—Velocirraptor, avaceratops, diplodocus.
Jackson no tenía muy claro si su hijo sabía que se habían extinguido, prefirió no preguntárselo por si echaba por tierra alguna clase de misterio, como Papá Noel o el Ratoncito Pérez. No sabía que los niños de cuatro años pudiesen pronunciar palabras como «avaceratops». Apenas se acordaba de Marlee a su edad, porque su actual encarnación huraña había empezado a dominar versiones anteriores y más risueñas de su hija. Por supuesto, había muchas cosas sobre los niños de cuatro años que no sabía. Pensaba en su hijo como en un bebé y le inquietaba comprobar cuánto trecho había recorrido ya hacia la edad adulta. Un día aquel niño lo dejaría atrás, le ganaría en la carrera de relevos de la existencia. Y la cosa seguiría así hasta que el sol se enfriara, o cayera el meteoro o aquel volcán grande de la hostia debajo de Yellowstone retumbara y volviera a la vida.
—Bueno, todo tiene que morir —declaró Julia, absorta en rascarle la panza al perro y contener un estornudo—. Así funciona la cosa.
Omnia mors aequat
. La muerte nos toca a todos.
—Oscuridad somos y en oscuridad nos convertiremos —dijo Jackson, con tono bastante sombrío.
—Yo diría que es polvo, no oscuridad —dijo Julia—. Y prefiero creer que somos luz y nos convertiremos en luz.
—Desde luego eres una de esas personas para las que la botella está medio llena.
—Uno de los dos tiene que serlo —contestó Julia—, o la botella estaría completamente vacía.
«Uno de los dos», como si fueran una pareja. Y sin embargo se iba de vacaciones a Italia «con un amigo».
—¿Quién es? —quiso saber Jackson.
Julia se encogió de hombros.
—Solo un amigo.
—¿No podrías ser un poco más imprecisa?
Y todo aquello pese al hecho de haberle sugerido que quizá podían irse de vacaciones los tres juntos durante su tiempo libre. Un paso hacia la reconciliación, tal vez hacia el reencuentro.
—¿Como unas vacaciones familiares? —había preguntado Julia.
Jackson lo pensó un poco.
—Sí, supongo que es a eso a lo que me refiero.
Julia arrugó la nariz.
—No, cariñito, me parece que no.
A Jackson lo sorprendió sentirse tan decepcionado. Pero las mujeres estaban llenas de sorpresas. Todas y cada una de ellas, en todos los sentidos y todos los días.
—¿Dónde está Jonathan, por cierto? —quiso saber.
Julia levantó una mano como si detuviera el tráfico, como si parase un gigantesco camión.
—No pienso hablar de Jonathan, ¿de acuerdo?
—Yo encantado de no volver a pronunciar su nombre, te lo aseguro.
—Ese pobre niño —dijo ella rodeando con los brazos al suyo. Al de los dos.
—¿Michael?
—Tuvo que pasar por muchas cosas.
—Ahora está bien.
—¿En el mismo sentido en que lo estamos tú y yo? —preguntó Julia—. ¿Después de lo que nos pasó de niños?
—Ajá. En ese sentido.
Mientras ellos hablaban, Michael Braithwaite iba de camino a Nueva Zelanda. El reencuentro de dos hermanos. Era un tipo simpático, vestido de tejano de la cabeza a los pies, con sobrepeso, poco saludable, alegre. Nada le gustaba más que una barbacoa con su mujer y sus hijos junto a su piscina. Había hecho una fortuna con la chatarra. Algunas personas vivían sus vidas contra todo pronóstico.
—Tú y yo también, cariñito —dijo Julia dándole palmaditas en la mano.
Linda Pallister había vuelto a Leeds y debía comparecer ante un tribunal para responder por sus actos. («Ah, el remolino del tiempo», comentó Julia.) Había contribuido en la desaparición de un testigo de cuatro años. Lo llevó a un orfanato en Roundhay dirigido por monjas, le cambió el nombre. Y nunca le mencionó a nadie la existencia de su hermana. Les dijo a las monjas que era un mentiroso, que mentía constantemente sobre que tenía una hermana, sobre que su padre había matado a su madre. Cuando Michael cumplió los dieciocho le dieron su partida de nacimiento y descubrió su verdadero nombre, pero Linda Pallister nunca se ofreció a contarle la verdad sobre su madre ni sobre su hermana.
