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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Me desperté temprano y saqué al perro (29 page)

BOOK: Me desperté temprano y saqué al perro
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El cuarto de baño estaba asqueroso. Sin duda Kelly no se traía ahí a los clientes, ¿no? Hasta el putero menos exigente se resistiría a entrar en aquel antro de perdición.

La segunda puerta daba a un pequeño dormitorio. Estaba completamente vacío. No había nada, solo pelusa, polvo, restos de papel de aluminio y virutas de poliestireno como pequeñas patatas fritas albinas sobre los tablones desnudos del suelo.

Solo quedaba una puerta por abrir. Tracy titubeó, retrocediendo ante la posibilidad de interrumpir a Kelly en el acto de ofrecer sus servicios a uno de sus clientes menos exigentes. Llamó con los nudillos.

—¿Kelly? Kelly, soy Tracy. Tracy Waterhouse.

Cuando no hubo respuesta, empujó la puerta con cautela.

El olor a despojos y a cloaca de la muerte estaba por todas partes. Hasta su duro corazón de policía dio un vuelco. Kelly Cross estaba espatarrada en la cama, con la cabeza destrozada y el vientre rajado. Por lo visto llevaba su uniforme de trabajo, una minúscula falda negra y un top sin espalda ni mangas de lentejuelas plateadas. Había lentejuelas diseminadas por la cama, relucientes como escamas de pez bajo la dura luz del techo.

Apoyó dos dedos contra el cuello de Kelly Cross. No tenía pulso. No supo por qué lo comprobaba, si saltaba a la vista que estaba muerta. Aún estaba caliente. Prefería que los cadáveres estuviesen fríos.

Kelly Cross estaba muerta. Tracy tenía lo que había deseado. Que sus pensamientos pudieran hacerse realidad tan rápido sugería que había una oscura magia en juego. Ella no creía en la magia, aunque sí creía en la oscuridad.

Había visto cosas peores en el pasado, aunque eso no volvía menos repugnante el abyecto espectáculo que tenía delante. Sin embargo, no era el momento de dejarse impresionar. ¿Debía pensar como policía o como criminal?, se preguntó. Tal como esperaba, resultó que era prácticamente lo mismo, pero marcha atrás. Hurgó en el bolso en busca de un pañuelo de papel y limpió todos los picaportes y jambas de las puertas. Qué lástima no haber llegado a comprar las toallitas húmedas. Probablemente había dejado huellas: un pelo, una escama de piel, una escama de pez. Un rastro de Tracy.

¿Habría tocado algo la niña? Courtney seguía esperando obedientemente en la cocina. ¿Sospecharía algo? Su expresión, como de costumbre, era indescifrable.

—Vámonos, cielo —dijo, y la voz se le quebró con el esfuerzo de parecer tontamente alegre—. Es hora de irse a casa.

La niña bajó la varita en una bendición magistral de la casa de los muertos. Se bajó de la silla y Tracy la condujo al exterior de la casa.

—Volvamos al coche, Courtney.

—Soy Lucy —le recordó la cría.

Courtney se había dormido cuando Tracy se detuvo en el camino de atrás de la casa. No estaba asfaltado, solo cubierto por una especie de toba que le daba un aspecto casi rural. Llevaba a una hilera de cobertizos que servían de prácticos garajes para algunos propietarios de coches de la calle. Tracy abrió la puerta del suyo, entró marcha atrás con absoluta precisión, apagó el motor y apoyó la frente contra el volante. Tenía ganas de vomitar.

Courtney despertó con un sobresalto.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Te has dormido. Mientras dormías no ha pasado nada. Nos hemos movido un poquito en el espacio y el tiempo, nada más. Estamos en casa. Toma otra manzana. —Los plátanos se habían acabado.

