No podrás esconderte (19 page)

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Authors: Anthony E. Zuiker,Duane Swierczynski

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: No podrás esconderte
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Dark miró el nombre de su esposa grabado en el mármol.

¿Lo había guiado ella hasta la tienda de Hilda? ¿Le estaba dando el sosiego que él era incapaz de conseguir?

En ese caso, era todo cuanto Dark necesitaba.

La certeza de que podía atrapar a aquel asesino sin perderse a sí mismo en el proceso.

Capítulo 39

Myrtle Beach, Carolina del Sur

A esas alturas, Riggins estaba trabajando a nivel cero de sueño, de modo que lo último que necesitaba en ese momento era contemplar el culo desnudo, pálido y fofo de un senador muerto. Sobre todo si se trataba de un senador como Garner. A Riggins nunca le había caído bien cuando estaba vivo, y no era fácil sentir compasión por aquel hombre ahora que lo habían encontrado salvajemente asesinado en un sofisticado spa de una ciudad turística. El hombre parecía un rollito de pollo que hubiera estado demasiado tiempo sobre el mostrador de una charcutería.

Y eso era precisamente lo que Constance le pedía que hiciera, que examinara de cerca el culo de aquel hombre.

—Inclínate para poder ver esto —dijo ella.

—¿No puedes contármelo? —dijo Riggins—. Este trabajo me ha dejado ya suficientes cicatrices psicológicas para que me duren una segunda vida.

—¿Quieres inclinarte, por favor, y dejar de actuar como un niño?

Sí, claro, por supuesto. Riggins se inclinó sobre el cadáver. Habían conseguido que los agentes de la policía local abandonaran la escena del crimen unos minutos, lo que era una suerte. No tendrían que hacer su habitual intercambio de bromas delante de nadie. Y esas bromas, a veces, contribuían a mantener sus emociones bajo control y la mente despejada. Constance acompañó a Riggins en un breve viaje por la decena de puñales, comenzando por la cabeza y bajando por la columna vertebral del senador, hasta acabar en uno de sus viejos y duros muslos. Las primeras nueve hojas de acero estaban clavadas hasta la empuñadura en el cuerpo del hombre. La última, clavada en el muslo, había atravesado primero una carta del tarot: el Diez de Espadas. Por si ellos no eran capaces de deducir la referencia, supuso Riggins.

—Observa la hoja —dijo Constance con un deje de asombro en la voz.

Por encima de la carta salpicada de sangre se alcanzaba a ver unos centímetros de la hoja y los elaborados diseños grabados en el acero.

—Supongo que no se trata de un Ginsu
[4]
—dijo Riggins.

—No es algo que puedas comprar en cualquier tienda de artes esotéricas. Observa los detalles, la artesanía en el diseño.

Constance, por supuesto, tenía razón. Los detalles de la hoja eran tan elaborados y complejos como los tatuajes de un gángster de la Yakuza. Era evidente que el autor del crimen no había buscado las armas asesinas revolviendo el cajón de los cubiertos. Aquellos puñales eran muy raros, lo que era una buena noticia porque significaba que se les podía seguir la pista. ¿Que quieres matar a alguien e irte de rositas? Ve a Target o Walmart. No te líes con cuchillos o drogas exóticos como ese asesino. El problema era que al asesino parecía importarle un carajo que le siguieran el rastro. Él —o ella— se había cargado a seis personas en cinco días y cuatro ciudades. Si tuvieran todo el tiempo del mundo, por supuesto que conseguirían averiguar de dónde habían salido esos puñales. Pero, mientras tanto, aquel pirado podía cargarse a otra media docena de personas. Todos los indicios apuntaban a que el asesino había iniciado una escalada en su actuación. Tres chicas universitarias en un bar es una cosa; apuñalar a un senador de Estados Unidos con una precisión y detalles exhaustivos te sitúa en una liga completamente distinta.

Riggins apartó el rostro del cadáver del senador.

—¿Quién lo encontró? —quiso saber.

—Nikki. Su verdadero nombre es Louella Boxer. Dice que estaba en la otra habitación preparándose para la sesión con el senador, para «meterse en el personaje», según explicó, y alguien entró.

—¿Ha podido dar una descripción de esa persona?

—En cierto modo —dijo Constance—. Boxer afirma que era una mujer, desnuda de cuello para abajo. Piel cetrina, constitución atlética.

—¿Y qué llevaba del cuello hacia arriba?

—Una mascara antigás. Eso fue lo último que Boxer recuerda. Cuando despertó, entró gritando en la habitación y encontró al senador así.

—¿Sabes?, estaba excitado hasta la parte de la máscara antigás —dijo Riggins—. ¿Cuánto tiempo estuvo sin conocimiento?

—No tiene ni idea.

—El asesino ha utilizado otra vez ese jodido chisme que te deja fuera de combate —musitó Riggins—. ¿Qué pasa?, ¿que encontró esa mierda de oferta en alguna tienda? Necesitamos que Banner compruebe los análisis toxicológicos de esa sustancia que halló en la sangre de Paulson. Veamos si puede seguirle la pista hasta alguna base militar.

