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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Me desperté temprano y saqué al perro (6 page)

BOOK: Me desperté temprano y saqué al perro
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—Quédese aquí, vuelvo dentro de un momento. —Y cumplió su palabra, regresando con una taza de té dulce y caliente y un plato con galletas Rich Tea—. Me llamo Leslie —dijo la joven—, con «ie». ¿Quiere una? —le ofreció al hombre que antes era policía.

—No, no se preocupe —contestó él.

—¿Es usted de Estados Unidos? —le preguntó Tilly a la chica, haciendo un esfuerzo por entablar una conversación educada. Té, galletas, charla. Una tenía que poner de su parte.

—Canadiense.

—Oh, por supuesto, perdóneme. —Tilly solía tener buen oído para los acentos—. Verá, he perdido mi monedero.

—No van a arrestarla por hurto, ¿verdad? —quiso saber el hombre que antes era policía.

¡Hurto! Tilly soltó un gemido de espanto. Ella no era una ladrona. Nunca había robado nada, ni un lápiz. (Todos aquellos tenedores, cuchillos, anillos y bolsas de patatas no podían ser robados porque no los quería para nada; más bien todo lo contrario.) No como Phoebe. Ella siempre andaba «cogiendo prestados» pulseras, zapatos y vestidos. Cogió prestado a Douglas, y nunca lo devolvió.

—¿Ya se encuentra mejor? —preguntó el hombre agachándose a su lado.

—Sí, sí, muchísimas gracias —contestó. Qué agradable encontrarse con un verdadero caballero en estos tiempos.

—Bueno, entonces yo ya me voy —oyó al hombre decirle a la joven.

—¿Se siente mejor ahora? —quiso saber la joven llamada Leslie cuando el hombre se hubo marchado.

—¿Van a acusarme? —preguntó Tilly.

Captó el temblor en su voz. Supuso que la muchacha la creía una vieja chocha. La verdad es que no la culpaba. Era una vieja estúpida que no conseguía encontrar el camino a casa. Tilly la tontita.

—No —contestó la joven—. No es ninguna criminal.

El té estaba maravilloso. Casi lloró al tomar el primer sorbo. La restableció en todos los sentidos.

—Qué tonta soy —dijo—. No sé por qué, pero simplemente me he quedado en blanco, ¿sabe? —Y, sonriéndole a la chica, añadió—: No, por supuesto que no lo sabe, usted es joven.

—Debe de haber sido por la impresión de perder su monedero —dijo la chica, Leslie, con tono compasivo.

—Había una mujer —explicó Tilly— tratando de una forma horrible a una niña. Pobrecita, mi intención era encontrar a alguien que hiciese algo. Pero no lo he conseguido. No va a arrestarme en realidad, ¿verdad?

—No —contestó Leslie—. Se ha olvidado de sí misma, eso es todo.

—¡Exacto! —exclamó Tilly, sumamente animada por semejante idea—. Es eso, me he olvidado de mí. Y ahora acabo de acordarme de mí misma. Y todo va a salir bien. Seguro que sí.

* * *

Pensaba en Leeds como en un sitio en el que siempre llovía, pero ese día el tiempo era perfecto. Roundhay Park estaba lleno de gente desesperada por arrancarle un buen día al clima inglés. Multitudes por todas partes, ¿nadie tenía un empleo al que acudir o qué? Supuso que podía hacerse esa misma pregunta.

Se topó con una imagen inesperada de la felicidad. Un perro, uno pequeño y desaliñado, corría por el parque como si acabaran de liberarlo de la cárcel. Molestó a una bandada de palomas concentradas en un sándwich abandonado, que se alzaron en un revoloteo de irritación cuando les dirigió gañidos de excitación. Echó a correr otra vez, a toda velocidad, y derrapó hasta detenerse, un segundo demasiado tarde, junto a una mujer tendida en una manta de viaje. La mujer le gritó y le arrojó una chancleta. El perro atrapó la chancleta en el aire, la agitó como si fuera una rata, y luego la dejó caer para correr hacia una niñita, que soltó un grito al verlo saltar tratando de alcanzar el helado que tenía en la mano. Cuando la madre de la niña lo amenazó con una sarta de improperios, el perrito salió corriendo y le ladró un buen rato a algo imaginario antes de encontrar una rama rota, que arrastró describiendo círculos de aquí para allá hasta que el aroma de algo más interesante captó su atención. Husmeó un rato hasta que halló la fuente: la caca seca de otro perro. La olisqueó con el placer de un entendido hasta que se aburrió y trotó hacia un árbol, donde levantó la pata.

