Read No podrás esconderte Online
Authors: Anthony E. Zuiker,Duane Swierczynski
Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller
Filadelfia, Pensilvania
—Deja de darme la lata, Knack. Sabes muy bien que no puedo decirte nada.
El periodista se apoyó en el marco de la puerta de Lankford.
—Venga, Lee. ¿Por qué estaba Steve Dark aquí?
Lankford meneó la cabeza.
—No sé de quién estás hablando.
—Ya. Como si no te hubiera visto acompañándolo desde la escena del crimen.
—Estás viendo visiones.
—Vi a Dark caminando a tu lado, Lee. Hablando contigo. De modo que, venga ya, ¿por qué lo niegas? Dime qué es lo que está pasando o tendré que inventar alguna historia.
Knack conocía a Lankford por una serie de artículos que había escrito el año anterior acerca de un policía de Filadelfia que una noche se emborrachó y decidió coger su revólver reglamentario y limpiar su barrio de delincuentes. Pero hubo un problema: el tipo consideró que un puñado de chavales de trece años que jugaban ruidosamente en la calle eran «delincuentes». Un chico muerto, dos heridos y una feroz campaña en la prensa. Knack buscó un ángulo opuesto y centró el relato en la terrible presión que debían soportar los policías urbanos. La historia le ganó la amistad de un montón de agentes, incluido Lankford, y el resultado había sido una oleada de buena voluntad que Knack seguía disfrutando.
Sin embargo, ahora, nada de eso parecía tener importancia. Lankford no le estaba dando ninguna información.
El detective se levantó, metió un montón de papeles dentro de una carpeta y salió pasando junto a Knack.
—Mira, John, eres un tío simpático. Más tarde quizá pueda darte una versión actualizada, ¿de acuerdo? Pero ahora no.
El periodista asintió, fingiendo sentirse herido. Aunque no demasiado. Sólo un poco.
No demasiado herido como para dejar de entrar en la oficina de Lankford y revisar su escritorio.
Si Dark estaba en Filadelfia de manera oficial, debería haber algún documento al respecto, ¿no? Quizá Lankford lo había dejado en su escritorio. Knack sacó el móvil, accionó la cámara por si necesitaba registrar algo deprisa y luego se sentó en la silla de Lankford. Si el detective regresaba, siempre podía decirle que sólo estaba haciendo una llamada. La cobertura era mejor allí, sus piernas estaban cansadas, blablablá.
Después de revolver papeles durante quince minutos, Knack no encontró nada que tuviera algún interés en el escritorio de Lankford. Aunque, por otra parte, su navegador…
La gente nunca borraba el historial de su navegador. Knack debía por lo menos tres importantes primicias a un rápido vistazo al uso de internet por parte de algún poli o director general de una compañía. Hizo clic en el historial del navegador de Lankford y sus ojos se abrieron como platos.
El periodista tenía el nombre de su asesino en serie.
Aeropuerto internacional de Filadelfia
Cuando Dark regresó al aeropuerto un poco antes del mediodía, no le sorprendió mucho comprobar que Graysmith ya estaba esperándolo en el avión. Estaba sentada en una butaca de cuero color crema, con las piernas cruzadas y una pila de carpetas y papeles sueltos sobre el regazo. Debía de haberlo seguido en otro vuelo hacia el este mientras él analizaba la escena del crimen en el bar.
—¿Tiene todo lo que necesita? —quiso saber la mujer.
—Es un comienzo —contestó Dark.
—¿Qué opina del sospechoso que ha detenido la policía, ese trabajador de la construcción? —preguntó Graysmith.
Dark se instaló en un asiento al otro lado del pasillo, apoyó la cabeza, estiró los dedos y cerró los ojos, que le ardían por la falta de sueño.
—¿Jason Beckerman? No creo que sea él. El tío equivocado en el lugar equivocado en el momento equivocado. Es posible que se trate incluso de un chivo expiatorio que el verdadero asesino puso en nuestro camino. La policía no tiene nada para retenerlo. Además, Beckerman parece disponer de una coartada bastante sólida para la noche en que mataron a Jeb Paulson.
—¿Quién está haciendo esto entonces?
—No lo sé. Aún no tengo suficientes elementos para trabajar en este asunto. No he visto las dos primeras escenas del crimen y tampoco he tenido tiempo suficiente para examinar ésta.
—Creo que tiene algunas ideas.
Dark la miró, dudó un momento y luego dijo:
—Es posible que el asesino esté reproduciendo imágenes de las cartas del tarot.
Los ojos de Graysmith se iluminaron.
—Sabía que tenía algo. Muy bien, póngame al corriente, empezando por el asesinato de Green.
Al principio, Dark pareció ignorarla. Cogió un ordenador portátil del asiento contiguo y abrió la página de un navegador. Después de teclear un par de veces giró la pantalla para que Graysmith pudiera verla.
—El Ahorcado —dijo Dark—. Martin Green.
—Santo Dios. Es como la escena del crimen.
Dark tecleó un poco más. En la pantalla apareció otra de las cartas del tarot.
