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Authors: Anthony E. Zuiker,Duane Swierczynski

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

No podrás esconderte (11 page)

BOOK: No podrás esconderte
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—Supongo que estás aquí para pedirme que regrese a casa.

—No te pido nada —dijo Constance sosteniendo un billete de papel—. Tienes plaza en el último vuelo a Burbank con escala en Phoenix.

—¿El gobierno ni siquiera me paga un billete para un vuelo sin escalas a Los Ángeles?

—Es el siguiente vuelo disponible.

—Cógelo tú. Hace muy buen tiempo en Los Ángeles en esta época del año. No tendrás que soportar los vientos de Santa Ana hasta dentro de unas semanas.

—Steve, no me obligues a hacer esto.

—No te interpongas en mi camino, Constance. Esto no tiene nada que ver contigo.

Cuando intentó pasar junto a ella, Constance lo cogió de la muñeca y se la sujetó con fuerza. Tiró de ella y acercó su cara a escasos centímetros de la de Dark.

—Sé por qué haces esto. Riggins piensa que sólo estás tratando de joderlo, pero te conozco mejor que eso, Steve. Crees que la historia se repite.

—No sabes lo que estás diciendo, Constance. Suéltame.

—Pues no es así. Nosotros nos haremos cargo de este asunto. Vuelve a tu vida.

Dark suspiró. Por un momento, Constance pensó que lo aceptaba. En cambio, él giró la mano y cogió su muñeca.

Un segundo después un dolor agudo corría por el brazo de Constance. Hizo un movimiento para coger sus esposas pero dudó.

—Además, ella ya no está en el apartamento —dijo—. Está en un lugar seguro.

Por un instante, la sorpresa se reflejó en el rostro de Dark. Había que ser muy rápido para captar esa expresión. Constance sabía que había hecho diana. Riggins creía que eso tenía que ver con el sentimiento de culpa de Dark al pensar que Paulson había ocupado su lugar y eso lo había llevado a la muerte. Constance sabía que no era así.

—Mantente apartada de mi camino —dijo Dark.

Luego le soltó el brazo y salió rápidamente de la terminal.

—Ella no es Sibby —añadió Constance en un susurro.

Capítulo 21

Falls Church, Virginia

Constance había dicho la verdad: Stephanie Paulson estaba lejos de su apartamento. Ahora vivía con su compañera de habitación en la universidad, Emily McKenney, que también daba clases en el distrito escolar de la ciudad y tenía un apartamento en Georgetown.

Dark las observaba desde el otro lado de la calle. Stephanie y McKenney estaban en una cafetería. No podía oír la conversación, pero el lenguaje corporal era claro: «Venga, tienes que comer un poco. Bebe algo. No tienes que resolverlo todo esta noche, sólo debes comer algo. Jeb no querría que hicieras esto. Le habría gustado que te comieras esa magdalena de arándanos que tienes delante».

Hasta hacía poco tiempo, Dark miraba la comida y se le revolvía el estómago. ¿Qué sentido tenía la comida si no podías disfrutarla con la persona que amabas? Cualquier plato le recordaba a Sibby. Ésa había sido una de las muchas maneras en que expresaba el amor que sentía por él. Cada comida era un beso. Sin ella, comer era simplemente un proceso físico. Convertir las calorías en energía. Lo mismo podía clavarse una aguja intravenosa en el brazo y hacerlo de ese modo.

McKenney cogió el rostro de su amiga entre las manos y la obligó a alzar la vista. Luego sonrió. Una sonrisa amplia, luminosa, acogedora, que decía: «Estoy contigo, no pienso ir a ninguna parte, seguiré estando a tu lado».

Pero la mirada de Stephanie era inexpresiva. Veía a su amiga, asentía ante sus palabras, pero no significaban nada para ella.

Porque Jeb no estaba allí y nunca volvería.

