—¿Que cómo estoy? —dijo Barbara, como si fuera una pregunta que precisara una seria consideración en lugar de un saludo educado—. Bueno, ya sabes —añadió cogiendo una lata de guisantes para examinarla como si un alienígena acabara de dársela diciendo «En nuestro planeta comemos esto».
Iba drogada hasta las cejas, por supuesto. Bueno, ¿por qué no? No hizo comentario alguno sobre la presencia de Courtney en el carrito, ni siquiera pareció advertir que estaba ahí. Tracy tenía preparado un discursito («La cría está en un hogar de acogida; he pensado que podía hacer algo útil ahora que tengo un trabajo más fácil»), pero no hizo falta.
Barbara volvió a dejar la lata en el estante e hizo un ademán como si fuera a decir algo pero no encontrara las palabras.
—Bueno —concluyó Tracy—. Me ha encantado verte, Barbara. Recuerdos a Barry.
No dijo: «Hablé con Barry anoche, estaba con una mujer muerta». (Él le había dicho una vez que las prefería muertas, así no te contestaban.
—Es broma, Tracy —añadió—. Caray, ¿qué os pasa a las mujeres? ¿No tienes sentido del humor o qué?
—Por lo visto, no.)
—Bueno —repitió ahora—, tengo que irme.
—Sí —musitó Barbara. Su mirada se posó de pronto en Courtney, y retrocedió un poco.
—Estoy haciendo de canguro —repuso Tracy.
Hizo un giro de ciento ochenta grados y aceleró por el pasillo de los lácteos, cogiendo cartones de leche y yogures como si las vacas estuviesen a punto de quedar pasadas de moda.
La niña, entretanto, se zampaba en silencio un paquete de galletas de chocolate y naranja que había birlado de algún sitio.
—Robar en las tiendas es un delito.
Courtney le ofreció el paquete. Tracy cogió dos galletas y se las metió en la boca.
—Gracias —murmuró.
—De nada —respondió Courtney.
El corazón de Tracy dio un vuelco. ¿Dónde había aprendido modales la niña? No parecía probable que hubiese sido de Kelly Cross.
—¿Qué te gustaría hacer ahora? —le preguntó.
Daba la sensación de que nunca hubiese tenido posibilidad de elegir, y Tracy se dijo que se la daría por una vez. Démosle una posibilidad de elegir a la niña. Démosle una oportunidad a la niña. Démosles una oportunidad a todos.
21 de marzo de 1975
Eran las ocho de la tarde. Kitty tenía frío y había ido al piso de arriba en busca de un cárdigan. Había corriente, el viento trataba de entrar en la casa por cualquier resquicio que encontrara. «El viento suena a lluvia / cuando gime en la ciudad.» ¿Quién había escrito eso? Nunca había sido muy amante de la literatura. Fue la «musa» de un escritor durante un tiempo. Ahora ya apenas se lo oía nombrar. En aquella época era bastante famoso, aunque posiblemente más por su estilo de vida que por sus obras. Era infiel y bebía de la mañana a la noche. Alcohol y fulanas, los derechos del hombre, decía. Ella había sido uno de sus trofeos; «musa» era solo una palabra elegante para no decir «amante». El tipo vivía en Chelsea, pero tenía mujer y tres hijos en el campo, en alguna parte.
Ella era muy joven, aquello fue justo al principio de su carrera, y la habían impresionado terriblemente algunas de las cosas que él la obligó a hacer. Nunca hablaba con Ian de esa parte de su vida. Se estremeció. En los dormitorios hacía más frío que en cualquier otra parte de la casa. Dejaban los radiadores de arriba apagados, porque Ian pensaba que dormir en una habitación caldeada no era sano. Siempre andaba abriendo ventanas, y Kitty siempre andaba cerrándolas. No era un motivo de disputa, solo una diferencia de opiniones. Después de todo, no era un tema sobre el que pudiera llegarse a un compromiso. Una ventana solo podía estar abierta o cerrada.
Sacó de un cajón un cárdigan de cachemir de color beis y se lo echó con elegancia sobre los hombros. Esas fueron las palabras que aparecieron en sus pensamientos: «Kitty Winfield se echó el cárdigan de cachemir con elegancia sobre los hombros». Hacía aquello desde niña, comentaba mentalmente todo lo que hacía. Salía al exterior para observarse, en algo parecido a una de esas experiencias extrasensoriales en que la gente abandona su cuerpo. Todas aquellas clases de ballet, claqué, dicción, porte; su madre le dijo que estaba predestinada a ser alguien. Tuvo un papel en la obra de Navidad de su pueblo, todos los años; parecía prometer mucho. Se había criado en Solihull, invirtió mucho tiempo en perder el acento. Cuando cumplió los diecisiete, decidió que había llegado el momento de probar suerte en Londres. ¿Qué muchacha «prometedora» habría querido quedarse en la región central de Inglaterra en 1962? «La recién llegada Kathryn Gillespie está predestinada a lograr grandes cosas.»
Se trasladó a la capital para asistir a una academia de baile durante toda la jornada, con la matrícula costeada por su madre, y no llevaba allí más de una semana cuando la abordó un hombre en la calle.
