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Authors: Anthony E. Zuiker,Duane Swierczynski

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

No podrás esconderte (25 page)

BOOK: No podrás esconderte
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La mujer guió el cuerpo viejo y desnudo de Kobiashi hasta una silla, luego acercó el sillón del escritorio y se sentó a pocos centímetros de él. A continuación abrió el tambor del revólver y le mostró que estaba vacío. Kobiashi sintió que enrojecía de ira. Todo ese tiempo…, ¿una arma descargada?

Pero antes de que tuviera oportunidad de reaccionar, la mujer sacó una bala del bolsillo de su uniforme de doncella, la deslizó dentro del tambor del revólver, lo cerró y apretó el cañón contra la frente del hombre.

—Una bala. Cinco posibilidades de vivir. ¿Está preparado?

—¡No! ¡No lo haga!

Pero el jugador que había en Kobiashi calculó las posibilidades. Estaban a su favor. Podía golpear a aquella zorra chiflada en la cara y, aunque consiguiera apretar el gatillo, las probabilidades eran mayores de que lo hiciera sobre un orificio vacío.

¿Estaba dispuesto a correr ese riesgo?

Ella se encargó de eliminar la posibilidad.

Apretó el gatillo y…

Clic.

Nada.

Un millón de gotas de sudor bañaron la frente de Kobiashi. Expulsó el aire y sintió que ésa era la sensación más dulce y estimulante del mundo. Pero una vez más, antes de que pudiera hacer un movimiento, la muy zorra abrió el revólver y metió otra bala en el cilindro.

—Es un hombre afortunado —dijo al tiempo que hacía girar el tambor—. De modo que elevemos la apuesta.

El cañón se acercó nuevamente a su frente. Kobiashi no pudo evitar que el terror lo paralizara ante el agujero negro que tenía delante de los ojos. Dos entre seis. Las probabilidades de morir eran una de tres. No eran buenas probabilidades en absoluto con tantas apuestas encima de la mesa. Sobre todo, su vida.

Y entonces…

Clic.

Esa vez no hubo ninguna sensación de alivio. Sólo ira, miedo y una certeza nauseabunda de que la vida se le escapaba entre los dedos y no había nada que pudiera hacer al respecto excepto observar cómo ella metía otra bala en el cilindro del revólver, lo hacía girar y lo cerraba.

—Ahora el juego se pone interesante —dijo la mujer—. Aunque a usted le gustan esta clase de apuestas, ¿verdad? Le encanta vivir al límite. Pero ¿a quién le importa lo que haya apostado? Tiene un montón de dinero allí de donde salió éste…

Clic.

—¡Basta, maldita sea! —gritó Kobiashi—. ¡¿Por qué me hace esto?!

Mientras introducía con cuidado otra bala en el cilindro, la mujer dijo:

—No se trata de usted, mi querido Kobiashi. Usted no es más que un ejemplo. Podría haber sido cualquiera. Simplemente usted llamó nuestra atención.

El cañón del revólver volvió a su frente bañada en sudor.

—Ahora hay cuatro balas. Las apuestas están súbitamente a favor de la banca, ¿no le parece? ¿Se siente afortunado, señor Kobiashi? ¿Se encuentra ya en terreno conocido?

—¡¡¡Por favor, no lo haga, por favor, no lo haga, por favor… !!!

Clic.

A esas alturas, la adrenalina casi lo cegaba y lo había dejado sordo. Apenas si alcanzó a ver cómo la mujer cargaba el revólver con una quinta bala, casi no oyó cuando hacía girar el cilindro, el espantoso clic cuando volvía a cerrarse. Apenas si sintió la presión del acero frío contra la frente.

Pero Kobiashi sí pudo ver el cilindro, y el tambor vacío fuera del revólver, lejos del percutor. No era necesario que fueras capaz de contar las cartas para saber que eso significaba sólo una cosa.

No habría más clics.

