«¿Para qué molestarse?», preguntó la madre cuando Tracy acudió el día de Navidad.
Para tener algo alegre, bonito y encantador, se dijo ella, pero ya era demasiado tarde para nada de eso.
Si hurgaba en la caja con la mirada de un arqueólogo, ¿encontraría alguna pista de por qué sus padres habían abrazado sus aburridas vidas con lo que solo podía llamarse entusiasmo?
¿Encontraría su yo más joven en aquella caja y se sorprendería ante lo lejos que había llegado, o la deprimiría la distancia entre ambas fases? Ronnie Hilton en el teatro Spa y toda una vida por delante para ella. Ronnie, con su canción «A Windmill in Old Amsterdam». El juego de pagar prenda. Qué curioso, Tracy había pasado mucho tiempo tratando de dejar atrás (donde debía estar) su mediocre infancia, pero desde que había adquirido a aquella cría no paraba de recordarla, de rememorar fragmentos y esquirlas de ella. El espejo se resquebrajaba.
—Hora de ponerse en movimiento. ¿Qué tal si vamos al lago y damos de comer a los patos?
Quedaban unas cortezas de pan del picnic, la niña se había zampado todo lo demás. Quizá había secuestrado a la hija de un gigante. Pagaría por ello: la imaginó volviéndose más y más grande, hinchándose hasta llenar el coche, la habitación de invitados, la casa entera, comiéndose todo cuanto tuviera delante, incluida Tracy. Raptar lo que parece una cría para descubrir demasiado tarde que va a suponer tu muerte. Como en una tragedia griega. Unos años antes, había asistido a una representación de
Medea
en el West Yorkshire Playhouse. Era una producción africana.
«Nigeriana; yoruba, de hecho», dijo su acompañante, muy entendido en la materia.
Volvía a ser el académico del club de solteros. Desde luego las clases cultas daban que pensar. Trató de meterle mano en la entrada de su casa. Se sintió insultada de que la creyera tan desesperada como para haberlo considerado siquiera. Le dio un rodillazo en las pelotas, para que viera qué clase de empirista estaba hecha. Por lo que a ella concernía, ese fue el fin del club.
Por supuesto, con Medea pasaba al revés, ella mataba a sus hijos, no la mataban ellos. Como trama, le pareció espeluznante; aquello pasaba constantemente.
Los patos no tenían apetito, media Leeds parecía estar ahí fuera arrojando los restos de sus rebanadas de pan de molde a las indiferentes aves. Las ratas acudirían más tarde a recoger el estropicio. Courtney, claramente de las que no desperdiciaban comida, se zampó las cortezas.
Courtney estaba desfallecida; los críos deberían venir con unas ruedas abatibles.
—¿Qué me dices de un cucurucho? —le preguntó Tracy.
Courtney le contestó levantando los pulgares. Ella quería dárselo todo a la niña, pero todos los cucuruchos del mundo no iban a compensarla por Kelly Cross y los horrores que esa mujer representara. «Cucurucho, cucurucho, un cucú que sabe mucho.»
Volvieron a través del Campo del Soldado, ambas con un cucurucho en la mano, de fresa para Courtney y de menta con trocitos de chocolate para Tracy. El Destripador había atacado a dos de sus víctimas en el parque de Roundhay, una vivió y la otra murió. Así era la suerte en los sorteos. Fue en 1976 y 1977, un par de años después del asesinato de Lovell Park. Nunca relacionaron esa muerte con el Destripador, pero la cosa daba que pensar. Wilma McCann, su primera víctima, fue asesinada solo seis meses después de que Arkwright hubiese echado abajo aquella puerta en Lovell Park, y antes de que Sutcliffe tuviera mucha práctica. Arkwright le contó a Tracy que había oído decir que alguien había confesado en prisión el asesinato de Carol Braithwaite, y luego había muerto. Parecía una forma bastante conveniente de resolver un crimen.
—¿Tracy?
Una vocecita interrumpió sus pensamientos. Era la primera vez que Courtney la llamaba como fuera. Tuvo ganas de llorar. ¿Conseguiría hacer que la llamase «mamá»? ¿Cómo la haría sentir eso? Como si volara. Como Wendy en
Peter Pan
, con Campanilla en los talones. Dos chicas perdidas juntas.
—Vamos —dijo Tracy—. En Batley hay un Toys 'R' Us. Y nos queda un trecho en coche para llegar.
Porque volver a su casa en Headingley la llenaba de inquietud. A solas con una niña en la casa, como una madre de verdad. ¿Cómo se hacía eso? No tenía ni idea. De pronto, se acordó de Janek. No, por supuesto que no podía ir a casa mientras él estuviese allí. Miraría a Courtney con sus ojos tristes de polaco, preguntándose quién sería y de dónde habría salido.
* * *
Su siguiente tarea en la lista fue la compra de un montón considerable de bolsas de plástico para la inevitable avalancha de caca de perro que lo esperaba. Una vez estuvo plenamente equipado, Jackson se sintió un ciudadano más íntegro. Supuso que debería haber comprobado que las bolsas fueran biodegradables antes de proceder a cargar el planeta con más residuos todavía, pero había días en que un hombre no podía hacer más.