—¿No te ha dicho nadie que podrías ser modelo? —preguntó.
Ella pensó que hablaba en broma, o que no era de fiar, pues su madre se había pasado la vida advirtiéndola sobre hombres como aquel, pero resultó que era legal y en efecto era cazatalentos de una agencia. Y de la noche a la mañana dejó de ser Kathryn para convertirse en Kitty. Trataron de que triunfara tan solo con ese nombre, como Twiggy, pero nunca cuajó.
Su madre había muerto unos meses atrás. «Kitty Winfield estaba junto a la tumba de su madre, sollozando quedamente.» Cáncer de pulmón, horroroso. Volvió a Solihull a cuidar de ella. No supo qué fue peor, si ver morir a su madre o revisitar su propio y prometedor pasado. Le estaba costando muchísimo superar la muerte de su madre, y en realidad era una tontería porque apenas la veía.
Hacer de modelo era mucho más fácil que bailar. Lo único que hacía falta eran unos buenos huesos y cierto temperamento estoico. Nunca le pidieron que hiciese nada de mal gusto, ni que se desnudara. Numerosos retratos preciosos en blanco y negro, obra de fotógrafos famosos. Grandes reportajes de moda, en todas las revistas, y en una ocasión en la portada de
Vogue
. La gente la llamó durante un tiempo «el rostro de los sesenta». Todavía recordaban su nombre. «Kitty Gillespie, el icono de los sesenta, ¿dónde está ahora?» La semana anterior, sin ir más lejos, habían llamado de un suplemento dominical para hacerle una entrevista sobre su «oscuridad». Ian se quitó de encima con educación a la persona que llamaba.
En 1969 todo había acabado. Conoció a Ian y decidió renunciar a los focos a cambio de la seguridad, de la perseverancia. Podía decir con toda sinceridad, con la mano en el corazón, que jamás había lamentado su decisión.
Había querido ser una estrella del cine, por supuesto, pero tuvo que reconocer que era una pésima actriz. «Kitty Gillespie entraba en el plató y lo iluminaba.» Por desgracia, no era así. Era físicamente adecuada para los papeles, pero incapaz de pronunciar las palabras. Rígida e inexpresiva, como un ladrillo. Había tenido un papel minúsculo en una película, una de esas cintas tensas de vanguardia protagonizada por un controvertido cantante de rock. Todo muy bohemio. Kitty aparecía apoltronada en un sofá, supuestamente aturdida por el sexo y las drogas. Solo tenía que decir una frase: «¿Adónde vas, tesoro?». Ahora casi nadie recordaba aquella película, y nadie se acordaba de la interpretación de Kitty. Gracias a Dios.
La estrella del rock se rió de ella y le dijo:
—No dejes el empleo que tienes, cariño.
Se acostó con él una vez, prácticamente se esperaba que lo hicieran. «De rigueur», dijo el rockero. A veces pensaba que cuando fuera muy vieja y todos los demás hubiesen muerto, escribiría su autobiografía. De su vida durante aquellos años, al menos; los años posteriores a su matrimonio habrían dado para un libro muy aburrido a los ojos de otras personas.
Hizo la película el año después de que dejara al escritor. Estuvo bajo su hechizo casi dos años, fue casi como ser su rehén. Era la época en que debería haberse divertido por ahí con sus amigos, disfrutando de todas las cosas de las que disfrutaría normalmente una chica de su edad. En cambio estaba sirviéndole copas al escritor y alimentando su ego, viéndose obligada a leer sus aburridos manuscritos. La gente pensaba que todo aquello era glamuroso y muy adulto, pero no lo era. Se parecía a ser una niñera que de vez en cuando tuviese que llevar a cabo sórdidos actos sexuales. Él tenía casi veinte años más que ella y solía irritarlo que la mayor parte del tiempo Kitty no supiese de qué le estaba hablando.
Kitty se sentó ante el espejo del tocador y sacó un cigarrillo de la pitillera de plata. Estaba grabada con sus iniciales, y bajo la tapa había otro grabado, un mensaje de cumpleaños de Ian: «Para Kitty, la mujer a la que más querré siempre en este mundo». El escritor famoso le había regalado en cierta ocasión un encendedor con una frase obscena grabada, en latín. «De Catulo», había dicho al traducírsela. Le hizo pasar vergüenza. Nunca lo había utilizado, por si alguien que entendiera latín veía aquellas palabras. Era mucho más mojigata de lo que creía la gente. Arrojó el encendedor al Támesis desde el Victoria Embankment la mañana en que se marchó de la casa del escritor. «Ataron a Kitty Gillespie a uno de los pilares de la cama y la hicieron degradarse.» Había ciertos límites. Además, él se había cansado de ella: el sitio de Kitty en su cama y a su lado lo había usurpado una poetisa sueca, «una mujer inteligente», decía él, como si Kitty no lo fuera. El escritor fue víctima de una gran tragedia no mucho después, y Kitty no pudo sino sentir lástima de alguien tan incapaz de enfrentarse a cualquier drama del que no fuera el centro.
