Read No podrás esconderte Online

Authors: Anthony E. Zuiker,Duane Swierczynski

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

No podrás esconderte (21 page)

BOOK: No podrás esconderte
11.25Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Todo ese rollo del esoterismo le fastidiaba. En su opinión, las personas que se escondían detrás no eran más que estafadores. Humo, espejos, cartas, truenos, luces, toda esa basura solamente para ocultar la verdad: eran ladrones que querían robarte.

La única diferencia era que ese ladrón quería robar tu vida.

Una vez que estuvieron instalados en sus asientos, Constance miró a Riggins. Cuando estaba de ese humor era prácticamente inaccesible. Áspero era un calificativo que no alcanzaba a describirlo. Pero ahora Riggins parecía estar realmente perdido en sus pensamientos. Había mostrado esa característica desde…, bueno, desde que Steve se había marchado.

A pesar de lo que él dijera, Constance no creía que Riggins confiara en ella de la misma manera. Él había sacado a Dark de la oscuridad del Departamento de Policía de Nueva York y lo había llevado a Casos especiales, donde habían trabajado codo con codo durante casi dos décadas. ¿Qué era lo que Riggins y ella compartían realmente? ¿Un par de incómodos meses como compañeros? Constance sabía que Riggins nunca llegaría a considerarla como una igual. Para él, ella siempre sería la ayudante que había conseguido un ascenso. Nada más.

A pesar de eso, Constance había jurado que el caso sería siempre lo primero. Steve se lo había enseñado. Dejar a un lado las cuestiones personales, la política, las manipulaciones, la adulación, las habladurías entre oficinas… y centrarse en el trabajo. Atrapar a los monstruos era todo lo que importaba.

Por eso se sintió lo bastante segura como para volverse hacia Riggins y preguntarle:

—¿Qué pasa con Steve?

Al principio, él no reaccionó. Siguió mirando fijamente la pista negra y húmeda a través de la diminuta ventanilla ovalada.

—Riggins, estoy hablando en serio. Tendríamos que llamarlo para este caso.

Él se volvió con un brillo de ira en los ojos.

—¿Dark? Ni hablar. Él tomó su decisión.

—Eso no significa que no puedas llamarlo.

—Wycoff ya se está subiendo por las paredes porque Dark estuvo en las escenas del crimen, ¿y tú quieres que lo haga volver ahora, nada menos?

—Venga, Riggins, ¿cuándo has actuado siguiendo las reglas? Dark prácticamente está implorando entrar en este caso. ¿Por qué no utilizarlo como recurso? ¿De manera extraoficial? Es algo que hacemos todo el tiempo.

—No con Dark.

Lo que a Riggins más le irritaba era que sabía que Constance tenía razón.

Una parte de él deseaba incluir a Dark en ese caso. Joder, Dark ya tenía los cinco sentidos metidos en eso. Riggins había visto las cartas del tarot en la casa, y eso había sido mucho antes de que Knack revelara esa conexión en los medios de comunicación.

Y si había algo que Riggins sabía acerca de Constance era que no se daría por vencida. Podía dar la impresión de que lo hacía, pero encontraría alguna manera de seguir insistiendo, cansándolo, tratando de arrancarle un «sí». Pero no podía decirle la verdad a Constance. ¿Cómo iba a hacerlo?

El Steve Dark que ella idolatraba compartía un vínculo genético con el peor asesino en serie que habían encontrado nunca.

No se trataba de un rumor ni de un testimonio de oídas, ni siquiera de una evidencia accidental. Riggins había realizado la prueba personalmente, alzando la mano sin vida de Sibby y pasando el palillo por debajo de la uña con la mayor suavidad posible. Sibby había luchado por su vida y la vida de su hija recién nacida con todo lo que tenía a su alcance. Había conseguido desgarrar el traje de látex de aquel psicópata asesino y arrancarle un diminuto trozo de piel. El ADN estaba ahora en el extremo de ese palillo.