—Querrás decir la asesina —repuso Constance.

Riggins asintió.

—Una máscara antigás y tetas. De puta madre. Y yo que pensaba que ese pirado con un condón corporal era algo extraño.

V

DIEZ DE BASTOS

Si deseas ver la lectura personal de la carta del tarot de Steve Dark, entra en www.level26.com e introduce la siguiente clave:
wands

Transcripción del vuelo 1015, avión chárter privado en viaje del aeropuerto internacional de Denver al aeropuerto internacional de Southwest Florida.

Piloto: Les habla el capitán Ryder desde la cabina de mandos. Lo siento, amigos, parece que en la aproximación a nuestro punto de destino hemos encontrado mal tiempo. Si tuviera una varita mágica, haría que desapareciera, pero no es así. Por favor, regresad a vuestros asientos.

»Y, de paso, ¿por qué no os abrocháis los cinturones de seguridad?

»Y, ya que estáis, me gustaría que pensarais en vuestras vidas. En la gente a la que hacéis daño. Las políticas que habéis llevado adelante. Los planes que habéis tramado.

»Las acciones que os trajeron aquí, ahora, para que os encontréis con vuestro destino…

El desconcierto y la confusión se extendieron por la pequeña cabina de pasajeros.

—¿De qué coño está hablando?

—¿Es ésta la idea que tiene alguien de lo que es una broma?

—¿Ha dicho «destino»?

Hasta hacía apenas unos minutos, la vida era algo maravilloso para los diez pasajeros del vuelo 1015, quienes se dirigían a un retiro organizado por su empresa en una zona aislada de la costa dorada de Fort Myers. En la agenda oficial figuraban las siguientes actividades: tormenta de ideas sobre el futuro de la compañía y recuperación de los valores fundamentales de Westmire Investments. (Eh, sonaba bien sobre el papel…). En la agenda extraoficial las actividades eran: sexo, alcohol, coca, masajes, más coca y, muy posiblemente, una orgía, según la cantidad y la calidad de la coca disponible.

Tiffany Adams ya había participado antes en esos «retiros», de modo que sabía muy bien que podían alternar entre dos extremos opuestos. A veces, los novatos querían centrarse demasiado en el trabajo, algo que aguaba completamente la fiesta a los veteranos como Adams. Por suerte, en ese vuelo viajaban seis veteranos (ella, Ian Malone, Honora Mouton, Warren McGee, Shauyi Shen y Corey Young) y sólo cuatro novatos (Maryellen Douglas, Emily Dzundza, Christos López y Luke Rand). El retiro podía ir en cualquiera de los dos sentidos, pero a Adams le gustaban las probabilidades. También le gustaba cómo se estaba desarrollando la mañana. Eran tan sólo las siete y los chicos ya estaban en ello.

Emily Dzundza, la de los grandes pechos y los labios de chupona, ya iba por su segundo whisky…, y eso que parecía la tía más aburrida del mundo. Maryellen Douglas había desaparecido con Warren, y Christos López hablaba sin parar de una reciente juerga con barra libre de la que había participado en su última compañía y en la que se gastaron ciento treinta y cinco mil dólares en cuestión de horas. Buen chico. Justo lo que a Tiffany le gustaba oír.

Sin embargo, cuando el piloto comenzó a hablar de que debían abrocharse los cinturones de seguridad, la advertencia no tenía ningún sentido. El cielo estaba azul y despejado, no había turbulencias, y debajo de ellos se extendía un paisaje llano y marrón en perfecta calma. ¿Se trataba de una broma? No. Los pilotos no bromeaban; no, después del 11-S.

Pero entonces, sin previo aviso, el horizonte se inclinó bruscamente y el avión inició un descenso en picado. Las bebidas cayeron al suelo. Sus compañeros comenzaron a gritar. Nada de eso tenía sentido. En un vuelo comercial nunca se producían ese tipo de maniobras demenciales, mucho menos en un jet de lujo privado donde el trabajo del piloto consistía en que el viaje fuera como la seda. Se suponía que ninguno de ellos debía darse cuenta siquiera de que estaban en el aire.

Algunos pilotos, sin embargo, se comportaban deliberadamente como unos capullos. Quizá no les gustara la gente rica. Pero Tiffany no pensaba quedarse sentada y permitir que aquel piloto jugara con ellos. Debía ir hasta la cabina de mandos, golpear la puerta y decirle al hombre que acabara ya con todo aquello.

Y trató de hacerlo. Sólo que ahora, de pronto, se sintió mareada. Quizá fuera por el brusco cambio de presión. Jodido piloto. Quería romperle los dientes, pero también quería recostarse en su asiento, sólo un momento. Sólo hasta que se le despejara la cabeza…

Un fuerte golpe la despertó. Y también la brisa en el rostro.

¿Brisa… dentro de un avión?

