Me desperté temprano y saqué al perro (35 page)

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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

BOOK: Me desperté temprano y saqué al perro
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Linda fregó el pipí de Jacob y, sin lavarse las manos, cortó unas porciones del pastel marrón que había hecho.

—Es bizcocho de plátano, ¿quiere un poco?

—Estoy cuidando mi línea, alguien tiene que hacerlo —rehusó Tracy con educación.

—¿Qué quiere? —quiso saber Linda—. No ha venido aquí para hablar de la vida autosuficiente y las aves de corral.

—No, no he venido para eso. Solo tenía curiosidad por saber qué tal está Michael.

—¿Michael? —respondió vagamente Linda, muy concentrada de repente en limpiarle la nariz a Jacob.

—El niño de Braithwaite. ¿Está con una familia de acogida? Porque ya no está en el hospital.

—Ahora está en otro hospital.

—¿Por qué? ¿En cuál?

Linda miró fijamente el pedazo de bizcocho de plátano, de aspecto muy poco comestible, que tenía en el plato.

—Me temo que no puedo decírselo. Va contra nuestra política.

—Entonces, ¿no hay manera de que pueda visitarlo?

—¿Y para qué quiere visitarlo?

—Para ver qué tal está.

Porque tenerlo en mis brazos aquel día me rompió el corazón, pensó Tracy. Pero no iba a mostrarle ningún indicio de debilidad a Linda Pallister.

—Ya se lo he dicho, está bien —espetó Linda.

De pronto estaba que mordía. Al cabo de unos años, cuando Linda encontrase a Dios, su personalidad mejoraría considerablemente. Era uno de los pocos argumentos que se le ocurrían a Tracy a favor del cristianismo.

—Pues no entiendo cómo puede estar «bien» —protestó Tracy—, después de pasarse casi tres semanas encerrado en un piso con el cadáver en descomposición de su madre.

—Bueno, quizá «bien» no sea la palabra adecuada —reconoció Linda—. Pero está recibiendo toda la ayuda que necesita, así que debería dejarlo estar. —Atrajo hacia sí a su propio hijo y lo rodeó con un brazo protector—. Déjelo estar de una vez.

—O sea que no puedo ir a verlo, definitivamente.

—No —repuso Linda con un suspiro—. La orden viene de arriba.

Durante un instante de locura, Tracy pensó que se refería al cielo.

Sonaba ridículo, pero Tracy casi se había hecho a la idea de que si nadie quería a Michael Braithwaite ella podía acogerlo o incluso adoptarlo. Claro que no sabía nada de críos y todavía vivía en casa de sus padres. Podía imaginar perfectamente la cara que pondría su madre si aparecía con un niño abandonado y traumatizado.

—Lo adoptará una familia que sepa quererlo —había dicho Linda Pallister—. Olvidará lo que pasó, es demasiado pequeño para acordarse. Los niños tienen una gran capacidad de recuperación.

Al final, Tracy le preguntó directamente a Len Lomax. No tenía intención de hacerlo, pero se topó con él al día siguiente al llegar a Brotherton House, justo cuando él salía.

—Señor, ¿puedo preguntarle cómo va el caso del asesinato de Carol Braithwaite?

—¿Que cómo va?

—¿Algún sospechoso?

—Por ahora, no.

—¿No han encontrado la llave?

—¿La llave? —Se estremeció—. ¿Qué llave?

Se había estremecido, sin duda.

—La llave del piso de Carol Braithwaite. Habían cerrado con llave por fuera.

—Creo que ahí te equivocas, agente Waterhouse. ¿Qué pasa? ¿Ahora te las das de detective?

Se alejó con aire de superioridad y subió a un Vauxhall Victor rojo que Tracy creyó haber visto antes en alguna parte. Trató de ver quién conducía el coche y solo alcanzó a vislumbrar una melena corta y muy recta y una nariz aguileña con tendencia a meterse donde no debía. ¿Qué hacía Len Lomax subiéndose al coche de Marilyn Nettles? ¿Y por qué se había estremecido al preguntarle ella por la llave?

