—Preparo algo en el horno —anunció ella muy pagada de sí—. De hecho, estoy haciendo un pastel.
—Estás toda llena de harina —dijo Saskia—. Toda la cocina está llena de harina. Has sacado todas las cazuelas y las sartenes. Parece que haya estallado una bomba aquí dentro.
—Oh, no, puedo asegurarte que las bombas hacen mucho más estropicio. Estuve en Hull, durante la guerra, ¿sabes?
—¿Sabes qué hora es, Tilly?
Miró el reloj de la cocina.
—Son las tres —contestó.
La hora del té. Una buena taza de té y un pedazo de pastel les sentarían de maravilla. Su madre era buena cocinera y excelente pastelera, y hacía bizcochos deliciosos, esponjosos como nubes. Se desesperaba al verla a ella en la cocina. «Nunca conseguirás un marido si no sabes cocinar.» Bueno, pues le demostraría que sí sabía. La invitaría a tomar el té y…
—Las tres de la mañana, Tilly —dijo Saskia enfadadísima—. Son las tres de la mañana.
—Ah —murmuró Tilly—. Ya decía yo que estaba terriblemente oscuro.
Advirtió que le caían lágrimas por las mejillas de vieja demente. Aquello era el principio del fin.
* * *
Se quedó dormido y despertó en plena pesadilla. En el sueño lo perseguía un torso, el cuerpo sin cabeza y miembros de una mujer, Venus de Milo y maniquí de sastre a partes iguales. Jackson sabía que en realidad se trataba de su hermana. Siempre era su hermana. Por incorpórea que fuese ahora, siempre había llevado una vida muy palpable en sus sueños.
Cuando murió, su hermana estaba ahorrando para un maniquí. Niamh se había hecho ella misma muchas de las prendas que llevaba. Jackson aún recordaba el vestido de noche que se estaba haciendo para la fiesta navideña de su empresa. Había venido a Leeds a comprar el satén verde esmeralda. El vestido le llegaba a la rodilla, y se había encaramado a la mesa de la cocina con los zapatos que pensaba llevar para que Jackson le cogiera con alfileres el dobladillo. Él había descrito un círculo en torno a Niamh, midiendo desde el sobre de la mesa hasta la rodilla y utilizando el liso triángulo de jabón de sastre del costurero para marcar el vestido con pequeñas cruces.
Había experimentado una relación extraña e íntima tanto con el satén esmeralda como con las piernas de su hermana, enfundadas en medias finas. La madre de ambos no era una mujer dada a los piropos, puesto que ella nunca había recibido ninguno, pero hacía comentarios ocasionales sobre la preciosa figura y las piernas bien torneadas de Niamh. Según decía el padre, su madre tenía piernas de futbolista. De no haber llevado muerta seis meses, habría sido su madre quien cogiera el dobladillo con alfileres. «Una chica necesita a su madre», y como Niamh estaba triste Jackson no había dicho «y un niño también». Además, ella ya lo sabía.
—Esto será más fácil cuando tenga un muñeco —comentó Niamh dando vueltas para verse el dobladillo.
Jackson pensaba que un muñeco era algo para jugar, o un pelele como los amigos de su hermano.
—No —repuso Niamh riendo—, quiero decir un maniquí. Puedes ajustarlo de forma que tenga tus medidas.
El vestido no estaba acabado cuando murió, el dobladillo seguía hilvanado con grandes puntadas blancas. Colgaba detrás de la puerta de su habitación, lacio y sin vida sin su cuerpo para habitarlo, como si Niamh se hubiese vuelto invisible de pronto. Y así era, por supuesto. El hermano de Jackson, Francis, dijo:
—Qué pena que no lo acabara, le habría gustado que la enterraran con él. —Y entonces añadió—: ¿De qué coño estoy hablando, Jackson? ¿Pena? ¿Qué clase de palabra de marica es esa? La pena más bien es que esté muerta.
