—Yo no la maté.
—Nunca he pensado que lo hicieras —repuso Barry.
—Le compré a la niña —añadió Tracy.
—Mierda.
Fuera estaba oscuro. Más oscuro de lo que Tracy había visto nunca. Si salía y recorría el sendero hasta el portón de entrada, algo que hacía más o menos cada hora para echar un buen vistazo, Tracy sentía la inmensidad de aquel cielo negro, con algunas estrellas dispersas que iban desapareciendo a medida que la niebla volvía a cernerse. Imaginó que ahí fuera, en la oscuridad, podía oír respirar al ciervo.
Julio de 1975
Tracy consiguió por fin librarse de la incómoda carga de su virginidad. Había empezado a asistir a clases de conducir, harta de esperar a que la admitieran en el curso que organizaba la policía. Su instructor, Dennis, llevaba el negocio él solo, estaba separado de su mujer y tenía cuarenta y tantos.
Al terminar la primera clase, le propuso a Tracy que fueran a tomar algo, la llevó a un sitio a cierta distancia de la carretera de Harrogate y le pidió un brandy con Babycham sin preguntarle qué quería tomar. Al parecer, era una «bebida de señoritas». Se preguntó qué diría Arkwright si se lo contaba la próxima vez que él le plantara delante una jarra de cerveza Theakston. Lo mismo ocurrió después de la clase siguiente («Te mueves bien por la carretera, Tracy»). Y después de la tercera clase («Tienes que ir mirando el indicador de velocidad, Tracy»), llegaron más allá de Heptonstall y lo hicieron en el asiento de atrás del coche, en alguna pista forestal de los alrededores. No pudo decirse que el tipo fuera una gran adquisición, pero Tracy tampoco pretendía quedárselo.
—¿Dónde has estado? —le preguntó su madre cuando Tracy volvió de su cita.
Las antenas le iban a toda marcha. Tendrían que haber aprovechado a Dorothy Waterhouse en la guerra, y no les habría hecho falta todo aquel centro de contraespionaje en Bletchley Park.
—Pareces otra —le dijo con tono acusador.
—Soy otra —respondió Tracy con descaro—. Soy una mujer.
Se sentía agradecida con Dennis por el aspecto práctico de lo ocurrido, pero más agradecido se sentía él por el hecho de que ella tuviese veinte años y estuviese «bien dotada», así que había sido un intercambio razonablemente equilibrado. Tracy anuló la clase siguiente, le dijo a Dennis que se iba del país. Se apuntó a otra autoescuela, BSM, y aprobó el examen después de ocho clases. Pudo parecer una decisión desagradable o antipática, pero en realidad él no esperaba más. Después de aquello, la llamó por teléfono a casa una vez y (ley de Murphy) contestó su madre.
—Te ha llamado un tal Dennis —le informó al volver ella del trabajo—. Quería saber en qué puerto habías desembarcado. Le he dicho que no dijera porquerías.
Las cosas siguieron yendo a mejor para Tracy. Poco después de aprobar el examen de conducir, firmó el contrato de alquiler para irse a vivir sola. «Se va de casa», como en la canción. Dejaba atrás la cama individual de la casa de sus padres, donde había dormido cada noche, con la excepción de la escapada anual de la familia a Bridlington, desde que llegara de la maternidad privada que según sus padres suponía un punto de partida mejor en la vida para su bebé (un niño si Dios quería) que la sala de un hospital público. Sin embargo, en la maternidad privada la calefacción estaba tan baja que Dorothy Waterhouse volvió a casa con sabañones y el bebé Tracy con difteria. Aun así, habían trabado contacto con madres y bebés de clase alta y eso era lo importante.