Haruki Kobiashi supo que ahora podía morir en cualquier momento. Y, efectivamente, ni siquiera alcanzó a oír el cl…

Capítulo 54

Las Vegas, Nevada

Dark alzó la vista hacia las torres del viejo hotel Las Vegas. Trataban de brillar intensamente contra el cielo nocturno, pero no podían competir con sus primas, que eran más brillantes, llamativas, estridentes y embaucadoras. Dark sabía que en los buenos tiempos —en los días de Howard Hughes, los días entre la muerte de Robert F. Kennedy en el Ambassador y el Watergate— ese gran hotel con temática egipcia era una elaborada tapadera de la CIA. ¿Qué mejor manera de canalizar el dinero para financiar diferentes operaciones secretas en todo el mundo que utilizar un casino? Tenías un flujo constante y embriagador de turistas, sexo, máquinas tragaperras, drogas, gula y nada más que arena y montañas hasta donde alcanzaba la vista.

Mucha gente pensaba que Las Vegas era un espejismo pijo hecho realidad, alimentado por el frío y duro dinero en metálico y el acendrado espíritu norteamericano del yo puedo hacerlo.

Pero Dark conocía la verdad. Aquél no era más que un lugar terriblemente apropiado para llevar a cabo un número asombroso de tratos, blancos y negros, abiertos y encubiertos… como ahora.

Ésa era la razón por la que Graysmith no había tenido problemas para hacer un par de llamadas y dejar el lugar completamente accesible para Steve Dark. Sus colegas controlaban el Strip,
[6]
no se necesitaba mucho para poder entrar.

La parte realmente asombrosa era que la corazonada de Dark había sido acertada. La carta de la Rueda de la Fortuna encajaba directamente en el centro del medio oeste norteamericano. ¿Dónde sino en Las Vegas? Hacía apenas treinta minutos le había dicho a Graysmith por teléfono:

—Cogeré un vuelo chárter a Las Vegas. Creo que el Asesino de las Cartas del Tarot dará allí su próximo golpe.

—¿Cómo lo sabes? —le había preguntado ella.

—El tío actúa según un patrón geográfico. Como si estuviera colocando las cartas sobre un mapa de Estados Unidos. Ya ha hecho su trabajo sembrando el terror en la costa Este. Ahora se dirige al oeste.

—Eso es poco sólido… en el mejor de los casos —había respondido Graysmith—. Aunque estés en lo cierto, cada lector de tarot emplea un esquema diferente. ¿Cómo puedes estar seguro de que está colocando esas cartas en Nevada? Quizá cometa su próximo asesinato en Europa mientras nosotros estamos perdiendo el tiempo en medio del desierto.

—La siguiente carta será la Rueda de la Fortuna.

—¿Y cómo lo sabes?

Dark había guardado silencio. Incluso a él le parecía ridículo. «Porque me lo dijo en Venice Beach una lectora de tarot por cinco pavos».

—Confía en mí.

—En mi trabajo, «confía en mí» significa «que te jodan».

—Sólo tienes que ponerte en contacto con tus fuentes y preguntarles por asesinatos recientes —había añadido Dark—. Estoy casi seguro de que estamos hablando de uno cometido en un casino o cerca de él. Hablo de los grandes. Donde están los jugadores con pasta.

—Volveré a llamarte —dijo Graysmith.

Unos minutos más tarde, la voz de la mujer sonó casi alegre cuando llamó para informarle:

—Nada. Tenemos prostitutas apaleadas, unas cuantas celdas llenas de borrachos y un montón de camellos de metanfetamina disparándose entre ellos, pero nada que coincida con el perfil del ACT.

—Eso sólo significa que todavía no ha pasado. Sigue buscando.