Dark había ido hasta allí para hablar con Stephanie. Pero ahora que estaba de pie al otro lado de la calle no podía invadir su dolor. ¿Qué podía decirle? «Oh, sí, yo solía hacer ese trabajo que acaba de matar a su esposo. Y ¿sabe qué? Mi esposa también fue asesinada por un maníaco».

Era absurdo.

Cuando su hija era apenas un bebé, Dark pensaba que tendría tiempo para poner en orden su cabeza y volver luego a ser un verdadero padre para ella. Nadie recordaba nada de cuando tenía menos de dos años…, tal vez incluso tres, ¿no? Dark sólo recordaba pequeños fragmentos espeluznantes de su infancia. Destellos fugaces que no eran más reales que un sueño. Cuanto más trabajaba en Casos especiales, más se repetía a sí mismo: «Ya habrá tiempo».

El tiempo, sin embargo, había pasado velozmente. Ahora su pequeña tenía cinco años. ¿Qué debía de pensar? ¿Sobre todo cuando él era incapaz siquiera de prestar atención el tiempo suficiente para decirle buenas noches y que la amaba?

A Dark le habían arrebatado a todos aquellos a quienes había amado alguna vez. Sus padres biológicos.
Henry
. Sus padres adoptivos y, lo peor de todo, eso había sido culpa suya. Su madre. Su padre. Sus hermanos, todos en fila, uno junto al otro, con las bocas cubiertas con cinta adhesiva y ejecutados. Todo porque Dark había perseguido a un monstruo. Y lo mismo había ocurrido con Sibby, el amor de su vida. Dark había ido tras el rastro del mismo monstruo, tratando de enmendar su error, y el monstruo también la había asesinado a ella.

El peor temor de Dark era que su hija fuera la siguiente.

III

TRES DE COPAS

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cups

Oeste de Filadelfia, Pensilvania

El desconocido llevaba una hora observando a las mujeres. Ellas reían a carcajadas, entrechocaban los hombros y tenían un solo propósito en su agenda: emborracharse. Lo que facilitaría la tarea.

Estableció contacto visual con la que se encontraba en el extremo, la rubia menuda que parecía una actriz. Probablemente se lo habían dicho un millón de veces. La expresión en su rostro lo desafió: «Adelante, intenta algo. No me interesa. Soy provocadora».

El desconocido levantó la mano y dobló el dedo índice: «Ven aquí».

En el rostro de la rubia se dibujó una leve sonrisa, pero fingió ignorar al desconocido y volvió su atención hacia sus amigas. No pasaba nada. El desconocido era un hombre paciente. Había mucho tiempo.

Cuando la rubia volvió a echar un vistazo en su dirección —por supuesto que había vuelto a mirarlo, era parte del juego—, el desconocido repitió el gesto con el dedo: «Vamos. Ven aquí».

La rubia frunció los labios y sus ojos se entornaron con una expresión de disgusto. «¿Me quieres a mí?», preguntaron. «Ven tú aquí». Luego volvió a desviar la mirada.

Sin embargo, no podía ignorar por completo a ese desconocido. Era demasiado guapo como para descartarlo totalmente. Y aunque ella hubiera crecido oyendo decir a la gente que se parecía a una determinada actriz, no era más que una copia. Su nariz era más grande que la auténtica y los labios no eran tan carnosos. Y ella lo sabía.

Cuando volvió a mirarlo, el desconocido esbozó una sonrisa inocente y la llamó de nuevo con el dedo.

Ella le dedicó una sonrisa vulgar: «De acuerdo, capullo. Te has salido con la tuya».

El desconocido, ahora seguro de sí mismo, le volvió la espalda y alzó la mano como si estuviera pidiendo otra copa. Segundos después, el hombre sintió su presencia detrás de él. Luego sus pequeños dedos golpearon ligeramente su hombro.

—¿Y bien? ¿Qué es eso tan importante como para hacer que viniera hasta aquí?

El desconocido se volvió en su taburete y le sonrió.

—Sabía que vendrías hasta aquí si te hacía señas con el dedo el tiempo suficiente.