Siguió una visita a un barbero de los de antaño que había visto un rato antes, cerca del Best Western, para llevar a cabo una transformación, gracias a un corte de pelo al uno y un afeitado en caliente y con navaja, de la que surgió media hora más tarde sintiéndose tan rapado como un cordero recién nacido (o un presidiario). Un
boule à zero
, lo habrían llamado los muchachos de la Legión Extranjera. Confiaba en que nadie creyera que la cosa tenía que ver con la clásica calvicie masculina. Lo alivió comprobar que el reflejo que le devolvió la mirada en el espejo se parecía bastante más a sí mismo que antes.
Al perro lo habían dejado entrar con él en la barbería, y se sentó a observar con gran interés el proceso, como si se tratara de una experiencia que le haría falta explicar después. Resultó que al barbero le encantaban los perros, dijo que «exponía carlinos», una afirmación que Jackson tardó un rato en descifrar.
También le demostró que su perro sabía estrechar la mano.
—O estrechar la pata, debería decir —añadió riendo.
—Ya veo —repuso él.
—Compartimos el ochenta y cinco por ciento de nuestros genes con los perros —comentó el barbero.
—Bueno, compartimos el cincuenta por ciento de nuestro ADN con los plátanos, así que no me parece que eso signifique mucho.
Entrar y salir clandestinamente de los sitios con un perro estaba resultando más fácil de lo que habría imaginado, aunque no era un tema al que le hubiese prestado hasta entonces demasiada atención. No podía creer que hubiese tantos sitios en los que no admitían perros. A los niños —no es que tuviese nada contra ellos, por supuesto— les permitían entrar en todas partes, y los perros se portaban mucho mejor en general.
Lo siguiente en su lista era la Biblioteca Central, donde rebuscó en los archivos del
Yorkshire Post
de abril de 1975. En el periódico del día 10, encontró finalmente lo que andaba buscando, escondido en una página interior. «La tarde de ayer, la policía acudió a un piso en Lovell Park, donde descubrió el cuerpo de una mujer, a la que identificó como Carol Braithwaite. La señorita Braithwaite había sido objeto de un ataque brutal. Según un portavoz de la policía, su cuerpo llevaba cierto tiempo yaciendo sin vida en el piso.» Firmaba una tal «Marilyn Nettles». Y eso era todo: no consiguió encontrar novedad alguna en una investigación de homicidio en las semanas posteriores, ni mención alguna de pesquisas judiciales. Solo una mujer más a la que habían desechado como si fuera basura. Una mujer asesinada cuyo asesino nunca había pagado por su crimen, un eco de la vida del propio Jackson.
La mochila, que había dejado en el suelo, empezó a retorcerse como si estuviera a punto de parir una forma de vida alienígena. Un breve ladrido amortiguado brotó del interior y un hocico forcejeó a través de la abertura en la cremallera. Jackson se dijo que probablemente era hora de marcharse.
Cuando Jackson probó a marcarlo, el número de teléfono de Tracy Waterhouse había resultado un fiasco incluso con el prefijo actual, porque hacía mucho que no existía. ¿Sería una veterana esa Tracy Waterhouse y seguiría en el cuerpo después de tanto tiempo? Lo dudaba muchísimo.
Lo que sí le parecía era que si aquella mujer había sido miembro de la policía de West Yorkshire en 1975 habría quedado constancia de ello. Y si no había documentos que lo probasen, quizá alguien se acordaría de ella, aunque las probabilidades de que alguien recordase a una humilde agente de los años setenta le parecieron remotas. En los años setenta, las mujeres policía eran poco más que personas que servían cafés y ofrecían apoyo moral.
Life on Mars
fue solo la punta del iceberg sexista. Aquel mundo había desaparecido para no volver jamás. («¿Cuántos hombres hacen falta para empapelar una habitación? —preguntó Marlee. Jackson esperó la burlona conclusión—. Cuatro, si los cortas bien finos.» Ja, ja.)
El perro estaba inquieto, pese a haber compartido un sándwich con él y haber levantado la pata contra varias paredes y algún raquítico árbol urbano. Se había pasado buena parte de la jornada confinado en prisión, y Jackson supuso que necesitaba un buen paseo. Había pocos sitios en Leeds en los que perros y hombres pudiesen hacer ejercicio, pues el centro de la ciudad parecía carecer casi por completo de espacios verdes.
Decidió que más valía no llevarlo a la comisaría, de modo que lo ató a un poste en la entrada del edificio Millgarth, cuartel general de la policía, directamente en la línea de fuego de una cámara del circuito cerrado de seguridad. Así, si alguien birlaba al perro, al menos quedaría constancia de ello.
—Te pareceré paranoico —le dijo al animal—, pero hoy en día no puedes fiarte de nadie.
Millgarth era posiblemente uno de los edificios más feos que había visto en su vida, construido como una fortaleza de los cruzados, en algún momento de los años setenta, para mantener a raya al enemigo.
