Cuando tenía trece años, Jackson había pasado uno de los mejores veranos de su vida en una granja llamada Howdale en las estribaciones de las tierras altas de Yorkshire. Nunca supo muy bien cómo llegó a verse inmerso en aquel idilio rural, si fue cosa de la Iglesia o el Estado; era probable que uno de los dos estuviese involucrado en algún punto del proceso, suponía que lo habría organizado el sacerdote de la parroquia o su asistente social. Este último había sido una adquisición temporal, surgido de la nada un día, en medio del peor año de su vida, para desaparecer de forma igualmente misteriosa unos meses después, aunque siguiera siendo el peor año de su vida. El asistente social estaba allí (por lo visto) para ayudarlo a superar aquel terrible año de dolor desgarrador que empezó con la muerte de su madre víctima del cáncer y acabó con el suicidio de su hermano después de que la hermana de ambos fuera asesinada. («Mejora eso si puedes», se encontraba pensando a veces de mal humor cuando era policía y escuchaba el lamento menos impresionante que el suyo de algún extraño.)
Las vacaciones en Howdale habían supuesto un indulto de la sombría vida de después de la muerte que compartía con su padre, un hombre lleno de ira y con el corazón de carbón. En aquel tiempo, Jackson no analizó el dolor que sentía ni se preguntó por qué un hombre agradable y mayor al que no conocía («Soy lo que se llama un voluntario, muchacho») lo llevó en coche desde su casita adosada y recubierta de hollín hasta los verdes valles de las tierras altas, para dejarlo en una granja en la que un montón de vacas blancas y negras se apiñaban en aquel instante para entrar en un ordeñadero. Nunca había visto una vaca de cerca.
Llevaba la granja una pareja, Reg y Joan Atwell. Tenían un hijo y una hija ya adultos. El hijo trabajaba en una compañía de seguros en York y la hija era enfermera en el Saint James Infirmary en Leeds, y ninguno de los dos tenía interés en llevar la granja de quinta generación de los Atwell. La especie de huérfano de guerra en que Jackson se había convertido debió de suponer una dura prueba para la paciencia de los Atwell, pero resultaron unas personas de tolerancia y amabilidad insólitas, y confiaba en no haberlos decepcionado, y si lo había hecho, ahora lo lamentaba, desde luego.
Aún podía ver la cocina de la granja con su Rayburn de hierro que siempre estaba caliente y albergaba una gran tetera marrón que contenía té del color de las hojas de roble secas. Aún podía oler los enormes desayunos, a base de copos de avena con nata y azúcar moreno, huevos fritos, jamón, pan y mermelada casera, que servía la señora Atwell. Dos peones de la granja desayunaban con ellos, dos hombres que habían trabajado ya media jornada cuando se sentaban a desayunar.
Había un sofá viejísimo en la cocina, cubierto con un áspero chal de ganchillo, en el que se sentaban durante las veladas. Los Atwell prácticamente vivían en la cocina. El perro pastor, un border collie, Jess, se tendía en la alfombra de retales que había ante la Rayburn. «Hazle sitio al chico en el sofá, mamá», decía el señor Atwell, pero Jackson casi siempre se sentaba en la alfombra de retales con Jess. Era la única ocasión en que recordaba haberse sentido cerca de un perro. Su familia nunca había tenido una mascota y, cuando formó su propia familia, su esposa, Josie, había restringido la posesión de mascotas al extremo más pequeño de la creación: hámsters, cobayas, ratones. De pequeña, su hija Marlee había tenido un conejo, Muffin, una bestia enorme con orejas caídas que solía plantarse ante él como si estuviera en el ring y dispuesto a pelear hasta el último asalto. «Mascota» no era la palabra que Jackson habría utilizado para describirlo.
Le había regalado un border collie a Louise. Un cachorro. Fue una elección inconsciente. Había huido de Escocia, y de la inspectora jefe Louise Monroe, y en su lugar había dejado, sin ser consciente de ello, una criatura que llevaba muy cerca del corazón. Le iría mejor con el perro que con él. Ahora ya no podría estar nunca con Louise. Ella estaba dentro de la ley, y él estaba fuera.
Al final de aquel verano se había hablado de que se quedara en Howdale, pero, por desgracia, el mismo caballero viejo y misterioso lo había devuelto a las sombrías comodidades de su hogar. Jackson les escribió a los Atwell (la primera carta que había escrito en su vida) para agradecerles su hospitalidad, pero no volvió a saber nada de ellos hasta que unos meses después la hija le escribió a él (la primera carta que recibía en su vida) para «informarle» de que sus padres habían muerto en cuestión de un mes, primero el padre, de un problema del corazón, y luego su esposa, con el corazón destrozado. Jackson, que había mamado la culpa con la leche de su madre católica, creyó captar la tácita acusación de que él había contribuido de algún modo a sus muertes prematuras.
A veces se preguntaba si, de haber estado en posesión los Atwell de corazones más fuertes, lo habrían acogido. ¿Se habría convertido en un chico de granja y estaría en ese instante conduciendo un tractor en las montañas con un perro pastor en el asiento de al lado? (Por falta de un clavo.)
