Read No podrás esconderte Online
Authors: Anthony E. Zuiker,Duane Swierczynski
Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller
A pesar de todo, ése era el talento natural de Tom Riggins. Era muy bueno haciendo que lo subestimaras. Parecía la clase de tipo que engulliría contigo una caja de alitas de pollo y seis latas de cerveza en el bar de la esquina, la clase de hermano de sangre a quien le confiarías tus secretos más íntimos, la clase de tío que te ayudaría a cambiar los muebles de lugar. Riggins era una curiosa mezcla de amenaza y cordialidad de viejo amigo, una característica que lo había ayudado a desarmar a incontables delincuentes a lo largo de los años. Del mismo modo en que intentaba desarmar a Dark en ese momento.
Seguramente había visto la fotografía en la página de Slab. ¿Por qué, si no, iba a estar allí? Pero hasta ahora no lo había mencionado. Dark sabía que era mejor tener paciencia y esperar a que hablara. Tarde o temprano, Riggins iría al grano. Algo que podía ser tan sencillo como una advertencia. O tan dramático como un arresto.
Después de todo, Dark había visto que delante de su casa había una furgoneta aparcada que no pertenecía al vecindario.
—¿Qué estás haciendo ahora? —preguntó Riggins haciendo un alto en la cocina y apoyando su corpachón contra la encimera de azulejos. Allí no había mucho en términos de comida. Dark no era precisamente un gran aficionado a la cocina. Sibby era la que tenía gusto en ese sentido. Aun así, la cocina se parecía más a un plato de televisión que a algo que uno realmente usara para cocinar o comer. Como si estuviera montada para un programa.
—He estado dando clases —dijo Dark.
—Sí. Me he enterado de tu trabajo con esos chicos en UCLA. ¿Qué tal la experiencia? ¿Hay algún hijo de famoso en tu clase? Como uno de esos…, ¿cómo los llaman?, los Jones Brothers.
—Me lo paso bien, y no, no que yo sepa.
—¿Algún material prometedor para Casos especiales?
—Esos chicos tienen veinte años, Riggins.
—Tú también tuviste veinte años una vez —repuso él—. De hecho, creo que tenías esa edad cuando nos conocimos, ¿verdad?
Dark bebió el último trago de su cerveza y luego alzó la botella vacía, una cascada de espuma cayendo por el cuello.
—¿Quieres otra?
Riggins lo miró fijamente.
—Muy bien, de acuerdo. Podemos seguir bailando alrededor de tu cocina para siempre, pero lo reconozco, mis pies empiezan a cansarse. ¿Qué estás haciendo realmente ahora?
Dark lo miró con la misma dureza.
—¿Por qué no te dejas de toda esta mierda y me dices por qué has hecho este largo viaje a Los Ángeles para beber un par de cervezas? Sobre todo si tenemos en cuenta que hace tan sólo unos días ni siquiera querías hablar conmigo por el jodido teléfono.
Riggins señaló las cartas del tarot que había sobre la mesa de la cocina.
—Bien, para empezar, ¿quieres hablarme de eso?
—Curiosidad intelectual —dijo Dark.
—Es verdad, profesor Dark. Lo había olvidado.
Riggins apoyó con fuerza su botella de cerveza sobre la encimera de la cocina.
—Escucha —dijo—. Vi las fotos en esa página web, sabes que es así. Estuviste en la escena del crimen en Filadelfia. Estoy casi seguro de que también has estado en Falls Church. Lo que quiero saber es, ¿qué coño crees que estás haciendo? Pensaba que ya habías tenido suficiente de todo este asunto de la caza de hombres. Que te habías hartado de la burocracia. Pensaba que querías volver a tener una relación con tu hija.
Dark no dijo nada.
Riggins dejó escapar un leve gruñido. «Muy bien. De acuerdo. No me cuentes nada. De todos modos, lo averiguaré muy pronto». Y lo haría. Fuera, los técnicos de campo de Riggins, a préstamo de la Agencia de Seguridad Nacional, estaban ocupados inspeccionado la casa, y había otra docena en las inmediaciones.
Riggins sabía que si había una ventaja en trabajar con un pez gordo como Norman Wycoff era el acceso que tenía a su caja de juguetes. Y el secretario de Defensa tenía un montón de brillantes juguetes a su disposición. Como, por ejemplo, una furgoneta Econoline con un equipo de vigilancia de última generación que estaba aparcada al otro lado de la calle frente a la casa de Dark. Era un equipo de vigilancia a nivel de la NSA, capaz no sólo de captar señales de audio y vídeo a través de paredes de hormigón, sino también de escanear el disco duro de cualquier ordenador a través de paredes de hormigón de treinta centímetros de espesor. A una distancia tan corta, los técnicos que estaban trabajando dentro de esa furgoneta serían capaces de dejar al descubierto toda la casa de Dark.
Si Dark ocultaba algo, Riggins lo encontraría.
Y, una vez que su equipo confirmara que Dark estaba en posesión de un material que no debía tener, Riggins podría arrestarlo sin ningún cargo de conciencia. Se habían firmado documentos y establecido acuerdos. Dark debería entenderlo, ¿verdad? Además, Riggins honestamente se sentiría mejor con Dark en un lugar seguro. Quizá necesitara hablar con alguien.
