Read No podrás esconderte Online
Authors: Anthony E. Zuiker,Duane Swierczynski
Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller
—Acérquese —dijo ella.
Dark rodeó la mesa de autopsias que hacía las veces de escritorio para descubrir que la mujer llevaba puesta una camiseta… y nada más.
—Dígame qué es lo que piensa —preguntó ella.
—¿Acerca de su presencia en mi casa, sin que yo la haya invitado, casi todo el tiempo?
Ella ignoró el comentario.
—Las cuatro primeras cartas. ¿Adonde va todo este asunto? ¿Cuál será el próximo movimiento del asesino? Mire esto.
Cuando se acercó a ella, percibió el fresco aroma de su pelo. Acababa de ducharse. ¿Habría utilizado su ducha? Dark miró la pantalla por encima del hombro de Graysmith y vió un mapa de Estados Unidos donde estaban señalados los asesinatos que se habían cometido hasta el momento: Green en Chapell Hill. Paulson en Falls Church. Las cartas y las muertes tenían sentido por separado. Pero ¿cuál era la conexión entre ellas? Mientras observaba el mapa informatizado de Graysmith, su cerebro comenzó a unir las piezas.
«
Chapel
, capilla.
»
Church
, iglesia».
¿Había allí alguna conexión religiosa? ¿El asesino se estaba burlando de la religión?
Luego estaban las tres universitarias asesinadas en aquel bar de Filadelfia. La ciudad del amor fraternal. La ciudad de los cuáqueros. Fundada por gente que huía de la persecución religiosa. Más temas religiosos. Luego tenías al senador en Myrtle Beach. En ese caso no aparecía ninguna conexión religiosa obvia, a menos que disfrutar de un masaje especial en un centro turístico junto al océano se considerara un pecado.
«Olvídate por ahora de la religión. Piensa en los lugares donde se han cometido los asesinatos».
—¿Y bien? ¿Qué está pensando? —preguntó Graysmith al tiempo que se volvía para mirarlo, los ojos clavados en su rostro mientras él trataba de encontrar un significado a lo que había en la pantalla. Abrió ligeramente los labios pero Dark la ignoró. Debía ignorarla. Concentrarse en el trabajo que tenía por delante.
Las escenas del crimen se encontraban todas a una distancia que podía cubrirse en coche… hasta cierto punto. No había, aparentemente, un eje central. El rastro criminal ascendía hacia el norte, pero luego realizaba un brusco giro para dirigirse otra vez hacia el sur. ¿Por qué? No era práctico. Sería un coñazo conducir o volar de regreso a Myrtle Beach pocas horas después de haber asesinado a las tres chicas en aquel bar de Filadelfia.
—Creo que no estamos tratando con un solo asesino —dijo Dark—, sino que se trata de un equipo organizado.
—Continúe —pidió Graysmith.
—No cabe duda de que esto ha sido planificado al detalle. La vigilancia y la escenificación de los asesinatos, al menos. Un asesino solitario habría distanciado más sus acciones, se habría concedido más espacio para actuar. Pero eso no es lo que está pasando aquí. Quizá un asesino se carga a Green en Chapel Hill y el otro está preparado para dar el golpe en Falls Church. Luego el primer asesino (o un tercero) viaja a Filadelfia. Y así sucesivamente. Todos siguen una estrecha secuencia, excepto en el segundo asesinato. Paulson. Eso fue un fallo en su plan. Tuvieron que solucionarlo.
—Y ahora han comenzado a dejar cartas del tarot en las escenas del crimen —dijo Graysmith—. Según el informe de Casos especiales, el décimo puñal clavado en el cuerpo de Garner atravesaba la carta del Diez de Espadas. Su mensaje dice claramente: «Que os jodan», se cargan a un senador y dejan su tarjeta de visita.
—Es también un gran cambio —agregó Dark—. Los asesinos en serie no acostumbran a variar su firma. Tienen sus pautas de conducta y viven aferrados a ellas. En las escenas de los tres primeros crímenes no había cartas. Las escenas las reemplazaban, eran la representación viviente de las cartas. De modo que lo que debemos preguntarnos es: ¿por qué actuar de un modo vulgar ahora y dejar una carta en la escena del crimen? ¿Qué es lo que ha cambiado?