Mientras el pequeño avión a reacción atravesaba el cielo sobre el desierto de Mojave, Dark estudiaba la imagen de la carta de la Rueda de la Fortuna que había cargado en su teléfono móvil. Hasta el momento, las escenas del crimen siempre incluían referencias a detalles en las cartas. A veces de manera explícita y, otras, de una manera sutil pero significativa. En esa carta, la ilustración era una de las más imaginativas de la baraja: un grupo de nubes cenicientas que giraban alrededor de una rueda que llevaba inscritos símbolos arcanos. Bestias aladas y una figura angelical enfrascadas en la lectura de unos gruesos volúmenes. Una serpiente, con su lengua viperina fuera, retorciéndose junto a la rueda. Un hombre con cabeza de chacal —Anubis, el guardián de la necrópolis— deslizándose a lo largo de la parte exterior de la rueda o bien siendo aplastado por ella. Una esfinge con una espada descansando en la parte superior, supervisándolo todo, aunque casi desvanecida en el cielo de fondo.

Durante el descenso del avión, Dark unió las piezas. Cuando Graysmith volvió a llamarlo, no le dió tiempo a que abriera la boca.

—Ha ocurrido algo en el hotel Egyptian, ¿no es cierto? —preguntó él.

Hubo una pausa marcada por el asombro y luego ella dijo:

—¿Cómo diablos lo sabías?

Los expertos del CSI de Las Vegas llegaron a la escena del crimen apenas unos minutos antes que Dark. Se estaban calzando guantes de látex y preparando su equipo cuando él entró en la habitación del hotel y, un segundo después, el detective a cargo de la investigación se acercó para decirle que se largara de allí. Dark le enseñó las credenciales que Graysmith le había enviado a su móvil, lo que sólo consiguió enfurecer aún más al detective de homicidios, un tipo que se estaba quedando calvo y parecía tener muchas ganas de sacudir a Dark. Pero sus colegas lo apartaron. «No merece la pena, Muntz», masculló uno de ellos. Los polis de Las Vegas estaban acostumbrados a las escaramuzas jurisdiccionales, y ésa era sólo una más de una larga cadena. Dark se dió cuenta de inmediato de que cabrear a esos tipos era un error. La escena del crimen no tenía más de treinta minutos, y el asesino aún debía de estar en la ciudad. El Departamento de Policía de Las Vegas sería más una ayuda que un estorbo en ese momento.

—Escuchad, amigos —dijo Dark—. No estoy aquí para interferir en vuestro trabajo. ¿Por qué no me ponéis al corriente de lo que sabéis?

—¿Qué?, ¿quieres que haga todo el trabajo por ti? —preguntó Muntz, el detective de homicidios.

—No estoy aquí en plan oficial —dijo Dark.

—Vosotros nunca lo estáis. Pero primero deja que te pregunte una cosa. ¿Cómo coño has llegado tan de prisa? Nosotros recibimos la llamada hace apenas unos minutos.

«Porque finalmente estoy escuchando a Hilda», pensó Dark.

Capítulo 55

La víctima se llamaba Haruki Kobiashi. Se había registrado en el hotel la noche anterior, la primera de las seis que planeaba disfrutar allí, en la Ciudad del Pecado. El hombre era un famoso jugador que apostaba grandes sumas de dinero —una ballena
[7]
japonesa, en el argot de Las Vegas— y organizaba verdaderos espectáculos en las mesas de ruleta. Kobiashi rugía cuando ganaba y la multitud rugía con él. Chicas hermosas frotaban su cabeza para que les diera suerte. Cuando perdía —algo que sucedía a menudo—, era motivo de una gran tragedia, y Kobiashi necesitaba inevitablemente consolarse con botellas de champán francés de ochocientos dólares que compartía con su público. Las legendarias juergas del hombre, ganando y perdiendo cientos de miles de dólares, eran un espectáculo mejor que el del mejor showman.

Esas pérdidas enormes entre el juego y las cuentas del bar habrían llevado a la ruina a cualquier millonario mortal. Pero Kobiashi valía más de seis mil millones de yenes y seguía subiendo, gracias a su imperio de grandes tiendas de ropa barata. Naturalmente, él siempre usaba lo mejor y jamás se ponía dos veces la misma prenda. En su filosofía de la vida, según las revistas
Forbes
y
Fast Company
, los bienes materiales y el dinero eran efímeros y no estaban destinados a conservarse durante mucho tiempo. Kobiashi estaba dedicando sus mejores esfuerzos a mantener la economía mundial viento en popa. Hasta esa noche.