Al principio, Riggins intentó descartar una espantosa posibilidad: que la hija de Sibby hubiera sido engendrada por aquel maníaco.

Pero había acabado confirmando algo que era incluso más horrendo.

Había analizado la muestra personalmente en el laboratorio. Si aquel monstruo tenía algún familiar cuyo ADN había sido introducido alguna vez en el sistema, ese dato aparecería en el análisis. Los resultados llegaron con un cling digital: siete de los once alelos coincidían. Con Steve Dark.

Riggins seguía queriendo a Dark como a un hijo, pero sabía de la violencia que ese hombre era capaz de ejercer. Lo había visto una vez, en aquel sótano. ¿Por qué había abandonado Casos especiales?

¿Acaso porque sabía que, tarde o temprano, Riggins descubriría la verdad?

Capítulo 44

Lo despertó el sonido de una chica que gritaba.

Johnny Knack se sentó de golpe en la cama y vió algo que temblaba debajo de una pila de papeles. El grito procedía de la alerta de correo electrónico de su móvil. Después del tripe asesinato en Filadelfia, había asignado el grito de Janet Leigh en
Psicosis
a la aplicación del despertador. Sí, era algo infantil, por supuesto, pero lo ayudaba a no perder de vista el objetivo de su trabajo.

Lo divertido del asunto era que Knack ni siquiera se había dado cuenta de que se había dormido. Había dedicado buena parte de la noche a trabajar en una propuesta para un libro. La oportunidad del momento lo era todo. Los asesinatos continuaban; eso lo sabía. El Asesino de las Cartas del Tarot sólo estaba entrando en calor. Joder, ¿cuántas cartas había en la baraja? Aquel tío, quienquiera que fuese, tenía fuerza para resistir.

De modo que Knack quería estar preparado para ponerse en marcha. En la actualidad, la publicación de un libro era algo completamente diferente. En los viejos tiempos podías estar mareando la perdiz con un
A sangre fría, Helter Skelter
o
El Asesino del Zodíaco
durante años y los lectores esperarían contentos. Hoy no. Querían leer acerca de un asesino en serie mientras los cuerpos de sus víctimas aún estuviesen tibios, y también querían que ya estuviera elegido el reparto para la película por cable. El negocio editorial finalmente se había puesto al día y se movía como pez en el agua produciendo libros a la carta, sobre todo ahora que ni siquiera necesitabas papel o cola de encuadernación. Un amigo de Knack había montado un libro digital de cincuenta mil palabras sobre el fin de semana de alcohol y sexo de una estrella adolescente en un complejo turístico de Aspen que sonaba como
Miedo y asco en Las Vegas 2: Más asco
. La patética historia tenía ya ciento treinta mil descargas (y subiendo), además de una opción para una película, todo por una semana de trabajo. Lo siento, Capote, amigo, pero te equivocaste.

Knack estaba decidido a mejorar la apuesta. Quería publicar un libro mientras los asesinatos continuaran. Cuatro cartas, seis cadáveres; joder, eso era más que suficiente. Llenar la historia con detalles sangrientos, añadir mucha especulación aquí y allá, además de alguna basura de fondo acerca de las cartas del tarot y, pum, tenías un libro. Las secuelas se desarrollaban en vivo.

De modo que, tal vez, ese correo electrónico se lo enviaba uno de los editores a los que había bombardeado la noche anterior explicando el proyecto. Lo que sería genial.

Knack estiró una mano para coger el teléfono mientras en la otra sostenía la cajita de pastillas de menta. El aliento era tan fétido que incluso él se sentía agredido. Se metió una pastilla en la boca y activó el mensaje. No, no era de un editor. El mensaje lo enviaba alguien llamado ACT.

—No es posible…

Knack lo abrió. Por supuesto, se trataba de alguien que le tomaba el pelo, ¿no? Tenía que ser eso. Tal vez incluso fuera uno de esos malditos editores.

