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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Me desperté temprano y saqué al perro (17 page)

BOOK: Me desperté temprano y saqué al perro
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—Bueno —le dijo ella a Barry—, tú sigue con tu trabajo de taxista, que nosotros vamos a actuar como verdaderos policías.

—Que te den.

—Lo mismo digo —contestó Tracy alegremente—. Feliz año nuevo.

—Sí, feliz año nuevo, chaval —añadió Arkwright.

Cuando Tracy miró atrás, el inspector jefe Eastman estaba inclinado en la ventanilla del conductor, y lo oyó darle la dirección de Strickland a Barry. Después, con disimulo, le dio algo que no pudo ver, probablemente dinero o alcohol.

—Menudo gilipollas —comentó Arkwright.

—¿Quién, Barry Crawford?

—No, Ray Strickland.

—¿A casa, jefe? —preguntó Barry.

—No —contestó Ray.

—¿No?

—No.

Strickland se inclinó hacia delante y farfulló una dirección en Lovell Park.

—¿Está seguro?

—¡Claro que estoy seguro, joder!

Strickland se dejó caer contra el respaldo y cerró los ojos. Cuando llegaron a Lovell Park, casi se cayó al bajar. Barry lo vio avanzar haciendo eses hacia las puertas. Más le valía al pobre cabrón que los ascensores funcionaran.

A medio camino, Strickland se volvió y, levantando una botella de whisky medio vacía con gesto triunfal, exclamó:

—¡Feliz año nuevo! —Recorrió unas yardas más, tambaleándose, y se volvió de nuevo para añadir, más alto incluso—: ¿Cómo te llamabas?

—Crawford —respondió Barry—, agente Barry Crawford. Feliz año nuevo, señor.

En peligro

Jueves

Un grito, un sonido incipiente en la oscuridad, despertó a Tracy. Medio comatosa, pensó que eran los zorros que visitaban el jardín la mayoría de las noches y que al aparearse armaban un ruido de miedo. Oyó el grito de nuevo, y le llevó varios segundos recordar que no estaba sola en la casa.

¡Courtney!

Saltó de la cama y se dirigió a soñolientos trompicones a la habitación de invitados, donde encontró a la niña durmiendo boca arriba, con una respiración profunda, la boca abierta. Cuando se daba la vuelta para salir, Courtney soltó otro grito, una especie de graznido que pareció indicar angustia. De repente agitó un brazo como si intentara rechazar un ataque, pero al instante siguiente estaba tan profundamente dormida que podría haber sido un cadáver. Tracy sintió el impulso de tocarla con un dedo y sintió alivio cuando se estremeció, profiriendo un gemido, como un perro que soñara.

Tracy se sentó en la cama, esperando por si la niña se despertaba otra vez. No era de extrañar que el sueño de Courtney fuera agitado, porque no sabía dónde estaba ni con quién. Sintió una punzada de culpabilidad por haberla apartado de su hábitat natural, pero entonces recordó la expresión asesina en el rostro de Kelly Cross cuando arrastraba a Courtney a través del centro comercial Merrion. Tracy ya había visto suficientes niños apaleados y molidos a golpes que los agentes sociales habían dejado con familias a las que uno no les daría ni un perro. Las familias no eran siempre lugares tan buenos en los que estar, en especial para los niños.

Debió de quedarse dormida, porque cuando volvió a despertar se encontró despatarrada en una postura incómoda a los pies de la estrecha cama, con la luz del amanecer derramándose en el feo revestimiento de imitación de madera de las paredes. No había ni rastro de Courtney, y Tracy experimentó un inesperado instante de pánico, como si una mano gigante le hubiese aferrado el corazón. Quizá la madre legítima de la niña había aparecido al amparo de la noche y la había secuestrado a su vez. O quizá un extraño había trepado hasta la ventana para llevársela. Pero ¿qué probabilidades había de que a una niña la secuestraran dos veces en veinticuatro horas? Seguramente no tantas como cabía imaginar.