—Lárgate —le gritó un hombre allí cerca.

Daba la sensación de que el perro no fuera de nadie, pero entonces apareció un hombre que se le echó encima, ladrándole órdenes.

—¡Tú, mierdecilla del carajo, he dicho que vengas cuando te llamo!

Era un tipo grandote, con cara de malo y fornido como un rottweiler. Añádase la cabeza rapada, los músculos de levantador de pesas y una cruz de san Jorge tatuada en el bíceps izquierdo, hermanada con la mujer medio desnuda que llevaba en el antebrazo derecho, y,
voilà
, el perfecto caballero inglés.

El perro llevaba collar, pero, en lugar de correa, el hombre blandía una cuerda fina como las de tender con un lazo en el extremo, y sin previo aviso, cogió al perro del pescuezo y le rodeó el cuello con él. Entonces levantó al animal en el aire de modo que empezó a ahogarse, sacudiendo inútilmente las patitas. Con la misma brusquedad, el tipo lo dejó caer al suelo y le propinó una patada en la delicada grupa. El perro se encogió y se echó a temblar de una manera que a él le despertó enorme compasión. El tipo tiró de la cuerda y arrastró al animal.

—Voy a acabar contigo de una vez, debería haberlo hecho en el instante en que esa puta se fue —exclamó.

Perros e ingleses chiflados a pleno sol de mediodía.

Se estaba armando un alboroto, con gente que protestaba con nerviosismo y a voz en grito por la conducta del hombre, con el resultado de un embrollo de palabras airadas: «criatura inocente», «atrévete con alguien de tu tamaño», «vigila, tío…». Aparecieron teléfonos móviles y la gente empezó a fotografiar al hombre. Él sacó su propio iPhone. Hasta que tuvo ocho años, momento en que su familia compró un televisor de segunda mano que parecía emitir desde Marte, solo había tenido la radio como fuente de entretenimiento e información. En su medio siglo de vida, un segundo en el reloj del Juicio Final, había sido testigo de los cambios tecnológicos más increíbles. Había empezado escuchando una vieja radio Bush a válvulas en un rincón de la salita de estar y ahora tenía un teléfono en la mano con el que podía fingir que tiraba una bola de papel arrugado a una papelera. El mundo había esperado mucho tiempo para eso.

Tomó un par de imágenes del hombre golpeando al perro. Pruebas fotográficas, uno nunca sabía cuándo iba a necesitarlas.

Una voz de mujer se elevó con estridencia sobre las demás:

—Voy a llamar a la policía.

—Métete en tus putos asuntos —espetó el tipo, y continuó arrastrando el perro por el sendero.

Tiraba de él tan deprisa que un par de veces el animal dio una voltereta y rebotó contra la dura superficie del sendero.

Él se dijo que aquello era violencia cruel y poco corriente. Había pasado toda la vida rodeado por una forma u otra de violencia, pero había que decir basta en algún punto. Un perrito indefenso parecía un buen punto en que decir basta.

Siguió al hombre cuando salió del parque. Tenía el coche aparcado cerca; abrió el maletero, levantó al perro y lo arrojó dentro, y el animal se encogió, temblando y lloriqueando.

—Espera y verás, pequeño cabrón —soltó el tipo. Había abierto el móvil y se lo llevó a la oreja mientras le hacía una señal de advertencia con el dedo al perro por si se le ocurría escapar—. Eh, nena, soy Colin —dijo entonces con voz ahora melosa, como un Romeo boxeador.

