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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Me desperté temprano y saqué al perro (39 page)

BOOK: Me desperté temprano y saqué al perro
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—Hora de irse —anunció en voz alta dirigiéndose a los muertos que reposaban bajo sus pies, pero las mansas huestes de la resurrección poco hicieron por despertar y solo el perro obedeció sus órdenes.

Emprendió el regreso a la ciudad, pero esta vez tomó el burdo sendero de adoquines en lugar de bajar los ciento noventa y nueve escalones, y mientras descendía se terminó el dulce que había comprado en Justin's.

—Venga —le dijo al perro—. Te echo una carrera.

Llegó a la playa corriendo. Ya no se acordaba de cuándo había sido la última vez que había corrido por una playa.

Cuando llegaron a Sandsend, el perro se dedicó a investigar en los charcos entre las rocas y encontró un chipirón muerto que parecía un condón desinflado, con el que estuvo jugueteando hasta que se desintegró. Un gran tallo de alga salobre lo tuvo entretenido un rato más. Mientras tanto, Jackson contemplaba el horizonte sentado en una roca. ¿Qué había al otro lado? ¿Holanda? ¿Alemania? ¿El confín del mundo? ¿Por qué había intentado alguien enterrar el asesinato de Carol Braithwaite? ¿Y qué relevancia tenía, si es que tenía alguna, para Hope McMaster? Se le fueron ocurriendo más preguntas que no sabía responder. De hecho, cuantas más preguntas se hacía, más se multiplicaban. Todo había empezado con una sola cuestión: «Me pregunto si podría usted averiguar algo sobre mis padres biológicos», y desde ahí había aumentado de forma exponencial.

En la playa, pasó un buen rato instruyendo a su nuevo recluta: «sentado», «quieto», «ven aquí», «busca». El perro lo hacía bastante bien. Cuando le decía «sentado», dejaba caer la grupa al suelo como si le hubieran desaparecido las patas traseras. Cuando le decía «quieto» y empezaba a alejarse, parecía que el perro estuviera pegado al suelo, eso sí, con el cuerpo entero temblándole por el esfuerzo de no salir disparado tras su amo. Y cuando Jackson encontró un palo que el mar había arrastrado hasta la playa y lo blandió sobre la cabeza del perro, este no solo se aguantó sobre las patas traseras sino que hasta dio unos pasos. ¿Qué era lo siguiente? ¿Que hablara?

Un anciano que paseaba por ahí en compañía de un labrador igual de anciano, miró a Jackson e hizo ademán de quitarse la gorra en señal de admiración.

—Tendría que estar en el circo, joven —dijo.

Jackson no supo si se refería al perro o a él. O a los dos: Jackson y el increíble Perro Parlante.

Jugó un rato más con el perro tirándole cosas para que se las trajera, pero entonces, por desgracia, el perro depositó alegremente uno de sus antisociales adornos marrones en la arena, y Jackson, sintiéndose culpable, tuvo que usar el palo de madera como pala improvisada para enterrarlo, porque las bolsas de plástico se las habían robado con el coche.

Parecía el momento adecuado para que dos chicos traviesos dieran media vuelta y emprendieran la retirada.

Compró pescado frito con patatas —el típico plato norteño— y se sentó en un banco del embarcadero a ver subir la marea. Compartió la cena con el perro, sosteniendo en el aire los pedacitos de pescado para que se enfriaran antes de dárselos, como había hecho con Marlee. La marea subía poco a poco y el mar iba cubriendo la playa. Más allá, las olas eran más grandes y rompían con fuerza contra los puntales del embarcadero.

Estaba anocheciendo, y la oscuridad trajo consigo el frío, convirtiendo la calidez de la tarde en un improbable recuerdo. El viento que soplaba del mar del Norte era una cuchilla gélida que penetraba hasta los huesos, de modo que tiró el envoltorio de la cena a una papelera y se encaminó a la pensión que había reservado por teléfono la noche anterior. Veinticinco libras la noche por «artículos de tocador incluidos, bandeja de cortesía y desayuno Yorkshire». Jackson se preguntó qué tendría el desayuno Yorkshire que no tuvieran otros.

«Bella Vista», y qué más. Estaba en el centro de una calle de casas más o menos iguales, de cinco plantas contando sótano y desván. Casi todas las casas vecinas del Bella Vista eran también pensiones: Dolphin, Marine View, The Haven… Jackson se preguntó si alguna de ellas ya existía cuando era niño, si no sería en el vestíbulo del Marine View o del The Haven donde había sonado un gong de cobre para anunciar la hora de las comidas, y donde quizá seguía haciéndolo.

Bella Vista parecía un nombre poco apropiado, pues no había ni rastro del mar por ninguna parte. Bueno, tal vez si uno se subía a una silla ante una ventana del ático, sí. NO SE ADMITEN PERROS, GRUPOS O FUMADORES, anunciaba un cartel en una de las columnas junto a la puerta. Debajo, en letra cursiva más pequeña, se leía: «Señora B. Reid, Propietaria».

—Es tarde —dijo la señora Reid a modo de bienvenida.