Sin embargo, cuando una Tracy con los ojos nublados por el sueño entró dando tumbos a la cocina, encontró a la niña sentada a la mesa comiendo con estoicismo un tazón de cereales secos.

—Conque estás aquí —dijo.

Courtney le dirigió una mirada rápida.

—Sí —respondió—, estoy aquí. —Volvió a sus cereales.

—¿Quieres leche con eso? —preguntó ella señalando el tazón de cereales.

La niña dijo que sí con la cabeza, con exageración, y siguió haciéndolo hasta que Tracy le advirtió que parara.

No supo muy bien qué era más perturbador, si perder a la niña o encontrarla.

Tracy había dormido con un camisón descolorido del osito Winnie, de los almacenes British Home, que apenas le llegaba a los robustos muslos, y le salían disparados mechones de pelo en direcciones extrañas. Para completar el conjunto se había puesto a toda prisa unos viejos pantalones de chándal. Tenía un aspecto horrible, probablemente no muy distinto del que debía de tener Kelly Cross recién levantada, solo que en versión mucho más grande. Aun así, podría haber llevado una bolsa de basura y Courtney no se hubiera dado cuenta. A los niños no les interesaba cómo era una por fuera. Sin duda había algo muy agradable en el hecho de estar con una persona pequeñita que no andaba juzgándola a una.

Por su parte, Courtney se había esforzado más, vistiéndose con una selección de la ropa nueva del día anterior. Llevaba alguna prenda al revés, pero la idea de conjunto era correcta. Los esfuerzos de Tracy por cortarle el pelo la noche anterior no habían tenido mucho éxito. A la cruda luz del día, el peinado de la niña rayaba en la chapuza casera. Había acabado sus cereales y contemplaba el tazón vacío, a lo Oliver Twist.

—¿Tostadas? —le ofreció.

La niña aceptó levantando el pulgar.

Tracy cortó las tostadas en triángulos y las dispuso en un plato. De haber sido por ella, habría puesto una rebanada gruesa de pan sobre un pedazo de papel de cocina y listos. Tener a alguien por quien hacer las cosas era diferente. Te volvía más cuidadosa. «Consciente», como habría dicho un budista. Lo sabía bien porque tiempo atrás había salido con un budista durante unas semanas. Era un tipo debilucho de Wrexham que tenía una tienda de libros de segunda mano. Ella iba en busca de que la iluminaran, y acabó con mononucleosis. Eso le quitó las ganas para siempre de tener algo que ver con la espiritualidad.

Dejó a Courtney en el sofá ante el televisor, donde se quedó hipnotizada con unos dibujos animados ruidosos e incomprensibles, extraños y japoneses. Estaba claro que la niña debería andar haciendo algo más estimulante para la mente, como jugar con Legos o aprender el alfabeto o lo que fuera que hacían los críos de cuatro años, quizá tres.

Puso en marcha el ordenador portátil y esperó a que se cargaran los programas para echar un vistazo a lo que ofrecían las agencias inmobiliarias. Todo lo bonito en un lugar agradable como los valles o los lagos de Yorkshire costaba más del doble de lo que sacaría ella por su casa de Leeds. El extranjero parecía mejor opción por toda clase de razones. Podrían perderse en la Francia rural o en la ajetreada y urbana Barcelona, en algún sitio en el que nadie le daría importancia al hecho de que se hubiesen mudado.