Al principio, Graysmith no respondió. Se mordisqueó un nudillo, tecleó una URL y luego hizo girar el ordenador para que Dark viera la pantalla.
—La atención de los medios de comunicación —dijo ella—. Ese tío de Slab, Johnny Knack, reveló la historia después del asesinato de las tres chicas en Filadelfia. Dió al asesino, o a los asesinos, un nombre: ACT. Realmente bonito, ¿no cree?
—O sea, que les gusta llamar la atención —dijo Dark—. Quizá era eso lo que deseaban conseguir desde el principio. Tal vez sus mensajes no están dirigidos a las fuerzas de seguridad. Podrían estar tratando de enviar un mensaje al mundo.
—¿Y cuál sería ese mensaje? ¿Qué es lo que están tratando de decir?
Dark no contestó. Sus pensamientos regresaron a la lectura personal que había hecho Hilda y a la forma en que la mujer lo había obligado a enfrentarse a la verdad acerca de su pasado. El mensaje contenido en las cartas le había llegado profundamente al alma y de un modo muy personal. Pero ¿cómo se aplicaba ese mismo mensaje a cualquier otra persona?
Graysmith estiró la mano y le acarició la cara.
—Está bien, Steve —dijo tuteándolo por primera vez—. Puedes relajarte. Como te he dicho antes, estoy aquí para apoyarte. Para darte cualquier cosa que necesites.
Tal vez si no hubiera estado fuera toda la noche, tal vez si Hilda no le hubiese leído las cartas, si su corazón no se hubiera sentido más ligero de lo que se había sentido en muchos años…, tal vez entonces Dark se habría marchado para continuar cerrando herméticamente esa parte de sí mismo al resto del mundo. Pero no se movió cuando Graysmith se apoyó en él.
—Yo también sufro —susurró ella en su oído.
No hubo preámbulos, tampoco juegos amorosos ni conversaciones. Dark le quitó rápidamente la camiseta —su camiseta, de hecho— por encima de la cabeza antes de comenzar una febril exploración de su cuerpo. Graysmith también le arrancó la ropa, comentando el leve olor a incienso de su camisa mientras la abría con fuerza sin preocuparse por desabrocharla. «¿Dónde estuviste en Venice Beach?», intentó preguntar. Pero Dark apretó su boca contra la suya, interrumpiendo así la pregunta. Graysmith contraatacó sin perder un segundo, inmovilizándolo sobre la mesa de autopsias con ambas piernas mientras aflojaba el cinturón y le bajaba los pantalones.
—Lo sé todo sobre ti, Dark —dijo—. Sé qué es lo que te relaja. Sé qué es lo que te excita. Brenda Condor redactó unos informes muy detallados.
—No lo hagas —repuso él al sentir que la ira crecía en su interior—. No pronuncies ese nombre.
—Lo siento.
—Sólo no lo hagas.
Oh, sí, Brenda Condor lo había follado bien. Él se sentía muy vulnerable después de la muerte de Sibby y ansiaba desesperadamente la conexión física que habían compartido. Si Sibby era su narcótico, entonces Dark era un adicto, y Condor había explotado esa conexión cuando lo vigilaba por orden de Wycoff. Ella incluso se lo había dicho: «Soy cualquier cosa que desees que sea. Tu psicóloga. Tu novia sustituía. La esposa de tus fantasías. Tu compañera. Tu puta. Lo que necesites para mantenerte centrado». Después de aquel desengaño, Dark se prometió a sí mismo que no permitiría que eso volviera a pasar. Cuando necesitaba sexo, lo buscaba con profesionales anónimas, no con alguien próximo a él o que, potencialmente, pudiera estarlo. Como Graysmith.
Pero Dark se dijo que eso era diferente. Ella no estaba follando para meterse dentro de su cabeza; él sí follaba para meterse dentro de la cabeza de ella. Graysmith lo mantenía todo oculto debajo de una capa de seguridad, arrogancia, dolor y coqueteo que parecían responder a un guión, era demasiado estudiado para ser real. Él quería reducirla a su verdadero yo y observar qué era lo que salía reptando de allí.