Y arrojó el vestido al fuego, donde ardió mucho más rápido de lo que Jackson esperaba. Demasiado rápido, desde luego, para recuperarlo de un tirón de las llamas.
Había ido a la funeraria a ver el cuerpo de Niamh. Llevaba una mortaja que parecía un camisón pasado de moda. Le llegaba hasta la barbilla, para que no se le viesen las marcas que le habían dejado en el cuello al estrangularla. Aun así, a la cara le pasaba algo, como si el cadáver pretendiera ser su hermana y no acabase de conseguirlo. Ella no habría elegido llevar aquella mortaja. A su hermana le gustaba la ropa elegante y un poco anticuada: tacones altos, jerséis suaves, faldas de tubo hasta la rodilla.
Antaño tenía un par de fotografías en las que tampoco parecía ella, aunque de forma distinta y menos extraña que el cadáver. No sabía qué había sido de ellas. Asumió que se habrían perdido en el incendio. Cuando vivía en Cambridge, después de que Josie lo dejara, una explosión había destruido su casa. (Una vez más, el resumen de su vida resultaba más emocionante que la versión ampliada.)
Niamh habría estado mucho más guapa si la hubiesen enterrado con el vestido verde. Nadie habría notado que estaba sin acabar.
Cuando se fue de casa varios años después de su muerte, lo único que conservaba de su hermana era un pequeño pozo de los deseos de cerámica en el que se leía RECUERDO DE SCARBOROUGH. Niamh había ido a pasar el día allí con un grupo de amigas y se lo trajo. Los regalos eran algo muy preciado entre ellos porque en su familia eran casi insólitos. El Museo Británico tenía vasijas intactas que habían sobrevivido miles de años, pero ahora no quedaba ni un solo fragmento del pozo de los deseos; la explosión había acabado con él también.
Permaneció despierto mirando el techo, consciente de que tardaría una eternidad en volver a dormirse. Se preguntó qué estaría haciendo en ese momento la mujer con la que se había acostado la noche anterior. Quizá había vuelto a salir con su pandilla de amigas o, más probablemente, estaba en casa con el propietario del monopatín, profundamente dormida tras haberse ocupado de preparar almuerzos y uniformes escolares, reponiéndose para otra jornada de trabajo. Sintió una punzada de culpabilidad por no haberse despedido, por haberse ido a hurtadillas como un zorro de un gallinero. Pero ¿habría cambiado algo de haber dicho adiós?
De la otra cama le llegó un ronquido canino bastante cordial de su nuevo compañero. «Quien despierta al perro dormido, vende paz y compra ruido.»
Le sonó el móvil y tanteó en busca de la luz de la mesita de noche.
Era un mensaje de Hope McMaster desde su día de mañana: «¡Virgen santa! ¿Dónde conseguiste esa foto? Soy yo, estoy segura. ¡¡¿HAS AVERIGUADO ALGO?!! ¡¡¿QUIÉN SOY?!!».
«Todavía no —contestó un poco seco—. Cálmate, no te emociones.» No quería ser responsable de que Hope tuviera un parto prematuro provocado por los signos de exclamación. Un poco tarde, comprendió que quizá no debería haberle ido pasando información, permitiendo con ello que su umbral de ansiedad bajara con cada misterio que se revelaba. Habría hecho mejor en presentarle todo el asunto al final, con un gran lazo de satén rojo: «¡Sorpresa, en realidad eres una auténtica descendiente de los Romanov!». (Y no, aquello nunca le había pasado a un cliente de Jackson.) Tal como iban las cosas, nunca sería capaz de decirle a Hope McMaster quién era, solo quién no era.
* * *
—… de modo que la jornada va a acabar muy tarde para todos nosotros y mañana empezaremos muy temprano, y la mayoría no veremos la diferencia porque nos quedaremos trabajando. Solo quiero poneros rápidamente al día para que sepáis dónde estamos. Si alguno de los presentes no me conoce, soy la inspectora Gemma Holroyd y estoy al mando de este caso.