La niña puso mucha atención en comerse la manzana, como si estudiara para convertirse en comedora de manzanas profesional. A Tracy, la mera idea de ingerir cualquier cosa le revolvió el estómago. Solo deseaba meterse en la ducha y frotarse para deshacerse del olor a muerte que la había seguido desde Harehills y pendía como un aura nauseabunda.

—Bueno, vamos. —Exhaló un suspiro y abrió la puerta del coche.

Courtney se metió en la cama con el disfraz rosa de hada puesto, se negó a quitárselo. A Tracy no le importó; no llevaba el tiempo suficiente en el papel maternal para haber fijado norma alguna.

La niña tenía los tesoros desparramados sobre la cama, y empezó a recogerlos. Cuando llegó a la galleta de la suerte se quedó mirándola como si fuera a abrirse por sí sola.

—Tienes que romperla —le dijo Tracy, y la niña la miró fijamente, de modo que añadió—: Confía en mí.

Courtney la aplastó con el puño.

—Ajá, así va bien.

La niña sacó el papelito de las migajas y se lo tendió en silencio a Tracy para que lo leyera.

—«Aquí, el tesoro eres tú.»

La niña tendió una mano para dar unas palmaditas en la de Tracy.

—Y tú —dijo, mostrando compasión por su exclusión de la buena fortuna.

—No sé por qué, me parece que no —repuso ella.

—Quédatelo tú —dijo Courtney, y Tracy se metió el pedacito de papel en el sujetador, un amuleto de la suerte—. Espera un momento.

Se fue al piso de abajo. Volvió con el anillo de compromiso de Dorothy Waterhouse que había relegado al fondo del cajón de la cómoda.

—Un tesoro de verdad —anunció añadiéndolo al contenido de la mochila.

—Sí —repuso Courtney—. Un tesoro de verdad.

La princesa Courtney se embarcó en otra aventura, una en la que aparecían lobos, hachas y osos que comían copos de avena.

—No me gustan los lobos —dijo la niña.

—A mí tampoco. Pero no va a pasarnos nada, porque les han prohibido entrar en Leeds.

Ojalá.

Cuando Courtney se hubo dormido, Tracy sacó las maletas del armario del vestíbulo, las arrastró hasta el dormitorio y las llenó con el nuevo guardarropa de Gap de Courtney y cualquier cosa suya que tuviera a mano. Añadió una bolsa con juguetes. Sacó las bolsas del supermercado del maletero y metió en su lugar el equipaje; luego dejó las bolsas de la compra en el asiento de atrás. Pondría orden en ellas cuando llegaran, aunque probablemente no habría nada comestible para entonces.

—Bueno —se dijo en voz alta—. Todo listo para salir a primera hora.

Su voz sonó trastornada. Se recordó a su madre preparándose para las vacaciones anuales en Bridlington.

Le echó un vistazo a Courtney. Estaba profundamente dormida y roncaba con suavidad. Un lechoncito, un gatito.

No quedaban Beck's, ¿cómo era posible? Tuvo que conformarse con media botella de chardonnay que encontró en la nevera, un resto de Dios sabría cuándo. El vino parecía orina y no sabía mucho mejor. Lo sintió agitarse como ácido en el estómago. Encontró una bolsa de patatas en el fondo de un armario y se las comió sin saborearlas.

Cuando encendió el televisor, estaban pasando los títulos de crédito de
Collier
.

* * *

Cayó rendida delante de la tele. Estaba viendo
Tienes talento
y debió de quedarse dormida porque de lo siguiente que se enteró fue de que la despertaban sus propios ronquidos. Se sobresaltó y el corazón le dio un vuelco. Esas cabezaditas a última hora de la tarde iban a acabar matándola.