—El Loco —dijo—. Jeb Paulson.
—No lo veo.
—Rebobine la escena del crimen unos segundos —explicó Dark—. Imagine a Paulson en lo alto de la azotea, a punto de lanzarse hacia lo desconocido, con una rosa blanca en la mano…
Entonces Graysmith pareció entenderlo.
—¿O sea, que se está burlando de Casos especiales? ¿Llamándolos locos?
Dark negó con la cabeza.
—No lo creo. Lo poco que sé sobre las cartas del tarot es que su significado nunca debe tomarse de forma literal. El Loco no significa «demente», según este sitio web. A falta de un término más apropiado, creo que significa «novato».
Graysmith sonrió.
—Ya, como nuevo en Casos especiales. Animoso, ambicioso, empecinado, hambriento…
—Y esta noche las chicas estaban…
Dark pulsó unas teclas y luego le enseñó la pantalla a Graysmith: el Tres de Copas.
—Celebrando. Ebrias de vida.
—Maldita sea. ¿Cómo ha deducido todo esto?
Dark se encogió de hombros.
—Las chicas sosteniendo sus copas en la escena del crimen era algo demasiado forzado, demasiado deliberado, ¿me entiende? Era un detalle que reclamaba atención.
—Si este asesino está reclamando atención —apuntó Graysmith—, ¿por qué no hacer las cosas más simples y dejar una carta o algo así?
—Las víctimas ocupan el lugar de las cartas.
—Pero las propias víctimas no tienen sentido. Tomemos a estas chicas universitarias…, ¿por qué ellas? ¿Cuál es la conexión? Primero Green, luego Paulson, el agente que estaba investigando la muerte de Green. Pero ¿dónde encajan estas universitarias? ¿Cuál es el siguiente paso lógico?
—No lo sé —repuso Dark—. Ya no soy investigador. No tengo ni idea de qué es lo que quiere de mí.
Graysmith sonrió, luego se levantó de su asiento para sentarse junto a Dark. Él la miró y aspiró su perfume, fresco y embriagador. Su parte animal quería cogerla entre sus brazos y follarla, luego dormir durante días para despertar sólo cuando quisiera otra dosis. Y sospechaba que ella lo sabía.
Graysmith se inclinó hacia adelante y le dijo casi en un susurro:
—Ya ha visto de primera mano qué clase de recursos estoy en condiciones de ofrecerle.
—¿Y qué es lo que quiere a cambio? —preguntó él.
—Quiero que atrape a esos monstruos.
—Casos especiales se encarga de eso.
—Pero la gente de Casos especiales no es tan buena como usted. No son capaces de acabar el trabajo, de darles a los monstruos lo que se merecen.
—¿Y qué sería eso?
—La muerte.
Dark apartó la vista. El avión había comenzado a moverse por la pista. Las luces veteaban las ventanillas. Ahora todo empezaba a cobrar un poco más de sentido.
Graysmith no estaba interesada en la ley y el orden o en un proceso justo. Y ésa era la razón por la que no canalizaba sus considerables recursos a través de los medios habituales, incluso una división como Casos especiales. No importa cuan clandestina sea una operación, siempre tienes que rendir cuentas a alguien de tus acciones. Las historias, incluso las historias secretas, tienen que ser registradas.
Ella podía darle a Dark las llaves de su antigua vida. Convertirlo otra vez en un cazador de hombres. Sólo que, en esta ocasión, dispondría de un acceso ilimitado y de un cheque en blanco. Todo cuanto él tenía que hacer era decir que sí.
Se volvió hacia Graysmith.
—¿Qué saca usted de todo esto?
Ella le clavó la mirada.
—El monstruo que torturó y asesinó a mi hermana está sentado en una habitación con la temperatura regulada y disfruta de tres comidas al día. Lo visten y le proporcionan tratamiento médico y dental. Tiene acceso a la lectura. Papel y útiles de escritura. Le permiten hacer ejercicios físicos. Pensar. Soñar. Mientras tanto, el cuerpo cubierto de cicatrices de mi hermana se pudre en un cementerio. Puede creerme, no pasa un solo día sin que piense en enviar a alguien a esa prisión para que mate a ese hijo de puta.
—¿Y por qué no lo hace? —preguntó Dark—. Eso quizá la ayudaría a sentirse mejor.
—Sería un acto de egoísmo. Si voy a venderle mi alma al diablo, haré que sea un acto que merezca la pena.
—¿Ya ha hecho el trato?
—Escuche —dijo Graysmith—, yo simplemente le ofrezco la oportunidad de hacer lo que mejor sabe. Usted ya encontró una vez al hombre del saco y lo hizo desaparecer de la faz de la Tierra. Puede volver a hacerlo otra vez. Y otra. Y otra.
—¿Hasta cuándo?
—Hasta que el mundo sea un lugar seguro para su hija.
—No puedo detener el mal.
—Tal vez no, pero puede marcar la diferencia. Un asesino cada vez.
Dark no lo admitiría en voz alta, pero eso era exactamente lo que él quería también.
