No podrás esconderte (22 page)

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Authors: Anthony E. Zuiker,Duane Swierczynski

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: No podrás esconderte
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Y fue entonces cuando vió, a lo lejos, la delgada figura con la chaqueta.

A un centenar de metros aproximadamente del lugar del accidente, Dark descubrió las primeras salpicaduras de sangre en la hierba esmeralda humedecida por el rocío de la mañana.

«¿Eres tú? —se preguntó—. ¿Te heriste cuando llevabas tu carga?».

Del bolsillo de la chaqueta sacó un kit forense de campo y recogió rápidamente unas muestras. Quizá el asesino finalmente había cometido un error dejando un trozo de sí mismo en su huida.

Riggins pensó que estaba viendo visiones.

Aquel tipo no podía ser…

¿Dark?

Capítulo 46

Riggins echó a correr hundiendo los pies en el lodo blando y húmedo. Alguien gritó su nombre, quizá Constance. No hizo caso. Steve Dark estaba allí, en la escena del crimen. Ahora no podía negarlo.

Pero ¿cómo? La última vez que lo había visto, Dark aún estaba en Los Ángeles. A menos que hubiera desarrollado capacidades precognitivas, era imposible que hubiera podido llegar tan de prisa al lugar del accidente. Joder, el avión se había estrellado…, ¿hacía cuánto?, ¿cinco, seis horas? La única otra explicación posible era que Dark supiera de antemano lo que iba a pasar y estuviera allí esperando a que sucediera. Incluso quizá hubiera ayudado a planearlo…

Riggins no quería pensar en eso: «Aparta esa mierda y concéntrate en lo que es importante: arrestar a Dark». Encerrarlo en alguna celda de hormigón hasta que él pudiera tener controlada la situación. Lo único que lamentaba era no haberlo arrestado en Los Ángeles.

En el momento en que Dark vió que alguien corría hacia él supo que debía de ser Riggins. Él no enviaría a nadie en su lugar. No en un caso como ése. No importaba que acabara de volar de costa a costa. Su antiguo jefe habría insistido en estar allí, examinando las pruebas, guardando los casquillos de bala, inspeccionando la alfombra y acompañando los cadáveres hasta una morgue provisional cerca de allí. Riggins era implacable. En ese sentido, el hombre era su modelo a imitar.

No ahora, sin embargo. Ahora, Riggins no lo entendería. No toleraría su presencia allí.

Lo sacaría del terreno de juego sin pestañear.

Dark guardó rápidamente la última muestra dentro de un tubo de ensayo, lo metió todo en sus bolsillos y luego buscó el móvil. Marcó rápidamente el número de Graysmith mientras corría hacia una línea de árboles y matojos a unos diez metros de donde se encontraba. Probablemente se trataba el mismo camino que había tomado el asesino. Lejos del avión y fuera de la vista.

—Graysmith, necesito salir de aquí ahora mismo. ¿Dónde está el conductor?

Por más de prisa que corriera, los años de cerveza, mala alimentación, cigarrillos y todo lo demás que Riggins había acumulado en sus venas acabaron por darle alcance. El otro tipo se esfumó entre los árboles y lo dejó a él encorvado, con las palmas apoyadas en los muslos y luchando para hacer llegar un poco de aire a los pulmones. A punto de vomitar, para ser honesto. El otro era más joven y más rápido que él.

«Sabes que era Steve Dark, ¿verdad?».

Ahora Riggins tenía que tomar una decisión muy difícil. Dar la alarma sobre Dark, enviar a un equipo de hombres y perros a aquellos árboles y hacer que lo cogieran y lo esposaran de inmediato. O no hacer nada, sabiendo que posiblemente dejaba que un asesino se escapara.

Riggins recordó el día en que Steve Dark abandonó Casos especiales por primera vez, poco después del asesinato de su familia adoptiva. Ambos estaban en el aparcamiento cuando Dark le dijo: «Estoy al borde del precipicio, Riggins. Estoy caminando sobre una línea muy fina. Si no me largo ahora, pasaré al lado oscuro y será a mí a quien salgas a cazar por la noche».

Él se había limitado a asentir y a decirle que lo entendía. Pero, evidentemente, no era así.

Porque ahora, aparentemente, las proféticas palabras de Dark se habían…

Riggins se detuvo. ¿Era eso lo que realmente pensaba?

Si Dark era un asesino, ¿estaría merodeando cerca de la escena del crimen, observando cómo trabajaban todos? ¿Por qué no hacerlo desde los árboles?

Cuando Riggins buscó el móvil que llevaba sujeto al cinturón, el destino tomó la decisión por él. El teléfono comenzó a sonar.

Capítulo 47

Washington, D. C.

Johnny Knack estaba encantado con el fajo de billetes de cien dólares que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Pero en el periodismo todo se reducía a tener contactos.

Si era capaz de negociar la información de que disponía para conseguir el acceso que necesitaba, finalmente tendría asegurada su propuesta para el libro. Nadie más podría reclamar un acceso exclusivo a los archivos de Casos especiales. No importaba que Tom Riggins no accediera a eso ni en un millón de años; incluso la más leve insinuación de cooperación oficial podía modelarse de muchas maneras interesantes.