Tilly se sintió confusa. Lo que daban en la tele parecía real, no ficticio. Vio a Saskia apuntando a alguien con una pistola y gritando: «¡Suéltala o disparo!». Pero oía a Saskia moverse por el piso de arriba, en el baño, y el sonido de agua que corría. Siempre andaba quejándose de lo sucia que estaba la casita y de que Tilly no sabía qué era limpiar. «Hay mugre por todas partes», decía. Por alguna razón, Tilly imaginaba que «mugre» era una persona, un hombre con un anticuado impermeable marrón grasiento y manchado y un sombrero de fieltro ocultándole el rostro. Acechaba en un rincón, a la espera de saltar frente a ella abriéndose el impermeable. En los viejos tiempos había visto a unos cuantos de esos tipos en el Soho, merodeando por las sucias trastiendas y los clubes de striptease. Y en un par de ocasiones le habían hecho proposiciones. No la habían tentado, ni siquiera cuando se moría por un mendrugo de pan. Sabía a ciencia cierta que Phoebe, la dama Phoebe, había pasado un fin de semana en el yate de algún rico pez gordo. Aquel hombre parecía una rana. Ella había vuelto con brillantes. Saquen sus propias conclusiones.

El día anterior, Saskia le había enseñado en silencio una maraña de pelos procedente del desagüe de la bañera. La sostenía en un pedazo de rollo de papel higiénico como si fuera una araña peligrosa a punto de atacarla.

—No sé, quizá podrías limpiar un poco después de usar el baño, digo yo.

Solo era un puñado de pelos, por el amor de Dios. La gente tenía rarezas por el estilo. Phoebe no soportaba las uñas de los pies, ni las suyas ni las de los demás. Aquella mujer iba a hacerse la pedicura todos los meses, jamás se cortó ella misma las uñas, ¡ni una sola vez!

—Solía cortármelas la niñera —dijo cuando vivían juntas por primera vez en el Soho.

De mala gana, Tilly cogió el pelo que le tendía Saskia.

—Madre mía, por lo visto estoy mudando el pelaje —bromeó en un intento de recuperar cierta dignidad.

Y entonces, de pronto, se estaba viendo a sí misma, como si el televisor fuera un espejo. Un espejo cruel y distorsionante. Tenía un aspecto terrible. Se la veía gorda, chiflada. Y aquella espantosa peluca Brillo. Claro, estaba viendo
Collier
, ahora se daba cuenta. No había perdido del todo la chaveta. Todavía.

En la pantalla, andaba trajinando en una cocina y dejaba una carne asada delante de Vince Collier diciéndole que no comía debidamente y que le hacía falta sentar la cabeza con una buena chica. Tilly no había preparado un asado de carne en toda su vida.

—No me des la lata, mamá —decía Vince—. Ya sabes que para mí tú eres la única mujer.

Para ser franca, no tenía buena pinta. La mortalidad insinuaba su presencia. El carro alado del tiempo y todas esas cosas. Aún no estaba preparada para morir. Imaginó a Phoebe pronunciando el discurso en su funeral, hablando de su «querida amiga», y a todo el mundo triste durante cinco minutos. Sería una nota al pie unos años, y luego nada. Llevaría una vida después de la muerte, bien poco satisfactoria, en canales como Alibi e ITV3. Vaya, por lo visto había pasado ya a engrosar las filas de los «posiblemente muertos». Unos días atrás, apareció una mujer en el plató, ni idea de quién era, probablemente alguna periodista: una mujer de mediana edad, de esas muy efusivas, toda ojos muy abiertos y falsa inocencia. Cuando le presentaron a Tilly, exclamó:

—¡Madre mía, pensaba que había muerto!

Así, tal cual. Qué grosera.

—No te preocupes, Till —dijo Julia—. Voy a echarle una maldición horrorosa. Morirá mucho antes que tú.