Jackson miró el reloj; eran las ocho. ¿Eso era tarde?

—Más vale tarde que nunca —respondió con tono jovial.

Se preguntó si el Bella Vista tendría huéspedes que acudieran por segunda vez. La señora Reid era una mujer rubia, curtida y de cierta edad; últimamente solo parecía encontrarse con esa clase de mujeres. Lo hizo pasar a un gran vestíbulo rectangular con una mesa en la que se amontonaban folletos sobre atracciones turísticas de la zona, y en la que había una pequeña hucha con forma de cabina telefónica antigua, de esas rojas, para echar monedas por las llamadas que se hicieran. El vestíbulo conducía a una sala de estar para los huéspedes y al comedor para desayunos, ambas habitaciones con plaquitas de porcelana en las puertas que indicaban su función.

Vio que las mesas del comedor estaban ya puestas para la mañana siguiente. Había tarritos de distintas mermeladas, y diminutas pastillas de mantequilla envueltas en papel de aluminio. Qué extraña resultaba aquella miniaturización de todo para ahorrar al máximo. Jackson pensó que si dirigiera una pensión (algo que requería un gran derroche de imaginación) sería generoso con las raciones: serviría enormes cuencos de mermelada, un plato con un taco bastante grueso de mantequilla y café en grandes cantidades.

Lo hizo subir tres tramos de escaleras hasta llegar a una habitación abuhardillada en el fondo del antiguo desván, donde en otra época debían de haber vivido hacinados los criados como sardinas en lata.

La bandeja de cortesía, que estaba sobre la cómoda, consistía en un hervidor de agua, una tetera de acero inoxidable, bolsitas de té, café y azúcar, minúsculas terrinas de leche uperizada y dos galletitas de avena envueltas en papel de celofán, todo ello también en cantidades ridículas. La habitación albergaba asimismo toda una colección de cachivaches innecesarios: tapetes de ganchillo, platitos de popurrí aromático, y un escuadrón de muñecas de porcelana, con sus tirabuzones, sentadas bien tiesas en lo alto del armario.

Sobre la pequeña chimenea de hierro colado había un jarrón con flores secas, que no dejaban de ser flores muertas llamadas de otra forma, por lo que a él concernía. Se preguntó si habría un señor Reid, porque aquel sitio parecía carecer desde hacía mucho tiempo de la mano sobria y restrictiva de un hombre. ¿Divorciada o viuda? Viuda, aventuró Jackson, porque la mujer tenía aspecto de haber sobrevivido a un contrincante. Había mujeres cuyo destino era ser viudas, y para ellas el matrimonio no era más que un estorbo necesario en el proceso.

En la puerta de la habitación, por la parte de fuera, había una plaquita que anunciaba VALERIE. Cuando subía, Jackson ya había advertido que otras habitaciones también tenían nombres como Eleanor, Lucy, Anna y Charlotte, nombres que él habría atribuido las muñecas de porcelana. Se preguntó cómo se decidía uno por un nombre para una habitación. O para una muñeca. O para un niño, ya puestos. Y lo de ponerles nombre a los perros le parecía algo todavía más desconcertante.

La señora Reid recorrió la habitación con la mirada, no muy convencida; quedó claro que no consideraba a Jackson la persona apropiada para alojarse en una habitación como aquella. Debía de estar pensando en enmendar su cartelito de advertencia: NO SE ADMITEN PERROS, GRUPOS, FUMADORES NI TIPOS DESALIÑADOS CON PANTALONES MILITARES NEGROS Y BOTAS Y SIN MOTIVO APARENTE PARA ESTAR AQUÍ. En VALERIE, el aire tenía un olor empalagoso y químico, como si acabaran de rociar la habitación con generosas dosis de ambientador.

—¿Negocios o placer, señor Brodie?

—¿Disculpe?

—¿Ha venido por negocios o por placer?

Jackson meditó la respuesta más de lo que les pareció necesario a ambos.

—Un poco de cada —respondió finalmente.

Su mochila emitió un leve gañido.

—Muchas gracias —le dijo Jackson a la señora Reid, y cerró la puerta.

Abrió un poco la ventana para que entrara algo de aire auténtico, y descubrió que justo al otro lado había una escalera metálica de emergencia sujeta a la pared. Le gustó la idea de poder huir rápidamente de VALERIE si era necesario.

Un correo inusitadamente corto de Hope McMaster le llegó a través de la ethernet, anunciándose con un pitido. «¿Alguna novedad?», preguntaba. «Ninguna», respondió Jackson. «Pensaba que te había encontrado pero al final has resultado ser un chico que se llama Michael.»

Siempre atento, como el perro pastor que devuelve ovejas descarriadas al rebaño. En Londres había conocido a un hombre llamado Mitch, sudafricano, un tipo duro a lo bóer que en política era todavía más de derechas que Thatcher, si era posible algo así, pero con un corazón que no le cabía en el pecho. Jackson no conocía toda la historia, solo sabía que, mucho tiempo atrás, Mitch había tenido un hijo pequeño al que secuestraron y del que nunca más se supo nada. Ahora, divorciado unas cuantas veces y forrado de pasta, dirigía una organización que investigaba casos de niños desaparecidos en todo el mundo. No se anunciaban en ningún sitio. Cada día cientos de niños desaparecían en el mundo: un instante estaban ahí, y al siguiente se habían esfumado. Algunos de los que dejaban atrás recurrían a Mitch.