—El asesino se ha puesto en contacto conmigo —dijo Knack.

—Knack —dijo Riggins—. Déjeme en paz.

—En este momento se encuentra en el lugar donde se estrelló el avión, ¿verdad?

Silencio al otro lado de la línea. Knack sabía que lo había sorprendido con eso.

—Está allí porque se trata del Asesino de las Cartas del Tarot, sólo que nadie sabe que es él. Por lo que respecta a todos los demás, no es más que otro penoso grupo de ricos que muerden el polvo. Pero yo sé la verdad. ¿Y cómo podría saber la verdad si el asesino no me la hubiera contado?

—No estoy confirmando nada.

—No tiene que hacerlo, agente Riggins. No quiero nada de usted. Lo llamo para darle algo. Creo que el asesino me dijo dónde dará el próximo golpe.

—¿Dónde?

—Estaré encantado de poder decírselo… pero antes tiene que prometerme una cosa.

—No sé cómo, pero estaba seguro.

—Nada importante, lo juro —dijo Knack—. Sólo tiene que prometerme que podemos seguir hablando. O, al menos, usted puede mantener su hermético silencio mientras yo le paso algunos datos. Si no me acerco en absoluto, puede gruñir. Si doy en el clavo, estornude. Venga, ya sabe a qué me refiero, estilo
Todos los hombres del presidente
. La bandera en la maceta del balcón y toda la pesca.

El periodista permaneció a la escucha. El silencio al otro lado de la línea lo emocionó. ¡Riggins lo creía! Estaba considerando su propuesta…

—¿Dónde está ahora, Knack? —preguntó Riggins.

—En mi casa.

—En Manhattan, ¿verdad? ¿El mismo apartamento en el Village que alquila desde hace tres años? Bien, ahora quiero que me escuche bien, capullo. Dentro de cinco minutos una pareja de fornidos agentes federales con el pelo cortado a cepillo entrarán en su apartamento y le confiscarán su ordenador, sus notas, sus archivos, su ropa interior, y lo meterán todo en unas bolsas de plástico…

—Wilmington, Delaware.

Bueno, Knack se lo había buscado; Riggins estaba dispuesto a machacarlo. No era la primera apuesta que perdía.

—¿Qué es eso?

—Es donde el asesino me dijo que dará el próximo golpe.

—Él, ¿eh?

—Bueno, no lo sé. Él… o ella, quienquiera que sea; ha comenzado a enviarme mensajes de texto al móvil esta mañana.

—Quiero copias de todo lo que tenga —dijo Riggins—. Y quiero que un técnico examine su ordenador.

—Cualquier cosa que necesite, colega.

—No somos colegas.

Knack pulsó el botón rojo. «Maldito capullo».

Pero no importaba. Ése todavía era un país libre. Y Knack tuvo la sensación de que había un viaje a Wilmington, Delaware, a la vuelta de la esquina.

VI

CINCO DE OROS

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pentacles

Wilmington, Delaware

Demasiado y, al mismo tiempo, demasiado poco. Ésa era la vida de Evelyn Barnes.

Como esa noche, por ejemplo. Una sala completamente llena de niños enfermos y tres de sus enfermeras que habían avisado que no irían a trabajar porque también estaban enfermas. No era la primera vez que sucedía. Pero, aun así, había una grave escasez de enfermeras, y reemplazarlas significaba que Barnes tendría que lidiar con tres novatas con un aprendizaje inferior y un sentido de la titulación incluso superior. Allí estaba el verdadero problema: la siguiente generación, los veinteañeros. Unos jóvenes consentidos por sus padres que no habían recibido más que regalos y calificaciones excelentes a pesar de su verdadero rendimiento, con la extraña idea en sus cabezas de que a todos ellos se les debían pagar unos salarios de escándalo por un trabajo que apenas era aceptable. Peor aún, eran capaces de esperar a obtener empleos mejor remunerados aunque ello significara no dar golpe durante seis meses o un año. ¿Por qué no? Mamá y papá seguirían cuidando de ellos en casa.

Barnes conocía la historia de primera mano: su hija era enfermera. Hacía un año que no trabajaba.

Entretanto, las escasas horas de sueño habían hecho estragos en el rostro de Barnes. Ella solía ser la chica guapa, la rubia pequeña y divertida de grandes pechos a la que todo el mundo le pagaba copas. El panorama incluso mejoró cuando finalmente reconoció que era enfermera (como si el uniforme no fuera un detalle obvio). ¿Trabajar con niños? Mejor aún. Al parecer, los hombres seguían siendo unos mamones en cuanto a la fantasía enfermera-paciente.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien la había invitado a una copa. En los bares (iba a pocos últimamente) era poco probable que los hombres intentaran ligar. Su pelo, color rubio sucio, no era más que algo que estiraba hacia atrás y lo sujetaba para que no le cayera sobre la cara. El rostro, cansado e hinchado, los ojos completamente vacíos de vida. ¿Qué demonios le había sucedido?