El nuevo hogar de Tracy era un pequeño estudio cuadrado con un calentador Ascot y alfombras mugrientas. Había también una estufa eléctrica con dos resistencias que desprendía un olor peligroso, y una bolsa de agua caliente que abrazar por las noches al acurrucarse en el sofá cama. El estudio no estaba amueblado, así que Tracy lo había comprado todo de segunda mano para guardarlo en el cobertizo de su padre hasta haber acumulado todos los bártulos que necesitaba para su vida de soltera. Cuando le dieron la llave, Arkwright y Barry la ayudaron con la mudanza. Al terminar, tomaron té con galletas sentados en el sofá cama.
—No estarás aquí mucho tiempo, cariño —le dijo Arkwright—. No tardará en aparecer un tío que no te dejará escapar. —Le dio unas palmaditas al sofá cama como si aquel fuera el sitio exacto en que tendría lugar una futura proposición de matrimonio.
Barry esbozó una sonrisita y se atragantó con la galletita Blue Riband.
—¿Te pasa algo, chaval? —quiso saber Arkwright.
—Nada, nada —repuso Barry.
El hecho de tener su propia casa la hizo plantearse ciertas cuestiones que nunca llegó a resolver del todo. Por ejemplo: ¿tenía que comprar dos platos llanos o cuatro? Había un puesto en el mercado que tenía platos llanos de porcelana de Wedgwood. Era una cuestión estúpida, porque solo necesitaba un plato: cenaba sola todas las noches. Crepes congelados, cortesía de Findus, curris precocinados marca Vesta y puré de patatas. Lo más parecido que hacía a cocinar era freír un puñado de croquetas de patatas.
Había imaginado un futuro doméstico, invitando a gente del trabajo a que se acercaran «a picar algo». Les sacaría un pastel de pescado o una fuente de espaguetis, junto con una botella barata de vino peleón, y después una terrina enorme de helado Cornish de Wall's, y todo el mundo comentaría: «Tracy es muy maja, ¿sabes?». Nunca llegó a ocurrir, claro. No tenía esa clase de vida. Ni esa clase de compañeros de trabajo.
Un día, al poco tiempo de haberse mudado, Tracy salía de la comisaría y casi se murió del susto cuando Marilyn Nettles salió de la nada y se le plantó delante. Definitivamente, aquella mujer tenía algo siniestro.
—¿Podemos hablar un momento? —preguntó. Si andaba buscando una historia se equivocaba de persona—. Podríamos tomar un café rápido en algún sitio. —Y añadió—: No quiero información. Todo lo contrario, en realidad: tengo algo que contarle.
Tomaron sendos cafés empalagosos, con demasiada leche, tras los cristales empañados de una cafetería. Fuera caía una lluvia fina y deprimente de verano. Tracy se preguntó, no por primera vez en su vida y desde luego no por última, cómo sería vivir en un sitio distinto. Marilyn Nettles sacó un paquete de cigarrillos de su bolso y le ofreció uno.
—¿Quiere un boleto para el cáncer?
—No, gracias. Bueno…, espere, deme uno. ¿Y bien? —preguntó Tracy dando una buena calada al cigarrillo. Si empezaba a fumar seguro que adelgazaba. Revolviendo sin parar la espuma del café, añadió—: ¿Qué quería contarme?
—El niño —contestó Marilyn Nettles.
—¿Qué niño? —quiso saber Tracy dejando de remover el café.
—El hijo de Braithwaite, Michael. ¿Sabe dónde está?
—Con una familia de acogida, a no ser que usted tengas otras noticias.
—Las tengo. Lo mandaron a un orfanato. De monjas —añadió Marilyn Nettles con un estremecimiento—. Odio a las monjas.
—¿A un orfanato? —dijo Tracy.
Había imaginado a Michael Braithwaite con unos padres de acogida con experiencia, de esos que iban a la iglesia y que habían visto pasar por sus manos a cientos de críos desgraciados, gente que sabría curar y consolar a un niño. Pero ¿un orfanato? La palabra en sí ya sonaba a melancolía. A abandono.
—Le cambiaron el nombre. Y ha habido una serie de leyes restrictivas —prosiguió Marilyn Nettles—. Un montón de palabrería jurídica, supuestamente para protegerlo. A mí me avisaron muy en serio, de arriba.