Al menos, eso fue lo que se dijo a sí mismo.
Más tarde, mientras ambos yacían sobre el piso de cemento desnudo, con los cuerpos cubiertos por el sudor del otro, Dark recordó cuándo había sido la última vez que había perdido el control de esa manera, con la sangre hirviéndole en las venas y permitiendo que cualquier inhibición moral quedara a un lado. La última vez que había permitido que la razón se esfumara y la parte animal de su mente asumiera el control de sus actos. Había sido la noche en que había despedazado a Sqweegel.
Fue Graysmith quien rompió el silencio poco después.
—Sé lo que intentabas hacer.
—¿Sí?
—Estabas tratando de llegar a mi verdadero yo, ¿verdad? Mira, esto prácticamente se lo inventaron la gente con quien trabajo.
Dark no dijo nada.
—No es una crítica —continuó ella—. Puedes creerme. Se agradece. Mi trabajo está plagado de demostraciones de fuerza, de engaños y sospechas…, y eso sólo en la superficie. No tienes ni idea del calado de algunos rencores y agendas. De modo que cualquier posibilidad de abrirse paso a través de todo eso y reducir las relaciones interpersonales a algo primitivo, algo básico, algo ordinario…, bueno, simplemente lo disfruto. No importa cuáles puedan ser tus intenciones.
Dark no dijo nada, lo que hizo que Graysmith se echara a reír.
—Bueno, bienvenido a mi maldita versión de una conversación después del sexo. Ni te imaginas las conversaciones que mantengo por la noche en mi cabeza. A esta hora, aproximadamente, en mitad de la noche…, ¿cómo lo llaman? ¿Terrores nocturnos? El momento en que la parte primitiva de nuestros cerebros nos dice que debemos tener miedo, mucho miedo, porque allí fuera merodean los depredadores.
—O aquí dentro, acostados a tu lado.
—Es verdad —contestó ella.
En algún momento, Dark se relajó lo bastante como para permitirse flotar suavemente en un estado de conciencia inferior. Todavía era consciente de su entorno y del cuerpo desnudo de Graysmith junto al suyo, de su olor, del sonido de su respiración. Pero era capaz de desconectar otras partes de su cerebro lo suficiente como para llamarlo «descanso».
Algo comenzó a pitar. Graysmith se levantó de un salto, buscó su teléfono y luego fue hasta el ordenador en la mesa de autopsias.
Dark miró la pantalla del ordenador por encima del hombro de Graysmith. El titular rezaba:
El lugar: los montes Apalaches. Dark pensó inmediatamente en Hilda en su tienda, echando la quinta carta: Diez de Bastos. Diez víctimas. Mientras Graysmith leía los informes preliminares —los mismos informes enviados a Casos especiales—, comenzó a establecer las conexiones.
—Es el Asesino de las Cartas del Tarot —dijo ella—. O uno de ellos, si tu teoría acerca del equipo de asesinos es correcta. Según una transcripción captada por el controlador de vuelo, el asesino estaba en ese avión y se burlaba de sus víctimas. Les dijo exactamente lo que iba a pasar, cómo sería morir.
—¿O sea, que estaba en el avión con ellos? —preguntó Dark.
—Según esta información, sí. En la cabina del piloto. O era quien pilotaba el avión o bien tenía alguna forma de controlar al piloto.
—Y el avión se estrelló.
—Eso es, al menos, lo que dice el informe. El avión estaba en llamas. ¿Por qué?
—¿Qué clase de avión?
—Un Pilatus PC-12, monomotor turbohélice.
—Simplemente no puedes eyectarte de un avión así —dijo Dark—. A menos que el asesino quisiera suicidarse, debía de tener un plan de escape. Alguna forma de saltar en paracaídas. —Pensó un momento en esa posibilidad y consideró mentalmente varios escenarios posibles—. ¿Puedes llevarme al lugar del accidente? Quiero decir, ¿antes de que aparezca la gente de Casos especiales?