—La coaccionaron —dijo Michael Braithwaite—, amenazaron a su propio hijo.
—Eso no es excusa —respondieron los dos Jackson al unísono.
Brian Jackson, Michael Braithwaite y Jackson estaban almorzando en el restaurante del hotel 42 The Calls. Jackson, todavía impresionado por la escena en la estación de Leeds, se tomó un malta doble en lugar de comer.
Los recuerdos de Michael Braithwaite se desvanecieron hasta que la pizarra quedó totalmente limpia, pero comprendió que aquel era un vacío que acabaría por destruirlo.
—Hice terapia de rehabilitación —explicó encogiéndose de hombros—. Me llamo Michael Braithwaite y soy alcohólico, esa clase de cosas.
Sintiéndose culpable, Jackson dejó el vaso de whisky.
—Decidí buscar —añadió Michael Braithwaite.
—Y me encontró a mí —intervino Brian Jackson sonriendo de oreja a oreja—. Tengo veinte años como poli a mis espaldas. Dame algo que hacer y soy como un perro con un hueso.
Jackson había empezado a pensar en Brian Jackson como en su Doppelgänger, Dios sabría por qué, pero ahora se daba cuenta de que en realidad era su polo opuesto.
—Concerté una cita con Linda Pallister, la localicé —continuó Brian Jackson—. Perro, hueso, etcétera. Cantó como un pajarito, casi todo al menos, pareció ansiosa de quitarse aquel peso de encima. Pero cambió de opinión y se asustó, por supuesto.
A Brian Jackson le sonó el móvil, con los primeros compases de la Quinta de Beethoven, «Ta-ta-ta-taaaa». En un móvil sonaba hortera. No contestó.
—Me andan buscando constantemente —le dijo a Jackson.
A Linda Pallister no se la había llevado Brian Jackson. Pese a las protestas de su hija Chloe, sencillamente había huido.
—Salió disparada —explicó Brian Jackson—, para no apechugar con las consecuencias.
Había cogido un vuelo de easyJet a Málaga para ocultarse como una proscrita en un bloque de apartamentos baratos en la Costa del Sol.
—En realidad es todo bastante banal, ¿no? —comentó Julia—. Gente a la que asustaba perder sus empleos, sus reputaciones, sus matrimonios. Da la sensación de que la tragedia tuviera que ser un poco más…, no sé, operística, quizá.
La reacción instintiva de Jackson fue disentir, pero cuando lo pensó un poco, supuso que Julia podía estar en lo cierto. Su propia hermana, por preciosa que fuera, más preciosa de lo posible en su recuerdo, no deseaba otra cosa que la vida más corriente, y lo que encontró fue el más corriente de los asesinatos. Un acto de violencia fortuito. Una chica que abrió la caja equivocada. Por lo que concernía a su asesino, Niamh podría haber sido cualquiera, probablemente: la chica de antes, la chica de después. Más valía arder en llamas en la hoguera, o saltar de un precipicio, acabar hecho pedazos por los lobos, que encontrar tu destino en manos de algún gilipollas que esperaba en una parada de autobús.
—Al Embajador le encanta que le hagan cosquillas en la barriga —dijo Julia.
Definitivamente iba a cambiarle el nombre al perro. Se preguntó qué nombre le habría puesto Louise, en Edimburgo, al cachorro que él le había regalado. Era probable que ni siquiera se lo hubiese quedado.
—¿Adónde irás ahora? —le preguntó Julia cuando se despidió de ella en el control de seguridad del aeropuerto de Manchester.
—Fin del viaje —repuso él.
—¿Y el encuentro de los amantes?
—Lo dudo.