Barry se apoltronó con despreocupación contra la pared del fondo de la sala de investigación y cerró los ojos. Dos asesinatos en dos días. El mismo
modus operandi
, muchas similitudes. Le faltaban dos semanas para largarse de aquel sitio. No quería dejar atrás un desaguisado. Quería salir de allí pitando, pero sin mierda en los zapatos. Cierren la puerta, que la última persona en el edificio apague la luz. Adiós al equipo de homicidios e investigación criminal.
—Recapitulando, aproximadamente a las diez de esta noche, un vecino ha encontrado muerta a Kelly Anne Cross, de cuarenta y un años. Según el forense, la hora estimada de la muerte se sitúa entre las siete y las nueve, tendremos un dato más exacto después de la autopsia. Hay un poco de cola, me temo, porque aún estamos ocupándonos del asesinato de Rachel Hardcastle, cuyo cadáver fue hallado anoche en un contenedor en Mabgate, de un supuesto incendio provocado en Hunslet y de un accidente en cadena de tres coches en el cinturón.
»Sin embargo, no hay duda de que nuestra dama ha sido asesinada. Un ataque atroz: por lo visto la han golpeado en la cabeza además de causarle heridas en pecho y abdomen con un cuchillo. No hay rastro de arma alguna en la casa. El
modus operandi
es similar al de Rachel Hardcastle, pero no exactamente el mismo —añadió con innecesaria exageración.
Barry no tuvo que abrir los ojos para saber que lo miraba fijamente a él. No iba a darle la satisfacción de abrirlos.
—Rachel Hardcastle, la dama del contenedor de Mabgate, y Kelly Cross eran prostitutas conocidas. En la escena del crimen de Kelly Cross hay montones de huellas y ADN de sobra; todo eso está en proceso. Estoy segura de que mañana el laboratorio tendrá información útil para nosotros.
»Del rastreo casa por casa no hemos sacado gran cosa todavía; en la zona no hay muchas cámaras de circuito cerrado y las matrículas de los coches no han revelado nada. El informe preliminar sobre el análisis de las manchas de sangre…
Barry desconectó. La chica era eficiente, eso había que reconocérselo. Traje impecable, cabello impecable, zapatos adecuados, bastante maquillaje, no como algunas lesbianas hombrunas que se veían por ahí. Curiosamente, a quien más le recordaba esa mujer era a su esposa. Claro que le pasaba con todas las mujeres. Quizá con Tracy no. De todas formas él ya tenía planeado poner a Gemma Holroyd al mando del siguiente caso importante, incluso sin la intervención de Tracy.
Había acudido al vertedero que Kelly Cross tenía por casa y esperado en la furgoneta de atestados, por segunda vez en veinticuatro horas. Barry se acordaba de la madre de Kelly Cross, aunque no de su nombre, era algo irlandés. Era una verdadera tipeja, pero no estaba mal para un polvo rápido contra la pared de algún oscuro callejón. Aquellos tiempos eran así. Eran tiempos distintos, y él era distinto. A veces se preguntaba si cambiaría algo si volviera a vivir y lo hiciera como un santo. Nada de beber, fumar o soltar tacos; nada de falta de honradez, inmoralidad o fulanas. Podría hacerse miembro de una biblioteca pública, llevar a Barbara a cenar, comprarle flores. Cambiar pañales, calentar biberones y tratar de llegar a casa a tiempo cada tarde para leerle un cuento a Amy antes de acostarse. Hasta intentaría echarle una mano a Barbara con las tareas domésticas. Entonces tal vez, solo tal vez, acumularía tantos puntos que el universo le pondría un aprobado y Amy no subiría a un cochecito de hojalata de dos puertas con su marido borracho al volante y su bebé en el asiento de atrás.