—Dime cómo pudiste acceder a la escena del crimen —dijo Riggins.
Dark se limitó a mirarlo.
—No logro entenderlo. No sólo tuviste alguna clase de mágico acceso al lugar, sino que llegaste incluso antes de que nadie de mi equipo pudiera hacerlo. ¿Quién te dió el soplo, Dark? ¿Qué está pasando aquí? Habla conmigo, tío. Dame un respiro.
Él no dijo nada.
El móvil de Riggins comenzó a zumbar en su bolsillo. Era exactamente la sensación que no deseaba tener. El equipo de la furgoneta sin duda había encontrado algo. ¿Lucharía Dark contra él? Si eso ocurría, Riggins debía prepararse para una noche muy larga. Un hombre como Dark seguramente disponía de más de una ruta de escape. Una arma, posiblemente dos, escondidas en alguna parte. Glock 22, calibre 40, la favorita de Dark. Un coche veloz, probablemente ese Mustang color cereza que Riggins había visto aparcado junto al bordillo y orientado hacia la pendiente de la calle. Su móvil volvió a sonar.
—Tengo que contestar esta llamada —dijo, y sacó el teléfono del bolsillo.
—Ningún problema —repuso Dark.
Pero la llamada no era del equipo de vigilancia que estaba fuera de la casa. Era un mensaje de texto de Constance.
Dark se sorprendió cuando Riggins se levantó, guardó el móvil en el bolsillo, bebió el resto de su cerveza y anunció que tenía que marcharse. ¿Era una treta? ¿Riggins estaba tratando de llevarlo hasta la puerta para que sus hombres pudieran esposarlo y ponerle una capucha? No era su estilo, pero ésas tampoco eran unas circunstancias normales. Ambos se encontraban en un territorio inexplorado.
—Tengo que irme, pero esto no ha terminado —dijo Riggins—. Me debes algunas respuestas.
Dark asintió mientras escudriñaba el exterior de la casa. Buscaba sombras. Ruidos, el roce de una suela de goma sobre el pavimento. Cualquier clase de indicio. Sabía que podía dejar atrás a Riggins, abrirse paso por la parte trasera de la casa. Allí también podía haber un equipo, si Riggins se había tomado ese asunto en serio.
—Gracias por la visita —dijo Dark.
—Que te den por hacer que me preocupe por ti —replicó Riggins.
—Sabes que la solución para eso es muy fácil: no te preocupes por mí.
Riggins hizo un gesto que abarcaba toda la habitación.
—¿Crees que es esto lo que Sibby habría querido?
—No lo sé, Riggins. Ella no está aquí para decírmelo. Saluda de mi parte a los muchachos de la furgoneta. ¿Conozco a alguno de ellos?
Riggins volvió a proferir uno de sus gruñidos, dejó la botella vacía en la mano de Dark y se marchó.
Una vez dentro de la furgoneta, miró a los técnicos. Estaban apiñados delante del equipo de escuchas más sofisticado que podía encontrarse. Riggins se sintió un poco como Gene Hackman en
La conversación
, un frío y duro profesional a punto de ser jodido desde todas las direcciones imaginables. El técnico jefe, un tipo que trabajaba por cuenta propia llamado Todd, se colocó los auriculares sobre los hombros y negó con la cabeza.
—Nada —dijo.
—¿No podéis encontrar nada? —preguntó Riggins.
—Que nosotros sepamos, ese tío está completamente limpio —dijo Todd—. No hay ordenadores en ninguna parte. Tampoco cámaras de seguridad ni teléfonos móviles. Ni siquiera tiene televisor. Sólo una línea telefónica fija y la tenemos intervenida. Es como si viviera en 1980 o algo así.
Aquello no tenía ningún sentido para Riggins. Dark estaba obsesionado con la seguridad incluso antes de la pesadilla de Sqweegel. ¿Por qué iba a vivir en un lugar en el que no había ninguna medida de seguridad visible? ¿Acaso estaba tentando al monstruo para que lo atacara, una especie de juego de «a ver si me pillas»? No. Era evidente que Dark ocultaba algo. Quizá ese lugar no fuese realmente su casa. Quizá no fuese más que una fachada y guardara sus cosas importantes en otra parte.
—¿Tiene alguna otra propiedad en California? —preguntó Riggins.
—Lo hemos comprobado —dijo Todd—. Nada, excepto una vieja dirección en Malibú a nombre de su esposa. Y la residencia de su familia adoptiva, pero esa casa se vendió hace mucho tiempo.
Riggins pensó un momento.
—Espera. La foto que aparecía en Slab mostraba a Dark con un móvil pegado a la oreja.
—Bueno, aquí no hay ninguna señal de actividad de teléfonos móviles. Es lo más sencillo de rastrear; aunque le hubiera quitado la batería y metido el chisme dentro de un cubo de agua, lo encontraríamos. Tal vez fuera un móvil desechable y lo tiró en alguna parte.