En España, últimamente, había propiedades casi regaladas, muchos británicos se estaban yendo para allá. Podría criar a la niña bajo el sol. En la Costa del Gángster, como llamaban a la Costa del Sol. Bastantes criminales de carrera lo hacían, ¿por qué no la gente que había fracasado a la hora de pillarlos? Como decían por allí, mi casa es mi casa. Aunque esa clase de propiedades no podían comprarse por internet. Tendrían que volar hasta allí. Y sin billete de vuelta. Una vez que hubiese conseguido un pasaporte para la niña, claro. ¿O a otro sitio más lejano? Nueva Zelanda, Australia, Canadá. Leslie podría facilitarle algo de información sobre Canadá. Allí había un montón de tierras inexploradas en las que perderse. ¿Hasta dónde tenía una que huir para que no pudieran atraparla? ¿Hasta Liberia? ¿Hasta la Luna?

Cuando se acabaron los dibujos, puso el canal GMTV, en busca de los informativos. No había noticias, ni a escala nacional ni local, de que nadie echara en falta a una niña. Uno se daba cuenta de inmediato si perdía a una cría. (¿O no?) Kelly Cross era la madre de Courtney. Tenía que serlo, sin duda. Sin la más mínima duda.

Faltaba aún un día más para que le dieran la llave de la casa de vacaciones. Se preguntó qué podrían hacer. En el cine Cottage Road de Headingley daban una película para niños. O había un centro infantil Wacky Warehouse en Leeds, un sitio lleno de juegos para niños con un pub al lado, el sueño definitivo de quienes pertenecían a la clase de los Progenitores Negados, y había pasado con frecuencia por delante de un lugar llamado Diggerland cerca de Castleford donde, al parecer, los niños podían conducir maquinaria de construcción. Bob el constructor tenía la culpa de muchísimas cosas.

Tracy envió un correo electrónico a Leslie al centro comercial Merrion (no a Grant, un cadete de policía rechazado. Había un pueblo en alguna parte que echaba de menos a un idiota) para decirle que les vería después de sus vacaciones y que ese día no iría, porque «aún tengo una especie de virus y no quiero contagiároslo». Aquello les sorprendería, pues solía estar sana como un roble. Tenía la constitución de un toro. Era Tauro, nacida bajo el signo de ese animal. Aunque la verdad es que no creía en esas cosas. No creía en nada que no pudiera tocar.

—Ah, una empirista —le había dicho un hombre que conoció en el club social de solteros.

Era profesor en la universidad, un tipo calculador y que rebosaba palabrería. La llevó al Grand a ver
Siete novias para siete hermanos
.

—Está basada en el incidente, en gran medida legendario, del rapto de las Sabinas —le explicó—. Al igual que en el propio musical, «rapto»,
raptio
, se refiere a su abducción, y no a que fueran presas del arrobamiento. Se dice, por supuesto, que el interior del teatro está inspirado en la Scala de Milán. —Etcétera, etcétera. Y etcétera.

La semana siguiente la llevó a ver
Crimen perfecto
.

—Eso debería ser justo lo que a ti te gusta —le había dicho.

Courtney se volvió para mirar a Tracy.

—Tengo hambre —dijo con voz lastimera.

—¿Otra vez?

—Sí.

La niña era una comilona, no cabía duda. Quizá trataba de compensar algo.

—¿Courtney? —preguntó con cautela—. Ya sabes que te llamas Courtney, ¿no?

La niña asintió con la cabeza. Parecía aburrida, aunque su expresión solía ser indescifrable la mayoría de las veces.

—Bueno, pues estaba pensando que, ahora que tienes un nuevo hogar —vio a Courtney pasear la mirada por la anodina sala de estar—, ¿qué te parecería tener también un nuevo nombre?

Courtney la miró con indiferencia. Tracy se preguntó si a la niña ya le habrían hecho cambiar antes de identidad, si ni siquiera se llamaba Courtney. ¿Era ese el motivo por el que nadie la buscaba? ¿Estaban buscando acaso a una clase distinta de niña? ¿Una Grace, una Lily, una Poppy? (Quizá una Lucy.) Sintió una arcada de algo como bilis ácida. Algo que procedía, supuso, del pozo del terror que se había abierto en su estómago. ¿Qué había hecho? Cerró los ojos en un esfuerzo, inútil, por borrar la culpa, y cuando los abrió, la niña estaba de pie ante ella, mirándola con curiosidad.