Durante un tiempo, después de aquel
annus horribilis
(la reina había tenido el detalle de enseñarle esa expresión), había fantaseado con que tenía otra familia en algún sitio, con una diáspora irlandesa que su madre, por descuido, había omitido mencionarle. La imaginaba volviendo de entre los muertos para hablarle de ella («Ah, pues claro, los McGurk de Pontefract…, ellos cuidarán de ti, Jackson»). Era gente perfectamente corriente, como la que veía en televisión o sobre la que leía en los cómics y (de manera ocasional) en los libros: primos que trabajaban en despachos y en tiendas, que conducían taxis, que tenían bebés. Tíos que empapelaban habitaciones y cuidaban sus propios huertos, tías que hacían pasteles y conocían el valor del amor y el dinero; todos existían en algún lugar, habitantes de su telenovela personal, esperando a que los encontrara para abrazarlo contra su colectivo y consolador regazo. Pero esas personas nunca aparecieron y, durante los tres años siguientes, Jackson habitó un vacío emocional, él y su padre solos, encerrados juntos en su muda indiferencia.
A los dieciséis años, se alistó en el ejército. Abrazó aquella nueva y austera existencia con el fervor de un monje guerrero que descubriera los beneficios de la disciplina. Lo hicieron pedazos y lo volvieron a ensamblar, y ahí residiría la única lealtad que llegaría a sentir hacia su nueva y brutal familia. El ejército era duro, pero no era nada comparado con la vida de antes. Sencillamente se sintió aliviado por tener por fin un futuro. El futuro que fuera.
Si su madre hubiese acudido antes al médico por lo del cáncer en lugar de padecer el arquetípico y antiquísimo martirio de la madre irlandesa, quizá entonces habría aporreado a su hermano en la cabeza con un periódico enrollado (una forma común de comunicación en su familia) y le habría dicho que moviera el trasero (andaba con una buena resaca) y saliera bajo la lluvia a recoger a su hermana en la parada del autobús. Así, Niamh no habría sufrido el ataque del desconocido que la violó y estranguló y arrojó su cuerpo al canal. Por falta de un clavo.
Tras su visita a Jervaulx, Jackson había emprendido un peregrinaje en busca de Howdale. Guiándose por el instinto, con un poco de ayuda y cierto estorbo del GPS Jane, recorrió carreteras comarcales hasta llegar a un letrero en que se anunciaba GRANJA HOWDALE DE TURISMO RURAL. Tomó el desvío, antaño un sendero lleno de barro y ahora sin una mala hierba y recién asfaltado, y vio el edificio cuadrado de la granja todavía al fondo. El ordeñadero adyacente y la serie de casitas dispersas de los peones, que ni siquiera recordaba, estaban ahora restaurados y pintados en los mismos tonos blanco y verde. No había rastro de vacas u ovejas, ni olor alguno a estiércol o ensilaje, ni los habituales desechos desparramados de maquinaria agrícola oxidada. El sitio se había transformado en una granja aséptica, como de cuento de hadas. Tiempo atrás, Jackson había borrado su pasado; ahora su pasado lo había borrado a él.
Bajó del coche y miró alrededor. Había unos columpios en la zona en que Joan Atwell había tendido la colada, una gran rotonda de gravilla donde antaño se alzara un viejo granero. Un grupo de gente de todas las edades (se recordó que a eso lo llamaban familia) se había reunido, copas en mano, en una extensión de césped que antes había sido el corral. Le llegó el olor primitivo de la carne asada. Al ver a Jackson, los adultos del grupo parecieron inquietos y uno de los hombres alzó la voz, con pinta de buscar pelea y asiendo unas tenazas de barbacoa como un arma.
—¿Puedo ayudarlo? —quiso saber.
Jackson prefirió no andarse con hostilidades en aquel entorno, de modo que se encogió de hombros.
—No —dijo, una respuesta que pareció perturbar aún más al grupo.
Subió de nuevo al Saab y vislumbró su imagen en el espejo retrovisor. Le devolvió la mirada alguien ligeramente asilvestrado. Llevaba varios días sin afeitarse y mechones de cabello sucio le caían en los ojos. Tenía un aspecto enjuto y hambriento que no supo reconocer. Al menos todavía tenía su propio cabello. Últimamente, la mayoría de los tipos se afeitaban la clásica semicalvicie viril en un inútil intento de parecer duro en lugar de simplemente pelón. Él acababa de cumplir los cincuenta, un hecho que aún no había conseguido aceptar del todo. «La edad dorada.» (Sí, seguro.) «Un hito», decía Josie riendo como si fuese un chiste magnífico. Había evitado por completo el cumpleaños, pasando un miserable fin de semana solo en Praga, sorteando despedidas de solteros y solteras ingleses y borrachos. A la vuelta, había emprendido ese viaje.