—Él sabía lo de la llave —le dijo a Barry.

—Gilipolleces —contestó él.

Barry se ponía tenso cada vez que ella mencionaba a Carol Braithwaite. ¿Por qué sería? («¡Porque nunca paras de hablar de ella! Por eso, joder.») Barry apuró la cerveza de un trago.

—Tengo que irme, he quedado. Esa chica, Barbara, ha aceptado ir al cine conmigo.
Monty Python y el Santo Grial
, en el Tower —dijo.

—¿Monty Python? Qué romántico, Barry —se burló Tracy.

A Tracy le costó años desprenderse del uniforme y entrar en el Departamento de Investigación Criminal. Y el asunto daba que pensar. ¿Fue porque era una mujer? ¿O porque era una mujer que hacía las preguntas equivocadas? O las preguntas acertadas. Barry, en cambio, tuvo bastante más suerte. Al poco tiempo ya salía por ahí con Lomax, Strickland y Marshall, y hasta con Eastman, en una melé de bebedores de cerveza y fumadores empedernidos. Estaban todos a partir un piñón. Los viejos buenos tiempos.

Tracy era como un terrier con el rastro de un conejo pegado al hocico. No iba a rendirse.

—¿Y cómo se llama? —quiso saber Ray Strickland con la mirada fija en su cerveza y el ceño fruncido.

—Tracy Waterhouse —respondió Barry, y se apresuró a añadir—: Tracy es una buena poli, solo que sigue con lo de que el crío dijo que había sido su padre. Y no lo olvidará.

Al cabo de una semana, Len Lomax llevó a Barry aparte y le contó que habían pillado a un tío en Chapeltown que confesó ser el asesino de Carol Braithwaite.

—Dijo que era el padre del chico —aclaró Lomax.

—Así pues, ¿lo han detenido, irá a juicio? —aventuró Barry.

—Por desgracia, no. El tipo se metió en una pelea en Armley, donde estaba en prisión preventiva, y le clavaron un cuchillo.

—¿Murió?

—Sí, está muerto. En vista de las circunstancias, y teniendo en cuenta al crío y lo que tuvo que pasar, es probable que el asunto acabe aquí.

Hasta mucho tiempo después de aquello, Barry no cuestionó si lo que Lomax le había dicho era cierto o no. Podía habérselo inventado perfectamente. Barry nunca preguntaba nada, siempre creía a pies juntillas lo que Lomax y Strickland le decían. Dios sabría por qué.

—Házselo saber a tu amiguita.

—¿A mi amiguita? —se extrañó Barry.

Solo había quedado una vez con Barbara, y no había ido del todo bien. Resultó que no le gustaban los Monty Python. («Pero si son unos completos idiotas, ¿qué tienen de gracioso?») Le iban más los cómicos al estilo Morecambe & Wise.

—Esa agente tuya —aclaró Lomax.

—¿Tracy? Ah, vale.

Barry se preguntó en qué momento se habría convertido en el chico de los recados de Strickland y Lomax.

—No lo olvides, Crawford, la prudencia es la mejor parte del valor.

Barry no supo de qué le estaba hablando.

* * *

Las luces de una gasolinera surgieron de entre la niebla.

—¿Podemos hacer una parada técnica? —preguntó la mujer.

Jackson detuvo el Saab frente a la gasolinera, y ella se llevó a la niña de la mano hacia los lavabos, que estaban en la parte de atrás.

—Será un minuto —dijo cuando se alejaba.

La niña se volvió para mirar a Jackson por encima del hombro. Lo miró fijamente, como si sospechara que pudiera largarse y dejarlas allí tiradas. No había dicho ni una palabra hasta el momento. Jackson se preguntó si sería muda, o quizá solo estaba traumatizada. Le hizo su ademán tranquilizador a lo reina madre, y ella le respondió agitando despacito la varita mágica.