Frunció el entrecejo, imaginando qué le pasaría al perro cuando el tipo llegase a casa. Colin. Parecía poco probable que fuera algo bueno. Dio un paso adelante, le dio unos golpecitos a «Colin» en el hombro.

—Perdone —dijo. Cuando el señor Testosterona se volvió en redondo, añadió—: En guardia.

—¿De qué coño estás hablando? —contestó Colin.

—Era una simple ironía —dijo él, y golpeó con un gancho tremendo y satisfactorio el diafragma de Colin.

Ahora que ya no estaba sujeto a normas institucionales que regularan la brutalidad, se sentía libre de pegarle a la gente cuando le viniera en gana. Podía haberse pasado la vida rodeado de violencia, pero solo recientemente empezaba a verle sentido. Antes era de los que ladraban mucho y mordían poco; ahora empezaba a ser al revés.

Su filosofía en lo concerniente a las peleas consistía en dejarse de filigranas. Un buen golpe en el sitio adecuado solía bastar para tumbar a un hombre. Había propinado aquel puñetazo con un estallido de ira. Había días en los que sabía quién era. Era el hijo de su padre.

En efecto, a Colin se le doblaron las piernas y cayó al suelo con cara de pez en plena asfixia. De sus pulmones brotaron curiosos estertores cuando trató de recuperar el aliento.

Se agachó al lado de Colin y le dijo:

—Vuelve a hacerle eso a alguien o algo, ya sea hombre, mujer, niño, perro, o incluso un puto árbol, y eres hombre muerto. Y nunca sabrás si te estoy vigilando o no. ¿Entendido?

El hombre asintió con la cabeza, pese a que no había conseguido respirar aún, y de hecho parecía no volver a ser capaz de hacerlo. Los matones siempre eran cobardes en el fondo. El teléfono del tipo había caído con estrépito en la acera, y oyó una voz de mujer que decía:

—¿Colin? Col…, ¿sigues ahí?

Se incorporó y pisó el teléfono hasta hacerlo añicos contra la acera. Un gesto innecesario y ridículo, pero que le produjo cierta satisfacción.

El perro seguía encogido en el maletero. No podía dejarlo ahí, de modo que lo cogió en brazos y le sorprendió notarlo caliente pese a que temblaba como si estuviera congelado. Lo acunó contra el pecho y le acarició la cabeza, tratando de tranquilizarlo y de que no creyera que era otro hombretón a punto de darle una paliza.

Se alejó, con el perro todavía en brazos, mirando atrás una sola vez para asegurarse de que Colin seguía vivo. No le habría importado gran cosa que estuviera muerto, pero no quería que lo acusaran de asesinato.

Sentía los latidos de miedo del corazoncito del perro, un pulso contra su pecho. Tic-tic-tic.

—No pasa nada —dijo con el tono de voz que había utilizado para calmar a su hija de pequeña—. Todo va a salir bien.

Hacía mucho tiempo que no le hablaba a un perro. Trató de aflojar la cuerda que le rodeaba el cuello, pero el nudo estaba demasiado prieto. Giró el collar para ver la placa que colgaba de él.

—Veamos si tienes un nombre… ¿Embajador? —preguntó Jackson mirando con recelo al perrito—. ¿Qué clase de nombre es ese?

Andaba sin rumbo, un turista en su propio país, aunque más que de vacaciones estaba de exploración. Unas vacaciones consistían en tumbarse en una playa caliente en un país pacífico con una mujer a tu lado. Jackson solía hacerse con sus mujeres allí donde las encontraba. Normalmente no iba en su busca.