En realidad, quizá habría sido todo más fácil si se hubiera rajado el pecho el día en que su hija nació y ofrecido su corazón como sacrificio en un altar en algún sitio. Y entonces todo habría salido bien. Oh, y Carol Braithwaite. También tendría que decir la verdad con respecto a ella. Solo por poner las cosas en su sitio, por hacer las cosas bien. Uno tenía que hacer las cosas bien antes de irse.
Inspiró aire por la boca. El aire lo estaba ahogando. Eran sus últimos días allí. El imperio se desmoronaba, los bárbaros estaban ante las puertas. No eran bárbaros, solo cabrones sabihondos y brillantes con licenciaturas en criminología.
—¿Hay algo concreto que relacione los dos asesinatos? —le había preguntado a la chica Holroyd.
—Ambas eran mujeres y ambas están muertas, jefe —repuso ella. Era obvio que Barry no le gustaba, pero lo cierto era que le gustaba a muy poca gente.
—¿Sabemos si hay algo que vincule a esta víctima con la fulana de Mabgate? —insistió—. ¿Se conocían, quizá?
—«La fulana de Mabgate» —repitió ella—. Parece un personaje de una tragedia de venganza.
Barry no sabía una mierda sobre las tragedias de venganza. Nunca había sentido deseos de hacerlo, gracias. Pero sí sabía un montón sobre la tragedia a secas. Y la venganza se acercaba, la olía en el viento. Carol Braithwaite ascendía, una nube de huesos y ceniza que clamaba justicia. Levantándose de la tumba, como había dicho Tracy.
«Alguien anda haciendo preguntas —le había dicho por teléfono Linda Pallister—. ¿Qué debo hacer?»
«Yo de ti mantendría la boca cerrada», le había contestado él. «Mantendría la boca cerrada.» Esa no era la respuesta correcta, ¿no? Suéltalo todo, di la verdad. Treinta y cinco años de silencio, y ahora el nombre de esa mujer estaba en boca de todos.
—¿… solía llevarse clientes a su casa? —quiso saber Gavin Archer—. ¿No hacía la calle?
El agente Archer, esbelto y con gafas, acudía cada día al trabajo en una bicicleta de carreras y con el atuendo de licra completo, con la coquilla machaca-escroto incluida, aunque nunca hacía carreras, solo cubría el trayecto desde la caja de zapatos de paredes de papel que compartía con su mujer embarazada en Moortown. Otro cabrón listillo.
—Tenemos la intención de…
Había mucha sangre. Incluso ahí fuera, viendo el vídeo en la furgoneta de atestados, Barry lo había advertido. Gemma como-se-llame había hecho salir pitando a todo el mundo. Dentro de la casa había habido un fotógrafo, dos especialistas en criminología, dos científicos forenses, y el forense estaba a diez minutos. Y dos oficiales de enlace con la familia, a la búsqueda de antecedentes vitales. Pues buena suerte. Todo el mundo en la casa iba enfundado en traje de conejo y botas. Todo por una prostituta muerta.
En la pantalla, Barry había observado al biólogo trazar un patrón de manchas de sangre. Cuando él entró en la policía, solían pasearse por la escena de un crimen como si lo hicieran por el parque.
—A alguien no le gustaba esta mujer —comentó Gemma, de pie a su lado en la furgoneta.
—He ahí la causa habitual de un asesinato —repuso Barry.
—… así pues, nos veremos aquí otra vez mañana a las siete en punto. Gracias a todos.
La sala de investigación se vació y un río de gente cansada pero expectante pasó ante él. Barry se sintió enfermo, un infarto andante. Necesitaba un copa. Llevaba todo el día necesitando una copa. Toda la semana. Los últimos dos años. Era el aniversario. Lo lógico habría sido pensar que mejoraría con el tiempo, pero no hacía sino empeorar. Sam aún iba en cochecito cuando murió; ahora habría estado correteando por ahí, quizá jugando a la pelota con Barry, aún dando traspiés. Y su hija en el limbo porque ninguno de los dos podía soportar hablar siquiera de desconectar la máquina que la mantenía con vida.