Tracy volvió a oír mentalmente la voz de Linda Pallister: «Nada de visitas. Son órdenes de arriba».
—Fue testigo de un asesinato —dijo Marilyn Nettles bajando la voz hasta hablar en susurros—, y después desapareció sin más, por las buenas, ¡puf! A mí eso me parece bastante sospechoso. Hasta diría que alguien lo ha hecho desaparecer.
Barry le había dicho a Tracy que Len Lomax le había contado en secreto que «alguien», alguien que decía ser el padre de Michael, había confesado ser el autor del asesinato, y que murió al cabo de poco cuando estaba en prisión preventiva. Eso no se lo podía decir a Marilyn Nettles: cogería al vuelo aquella información y, antes de darse cuenta siquiera, Tracy lo estaría leyendo en los periódicos.
—¿Y por qué me cuenta esto a mí? —quiso saber Tracy.
Marilyn Nettles sacudió la cabeza como si quisiera espantar algún insecto posado en su pelo.
—Ya he dicho demasiado —repuso paseando la mirada con nerviosismo por la cafetería—. Solo quería contárselo a alguien. No es que me vuelvan loca los críos pequeños, pero no puedo evitar que este me dé mucha pena. ¿Qué futuro le espera?
—¿A qué orfanato lo mandaron?
—Qué más da, ahora lo han cambiado de sitio.
Se levantó bruscamente y dejó un puñado de monedas sobre la mesa.
—Para el café —puntualizó, como si Tracy hubiera pensado que eran para otra cosa.
Tracy pagó los cafés y miró el reloj. Gruñó para sus adentros, quizá también en voz alta; tenía que ir a una fiesta.
Los padres de Tracy estaban a punto de dar un salto hacia lo desconocido, probando algo que nunca se había intentado en casa de los Waterhouse: iban a celebrar una fiesta. El bungalow de Bramley bullía de nerviosismo.
Cuando le quedaban unos años para la jubilación, el padre de Tracy había sido objeto de un «ascenso importante» y, cosa rara en sus padres, habían decidido celebrarlo en público. La lista de invitados ya planteaba un problema, porque sus padres no tenían amigos propiamente dichos, sino más bien conocidos y vecinos, y algunos compañeros de trabajo de su padre. Pero, de una forma u otra, se las apañaron para reunir cierto quórum.
El siguiente dilema fue qué poner en las invitaciones, escritas a mano, para asegurarse de que la gente se fuera de inmediato al terminar la fiesta. «Bebidas y tentempiés, de las 18.00 a las 20.00 horas» fueron las palabras por las que se decidieron. Su madre hablaba de «los invitados» como si fueran alguna especie animal peligrosa. Tracy fue reclutada a la fuerza y obligada a asistir a la celebración.
—Puedes invitar a un par de amigos, si quieres —dijo su madre.
—Tranquila, mamá, vendré yo sola —respondió ella.
Tracy llegó pronto y ayudó a clavar pinchitos de piña y queso en la calavera verde pálido de un repollo. Cuando llegaron los invitados, se dedicó a pasearse arriba y abajo como una camarera, con las bandejas de
vol-au-vents
que su madre había pasado toda la tarde rellenando con gambas y pollo desmenuzado. No había suficientes para todo el mundo, así que cuando se terminaron, su madre la apremió con un bufido:
—Saca los pinchitos de piña de la cocina. ¡Corre! —Parecía que estuviera pidiendo refuerzos armados.
Dorothy Waterhouse se había hecho ilusiones de poder limitar la fiesta al exterior de la casa, al nuevo suelo de losetas de hormigón del jardín. Temía que sus conocidos, hasta el momento la mar de disciplinados, se convirtieran en una multitud alborotada bajo la influencia del ponche de ron del padre, cuyo ingrediente principal no era ron sino naranjada.