—¿Y bien?, ¿cuál es su respuesta? —preguntó Graysmith—. ¿Estamos juntos en esto?
—Sí —dijo Dark con voz tranquila al tiempo que trataba de apartar de su mente la imagen de su hija—. Estamos juntos.
DIEZ DE ESPADAS
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swords
Myrtle Beach, Carolina del Sur
Sí, el tipo era de mediana edad, pero todavía había músculos debajo de una o dos capas de grasa. Su piel mostraba algunas cicatrices, como si hubiera estado en el ejército, pero en otras zonas se veía extrañamente pálida, como si hubiese pasado algún tiempo recuperándose en los hospitales. Estaba boca abajo sobre la mesa y pronto no tendría ningún secreto para ella.
A Nikki le gustaba eso.
Le gustaba estar colgada de la barra encima de sus clientes, como un maldito ángel gótico de pesadilla que descendiera desde el sótano secreto del cielo dispuesto a hacer realidad todos sus sueños.
Ese era su pequeño teatro, y ella era la estrella.
Sus amigas le preguntaban: «¿Cómo puedes tocar a esos viejos asquerosos?». Y sí, ésa era la clientela típica de ese lugar: viejos repugnantes, blancos adinerados que estaban lejos de sus esposas y que buscaban un masaje a manos de una modelo completado con un final feliz. Pero las amigas de Nikki no lo entendían. Ella no estaba en alguna esquina ofreciendo pajas por cien dólares. Ella era quien tenía el control. Durante treinta minutos era la dueña de aquellos cerdos viejos y arrugados. No tenían secretos para ella. Ni en sus cuerpos ni en sus mentes.
La discreción era una cualidad muy apreciada en un lugar como ése, a pocos minutos de Myrtle Beach. La dirección había dejado perfectamente claro que, si algo de lo que sucedía entre esas paredes se filtraba al exterior, la pena era el cese instantáneo con la velada amenaza de una acusación criminal.
Eso estaba bien. De todos modos, a ella le gustaba ser discreta en esas cosas.
A cambio de su silencio, sus clientes solían recompensarla con lujosos regalos: collares brillantes, perfumes caros, licores inusuales. A Nikki le encantaba quedarse despierta hasta muy tarde, colgada de la televisión por cable, mirando C-SPAN.
[3]
El hecho de saber qué cara ponía un senador de Estados Unidos cuando eyaculaba era una extraña forma de poder. O a quiénes les gustaba que les metieran los dedos en determinados orificios.
En su opinión, ella formaba parte de la estructura de poder secreta de Estados Unidos.
Y ahora había llegado el momento de la función.
Nikki se miró por última vez al espejo. Le encantaba la forma en que el quimono colgaba de su cuerpo, acentuando sus pechos y sus caderas y prometiéndolo todo, aunque revelando muy poco. La revelación vendría más tarde. Le encantaba cuando los hombres, tendidos boca abajo, volvían la cabeza para echar una mirada furtiva. Su reacción no tenía precio.
La puerta detrás de ella se abrió y una mujer entró en el camerino.
—Eh, no puedes entrar aquí.
Se volvió y vió que la mujer estaba completamente desnuda y llevaba puesta una máscara antigás. El pelo largo le caía sobre los hombros y unos ojos grandes e inquisitivos la miraban a través de las lentes ligeramente empañadas de la máscara. Nikki apenas si tuvo tiempo de registrar esa extraña visión antes de que la mujer alzara un bote y le rociara la cara con algo frío y húmedo que comenzó a actuar de inmediato.
Nikki, tendida en el suelo, estaba paralizada y perdía rápidamente el conocimiento. Sin embargo, permaneció consciente el tiempo suficiente para experimentar la horrible sensación de que la bata de seda se deslizaba fuera de su cuerpo, dejándola completamente desnuda…
El senador Sebastian Garner, desnudo sobre la mesa, estaba preparado para disfrutar de los únicos momentos de placer que quedaban en su miserable vida. En el único lugar donde realmente podía relajarse. Aspiró el cálido aroma a almizcle que desprendían las velas encendidas y esperó la llegada de su chica. Ella siempre llevaba un quimono de seda. Un quimono que, de hecho, le había regalado él. Le recordaba la guerra. Es decir, a las chicas de la guerra.
Garner oyó que la puerta se abría a sus espaldas y sonrió. Deseó ser capaz de detener el tiempo y vivir para siempre en los treinta minutos siguientes. Dejar que todo lo demás se esfumara. A los guerreros santos musulmanes se les prometía una vida después de la muerte llena de leche, higos y vírgenes. ¿Acaso un cansado guerrero santo del Todopoderoso Capitalismo no merecía algo similar?
La puerta se cerró. «Allá vamos. Desconecta tu mente, viejo estúpido», se dijo Garner, y se concentró en el momento. Estaba preparado para disfrutar a tope de esa sesión. Esperó que los dedos suaves y cálidos de la chica comenzaran a deslizarse por su espalda, danzando a lo largo de su cansada columna vertebral, llevando los músculos a un estado de borrosa relajación.