El efecto de sus palabras no tenía precio. Como si le hubiera cruzado la cara de una bofetada. La sorpresa y el
shock
la pillaron desprevenida. A ella nadie le hablaba de esa manera. Era una chica con clase. ¡Era una jodida estudiante de posgrado! La rubia parecía no acabar de decidir si debía arrojar una bebida a la cara del desconocido, pegarle un rodillazo en las pelotas o simplemente ignorarlo.

Eligió la tercera opción. O lo intentó, en cualquier caso.

El desconocido siguió sonriendo mientras ella volvía a reunirse con sus amigas, se inclinaba hacia adelante y susurraba su versión del breve intercambio. El desconocido se preguntó si lo habría citado literalmente o habría inventado algún comentario más cruel. La rubia se volvió para mirarlo, el odio reflejado en sus ojos, pero él no se inmutó.

Poco después la chica convenció a sus amigas para que la acompañaran al lavabo. Llevaron sus copas consigo.

Ya casi había llegado el momento de comenzar.

«¡Maldito cabrón!».

Kate Hale se castigó a sí misma cuando volvió a sentarse junto a sus amigas. ¿Por qué coño se había acercado a ese capullo? Porque era una idiota, por eso. Y, además, estaba un poco borracha.

Pero se lo merecía. Las primeras semanas en la escuela de posgrado habían sido realmente agotadoras. Esperaba ansiosamente las vacaciones de otoño y la posibilidad de ponerse al día con los trabajos. «Lo primero es lo primero», pensó. Esa noche se trataba de ponerse guapa y beber martinis con sus amigas. No permitiría que un cabrón le arruinara el programa.

—Olvídalo, cariño —dijo Donna, que estaba de pie delante del espejo examinando sus cejas y alisando las arrugas de su vestido azul—. En un lugar como éste, el factor gilipollas es bastante alto. Tendríamos que haber ido a Old City.

Mientras tanto, Johnette se metió en uno de los compartimentos y se sentó en el váter. No le iban los martinis. Había estado consumiendo a pequeños sorbos el mismo vodka con naranja toda la noche, y agradeció la oportunidad de visitar el lavabo de mujeres.

—De todos modos, estamos en 2010, ¿verdad? —preguntó Kate—. ¿Acaso ese tío no sabe que esa forma de ligar murió a finales del siglo pasado?

—Esto es Filadelfia. ¿Qué puedo decir? Creces aquí y te acostumbras a ello.

—Tendría que haber elegido una universidad más cerca de casa.

Donna sonrió.

—Entonces, tú y yo no estaríamos ahora aquí, bebiendo, pasándolo bien y manteniéndonos alejadas de las anticuadas formas de ligar de los gilipollas de la fraternidad Alpha Chi. Escucha, no permitas que te arruine la noche. Estamos aquí para pasarlo bien.

La Celebración Alcohólica del Lunes Noche era un ritual para Kate y sus dos mejores amigas. Mirad, la noche del lunes era la única en la que realmente no debías pasarte con la bebida, y ésa era exactamente la razón por la que ellas lo hacían. Porque podían permitirse sufrir una resaca el martes, ya que aún estaban en la facultad. Dentro de un año, la Celebración Alcohólica del Lunes Noche sólo sería un recuerdo.

Kate no pudo evitarlo. En su bonito rostro también se dibujó una sonrisa.

—Dominio del mundo.

—¡Dominio del jodido mundo, nena! —gritó Donna.

—¡Sí!

—Y podríamos estar dominando más si Johnette acabara de una buena vez de empolvarse la nariz —dijo Donna exagerando cada palabra.

Kate soltó una risita tonta.

—¿Johnette?

Nada.

Las dos mujeres se miraron. Johnette había hecho eso antes. Se colocaba cada vez más hasta que simplemente… se derrumbaba. Tampoco sería la primera vez que lo hacía en un lavabo. Pero no, insistía Johnette. Ella no tenía ningún problema. Era un estimulador del rendimiento. ¿Cómo coño creéis que consiguió acabar la universidad con ese estratosférico promedio de notas?