Para indignación de su madre, al final había llovido, como era de esperar, y todos acabaron hacinados, codo con codo como alas de pollo, en el salón recién ampliado (aunque no lo suficiente). La banalidad de la situación resultó deprimente («¿O sea que los albañiles no intentaron timaros…?» «En mi época uno se ponía firmes cuando veía pasar un coche fúnebre…» «Dicen que han vendido la casa del número 21 a una familia de paquis…»). Tracy birló unos cuantos pinchos de queso y huyó al baño, donde elevó una breve plegaria de agradecimiento por no seguir viviendo en aquella casa.
Bajó la tapa del inodoro y se sentó a devorar los pinchos de queso mientras veía resbalar la lluvia en el cristal con acabado goteado de la ventana del baño. Se puso a pensar en eso: gotas de agua sobre el cristal goteado; le pareció un exceso de agua en una ciudad ya húmeda. Volvió a oír mentalmente aquella palabra vacía: «orfanato». Ella podría haberle dado un hogar a aquel niño. Tendría que habérselo llevado de la cama del hospital, haber huido con él y haberle dado el amor que necesitaba.
Exhaló un suspiro y se metió el último pedazo de pincho de queso en la boca, se sacudió las migajas de comida de la ropa y se lavó las manos. Le vino a la cabeza la imagen del frío y diminuto cuarto de baño de aquel apartamento de Lovell Park. En un estante había botes de maquillaje desparramados, y un submarino de plástico varado en la mugrienta bañera. ¿Habría sido en su hijo en lo último que pensó Carol? Seguro que tuvo miedo de que también lo mataran a él. «¿Qué futuro le espera?», había dicho Marilyn Nettles.
En la cocina, su madre estaba desmoldando una tarta carlota rusa que se le resistía bastante.
—Tengo que irme, mamá —exclamó Tracy desde el vestíbulo.
Descolgó el fino impermeable de verano del perchero y salió a toda prisa de la casa, con los débiles gritos de protesta de su madre siguiéndola mientras cruzaba el jardín.
Se pateó toda la ciudad bajo la lluvia, acudiendo a cada orfanato y a cada hogar de acogida que salía en el listín. Nadie sabía nada de Michael Braithwaite, pero cómo iban a saber nada si, como decía Marilyn Nettles, le habían cambiado el nombre. Intentó describirlo —«un niño pequeño, de cuatro años, de madre asesinada»—, pero allá donde fue solo obtuvo negativas y puertas cerradas. Al parecer, su placa de policía no era de ninguna ayuda, y de hecho acabó por dificultarle la tarea. Eran las diez de la noche cuando finalmente volvió a su apartamento, calada hasta los huesos. La fiesta habría terminado hacía mucho, y su madre ya habría pasado el aspirador para acabar hasta con la última miga de pan.
Por lo visto, Linda Pallister iba ahora al volante de un Hillman Imp. Sin embargo, no podía ir a ningún sitio con él porque Tracy estaba plantada en la calle delante de él.
—Dígame dónde está, Linda. Dígame cómo se llama ahora.
Linda bajó la ventanilla del coche y dijo:
—Lárguese. Déjeme en paz o llamo a la policía.
—Yo soy la policía —dijo Tracy—. Este uniforme no es un disfraz.
Tendría que haberle dado una paliza. Tendría que haberle arrancado las uñas una a una hasta que se lo dijera. Pero en aquel entonces no lo hizo.
Sábado
Lo que vino después solo pudo describirlo como la nada. Jackson estaba sumido en la más negra oscuridad, paralizado, y el aire en torno a él era tan nocivo como en el infierno. Ya había muerto una vez en su vida, pero no se había parecido en nada a lo de ahora. La primera vez, tras el accidente de tren, había contado con el clásico panorama del pasillo blanco, con su hermana muerta y la sensación de euforia incluidas. Había ido a parar, brevemente, a un paraíso, un paraíso que casi sin duda se había manifestado como resultado de la falta de oxígeno en el cerebro. Ahora, por lo visto, había descendido por la escalera que llevaba en el sentido contrario.