Los Ángeles estaba a unas cuatro horas de avión de los montes Apalaches. En comparación, el lugar del accidente se encontraba prácticamente en el patio trasero de Casos especiales, nada menos que en el mismo estado. Pero Dark observó a Graysmith mientras las neuronas giraban como locas dentro de su cabeza estableciendo conexiones instantáneas. ¿A quién conocía que tenía lo que ella necesitaba? ¿Cómo podía ponerse en contacto con esa persona en los sesenta segundos siguientes? ¿Qué tendría que hacer a cambio?
—No te duches, ni siquiera te cepilles los dientes —dijo—. Ponte los pantalones y sal pitando hacia el aeropuerto. Para cuando llegues allí ya tendré algo organizado.
—¿Acceso total, como en Filadelfia?
—Por supuesto.
—¿Puedes conseguirme una arma en el lugar del accidente?
—Veré qué puedo hacer. Ahora vete.
Dark dudó un momento. No estaba seguro de qué debía hacer. ¿Querría ella que la besara? ¿Querría siquiera reconocer lo que había sucedido entre ellos? Con Sibby las cosas habían sido tan fáciles. No había nada que pensar. Era como si ambos pudieran leer la mente del otro. Con Graysmith… Joder, pero si hasta se refería a ella por el apellido. «Lisa. Su nombre es Lisa». Si te follas a una mujer, tienes que empezar a usar su nombre de pila.
Graysmith lo miró y luego le propinó un suave codazo en el costado.
—No me iré —dijo—. Te lo prometo. Vete, vamos. Haz lo que mejor sabes hacer.
Myrtle Beach, Carolina del Sur
Riggins y Constance estaban comprando un par de bocadillos de pavo de camino al aeropuerto de Myrtle Beach para coger un vuelo a las diez de la mañana cuando sus teléfonos móviles comenzaron a sonar al mismo tiempo. Dos ayudantes diferentes de Casos especiales llamaban para comunicar la misma horrible noticia: avión chárter privado estrellado en los montes Apalaches. Diez muertos; piloto desaparecido. Pero el dato más inquietante de todos: parecía ser obra del Asesino de las Cartas del Tarot.
Los primeros en llegar al lugar del accidente habían encontrado algo en el avión que lo había confirmado. Después de mirarse, Riggins y Constance comprendieron que habían oído la misma información.
—Ese hijo de puta tiene un programa acelerado —musitó Riggins.
Constance sostuvo el teléfono pegado a la oreja.
—Estoy llamando al aeropuerto. Debemos llegar lo más cerca posible del lugar del accidente. El hecho de que el piloto haya desaparecido lo dice todo. Es probable que saltara en paracaídas en mitad del vuelo.
—Sí —convino Riggins—. Y en este momento podría estar en cualquier parte. Como D. B. Cooper.
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—Cierto, pero es posible que dejara algo en la cabina del piloto… Sí, soy la agente especial Brielle, quiero hablar con el piloto, por favor. Necesitamos despegar inmediatamente.
Mientras Constance se encargaba de ultimar los arreglos del viaje, Riggins metió las manos en los bolsillos. No había nada en ellos con lo que pudiera jugar. Ni siquiera una moneda para lanzarla al aire. Nada que hacer salvo esperar. Esperar mientras aquel sádico cabrón planeaba alguna otra cosa, sólo Dios sabía dónde. Tal vez tendría que largarse del aeropuerto y buscar la tienda de artículos esotéricos más cercana. En un refugio turístico como Myrtle Beach debía de haber alguna, porque era allí donde se encontraban las mejores marcas. Sí, quizá entrar allí, poner un billete de veinte sobre el mostrador y exigir una lectura urgente: «Que les den a las cartas del tarot, señora. Encienda la bola de cristal. Muéstremelo todo como si fuera la jodida Dorothy en
El mago de Oz
, ¿o quizá tiene una ouija a mano? Estaría bien consultar con algunos de mis ex compañeros sobre este caso, si es que no están muy ocupados en la otra vida». Sin embargo, por la manera en que había tratado a algunos de ellos, Riggins sólo podía esperar que sus desvaídas formas fantasmales lo mandaran a tomar por culo.