Ahora la economía tendría que seguir su camino renqueando sin él.

A Kobiashi lo habían encontrado en el suelo de su suite completamente desnudo. Había recibido un disparo a quemarropa en la cara. En el escritorio, a escasa distancia del cadáver, había un revólver Smith & Wesson del calibre 44 y un par de dados salpicados de sangre. Cinco balas en total. Cuatro aún en el tambor. Una dentro del cráneo del señor Kobiashi.

Capítulo 56

A diez mil metros sobre Nevada

Cuando los tres convinieron en vigilar estrechamente a Dark, Constance tuvo la idea de seguir el rastro del dinero. Transacciones realizadas con tarjetas de crédito, alquiler de coches, bares, todo. Si Dark gastaba un solo céntimo que pudiera rastrearse, ellos sabrían cuándo y dónde lo había gastado. Constance también se había encargado de organizar la vigilancia vía satélite de la casa y el coche de Dark.

Mientras tanto, Josh Banner se conectaba con una base de datos de cámaras de tráfico instaladas en West Hollywood y el aeropuerto de Los Ángeles e introducía la marca, el modelo y los números de la matrícula del coche de Dark. Pocos minutos después disponían de numerosos datos positivos, siguiendo la pista de Dark por la 405 hasta un aparcamiento, donde una transacción con tarjeta de crédito reveló que había comprado un billete para un vuelo de última hora a Las Vegas. Apenas un rápido salto sobre el desierto de Mojave.

Ahora el avión de ellos estaba descendiendo sobre el aeropuerto McCarran.

—Extraño lugar para que Dark haga una visita, ¿verdad? —preguntó Constance.

—Sí. Él no es precisamente un jugador —dijo Riggins—. Joder, siempre ponía los ojos en blanco cuando yo apostaba a los caballos.

—¿Por qué aquí, entonces? ¿Qué clase de pista tiene él que nosotros no tenemos?

—Ni idea —repuso Riggins, aunque pensaba para sí: «Porque Dark está de acuerdo con el asesino, una mujer chiflada con grandes pechos que lleva una máscara antigás. De modo que por supuesto que sabrá dónde será el siguiente golpe».

Ahora, lo único que lamentaba era no haber ordenado una vigilancia permanente sobre él desde el momento en que se había marchado de su casa de Los Ángeles. Si hubiera sido cualquier otra persona en lugar de Dark —si Riggins hubiese hecho su maldito trabajo y tratado a Dark como a una persona de interés—, entonces quizá podría haber detenido todo eso mucho antes.

—Amigos —dijo Banner mientras pulsaba las teclas de su móvil inteligente—. Creo que sé por qué está aquí.

Capítulo 57

«Las Vegas no te quita jamás los ojos de encima», pensó Dark.

Dicen que lo que pasa aquí se queda aquí…, pero ésa es precisamente la cuestión. Se queda aquí y ellos saben todo lo que pasa. Cada apuesta que haces, cada plato que coges de la pila en el bufet del hotel, cada copa que te sirven, cada copa que dejas atrás…, ellos le siguen la pista. Saben cuánto tiempo pasas en la sala de juegos, cuánto pasas en tu habitación. Y lo saben porque controlan tu tarjeta de acceso universal.

Las únicas dos personas que habían entrado en la suite del señor Kobiashi en el ático en las últimas veinticuatro horas habían sido él mismo y un botones llamado Dean Bosh. Como preciado huésped del Egyptian, la suite del señor Kobiashi estaba preparada exactamente como a él le gustaba. Cubetas llenas de hielo picado, una colección de vodkas aromatizados y una cantidad absurda de nueces peladas. Según la dirección del hotel, Bosh había entrado en la habitación tres veces. Primero, una hora antes de que llegara Kobiashi. Luego, a su llegada. Y, por último, unos quince minutos antes de que muriera.

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