Su definición de viejo había cambiado desde que él mismo se hallaba más cerca del horizonte de sucesos de la muerte. Cuando tenía veinte años, los viejos tenían cuarenta. Ahora que había rebasado la cima del medio siglo, la definición empezaba a volverse más flexible; aun así, una vez cumplidos los cincuenta, no había forma de eludir el hecho de que tenías un billete de ida para un trayecto sin paradas hasta la terminal.
Se alejó, consciente de que la familia de la barbacoa lo observaba recorrer el sendero. Lo entendió; también él se habría mostrado precavido de haberse visto.
En Knaresborough había visitado la cueva de la Madre Shipton, un destino que había supuesto una parada en aquella excursión escolar a Fountains. Jackson el colegial había contemplado sorprendido los objetos petrificados en la cueva, los paraguas, botas y ositos de peluche que pendían bajo el pozo. La alquimia del pozo se debía simplemente al alto contenido en minerales del agua, y sin embargo, incluso ahora, el Jackson adulto siguió encontrando algo extrañamente conmovedor en aquella preservación de objetos mundanos. De pequeño había pensado que «petrificado» quería decir «muerto de miedo» y se preguntó si acabaría como aquellos objetos cotidianos inertes si algo o alguien lo asustaban demasiado. La cosa no funcionaba así, ahora lo sabía. No era tener miedo lo que te volvía de piedra, sino ser tú quien daba miedo.
Después de haber estado a punto de morir en el accidente de tren, Jackson se sentía agradecido por haber sobrevivido, pero una parte de él había temido que salvarse lo volviera blando y se convirtiera en uno de esos agradecidos evangélicos que le veían el lado positivo a la vida («Cada día es un regalo, voy a hacer que mi tiempo en la tierra cuente», etcétera). Sin embargo, en cierto modo para su sorpresa, la nueva versión de Jackson que surgió de la desgarradora experiencia fue más fría y dura de lo que esperaba.
—El Jackson más malo y mezquino —se rió Julia—. Oh, qué miedo. —Quizá sí debía tenerlo.
Nunca se libraría de ella, ahora que los unía el hijo que tenían en común. Dos se vuelven uno. Como dirían las Spice Girls.
Se había reunido con Julia en Rievaulx. Últimamente solía encontrarse con ella en territorio neutral. Un par de años atrás había tenido lugar un desafortunado incidente cuando un Jackson cansado e impulsivo apareció en el umbral de la casita en los valles que Julia compartía con el artista de pacotilla ultraburgués que era su marido, Jonathan Carr, y le «explicó» a este, a bocajarro, que Nathan no era hijo suyo, como Jonathan creía. Y tenía pruebas de ello, añadió blandiendo con gesto triunfal los resultados del análisis de ADN.
Como es natural, hubo cierta violencia, pero no tuvo mucha relevancia que digamos. Jackson había amenazado con poner una demanda por la custodia, pero fue consciente de que era un farol, y Julia también lo supo. (La opinión de Jonathan Carr no contaba, al menos para Jackson.) Él no quería criar otro niño, con o sin Julia; solo quería establecer el principio fundamental de la propiedad.
Ahora había cierta fragilidad tácita en su relación triangular. El hombre que había engendrado al niño, el hombre que lo estaba criando y la traicionera mujer en el vértice. «Mi hijo llama papá a otro hombre.» Que le pregunten al Hank de la serie de qué va la cosa.
No se encontró con Julia y Nathan en la propia abadía de Rievaulx, sino en los bancales sobre ella, desde donde se disfrutaba de una vista que lo dejaba a uno sin aliento. Hizo surgir el alma romántica de Jackson, antaño oculta en un oscuro pozo de mina, pero que últimamente asomaba la cabeza, sin reparos, a la luz del sol. Quizá se había vuelto una versión más dura de sí mismo por fuera, pero por dentro, su espíritu aún podía levantar el vuelo. Rievaulx, la Quinta de Beethoven, un encuentro con madre e hijo.
Habían paseado entre los dos templos griegos, caprichos erigidos para divertir a aristócratas dieciochescos, y ahora bajo custodia del Patrimonio Nacional.
—Jo, qué increíble tener todo esto como tu jardín privado —comentó Julia—. ¿Te imaginas? —Se la oía más ronca incluso de lo habitual—. El polen está por las nubes —explicó blandiendo ante él una caja de antihistamínicos.
Jackson sintió alivio de que Nathan no diera muestras de haber heredado los pulmones de su madre (o, de hecho, su temperamento histriónico).
—No debería estar permitido que alguien fuera propietario de una vista como esta —opinó él.
—Ah, puedes sacar al chico de su pasado colectivista, pero no puedes sacar el pasado colectivista del chico.
—Eso es una chorrada —repuso Jackson.
—¿De verdad?
Nathan se adelantó brincando sobre la hierba. «Mi niño», lo llamaba Julia, toda simpatía y amor. El único niño. Los hombres eran una presencia continua en la vida de Julia pero siempre tenían una importancia secundaria, incluido, sospechaba Jackson, su marido el artista de pacotilla (había que quitarse el sombrero ante el hombre que se las apañaba para seguir casado con la inconstante Julia). Pero con su niño no pasaba eso; su niño relucía intensamente en el centro del universo de Julia.