El mensaje decía:

DISFRUTO CON TU TRABAJO. NO TE MOLESTES EN VIAJAR A LAS MONTAÑAS. ESA HISTORIA ES UN CALLEJÓN SIN SALIDA. ¿QUIERES LLEVAR LA DELANTERA? VE A WILMINGTON. ENVÍA UN MENSAJE EN BLANCO PARA MÁS INFORMACIÓN.

¿Montañas? Eso no tenía ningún sentido. Tampoco Wilmington. Pero eso fue lo que asustó a Knack. Esa persona no era alguien que le estaba gastando una broma y, si lo era, tenía una evidente predilección por lo siniestro. Debía comprobar los sitios de noticias en la red, realizar una búsqueda de «montaña» y «asesinato» para ver si encontraba algo.

Knack no tuvo que molestarse en realizar una búsqueda. Cuando encendió el ordenador, su página principal —Slab, naturalmente— ya había colgado la historia a primera hora de la mañana en su delicado estilo habitual:

MONTAÑA: 10; INDUSTRIA BANCARIA: 0

Ejecutivos de Westmire que se dirigían a un «retiro» mueren en un accidente aéreo en territorio de las destilerías ilegales.

Knack leyó rápidamente el artículo con una desagradable pelota amarilla de inquietud alojada en el estómago. Si alguien más estaba metido en ese jodido asunto del tarot, todo el invento se iría a freír espárragos. Pero no. En ninguna parte se mencionaban las cartas del tarot o cualesquiera vínculos con el mundo esotérico. Sólo un extraño rumor acerca de que el piloto había desaparecido y una broma sobre que probablemente había saltado del avión porque ya no soportaba más la aberrante conducta de sus pasajeros hasta arriba de coca. Quizá eso no tenía nada que ver con el ACT.

Pero ¿y si no era así? ¿Y qué había querido decir con «Wilmington»?

Knack cogió el móvil, activó el botón de RESPONDER y pulsó ENVIAR.

Capítulo 45

En vuelo sobre los montes Apalaches

Dark iba sentado en el lujoso vientre de un Gulfstream G650 modificado, el jet privado más veloz del mundo. Casualmente oyó al piloto cuando se jactaba de que, si bien la velocidad máxima oficial era de aproximadamente Mach 0,925, él había alcanzado Mach 1 en unos cuantos vuelos de prueba. Y aunque ese avión de sesenta millones de dólares tenía capacidad para una docena de pasajeros acostumbrados a los viajes de lujo, Dark estaba solo. Vete a saber cómo se las habría apañado Graysmith para conseguir los servicios de un aparato así en tan poco tiempo. Pensándolo bien, no quería saberlo. Ya era bastante extraño que estuviera volando al lugar donde se había estrellado un avión.

Mach 1, 2 o lo que fuera, Dark pensaba que no sería lo bastante rápido. Riggins llegaría antes al lugar del desastre. Por supuesto, su antiguo jefe había tenido que superar los canales oficiales: la Administración Federal de Aviación (FAA), la Junta Nacional de Seguridad del Transporte (NTSB), Seguridad Nacional y el resto de la sopa de letras que se abalanzaban sobre el lugar de los hechos cuando se producía un accidente de aviación. Pero si Graysmith arreglaba las cosas para él en tierra —como había hecho con ese avión demencialmente veloz—, tal vez pudiera evitar todo eso y echar un vistazo al lugar donde había caído el aparato sin ningún impedimento.

Los informes y las fotos de segunda mano estaban bien, pero no eran lo mismo.

Ésa podía ser su mejor posibilidad de encontrar el rastro del asesino.

Cuando el Gulfstream tocó tierra en el aeropuerto de Roanoke, Dark imaginó la carta del Diez de Bastos.

La siguiente carta de su lectura personal.

Y, una vez más, la siguiente carta repartida por el asesino. O asesinos.

