penique que dejó con cuidado sobre el platillo, musitando:

—Una, dos, tres, cuatro.

—¿Hasta cuánto sabes contar, Courtney?

—Hasta un millón —se apresuró a responder la niña.

—¿De verdad?

Courtney levantó la mano izquierda y contó despacio con los dedos.

—Uno, dos, tres, cuatro, un millón.

—¿Ya está?

La niña volvió a mirarla fijamente. Tracy le vio un fideo alojado entre los incisivos. Por fin, Courtney levantó el dedo índice de la mano derecha y dijo:

—Un millón y uno.

Aún no había acabado con su generosa propina. Volvió a hurgar en la mochila y dio por fin con la nuez moscada, que dejó junto a las monedas. El camarero cogió el platillo con inescrutable expresión de camarero y, por arte de magia, sacó una galletita de la suerte y se la tendió con gesto ceremonioso a Courtney. Ella la metió con cuidado en la mochila, sin abrirla.

—Vámonos a casa —dijo Tracy.

Antes de que se acercaran siquiera a la casa en Headingley, le sonó el móvil. Se le cayó el alma a los pies en cuanto oyó a alguien despotricar en el otro extremo de la línea. Era Kelly Cross, que quería un pedazo de carne que Tracy no había comprendido aún que le pertenecía. Podía quedárselo. Podía quedarse lo que quisiera. A veces una simplemente tenía que volverse mejor. Dormir, comer, proteger; sobre todo la parte de proteger.

9 de abril de 1975

El hedor dentro del piso era increíble. A descomposición. Tracy pasaría días enteros sin poder quitárselo de la nariz. Lo tenía en la piel, en el uniforme, en el cabello. Años después, solo tendría que pensar en el piso en Lovell Park para volver a olerlo. El crío estaba de pie en el vestíbulo cuando echaron la puerta abajo. Sucio y en los huesos, parecía la víctima de una hambruna.

Todavía reventado por haber subido quince pisos y habérselas visto con una puerta inesperadamente resistente, el fornido Ken Arkwright cruzó el vestíbulo con sorprendente velocidad, levantó al escuálido crío para pasárselo a Tracy y empezó a buscar en las demás habitaciones.

Ella sostuvo aquel cuerpecito que no pesaba nada y le acarició el sucio cabello.

—Todo va a ir bien ahora —murmuró. No se le ocurrió otra cosa que decir, o hacer.

Arkwright reapareció.

—No hay más críos, pero…

Indicó con la cabeza una puerta que había abierto pasillo abajo.

—¿Qué? —quiso saber Tracy.

—En el dormitorio.

—¿Qué?

Arkwright bajó la voz hasta hablar en susurros.

—La madre.

—Mierda. ¿Cuánto hace?

—Un par de semanas, por el aspecto que tiene —repuso Arkwright.

Tracy sintió que se le revolvía el estómago. Calma, se dijo, piensa en las rosas de papá, en el desinfectante Izal de mamá; en cualquier cosa que no oliera a carne podrida.

Llevó al niño hasta el salón y echó un vistazo al dormitorio al pasar, tapándole los ojos a la criatura, aunque ya los tenía cerrados. Vislumbró algo en el suelo, no distinguió qué era pero supo que era algo horrible.

El agente Ray Strickland y el sargento Len Lomax fueron los primeros del Departamento de Investigación Criminal en llegar a la escena del crimen en Lovell Park. Desde luego se tomaron su tiempo. Tracy miró por la ventana de la salita de estar, desde la mareante altura de quince pisos, y los vio llegar por fin con un chirriar de neumáticos de macho, pero en lugar de correr hacia el edificio se bajaron del coche y se quedaron allí de pie, enzarzados en una conversación, o en una discusión, pues se hacía difícil distinguir nada desde arriba. Había algo conspiratorio en su actitud.

—¿Qué coño hacen? —quiso saber Arkwright.

—No sé —repuso ella—. ¿Dónde está la ambulancia? ¿Cómo es que tarda tanto?

¿Y si el crío la palmaba ahora? Era un milagro que hubiese sobrevivido todo ese tiempo, debía de haber hurgado en los armarios en busca de comida.

—No te mueras, por favor —le dijo Tracy, y fue más una plegaria que una petición.

Tracy y Arkwright habían recorrido todo el piso. La contaminación de la escena del crimen debió de ser fenomenal. En aquella época no se le daba tanta importancia a todo aquello. Hoy en día habrían puesto pies en polvorosa solo ver el cuerpo, para no volver hasta que los especialistas en criminología hubiesen peinado cada pulgada.

Tracy vio acercarse una bicicleta. Una muchacha se bajó de ella, y los dos detectives se separaron. La chica llevaba un vestido largo que parecía un camisón y a ambos lados del pálido rostro le caían dos cortinas de cabello largo y liso.

—Ojo, han llegado los hippies —se burló Arkwright.

—Pero ¿dónde cojones está la ambulancia? —quiso saber ella.

Antes de entrar en la policía nunca decía ni «maldita sea», pero ahora soltaba tacos como los mejores del cuerpo. Observó a la chica decirle algo a Lomax y Strickland, y los tres se dieron la vuelta para entrar en el edificio.

—Oye eso —dijo Arkwright ladeando la cabeza—. Ese condenado ascensor funciona ahora, ¿no es increíble? Es como si el universo tuviera unas normas para ellos y otras para nosotros los palurdos.

Cuando Lomax y Strickland llegaron ante la puerta de Carol Braithwaite, la chica del vestido largo les pisaba los talones.

—Linda Pallister —se presentó con una leve inclinación de cabeza hacia Arkwright. Tracy era invisible, por lo visto—. Soy la asistente social de guardia.