—Maldita sea.
Riggins no podía quedarse un minuto más allí. Constance se estaba ocupando de conseguirle un vuelo de Los Ángeles a Myrtle Beach. Se había cometido otro extraño asesinato ritual y esa vez el objetivo no habían sido unas chicas que cursaban un máster en administración de empresas. Se trataba de un maldito senador de Estados Unidos, apuñalado hasta la muerte en un elegante salón de masajes en algún lugar cerca de la costa. Mientras él estaba perdiendo el tiempo allí, en la costa Oeste, el asesino recorría alegremente las playas del este.
Wycoff le haría la vida imposible con ese asunto de Steve Dark, pero las prioridades eran las prioridades. El asesino primero. Dark podía esperar.
Cuando estuvo seguro de que la furgoneta de Riggins se había marchado, Dark regresó al sótano para seguir estudiando la evidencia de la escena del crimen. Poco después llegó Graysmith, quien apareció en la puerta principal sin aviso previo.
—Ha habido otro —dijo.
Antes de viajar a Filadelfia para reunirse con Dark, Graysmith había introducido algunas modificaciones en el sistema de seguridad de su casa, al que había calificado de «juego de niños».
—Le hice un barrido de seguridad —le explicó—. Ahora será como si alguien hubiera cubierto toda la casa con una manta de plomo. Nadie sabrá qué es lo que hace aquí dentro, a quién llama, qué sitios visita en la red…, nada. Ni siquiera yo podré echar un vistazo entre estas paredes.
Por alguna razón, Dark lo dudaba. Graysmith no parecía ser una persona en quien confiar abiertamente. Pero, aparentemente, sus modificaciones en el sistema de seguridad lo habían sacado de un apuro, porque Riggins había llegado acompañado de un equipo de vigilancia móvil completo, lo que significaba un montón de mano de obra para compartir un par de cervezas en plan amistoso.
Pero Dark decidió que se preocuparía por eso más tarde.
—Hábleme de ese asesinato —dijo.
—El senador Sebastian Garner. Conservador, partidario de la línea dura. El año pasado ocupó numerosos titulares defendiendo Wall Street, sobre todo en un momento en que sus electores le rogaban que los castigara. Héroe de Vietnam. Hombre de familia. De modo que no debería sorprender a nadie que lo encontraran en un salón de masajes en Myrtle Beach. Estaba desnudo y lo habían acuchillado hasta la muerte con diez puñales distintos.
Puñales. Dark recordó inmediatamente que en la baraja del tarot había espadas. Diez de ellas, clavadas en la espalda de un hombre tendido boca abajo.
—¿Ese viaje era del conocimiento público? —preguntó.
—No —dijo Graysmith—. En lo que respecta a la prensa, Garner estaba asistiendo a la sesión de un
think tank
económico en la zona. Estoy segura de que sus colaboradores están trabajando contrarreloj mientras hablamos, tratando de fabricar alguna clase de dolor crónico en la espalda que le diera a Garner un motivo para estar en ese lugar. Esa versión, sin embargo, no resistirá mucho. Los hechos son los hechos. Alguien se lo pasará de maravilla con esta historia.
—¿Sabemos algo acerca de esos puñales?
—Uno de los primeros en responder dijo que parecían esas cosas que se compran en las tiendas de esoterismo que hay junto al mar, con diseños muy elaborados y llenos de adornos. Pronto dispondré de algunas imágenes, pero es seguro que no se trataba de cuchillos para cortar carne.
Dark se inclinó hacia Graysmith y realizó una búsqueda rápida en Google.
—Mire esto.
En la pantalla, la imagen del Diez de Espadas. En primer plano hay un hombre tendido boca abajo en una playa, vestido con chaleco y camisa blanca. Una bata o un manto rojos de alguna clase le cubre las nalgas y las piernas. Por debajo de la cabeza del hombre parece correr un pequeño río de sangre, del mismo color del manto. En la espalda: diez espadas largas, la primera clavada en la cabeza y el resto siguiendo un camino desigual a lo largo de la columna vertebral, pasando por las nalgas y acabando sobre uno de los muslos. La cabeza está orientada hacia un horizonte negro. Los dedos, muertos, inmóviles sobre la arena.
Dark cerró la ventana, se inclinó sobre la mesa y se frotó las sienes.
—Supongo que ahora debería subir a un avión —dijo.
—No —contestó Graysmith—. Dejemos que Riggins y su chica, Brielle, estudien la escena del crimen. No estamos hablando de la muerte de una prostituta en un callejón. Se trata de un senador. Cuando reúnan las pruebas se equivocarán a favor de la teoría obsesivo-compulsiva. Tengo controlado el teléfono de Riggins y también el de Brielle. Además de mis fuentes clandestinas habituales en Casos especiales. Cualquier cosa que ellos encuentren, nosotros también lo haremos.
Esas palabras inquietaron a Dark. Como si estuviera traicionando a sus amigos y los guiara directamente hacia una situación de seguridad comprometedora. Pero decidió apartar esos pensamientos. No era como si él hubiera invitado a Riggins a su casa.