Llevaba los dos últimos años viviendo en Londres, pagando el alquiler del pisito en Covent Garden en el que había compartido una breve y falsa dicha conyugal con su esposa impostora, Tessa. Un hombre llamado Andrew Decker se había suicidado (con bastante estropicio) en la sala de estar, y a Jackson le sorprendía que le importara tan poco. Había acudido una empresa especializada en limpieza de escenas traumáticas (desde luego era una profesión que nadie desearía), y en cuanto él cambió la moqueta y se hubo deshecho de la silla en la que Andrew Decker se había pegado un tiro, nadie habría dicho que allí había pasado algo malo. Había sido una muerte justa, y suponía que eso lo cambiaba todo.

La identidad oficial de Jackson era cosa del pasado: soldado, policía, sabueso. Había pasado un tiempo «jubilado», pero eso hacía que sintiera que el mundo ya no lo necesitaba. Ahora se consideraba «semijubilado» porque el término en cuestión cubría numerosas bases, no todas ellas estrictamente legales. Últimamente iba bastante a su aire, aceptando trabajos aquí y allá. En el programa
Mastermind
lo presentarían como especialista en buscar gente. No necesariamente en encontrarla, pero valía más media ecuación que nada.

—En realidad estás buscando a tu hermana —le dijo Julia—. Tu propio y querido grial. Nunca vas a encontrarla, Jackson. Se fue. Jamás volverá.

—Ya lo sé.

Eso no cambiaba nada, seguiría buscando a todas las chicas perdidas, las Olivias, las Joannas, las Lauras. Y a su hermana, Niamh, la primera chica perdida (la última). Aunque sabía exactamente dónde estaba Niamh: a treinta millas de donde estaba él ahora, descomponiéndose en la fría y húmeda arcilla.

Bajando el listón en sus expectativas con los coches, el Saab de tercera mano que compró en una peliaguda subasta en Ilford había supuesto una agradable sorpresa. Había unas cuantas pistas sobre el anterior propietario que no ayudaban gran cosa: una Virgen María fluorescente en el salpicadero, una postal arrugada de Cheltenham («Esto tiene buen aspecto, muchos recuerdos, N.») y un caramelo Everton de menta, cubierto de pelusa, en la guantera. Lo único que hizo él por mejorar el Saab fue instalar un reproductor de discos compactos. Descubrió que vivir en la carretera era fácil. Tenía su teléfono, su coche y su música, ¿qué más necesitaba un hombre?

Antes de Tessa, le habían gustado los coches caros. El dinero que su segunda esposa le robó había sido una herencia fortuita: dos millones de libras legados por una vieja chiflada que había sido clienta suya. En aquel tiempo había parecido una suma enorme de dinero, menguada ahora en comparación con los trillones que perdían los dueños del universo, aunque con dos millones probablemente aún se podía comprar Islandia.

—Bueno —comentó su primera esposa, Josie—, como siempre, fuiste el arquitecto de tu propia ruina.

No lo habían dejado en la indigencia exactamente. El dinero de la venta de su casa en Francia llegó a su cuenta bancaria al día siguiente de que Tessa la vaciara.

—Jackson ha vuelto a caer de pie —había comentado Julia.

Por supuesto, en realidad nunca había sentido que tuviera derecho a aquel dinero, y que Tessa se lo llevara le pareció más un revés de la fortuna que un robo descarado. No era una esposa auténtica sino una embaucadora, una timadora. Tessa no era su nombre real, por supuesto. Lo había elegido a él para una estafa a largo plazo: lo sedujo, se convirtió en su novia, se casó con él y le robó a lo bestia. Le parecía la ironía perfecta que el policía se hubiese casado con la criminal. La imaginó tendida en una playa en algún lugar del océano Índico, con un cóctel en la mano, el clásico final de la película de un atraco. («Bueno, las mujeres siempre han sido impostoras, Jackson», le dijo Julia como si alabara a su sexo en lugar de condenarlo.) Encontrar a la gente era su fuerte, era por tanto una ironía que su errante esposa hubiese conseguido esquivarlo hasta el momento. Había seguido pistas, un rastro de miguitas de pan que hasta entonces lo había llevado a todas partes sin conducirlo a ningún sitio. Se le daba bien aquello, pero a Tessa se le daba muchísimo mejor. Casi la admiraba por ello. Casi.

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