—Johnette, cariño —canturreó Donna—. Vamos.

Kate suspiró y luego se acercó a la puerta del lavabo.

—En serio, chica. Ya vale.

Nada.

—¿Holaaaa? —llamó Kate mientras abría la puerta.

Johnette estaba sentada efectivamente en el váter. Sus ojos muertos miraban a su amiga. Alrededor del cuello tenía una cuerda roja ajustada con tanta fuerza que había penetrado en la carne.

Una sensación de entumecimiento helado recorrió el cuerpo de Kate. Retrocedió un paso. El piso parecía estar cubierto de gelatina. Eso no estaba pasando. No podía estar pasando. Los lavamanos estaban detrás de ella. Kate extendió una mano para mantener el equilibrio. Se volvió para mirar a Donna. Ella era siempre la más fuerte de las dos. Pero Donna no estaba allí.

—¿Donna? —chilló Kate—. Oh, Dios mío, Donna, por favor…

Entonces sintió la cuerda alrededor de su cuello. Unas manos se apoyaron con fuerza en sus hombros y la obligaron a arrodillarse. Junto a la puerta había un espejo de cuerpo entero, de modo que pudo verse.

Y a la persona que estaba de pie detrás de ella.

Kate recobró el conocimiento durante unos segundos.

Muy poco tiempo, en realidad, pero suficiente para ver lo que había ocurrido a su alrededor. Se asustó al comprobar que, de alguna manera, estaba de pie. ¿Cómo era posible que fuera capaz de sostener su propio peso? La cabeza le daba vueltas y sentía los miembros adormecidos. Kate parpadeó para deshacerse de las lágrimas y tratar de enfocar la vista. Donna también estaba en posición vertical a pocos metros de ella. Tenía los ojos abiertos como platos y abría y cerraba la boca como si tratara de gritar, pero no conseguía que su garganta emitiera sonido alguno. Kate también trató de hablar. Quería decirle a su amiga que todo saldría bien, que no sabía qué estaba pasando, pero juraba que no le pasaría nada, fuera lo que fuese.

Y entonces el desconocido se movió detrás de Donna y colocó la brillante hoja de un cuchillo debajo de su barbilla. Luego sostuvo una copa de martini delante de su pecho. La mano con el cuchillo se movió hacia la derecha… casi demasiado de prisa como para que la vista lo captara.

Un chorro de sangre brotó del profundo corte que atravesaba la garganta de Donna, cayó por su pecho y cayó dentro de la copa.

De alguna manera, Kate encontró la fuerza necesaria para proferir un grito angustiado.

—¡¿Por qué?! ¡¿Por qué está haciendo esto?!

El desconocido la miró y sonrió.

Luego se agachó debajo del brazo extendido de Donna —Dios santo, ¿cómo podía seguir allí de pie, con los brazos extendidos, después de que alguien le rajara la garganta?— y dió tres pasos hasta casi quedar con su nariz rozando la de Kate. El cuchillo seguía en su mano.

—No se trata de vosotras —dijo el desconocido—. Se trata de aquello en lo que os habríais convertido.

Kate intentó gritar otra vez, pero el desconocido fue demasiado de prisa. En un momento alcanzó a sentir la hoja fría y pegajosa apoyada en la garganta.

Y un momento después ya no pudo gritar.

Capítulo 22

Washington, D. C.

A la una de la madrugada aproximadamente, Dark consiguió encontrar una habitación barata cerca del edificio del Capitolio. Había llevado muy pocas cosas consigo: una camisa limpia, una libreta de notas y su ordenador portátil. Sabía que debía comer algo, de modo que compró un bocadillo de pavo y un paquete de seis latas de cerveza en una tienda de alimentación que estaba abierta toda la noche. No recordaba cuándo había sido la última vez que había probado bocado.

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