Cuánto mejor era ser ahora la esposa de un médico encantador y vivir en una casa preciosa en la encantadora Harrogate y mirarse al espejo y verse el precioso y blanco cuello con unas perlas preciosas brillando contra la piel. «Kitty Winfield se puso un mechón de cabello detrás de una de sus bonitas orejas.» Exhaló un suspiro. Había veces en que solo deseaba hacerse un ovillo en el suelo y fingir que nada existía. «Kitty Winfield abrió el frasco de píldoras para dormir que le había recetado su marido.»
Apagó el cigarrillo, volvió a pintarse los labios, roció con un poquito de Shalimar la delicada y venosa piel del interior de las muñecas. Había unas levísimas cicatrices, como finas pulseras de algodón blanco, donde había tratado de cortarse las venas, mucho tiempo atrás.
Ian estaba en el piso de abajo leyendo una revista médica y escuchando a Tchaikovski. No tardaría en dirigirse a la cocina para preparar una taza de algo con leche para ambos.
—Realmente somos como un par de viejecitos anticuados —comentaba riendo.
Qué gran vacío sentía ella dentro, donde debería haber habido un bebé.
—Nunca podrá concebir —le había dicho un obstetra en Londres, no mucho antes de que ella e Ian se casaran.
Ian estaba en el hospital Great Ormond Street en aquellos tiempos, y Kitty lo había conocido en Fortnum & Mason. Ian estaba comprando bombones para el cumpleaños de su madre, y ella se resguardaba de la lluvia; la había invitado a tomar un té con pastas en el Fountain y ella se dijo ¿por qué no?
—¿Quiere que tenga una pequeña charla con su prometido? —preguntó el ginecólogo—. Es médico, ¿verdad? ¿O se lo dejo a usted?
Estaban hablando en un código cortés. ¿Quería ella que el ginecólogo le explicara a Ian cómo un «procedimiento médico» al que se había sometido de joven tuvo como resultado que fuese incapaz de concebir un bebé? Pero Ian, un médico, querría saber más, y sin duda entendería muy bien en qué había consistido aquel «procedimiento médico». «Kitty Gillespie se tendió bajo la sábana blanca y abrió las piernas.»
Después de dejar al escritor, después de que hubiese tirado al Támesis aquel encendedor obsceno, había descubierto que estaba embarazada. Lo ignoró, pensando que se le pasaría, pero no se le pasó. Supo que el escritor no tendría el más mínimo interés en sus dificultades, y tampoco quería que lo tuviese. Estaba ya de cinco meses cuando le practicaron un aborto. Phoebe March le había dado el nombre de un médico.
—Él te lo hará. Todas las chicas acuden a ese médico, y no es nada, es como ir al dentista.
Y no tenía un local chapucero en un piso mugriento al fondo de algún callejón. Tenía la consulta en Harley Street, con una recepcionista y flores en el escritorio. Era un hombre menudo, con los pies pequeños, una siempre se fijaba en los pies. «A ver, señorita Gillespie, si hace el favor de abrir las piernas.» Incluso ahora se estremecía con solo pensarlo. Esperaba que fuera aséptico, indoloro, pero había sido una escena brutal. El médico pellizcó una arteria, y casi murió desangrada. La llevó al hospital más cercano y le dijo que se bajara del coche en la entrada de urgencias.
Phoebe fue a visitarla al hospital y le llevó alegres narcisos.
—Has tenido mala suerte, pero al menos te has librado de él. Somos chicas trabajadoras, cariño, tenemos que tomar decisiones difíciles. Ha sido lo mejor.
En ese momento, Phoebe interpretaba a Cleopatra en Stratford. Kitty e Ian habían ido a ver la obra; era algo que hacían muchas veces, quedándose el fin de semana entero en un bonito hostal. No le mencionó a Ian que conocía a Phoebe de tiempo atrás. Aún pensaba en aquel hombre menudo de Harley Street y en sus pequeños pies. Le parecía que debía de haber sentido desprecio hacia las mujeres. Le destrozó las entrañas para siempre.
Un rudo especialista escocés había tenido que abandonar su partido de golf en Surrey para tratar de remendarla.
—Has sido una chica muy estúpida —le dijo—. Y me temo que vas a pagar por ello el resto de tu vida.
Pero no se lo dijo a la policía; podía ser antipático, pero tenía corazón.
Kitty le había contado a Ian que nunca podría tener niños, le pareció de justicia. Le dijo que se trataba de «un problema de fontanería», de un defecto.
—¿A qué médicos has visto? —quiso saber él—. ¿A qué especialistas?
—A los mejores, en Suiza.
—Pues consultaremos a otros.
—Por favor —pidió ella—, no me hagas ver a más médicos, cariño, no lo soportaría.
Él era bastante mayor que ella, y dijo que siempre había pensado que tendría un hijo varón al que enseñaría a jugar al críquet y esas cosas.
—Deberías casarte con otra —le dijo Kitty la víspera de la boda.
—No.
Ian estaba dispuesto a sacrificarlo todo por ella, incluidos los niños.
—¿Va todo bien ahí arriba?