Jackson le explicó al sargento de servicio tras el mostrador que era detective privado y trabajaba para un abogado de causas legales. Una tía de Tracy Waterhouse había dejado una pequeña herencia en su testamento, pero la familia había perdido el contacto con ella («Ya sabe cómo son las familias») y solo sabían que había sido agente en la policía de West Yorkshire en 1975. Cuando uno decía mentiras, más valía que fuesen simples («Yo no he sido»), y esa era tan complicada que medio esperó que lo pillaran, pero el sargento tras el escritorio se limitó a decir:
—¿En 1975? Caray, eso es ir muy atrás.
Un tipo que parecía un boxeador acabado salió de una habitación al fondo y, dejando caer una carpeta sobre el escritorio, preguntó:
—¿Qué pasa aquí?
—Este hombre anda buscando a la agente Tracy… ¿cómo era? —añadió volviéndose hacia Jackson.
—Waterhouse.
—Waterhouse —le repitió el sargento al boxeador, como si le tradujera de un idioma extranjero—. Una agente de uniforme que estuvo con nosotros en…
—En 1975 —completó Jackson.
—En 1975.
—¿Tracy Waterhouse? —dijo el boxeador acabado, y soltó una carcajada—. ¿Trace? Tú conoces a la gran Tracy, Bill. La inspectora Waterhouse, que ha dejado recientemente esta parroquia.
—¿Significa eso que ha muerto? —quiso saber Jackson.
—Mi madre, no, no, Tracy es indestructible. Soy el inspector Craig Peters, por cierto —añadió tendiéndole la mano.
—Jackson Brodie —repuso él estrechándosela.
No recordaba que los policías de West Yorkshire hubiesen sido tan simpáticos durante los disipados años de su adolescencia.
—Tracy se retiró a finales del año pasado —dijo el inspector—. Se fue al centro comercial Merrion, como jefe de seguridad.
—Oh, se refiere a Tracy Waterhouse —soltó el sargento como si por fin se las hubiese apañado para interpretar el idioma.
Una puerta se abrió de par en par pasillo abajo y un poli viejo y entrecano salió como un bólido por ella. Ya no había hombres así, lo que probablemente era buena cosa. Paseó una furibunda mirada por la zona de recepción, y Peters le dijo a Jackson:
—El inspector Crawford y Tracy se conocen de hace mucho. —Se dirigió entonces al propio Crawford, que caminaba con decisión hacia ellos, levantando la voz—: Eh, Barry…, este hombre pregunta por Tracy.
—¿Por Tracy? —repitió Crawford deteniéndose para dirigirle a Jackson una mirada furiosa y suspicaz.
Jackson supuso que después de una vida entera en el cuerpo uno empezaba a mirar a todo el mundo con suspicacia. Aunque lamentaba algunas cosas, en general se alegraba de haberlo dejado cuando lo hizo.
—Jackson Brodie —se presentó tendiendo la mano.
Crawford se la estrechó sin muchas ganas. Jackson repitió la historia del testamento y la prima Tracy, largo tiempo perdida. Tuvo la sensación de estar pisando terreno resbaladizo, porque no podía saber a ciencia cierta que Tracy tuviera algún primo, pero Crawford respondió:
—Ah, sí, creo recordar que su madre tenía una hermana en Salford. No estaban muy unidas, me parece.
—Exacto, Salford —repuso él aliviado por haber excavado en el filón correcto.
—Le estaba diciendo —intervino el inspector Peters— que Tracy trabaja ahora en el centro comercial Merrion.
Le tocó el turno de que Crawford le clavara su furiosa mirada.
—¿Qué pasa? —quiso saber Peters encogiéndose de hombros—. No es ningún secreto de Estado.
—Sí, bueno —le dijo Crawford a Jackson poniéndose gallito—, pero no vaya a molestarla al trabajo. Y no pienso darle su dirección particular, así que ni me la pida. Se va de vacaciones; de hecho es probable que ya se haya ido. La llamaré y le diré que ha estado usted preguntando por ella.
—Vale, gracias —repuso Jackson—. Dígale que estoy en el hotel Best Western… Espere, le daré mi tarjeta.
Le tendió una de sus tarjetas de JACKSON BRODIE, INVESTIGADOR PRIVADO a Crawford, que la dejó caer con despreocupación en un bolsillo.
—A diferencia de usted —dijo—, yo soy un detective de verdad, así que si no le importa ya puede largarse, encantado de conocerlo, etcétera.
Qué encanto, se dijo Jackson. Vaya viejo cascarrabias, como habría dicho Julia. Un viejo cascarrabias que llevaba mucho tiempo por ahí. Se preguntó si habría forma de mencionar el nombre de Carol Braithwaite sin que pareciera raro. Decidió que no la había pero lo intentó de todos modos.
—Oh, por cierto —dijo como quien no quiere la cosa.
Crawford había recorrido ya medio pasillo. Se detuvo y se dio la vuelta con cara de indignación.