—¿Qué nombre? —quiso saber.

Tenía que proporcionarle a la niña un poco de aire fresco. Se la veía paliducha, como si se hubiese pasado la vida en un sótano.

—Venga —dijo Tracy después de que hubieran comido más tostadas (resultó que a la niña le gustaba la pasta para untar Marmite)—, ¿qué tal si salimos a tomar un poco el aire? Me cambiaré. —Courtney la miró con interés, de forma que añadió—: De ropa, quiero decir.

Se puso algo menos cómodo y, cuando regresó a la sala de estar, la niña se había levantado de la mesa para ir en busca de la mochila rosa. Era tan dócil como un perro, aunque sin el entusiasmo con que este agitaría su cola.

Antes de que pudieran abandonar la casa oyeron una llave que giraba en la cerradura de la puerta principal. Tracy se quedó en blanco, no se le ocurrió ningún motivo por el que alguien tuviera la llave de su puerta principal, por el que alguien fuera a entrar en su casa. Durante un instante de locura pensó que podía tratarse del desconocido silencioso que llamaba por teléfono. Durante un instante de locura aún mayor pensó que podía ser Kelly Cross, y echó un rápido vistazo por el recibidor en busca de algo que utilizar como arma. La puerta se abrió.

—¡Janek!

Tracy se había olvidado por completo de él.

Janek pareció desconcertado por su sorpresa, y entonces vio a Courtney junto a la puerta de la cocina y sonrió encantado.

—Hola —exclamó.

Courtney lo miró fijamente sin cambiar de expresión.

—Mi sobrina —dijo Tracy—. Mi hermana es mucho más joven que yo —añadió, avergonzada de repente por lo vieja que debía de parecerle a Janek. Por supuesto, él tenía hijos propios, ¿no? A los polacos probablemente les gustaban mucho los niños. A la mayoría de los extranjeros les gustaban más los niños que a los ingleses.

—Estábamos a punto de salir —dijo a toda prisa antes de embarcarse en mayores complicaciones con respecto a los orígenes de la niña, y añadió—: Coge todas las galletas que quieras.

Qué diferencia tan enorme podía suponer un solo día.

* * *

Despertó sin tener ni idea de dónde estaba o de cómo había llegado allí. El alcohol provocaba esas cosas.

Jackson no estaba solo. Había una mujer en la cama a su lado, con la cabeza hundida en la almohada y los rasgos parcialmente ocultos bajo una maraña de pelo. Nunca dejaba de asombrarlo que hubiese tantas mujeres promiscuas en el mundo. En un repentino instante de paranoia se inclinó para comprobar si la mujer respiraba, y notó con alivio su aliento amargo y regular. La piel tenía el aspecto magullado y céreo de un cadáver, pero, al inspeccionarla, advirtió que no era más que el maquillaje de la noche anterior, corrido y emborronado. De cerca, incluso en la penumbra de la habitación y con solo la luz de la calle, vio que era mayor de lo que había pensado en un primer momento. Pasaba de los cuarenta, calculó, quizá algo más joven. Quizá algo mayor. Era de esa clase de mujer.

Según un reloj digital que había junto a la cama, eran las cinco y media. De la madrugada, supuso. Fuera invierno o verano, era la hora a la que se levantaba, gracias a su propio reloj interno, fijado por el ejército mucho tiempo atrás. En pie con el canto de la alondra. Jackson no creía haber visto nunca una alondra. Ni oído cantar a una, ya puestos. «Abre a la alondra y encontrarás la música / bulbo tras bulbo, envuelta en plata.» ¿A qué clase de mujer se le ocurría una imagen así? Jackson estaba casi seguro de que Emily Dickinson no se despertaba con resaca, con un extraño en su cama.

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