Julia era simpática, como una persona normal. Más o menos. Sabía mantener una conversación, no se limitaba simplemente a hablarte como parecían hacer todos los demás. Y Julia siempre tenía algo interesante que decir, que era más de lo que podía decirse de la pobre Saskia que, a la hora de la verdad, solo estaba interesada en sí misma. Su foto había aparecido la semana anterior en el
Mail
, vaya periodicucho espantoso, saliendo de un restaurante del brazo de un hombre, un jugador de rugby. «La estrella de
Collier
Saskia Bligh.» Se lo enseñó a todo el mundo, y habló de él en Twitter. ¡En Twitter! Nunca soltaba el teléfono móvil. «Twiteaba», según ella. «¿Tú no?» Le enseñó cómo se hacía en su teléfono. Para Tilly aquello era ir demasiado lejos tecnológicamente hablando. Ni siquiera sabía cómo poner en marcha un ordenador; era de la generación equivocada, por supuesto. Twitear parecía consistir simplemente en contarle a otras personas lo que uno hacía: entrar en la ducha, preparar café. ¿Quién diantre quería saber esas cosas?

—Los tweets —decía Saskia.

Bueno, pues eso: no era más que cháchara y parloteo, llenos de sonido y furia pero sin significado alguno. La gente ya no era capaz de enfrentarse a un espacio vacío, tenía que llenarlo con cualquier cosa que le pasara por delante. Hubo un tiempo en que la gente guardaba para sí sus pensamientos. A Tilly le gustaba esa época. Cuando era niña tenían un periquito azul, Tweety, se llamaba. Costaba un poco cogerle cariño a un periquito. Su padre lo había pisado sin querer. Su madre dijo que no entendía cómo podía uno pisar a un periquito. Ya era demasiado tarde para llegar al fondo de lo ocurrido en realidad. Tilly quiso enterrarlo, pero su padre lo puso en la chimenea. Una pira. Aún podía ver el cuerpecito, con las plumas ardiendo. El pájaro no le había gustado especialmente, pero le dio lástima y dedicó un tiempo a llorar por él. Qué pena. Ella no quería que la incineraran, que la arrojasen al fuego. Lo dejaría escrito en algún sitio, haría testamento para aclarar bien ese punto. Siempre le había tenido pánico al fuego, desde que bombardearon Hull cuando era una niña. Pero que la enterraran viva tampoco sería ningún chollo, por supuesto.

Marjorie Collier estaba ahora haciendo calceta, a la espera de que Vince la llamara por teléfono. La cámara se mantenía bien lejos de la labor en sí. Tilly no tenía ni idea de tejer, de modo que soltaba muchos suspiros y apoyaba constantemente las agujas en el regazo. El resultado era convincente y la dejó satisfecha. Todo era fingido. Actuar no era más que una estupidez, había que reconocerlo. Últimamente todo era estúpido. Todo era fingido, ya no había nada real. Ya nada tenía cimientos. Etcétera.

Volvió a despertar sobresaltada y se incorporó con esfuerzo hasta sentarse para encender la luz de la mesita de noche. Se levantó de la cama, se puso las zapatillas y bajó por las escaleras. En la planta baja, se sentó un rato a la mesa; estaba segura de haber ido en busca de algo, pero no conseguía recordar qué era. Había un cuenco con fruta sobre la mesa, manzanas y plátanos que se descomponían lentamente. Saskia nunca comía y Tilly se olvidaba de hacerlo. El día anterior le había ofrecido a Saskia una pastilla de menta y había dado un respingo hacia atrás como si le pasara heroína.

Tenía hambre. Le apetecía algo delicioso. Douglas solía llevarla a tomar el té en Dorchester. Era estupendo.

Sin duda podría hacerse algo por los niños que padecían, por todos ellos. Ella se pondría al frente de una cruzada, la cruzada de los niños…; no, eso era otra cosa, ¿no? Una lucha contra los infieles. Aún se veían cosas así, como los niños soldados en África, los había visto en la tele. Antes, los infieles eran los árabes; ahora éramos nosotros. Cogió una manzana: tenía la piel arrugada y la notó blanda en la mano. Estaba en descomposición. Eso le estaba pasando a su mente. Se estaba descomponiendo.

—Dios mío, Tilly —exclamó Saskia—. ¿Qué haces?

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