Pensó que sería buena idea comprar algunas provisiones. La tienda de la gasolinera no era muy grande pero se las habían apañado para tener de todo, desde ramos de flores hasta bolsas de combustible no fumígeno, alimentos y revistas para adultos. Eran las ocho de la mañana y no había ni un alma, salvo una chica sumamente aburrida en el mostrador, vigilada por dos monitores de circuito cerrado que a su vez le servían para controlar los surtidores. Se mordisqueaba una greña del largo cabello como si fuera regaliz. Era menuda y flaca, y no vio claro que tuviera que estar ahí sola. Sería muy fácil reducirla y obligarla a abrir la caja, o algo peor.

Una vez dentro, le costó decidir qué comprar. Supuso que debía coger algo para sus nuevas acompañantes. La niña llevaba una pequeña mochila, pero dudaba que estuviese llena de comida. Compró agua, leche y zumo, un par de empanadas, manzanas, un racimo de plátanos, una bolsita de frutos secos, chocolate, algunas chucherías para el perro y, por último, un café solo en vaso de plástico para llevar. La tienda era más grande de lo que parecía por fuera.

Jackson volvió al Saab y esperó. Tomó a sorbos el café. Era líquido y estaba caliente, eso era lo único que tenía de café. Sabía un poco a óxido. Abrió la bolsita de frutos secos y se llevó un puñado a la boca. De algún sitio le llegó el traqueteo de un tren atenuado por la niebla, y se preguntó adónde iría. Cerca de allí, el mugido de una vaca sonó grave y taciturno como una sirena de niebla. Era en momentos así cuando sentía ganas de volver a fumar. Esperó un rato más. Empezó a preguntarse si debería ir a comprobar si estaban bien. Quizá habían sufrido alguna clase de crisis nerviosa en los lavabos.

Vio a la chica de la gasolinera salir de su retiro espiritual y empezar a trasladar los cubos de flores y los sacos de combustible al exterior. Cobrara lo que cobrase, se dijo Jackson, le habría parecido poco. Se detuvo un instante en el umbral, sosteniendo un cubo lleno de flores que ya se veían mustias en sus envoltorios de celofán, parecían esos ramilletes con pinta de hierbajos que la gente apoyaba en los árboles o sujetaba en las alambradas para indicar el sitio exacto donde habían barrido de este mundo a un pobre ciclista o peatón. En el escenario del accidente de tren habían dejado un buen montón de ramos marchitándose. Alguien le había enseñado una foto después. Los habían dejado en el puente que pasaba por encima de la vía, junto con ositos de peluche y otros muñecos kitsch.

«El año pasado, justo por estas fechas, yo moría.» Dos años atrás, para ser exactos. Por alguna razón le vino a la cabeza el gato de Schrödinger. «Vivo y muerto al mismo tiempo», había dicho Julia. Y así había estado él tras el accidente. «Ni esto ni lo de más allá», habría dicho su hermano.

La chica de la gasolinera le dirigió una mirada suspicaz, pero entonces atrajo su atención un Land Cruiser negro que surgió de pronto de la niebla, aminorando la marcha hasta detenerse en el otro extremo del aparcamiento. Esperó ahí sin apagar el motor y con aspecto ligeramente amenazador, como un toro contenido a la espera de salir a la plaza. Antes de que Jackson hubiese podido empezar a formarse una opinión (del estilo de vaya pedazo de imbécil, el coche del típico chulo piscinas, quienes se creen que son, ¿caudillos?, ¿mafiosos?), un hombre, un cruce entre defensa de rugby y gorila de lomo plateado, salió por el lado del pasajero y también dio un rodeo a la gasolinera para dirigirse a la parte trasera.

Entonces el conductor se bajó del coche y se dirigió hacia el Saab. Compañeros de armas. Ambos tenían cara de pan como si se hubieran criado sometidos a una dieta a base de grasas y patatas, y llevaban sendas chaquetas de piel que habrían sido el último grito en algún momento de los setenta, a no ser que uno viviera en Albania, donde aún no habían pasado de moda y probablemente nunca lo harían.