Jackson aún andaba a la busca de un nuevo hogar, de un sitio en que reposar por las noches. Suponía que todavía andaba detrás de su esposa ladrona, pero su entusiasmo por la caza se había enfriado. Sospechaba que de momento ya estaba bien de viajar. Cogió a Nathan, su hijo, en brazos y le dio un beso de despedida. Y fue entonces cuando pasó.
Para su sorpresa, para su alarma, sintió aquel vuelco feroz del corazón, el vínculo irrompible y expiatorio. El amor. Sabía quién era: era el padre de aquel niño.
Lo cual no hacía sino demostrar que uno nunca sabía qué iba a sentir hasta que lo sentía. Era aterrador, aunque Julia lo habría considerado «maravilloso», siendo como era la mitad llena de la botella.
—Deja de poner palabras en mis labios —le dijo ella.
* * *
En la sala de control de seguridad del centro comercial Merrion, Grant tenía los pies sobre la mesa y leía el periódico en lugar de observar las pantallas. Leslie veía los titulares: «ASESINATOS DE PROSTITUTAS EN LEEDS, DETIENEN A UN HOMBRE PARA INTERROGARLO», y luego había algo sobre «un nuevo Destripador».
—Nunca se acaba —comentó Leslie.
—Son putillas, ¿qué esperabas? —preguntó Grant tendiendo la mano hacia una bolsa de Monster Munch.
—Espero que la gente se comporte mejor.
—Pues vas a esperar mucho tiempo. ¿Qué tienes ahí? —quiso saber Grant.
—Un bolso.
Alguien lo había entregado después de encontrarlo en el aparcamiento. Estaba a reventar, lleno de toda clase de cosas, tarjetas de crédito, tarjetas de tiendas, papelitos con citas en el dentista y la peluquería, algunas de ellas muy antiguas. Notas de esas de «No olvidar» que la propietaria debía de haber escrito para sí. «Señorita Matilda Squires.» Leslie se acordaba de ella, de lo trastornada que estaba. Encontró una nota metida en la parte posterior del bolso con un nombre y una dirección. «Mi dirección», decía amablemente, por si alguien quería suplantar su identidad o plantarse en su puerta y asaltarla a punta de pistola.
—Matilda Squires —dijo Leslie—. ¿No se llamaba así la actriz a la que arrolló el tren?
—Ni idea —contestó Grant.
Volvió la página y se quedó boquiabierto ante la chica casi desnuda de la página 3. Leslie echaba de menos a Tracy. Ella no permitía periódicos sórdidos y cosas de picar. Se preguntó por qué no habría vuelto de sus vacaciones.
—Igual se ha muerto —dijo Grant bastante animado ante la idea.
No se había muerto. Le había enviado una postal a Leslie, con una imagen del London Eye, y en el dorso había escrito: «No voy a volver. Me ha encantado conocerte, que tengas una buena vida. Saludos, Tracy». No se lo había contado a Grant. El mensaje no era para él.
Leslie también levantaba el campamento. No se lo había dicho a nadie, pero su vuelo a Canadá salía al cabo de un par de días. Había seguido el ejemplo de Tracy; sencillamente iba a desaparecer. Conseguiría un empleo durante el verano, iría al lago con sus padres, su hermano y su perro, y después pondría en marcha su buena vida. Dejaría ese sitio muy atrás.
* * *
La mejor habitación del hotel. La suite Bella Durmiente. En teoría era para familias más numerosas, por supuesto, pero Tracy quería lo mejor y lo más grande para la niña. Había tenido suerte con la suite: solo la consiguió porque el hotel tuvo una cancelación de última hora. Viejos amigos de Tracy, todo el mundo, o más bien media Europa, parecía haber decidido pasar las vacaciones en Disneyland París al mismo tiempo. Esperaba que solo hubiese padres con niños en el parque, pero había toda clase de permutaciones: grupos de chicos, pandillas de chicas que soltaban risitas, parejas mayores y novios en luna de miel. Tracy no lograba imaginar por qué iba a querer alguien pasar unos días románticos en el centro del sombrío corazón del capitalismo.
Había incluso algún hombre solitario de vez en cuando.
—Ten cuidado —murmuró dirigiéndose a la niña.