Mitch tenía un dosier, un expediente tan extenso que resultaba deprimente, repleto de abandonos y secuestros de todo tipo. Sabía más sobre algunos de los críos que figuraban en él que la mismísima Interpol. Todas aquellas fotografías le rompían el corazón a Jackson. Eran instantáneas de las vacaciones, de cumpleaños y fiestas de Navidad, los mejores momentos de la vida familiar. Lo cierto era que las fotografías le parecían desconcertantes incluso en los mejores momentos. En la naturaleza misma de la cámara había una mentira, porque insinuaba que el pasado era tangible cuando la rotunda verdad era todo lo contrario.

Por su parte, Jackson, al tomar instantáneas de Marlee, se había asegurado siempre de que hubiese cada año una imagen clara en la que se viesen bien la cabeza y los hombros, y de frente. La clase de foto de la que Josie hubiera comentado «Qué buen retrato», y él nunca le dijo que las hacía por si su hija desaparecía. Los niños cambian de un día para otro, tanto que si los mirásemos fijamente durante un buen rato los veríamos crecer. Cuando estaba en la policía había visto muchísimos retratos malos (de vacaciones, cumpleaños, navidades) a lo largo de los años («En realidad ahora está muy cambiada»). A uno le pasaba eso cuando era policía: hasta en un día soleado en un
bateau-mouche
por el Sena, o de picnic en una cala de Cornualles, la muerte estaba siempre presente y uno la veía a través del objetivo.
Et in Arcadia ego
. Y, por supuesto, conocía las estadísticas: el noventa y nueve por ciento de los niños que secuestraban moría en las primeras veinticuatro horas. Por no decir que la mitad moría en el término de la primera hora. Ninguna fotografía, por buena que fuera, podía ayudar mucho en esas circunstancias.

Que un niño se perdiera era lo peor del mundo. Los que regresaban de la muerte, como las Nataschas, o las Jaycee Lees, solo representaban un porcentaje decimal de la estadística, y no ofrecían grandes esperanzas.

El dosier de Mitch registraba el peso, el color de ojos y de pelo, y rasgos distintivos: fractura de brazo izquierdo a los cinco años, pequeña cicatriz en la rodilla izquierda, marca de nacimiento en forma de África en el antebrazo, meñique roto, dos dientes que faltaban, alergias, enfermedades, extirpaciones de apéndice, de adenoides y amígdalas, radiografías, una cicatriz en forma de media luna, ADN. Todos ellos ínfimos indicios desesperados. Aquellos niños perdidos nunca volverían, esa era la verdad. A esas alturas debían de estar muertos o destrozados.

Había otra clase de desapariciones de niños, por supuesto. Las que no llegaban a aparecer en el radar. Los secuestros por parte de los mismísimos progenitores. Las operaciones encubiertas. Sin duda era mejor que a tu hijo lo raptara un ex marido descontento y posesivo que ese mismo ex marido descontento y posesivo metiera a los críos en el coche y los asfixiara con el tubo de escape o los apuñalara en el corazón la noche que les tocaba dormir en su casa, pero eso no quería decir que uno pudiera ignorar las disposiciones con respecto a la custodia y largarse a cualquier sitio donde no lo pudieran extraditar. O a algún sitio donde a nadie le importara. O a algún sitio donde pensaran que está la mar de bien arrancar a un crío de los brazos de su madre. Alguien tenía que devolverlos a sus familias, y ese alguien bien podía ser Jackson. Mejor eso que ser un auténtico mercenario, como le habían ofrecido esas empresas privadas de seguridad en Irak, o que trabajar de guardia de seguridad en las minas de diamantes de Sierra Leona; aquello era vivir al límite, jugándote la vida cada vez que salías por la puerta.

Había buscado niños en Japón, Singapur, Dubái. Y en Múnich. Eso fue increíble. Jennifer, la niña de Múnich, tenía un hermano que unos parientes se habían llevado a vivir con ellos a otra parte. Jackson no sabía si alguien lo habría encontrado. Ninguno de los dos niños se había separado nunca de la madre antes de que el padre, egipcio, se los llevara de vacaciones con el consentimiento de un juez. Él vivía y trabajaba en Alemania, y simplemente le cambió el nombre a la niña y la matriculó en una escuela, diciendo que su madre había muerto. Cuando la niña aprendiera el suficiente alemán para explicar su situación a alguien, probablemente ya habría olvidado a su madre. Los niños olvidan muy fácilmente, es una especie de defensa. Jackson dio con ellos mucho más deprisa de lo que lo hubieran hecho los lentos engranajes de la burocracia alemana. Seis horas después de que él y Steve la fueran a buscar a aquella casita de caramelo, la niña estaba de regreso en su casa de Tring, con su madre. Madre e hija juntas otra vez.

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