Antes de que el tipo llegara al Saab reapareció la mujer, gritándole a Jackson a pleno pulmón. Atravesó el aparcamiento corriendo pesadamente cual rinoceronte en plena embestida, con la niña embutida bajo un brazo mientras con el otro intentaba quitarse el bolso que llevaba en bandolera. El gorila de lomo plateado le pisaba los talones, pero no por mucho tiempo, porque consiguió por fin quitarse el bolso y, agarrándolo por la correa, con un movimiento sorprendentemente grácil —más de ballet que de lanzamiento de martillo, y con la niña asumiendo el papel de lastre—, giró sobre los talones y le dio de lleno en la cara con el bolso al tipo que la perseguía. El hombre cayó a plomo. Jackson se estremeció y se preguntó qué podía llevar una mujer en el bolso que ocasionara semejantes daños. ¿Un yunque? A Thatcher le hubiera gustado tener un bolso como aquel.

El conductor del Land Cruiser cambió su trayectoria y fue hacia la mujer. Jackson ya tenía un pie fuera del coche, dispuesto a salir para enfrentarse al tipo, pero la mujer gritó y le indicó con un ademán que volviera a meterse en el Saab. Él le hizo caso, sorprendido por su propia obediencia ante el tono marcial de los gritos de ella.

La chica de la gasolinera, ajena al jaleo que se había armado ahí fuera, salió con paso vacilante cargada con un cubo de tulipanes. Por desgracia para ella, el conductor del Land Cruiser, que corría hacia el Saab como si tratara de llegar a la línea de ensayo, no consiguió esquivarla a tiempo y la embistió; la chica voló por los aires desparramando tulipanes. Aquello detuvo al tipo el tiempo suficiente para que la mujer arrojara a la pequeña al asiento trasero del coche y se zambullera tras ella bramándole a Jackson:

—¡Arranque, joder! ¡Arranque de una vez!, ¿quiere?

Una vez más, obedeció las órdenes.

Por el retrovisor, vio a la chica espatarrada en el suelo, inmóvil. Estaría de suerte si no tenía algo roto. Como la cabeza, por ejemplo. También distinguió la silueta del tío que había recibido el bolsazo, que seguía inconsciente en el suelo, pero entonces la niebla engulló todo lo que quedaba tras ellos. Echó un vistazo por encima del hombro y vio que la mujer había hecho bajar a la niña al suelo del coche con ella, donde se acurrucaba para protegerla. ¿Pensaría que llevaban armas? Cuando había armas de por medio, Jackson prefería estar dentro de un vehículo blindado y oficial en lugar de en un turismo familiar de chapa fina fabricado en un país neutral.

La situación ya no parecía reunir las condiciones para hablar de un caso de violencia doméstica.

—¿Quiénes eran esos matones?

—No tengo la menor idea —respondió ella.

—Se diría que iban a por usted y la niña.

—Sí, eso parecía.

Jackson notaba aún la sobrecarga de adrenalina, pero los demás ocupantes del coche parecían impertérritos. En el suelo, el perro seguía obstinadamente dormido. Estaba casi seguro de que fingía. ¿Cuánto tardaría en lamentar su elección de nuevo líder de la manada? La niña también ponía una auténtica cara de póquer, y la amazona autoestopista estaba rebuscando en el bolso como si encontrar un pintalabios o un pañuelo fuera más interesante que contemplar la carnicería que dejaban a su paso. Habían intentado asearse un poco en los lavabos de la gasolinera; advirtió que la mujer ya no tenía sangre en las manos. Jackson se dijo que eso tenía que ocultar alguna clase de metáfora.

Pensó en el tío al que había golpeado con el bolso, y que había quedado inconsciente en el asfalto. «¡Fragilidad, tienes nombre de mujer!»

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