Con la cara lavada y las robustas pantorrillas de ciclista, más parecía una alumna de secundaria que una mujer adulta con un trabajo.

—No necesitamos una puñetera asistente social, necesitamos una puñetera ambulancia —le siseó Tracy.

Strickland salió corriendo de pronto de la habitación, y todos lo oyeron vomitar en el cuarto de baño.

—Un chico sensible, nuestro Ray —dijo Len Lomax.

—Ni rastro del patólogo —dijo Len Lomax—, pero ya está aquí la ambulancia.

—Muy bien —repuso Linda Pallister cuando el vehículo se hubo detenido en la puerta.

Cogió al crío de brazos de Tracy, que lo retuvo un instante más de lo necesario.

—No pasa nada, sé lo que me hago —dijo Pallister, y Tracy asintió en silencio, temiendo de pronto echarse a llorar.

Cuando la ambulancia se hubo ido, le dijo a Len Lomax:

—Le he preguntado al niño quién lo hizo, quién le hizo eso a su mamá.

—¿Y?

—Ha dicho: «Papá».

Lomax soltó una carcajada, un sonido brutal en medio de aquel silencio sepulcral.

—Haría falta un niño muy listo para saber quién es su papá. En cuanto a esa tipa —señaló con el pulgar hacia el dormitorio en el que aún yacía el cuerpo en descomposición de la mujer—, apostaría cien contra uno a que ni ella misma habría sabido quién era el padre.

Sacó una libreta con un gesto extrañamente teatral y miró alrededor como si fuera a hacer aparecer pistas de las paredes.

—¿La conocía? —quiso saber Tracy.

Lomax la miró como si acabara de crecerle otra cabeza.

—Por supuesto que no, joder —soltó.

Tracy miró de reojo a Ray Strickland. Se lo veía tembloroso y un poco verde, como si estuviera a punto de volver a vomitar. Ni siquiera había entrado aún a ver el cuerpo. Cuando llegaban, los había oído hablar en el pasillo, y cómo Lomax le decía a Linda Pallister: «En el dormitorio de la izquierda, ahí está el cuerpo».

—¿Cómo sabía eso? —le preguntó Tracy a Arkwright en el pub, cuando habían acabado el turno.

—Tiene poderes psíquicos —repuso Arkwright—. Hace sesiones de espiritismo los jueves por la noche en la sala de actos del Horse and Trumpet.

Arkwright tenía un modo tan inexpresivo de decir las cosas que ella pensó durante un segundo que hablaba en serio.

—Creo que te toca la próxima ronda, nena —añadió él riendo.

Ni Lomax ni Strickland se molestaron en tomarle declaración a Tracy.

—¿Qué puedes tener que decir que no haya dicho él ya? —preguntó Lomax señalando a Arkwright con el dedo.

De pronto apareció Barry, nada menos.

—¿Señor? —le preguntó a Strickland.

—Se está convirtiendo en el chapero de Ray, ¿eh? —le murmuró Arkwright a Tracy.

Strickland le dijo algo inaudible a Barry, y este pareció tan mareado como él. Desaparecieron en la pequeña y gélida cocina, donde había desparramados por el suelo envases vacíos de cereales y otros restos de alimentos que el crío había sido capaz de encontrar. Era un milagro que no hubiese muerto de hipotermia, no digamos ya de hambre.

—Lárgate de aquí —le dijo Lomax a Arkwright— y llama a unas cuantas puertas. —Indicando a Tracy con la cabeza, añadió—: Y llévatela contigo.

Arkwright mantuvo una admirable cara de póquer.

—Vámonos, nena —dijo.

Carol Braithwaite, dijeron los vecinos, con rostros inexpresivos. Por lo visto nadie la conocía.

—Solo vivía aquí desde Navidad —dijo uno de ellos—. Era un poco escandalosa, oímos unas cuantas peleas.

¿Habían oído algo más?

—A un crío llorando.

—Se traía hombres a casa —dijo otro.

—Se ocupaba de sus propios asuntos —fue la clásica respuesta de otro vecino.

Nadie la conocía. Ahora ya nadie podría hacerlo.

Por supuesto, todo era subjetivo. En el mundo no había una sola certeza incontestable. Tracy empezaba a entender que era así.

Ella y Arkwright llamaron a una puerta tras otra en Lovell Park. Las paredes eran finas, comentó Tracy; lo lógico era pensar que alguien habría oído algo.

Carol Braithwaite. Tres aprobados en el bachillerato elemental y dos condenas por ejercicio de la prostitución callejera.

—Una chica alegre —dijo Arkwright.

Lo de «chica alegre» era jerga policial. Andar pronunciando la palabra «prostituta» no ayudaba mucho en una investigación. Recibían lo que merecían, merecían lo que recibían.

—A mí no me parece que hubiese mucha alegría en su vida —comentó Tracy.

Uno de esos aprobados del bachillerato había sido en costura, otro en cocina, y el tercero en mecanografía. Información cortesía de la chica de las flores, Linda Pallister. Carol habría sido una buena esposa, pero no acababa de ser esa la senda que había seguido. En el colegio, Tracy siempre había desconfiado de quienes engrosaban las ciencias domésticas, chicas metódicas con caligrafía pulida y sin defectos ni excentricidades. Por alguna razón solía dárseles bien el baloncesto, como si el gen que les permitía saltar hasta el aro contuviese la información necesaria para volcar un flan de queso y cebolla o untar de crema un bizcocho. Sus trayectorias profesionales no solían llevar a la prostitución. Por supuesto, si en los setenta uno decía «gen», que se pronunciaba como
jean
, la gente pensaba en tejanos Levi's o Wrangler. La genética no constituía un tema tan candente como ahora. Se preguntó si Carol Braithwaite habría jugado alguna vez al baloncesto.

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