Tiffany se sentía mareada y tenía náuseas. Vió que todos los demás aún estaban desmayados en sus asientos de cuero. Nada tenía sentido. ¿Qué?, ¿acaso estaban todos borrachos? Se desabrochó el cinturón, se levantó y, con las piernas tambaleantes, comenzó a avanzar hacia la parte delantera del aparato. Ante sus ojos bailaban unos extraños y desenfrenados dibujos de luces y sombras sobre las cabeceras de los asientos vacíos y la puerta de la cabina de mandos. El viento era más fuerte, como si el piloto hubiera puesto el aire acondicionado a máxima potencia. Unos pasos más adelante, Adams vió de dónde procedían la luz y las ráfagas de viento.

La puerta de los pasajeros estaba abierta.

Oh, joder…

Se agarró con ambas manos de la parte superior de los asientos más próximos a ella y estiró el cuello para mirar hacia afuera. Las copas de los árboles silbaban junto al fuselaje, demasiado cerca para que fuera real. Ese avión no podía estar volando tan cerca del suelo.

Acercándose a cada segundo que pasaba…

Tiffany tragó con dificultad y luego se impulsó hacia adelante tratando de llegar a la puerta de la cabina del piloto. «No mires afuera —se dijo—. No pienses siquiera en lo que hay allí. Busca al piloto. Pregúntale qué coño está pasando».

Cuando llegó frente a la puerta de la cabina, Tiffany la golpeó con ambos puños. Abriría aquella puerta, a tomar por culo las reglas de la Administración Federal de Aviación.

Pero, para su sorpresa, la puerta se abrió súbitamente. Entró en la cabina y vió una mancha verde y marrón que llenaba las ventanillas delanteras, el conjunto de instrumentales y luces intermitentes en los paneles de control, los asientos de los pilotos vacíos, meciéndose suavemente de un lado a otro, un par de auriculares colgados de la palanca de mandos. Y una carta de alguna clase de baraja encajada en un interruptor metálico.

Tiffany abrió la boca para gritar justo en el momento en que el avión chocaba contra el primer árbol y su cuerpo era lanzado violentamente contra el panel de instrumentos.

Él observó el impacto desde varios kilómetros. Todo su meticuloso plan había merecido la pena. La euforia del salto perfectamente calculado. La recuperación del todoterreno que había dejado oculto en el bosque. Y, unos momentos más tarde, el avión se estrelló según el plan. La bola de fuego era un espectáculo realmente hermoso mientras ascendía desde las laderas verdes y frondosas de la montaña.

Capítulo 40

West Hollywood, California

Cuando Dark regresó a su casa ya había alguien dentro de su guarida en el sótano.

Probablemente se tratara de Graysmith, pero no quería correr ningún riesgo. Buscó la Glock 22 en el escondrijo debajo de las tablas del piso, retiró los trapos aceitosos que la protegían y luego la encajó en la parte de atrás de su pantalón.

Después de apretar el botón que abría el pestillo en el piso, Dark apuntó el arma hacia la entrada de la escalera que descendía al sótano.

—¿Lisa?

Empuñando aún la pistola, bajó los escalones uno a uno. Después de todo —revelaciones recientes o no—, la paranoia seguía siendo su amiga. Era probable que Graysmith simplemente estuviera allí sentada, trabajando. Pero también podría tener una pistola apuntándole a la cabeza, sostenida por alguien desconocido. O podría ser la propia Graysmith quien sostuviera la pistola, apuntando a Dark, aunque ella tenía medios mucho más sencillos para asumir el control. Dark comprendió que, en sus esfuerzos por convertir su casa en un lugar seguro, había invitado a entrar al mayor riesgo de seguridad de todos: un miembro de la inteligencia de Estados Unidos.

Graysmith levantó la vista del ordenador portátil que había sobre la mesa de autopsias. Nadie le apuntaba a la cabeza. No tenía ninguna arma en las manos. Parpadeó.

—Veo que todavía quiere dispararme —dijo—. Creo que hay algo freudiano en todo ello.

Dark bajó la pistola pero no la dejó a un lado. Aún no.

—Siéntase como si estuviera en su propia casa.

—¿Dónde ha estado?

—Por ahí.

—¿No en Venice Beach, por casualidad?

El no respondió.

—Escuche, solamente intento protegerlo —dijo Graysmith—. Mi objetivo es que no le ocurra nada malo. Por otra parte, no es una tarea muy difícil seguir a un hombre que pasea de noche con su Mustang por Los Ángeles. Aún tengo algunos amigos en el Departamento de Vigilancia de la policía.

Dark no dijo nada. Ella sabía, por algún medio, que había estado en Venice Beach, pero no hizo ninguna referencia a Hilda o a la tienda de tarot. Quizá había colocado alguna clase de dispositivo GPS en su ropa, en su billetera o su coche. En realidad, podía tratarse de cualquier cosa y, aparte de desnudarse y restregarse bajo una ducha caliente, probablemente llevaría ese chisme encima tanto tiempo como ella quisiera. Muy bien. Graysmith podía hacer lo que le viniera en gana. Pero, por ahora al menos, no diría una palabra sobre Hilda y su asombrosa, exacta lectura de la cartas del tarot. Graysmith ya tenía suficientes detalles de su vida en un portaobjetos de microscopio.

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