El Diez de Bastos describía otras tantas varas largas formando un atado, sostenidas por un hombre empeñado en llevarlas a algún destino desconocido. Hilda le había dicho que la carta implicaba una carga y que se requería un esfuerzo casi sobrehumano para completar la tarea. El pueblo que se ve a lo lejos significa que el viaje está a punto de concluir y también que no habrá descanso, que la carga debe llevarse hasta el final.

Según Hilda, el hombre de la ilustración era un símbolo de la opresión. La voluntad de un solo hombre puesta a prueba hasta la extenuación y privada de su magia. Alguien ha colocado esa carga sobre él.

¿Acaso el asesino se imaginaba a sí mismo como ese hombre, llevando a esas diez almas a la otra vida? Si era así, usaría anteojeras, concentrado exclusivamente en su tarea, nada más. Habría una claridad de propósito, su vida sería muy simple. Comería, respiraría y dormiría sólo para llevar a cabo su misión: matar.

De modo que incluso mientras una camioneta blanca lo llevaba hasta el lugar del accidente, Dark sabía que el asesino no estaría entre los muertos.

Quizá había saltado del avión en paracaídas. Si lo había hecho, debía de haber esperado hasta el final para poder presenciar el momento en que el avión se estrellaba. Hasta ahora todos los asesinatos los había cometido personalmente; nunca lo había hecho por control remoto. Necesitaba estar allí.

Tal como le había prometido, Graysmith también le había enviado una arma. Una vez que llegaron al lugar del accidente, el conductor le entregó una caja negra dura que contenía una Glock 22 con tres cargadores extras de balas del calibre 40. La pistola y el calibre preferidos por Dark. Si encontraba al asesino en los bosques de los montes Apalaches no quería que lo sorprendiera indefenso.

Las credenciales enviadas a su teléfono móvil le permitieron superar el perímetro de exclusión y pasar entre los investigadores de la NTSB y las unidades K-9 de la policía canina de Virginia. Dark vió que la gente de Casos especiales ya estaba allí, como era previsible. Reconoció los vehículos, las matrículas. Definitivamente pertenecían a su flota de coches.

Sabía que debía permanecer dentro del perímetro delimitado por la policía.

Riggins sintió que necesitaba un buen trago de whisky después de haber visto los destrozos causados en el lugar donde había caído el avión. Quizá dos o tres. En lugar de eso tuvo que conformarse con un cigarrillo. Unos investigadores de la NTSB se pusieron como locos cuando vieron que buscaba el encendedor. Riggins asintió, alzó las manos: «Está bien, está bien», y se alejó del lugar del accidente para encender el pitillo y llenarse los pulmones de humo, esperando borrar el regusto y el olor de la carne quemada.

Mientras encendía el cigarrillo, pensó en el asesino. ¿Aquel tío había conseguido lanzarse en paracaídas del maldito avión y ninguno de los pasajeros había dicho nada? ¿Se habían quedado clavados en sus asientos mientras aquel pirado escapaba?

No. Eso no tenía sentido. Debía de estar utilizando otra vez sus drogas militares para dejar a sus víctimas sin sentido, igual que había hecho con Jeb Paulson y los demás. Una vez que sus víctimas perdieron el conocimiento, el asesino pudo tomarse su tiempo para abandonar la escena del crimen. Que poco después quedaría eliminada de raíz por una enorme bola de fuego, sin dejar ningún rastro de su huida.

¿O habría algún rastro?

Riggins echó un vistazo a la tierra marrón troceada y se preguntó si habría huellas si continuaba hasta salir de allí. No. No se podía cubrir esa clase de terreno a pie. Seguramente tenía algún tipo de vehículo. Un coche. Quizá una moto. Necesitaba buscar rastros de neumáticos.

BOOK: No podrás esconderte
11.25Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

All Hallows Heartbreaker by Delilah Devlin
The Ghost Runner by Blair Richmond
Swallowing Darkness by Laurell K. Hamilton
Hopper by Tom Folsom
In the Life by Blue, Will
Tucker's Countryside by George Selden