Era sorprendente que fuera tan sencillo salir de una vida y meterse en otra. Habían pasado un par de semanas perdidas en Londres, donde nadie sabía quién era una ni le importaba. Habían puesto a prueba sus nuevas identidades con médicos, dentistas y ópticos. A la niña le habían drenado los oídos y graduado la vista; ahora llevaba gafas. La hacían más atractiva. Tracy, o más bien Imogen Brown, había abierto una cuenta bancaria, y Harry Reynolds le transfirió fondos, dinero pulcramente blanqueado con una historia creíble. Tracy se sorprendió; en realidad no había esperado que le mandara el dinero, pensó que se limitaría a vender la casa y quedarse con lo que sacara por ella.
Cuando pasaron por el control de pasaportes en la estación de Saint Pancras, Tracy esperaba que les hiciesen preguntas, que las mirasen de arriba abajo con suspicacia. Esperaba que un agente las llevara aparte y dijera «¿Quiere hacer el favor de pasar por aquí, señora?», pero subieron a bordo del Eurostar sin problemas y al cabo de nada ya estaban en el Reino Mágico.
La niña tenía sus prioridades. En la tienda del hotel, Tracy le compró un nuevo disfraz, un conjunto verde de Campanilla. La varita mágica a conjunto tenía una mariposa en el extremo. La mitad de los niños del hotel iban disfrazados, muchos de hada o Peter Pan y algún que otro pirata. No se podía recorrer un pasillo sin tropezarse con algún actor adulto que fingiera ser Goofy o Mary Poppins. Era surrealista y ligeramente alarmante. La niña pareció encontrarlo normal.
—Espejo, espejito en la pared —canturreó Tracy cuando volvieron a la suite del hotel—. ¿Quién es el hada más bella de todas?
—Yo —contestó Courtney cuando vio su reflejo. Hizo estrellas de mar con las manitas. «Brilla, brilla.»
—Estás preciosa —dijo Tracy.
—Sí —admitió Courtney.
Recorrieron la avenida central hacia los misteriosos muros del castillo de la Bella Durmiente.
Le Château de la Belle au Bois Dormant
.
—Eso es francés —le explicó a Courtney.
Todo estaba en francés, porque a diferencia de otros países, los franceses se negaban a hacer cualquier concesión en ese terreno. ¿Cómo serían las reuniones en que planificaban esas cosas? Todos aquellos ejecutivos de Disney, los hombres de Mickey Mouse, sentados con café y cruasanes en torno a una mesa junto a responsables franceses que insistían en que no (
Non
) habría traducción, y los norteamericanos tratando de ingeniárselas.
Tracy se preguntó si Disneyland París era técnicamente suelo americano y si podría apelar a la misericordia de Mickey y pedir asilo. Podrían trasladarse a Estados Unidos, a algún sitio tranquilo, lejos de miradas curiosas; Oregón, Nuevo México, alguna ciudad pequeña del Medio Oeste, algún lugar donde nadie las buscase.
Todos aquellos lugares relucientes. Estaban lejos de la luz de las estrellas y de las fogatas. Muy, muy lejos. Hicieron cola. Y luego volvieron a hacer cola. Y entonces, después de haber hecho cola, hicieron más cola todavía. Hicieron cola para ver el castillo de la Bella Durmiente, hicieron cola para ver la casa de Blancanieves, ambos, francamente, bastante decepcionantes. Hicieron cola para volar con Peter Pan al País de Nunca Jamás, que les gustó a las dos. Hicieron cola para subirse en las tazas de té del Sombrerero Loco y a lomos de Dumbo. Hicieron cola para los Viajes de Pinocho, que era una birria, y para Piratas del Caribe, que era buena, aunque las dos pensaron que daba un poco de miedo. Pasaron una eternidad acorraladas entre las vallas en una cola como una gruesa serpiente, esperando para subir a unos botes que serían arrastrados inexorablemente por la corriente de un canal artificial hasta la aterradora visión de los autómatas de «It's a Small World». Cuando por fin consiguieron regresar al mundo de verdad, emplearon otra media vida en una nueva cola como una pitón para subirse al Tren de Disneyland.