Demasiado y, al mismo tiempo, demasiado poco. La misma historia de siempre.

Al otro lado de la calle había una pequeña tienda de comestibles que servía casi exclusivamente a médicos, enfermeras y personal del hospital. Barnes deslizó el dinero a través del mostrador y el dueño le dió un paquete de sus cigarrillos favoritos. El hábito de fumar le salía cada día más caro y se daba de patadas con su consejo a todos los jóvenes que conocía: «Nunca más volverás a fumar, ¿verdad, Josh?». Pero ¿qué coño?, todo el mundo necesitaba un desahogo. Sacó un cigarrillo del paquete, lo encendió y miró el hospital. La institución que le había chupado más de dos décadas de su vida.

No era que lo lamentara. Había ayudado a un montón de niños y sostenido un montón de manos de padres angustiados. No cambiaría eso por nada del mundo. Aun así, le gustaría que el estrés disminuyera, aunque sólo fuera durante un tiempo.

Una ráfaga de viento frío la envolvió mientras fumaba mirando el hospital. El cielo era gris oscuro. Parecía que había nieve allí arriba. Un tiempo extraño para finales de octubre. Debería haberse puesto el abrigo antes de salir.

El cigarrillo se acabó demasiado pronto. Vuelta al trabajo. Barnes lanzó la colilla al suelo y la aplastó con el pie.

«No fumes, Josh, nunca, nunca más», pensó. Entonces alguien la cogió por detrás.

Un antebrazo grueso y fuerte le rodeó el cuello impidiéndole respirar. «Por los clavos de Cristo», pensó Barnes. ¿Un drogadicto? Cuanto más se retorcía, más se enfadaba. Dios santo, incluso ese barrio se estaba convirtiendo en una mierda. ¿Quién coño atracaría a una enfermera delante de un hospital infantil?

Pero entonces oyó una voz clara y tranquila que susurraba en su oído. Sonaba apagada, como si la persona que hablaba llevara una máscara: «Chis… ¿Qué se siente al estar indefensa? ¿Al intuir que tu vida se escapa, no importa lo que hagas para impedirlo?».

No era un drogadicto. No había temblor ni hedor de las calles. Esa persona era enorme, fuerte.

Mientras luchaba por zafarse de su abrazo, a Barnes se le cayó su gorro de enfermera. Intentó gritar, pero entonces inhaló algo y de repente lo vió todo gris y luego ya no vió absolutamente nada. Eso fue todo.

No. Había más.

Estaba acostada en una cama dura. ¿Todo había acabado? ¿Ahora era una paciente? No. No era posible. No la habrían puesto en una de las camas del hospital infantil. ¿Por qué estaba tan oscuro allí? Y frío. Hacía mucho, mucho frío. Estiró la mano en la oscuridad y sus nudillos toparon en seguida con una superficie dura.

¿Qué estaba pasando?

Trató de hacerse una idea tanteando con las puntas de los dedos. Encima de ella había una superficie dura y fría, apenas a unos centímetros de su cabeza. Ahora que buscaba a tientas en la oscuridad, se dió cuenta de que también estaba inmovilizada por ambos lados. Cuando Barnes tocó la cama debajo de ella comprobó que no había sábanas ni colchón. Era la misma superficie dura y fría.

De pronto comprendió dónde estaba y por qué hacía tanto frío allí…

Estaba encerrada en el congelador de una morgue.

Evelyn Barnes comenzó a gritar y a golpear el techo y las paredes metálicas con las manos y sus cansadas piernas, tratando de hacer el mayor ruido posible, rogando que alguien pudiera oírla antes de morir congelada. Trató de mantener la calma, pero no pudo. ¿Quién podría? «Oh, Dios mío, por favor, sácame de aquí y te prometo que haré todo lo que desees; oh, Dios, quién cuidará de mi hija; por favor, Dios, ¡sácame de esta maldita caja…!».

Pero nadie podía oír sus gritos. Se hacía tarde y en la morgue —como en el resto del hospital— había escasez de personal.

Capítulo 48

Wilmington, Delaware

Constance no podía imaginar el horror que significaba que te dejaran encerrado en uno de los cajones de una morgue para que murieras congelado.

Sin embargo, el Asesino de las Cartas del Tarot había hecho precisamente eso con Evelyn Barnes. Había secuestrado a la veterana enfermera en su propio hospital. La había drogado dejándola inconsciente. Había colocado su cuerpo en una camilla deslizante y luego la había encerrado en el congelador de la morgue sabiendo que a esa hora nadie oiría sus gritos pidiendo ayuda. No en esa pequeña morgue enterrada en el fondo del hospital.

Y Constance sabía que Barnes había gritado, aullado, pateado, golpeado y arañado su fría prisión de acero. Tenía las manos, los codos, las rodillas y los pies horriblemente magullados. Había luchado hasta el último aliento sabiendo exactamente lo que le esperaba.

No podía imaginarlo.

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