Read No podrás esconderte Online
Authors: Anthony E. Zuiker,Duane Swierczynski
Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller
El viento comenzó a soplar con más fuerza. Las frondosas copas de las palmeras se agitaban con violencia. Dark dió una última calada al cigarrillo y arrojó la colilla a la arena. Sibby le habría reprochado ese gesto. También le habría gastado alguna broma por haber aparcado en una zona prohibida. A pesar de todo, ¿por qué habría de preocuparse? Si Graysmith podía introducirlo subrepticiamente en cualquier escena del crimen del mundo, Dark estaba seguro de que también podría encargarse de una multa de aparcamiento y hacer que retiraran su Mustang del depósito municipal.
Quizá si continuaba buscando se toparía otra vez con aquella doble de Sibby. Si no lo hacía, sabía que se quedaría despierto toda la noche haciéndose preguntas. Preguntándose cómo alguien podía parecerse tanto a Sibby y moverse como ella, sólo que no era Sibby. Quizá eso también fuera otra muestra de la obra de Dios.
Un indigente obeso con un desagradable olor a antiséptico y a vómito se acercó a él para pedirle dinero cerca del paseo marítimo. Dark metió la mano en el bolsillo y se dió cuenta de que, con las prisas, se había dejado la cartera en el coche. Sacó un billete de diez y cinco de uno, le dió al hombre el de diez y se quedó con el resto. El indigente masculló unas palabras de agradecimiento, sorprendido por su buena suerte, y se alejó.
Cinco pavos, eso era todo lo que tenía. Dark pensó que lo mejor sería empezar a caminar de regreso a donde había dejado el coche y comprobar si el Mustang aún seguía allí. Si no era así, le esperaba una larga caminata hasta West Hollywood.
Y fue entonces cuando la vió, la tienda de cartas del tarot. Psychic Delic, decía el gran letrero colocado encima de las puertas.
Dark lo miró y no pudo evitar una sonrisa. Era evidente que había equivocado el camino en ese asunto. Si quería atrapar al Asesino de las Cartas del Tarot, necesitaba que alguien le tirara las cartas, ¿no?
Recordaba ese lugar. En una ocasión, Sibby había intentado convencerlo para que entraran, sólo por diversión. Dark había pasado de largo.
«Venga…, será divertido».
«No, no. Esas cosas no son para mí».
«Por favor…».
«No creo en esa basura. No».
Pero ahora Dark miró el letrero y se preguntó qué habría pasado si, cinco años antes, hubiera entrado con Sibby en aquella tienda. ¿Habría sido capaz de anticipar los horrores futuros? ¿Podría haber cambiado los destinos de ambos por…?, ¿cuánto?, ¿cinco pavos?
No. Aquello era ridículo. Dark sabía que debía volver a su coche y conducir de regreso a casa. Ya era bastante malo haberse perdido la llamada que su hija le hacía todas las noches. Necesitaba volver a casa, prepararse para la clase del día siguiente, tratar de poner un poco de orden en su vida. Dark era muy bueno sabiendo lo que debería hacer.
Por supuesto, no siempre lo hacía.
La dueña de la tienda estaba sentada frente a una mesa de lectura redonda. Era más joven de lo que Dark esperaba. No tenía lunares, ni tatuajes, ni la piel arrugada, ni pelos negros y duros asomando en la barbilla. Era una mujer de poco más de cuarenta años, de aspecto majestuoso y expresión profunda. Su piel era tersa y morena, los ojos apacibles, juveniles y hospitalarios. En la mano tenía cuatro pequeñas bolas de cristal y las hacía girar una y otra vez…
La mujer habló justo cuando Dark estaba a punto de dar media vuelta para salir de la tienda.
—Steve Dark —dijo.
—¿Cómo sabe usted mi nombre?
La mujer sonrió.
—He leído sobre usted en los periódicos. ¿Ya lo ha cogido? El ACT. El Asesino de las Cartas del Tarot.
—No hay duda de que lee los periódicos.
—Es mi trabajo saber un poco acerca de todo el mundo. Soy Hilda. —Señaló una silla que había junto a una mesa pequeña—. Siéntese, por favor.
Cuando él se sentó, Hilda comenzó a mezclar las cartas del tarot; sus dedos parecían serpientes manejando la baraja. Entretanto, Dark examinó el local, sorprendentemente amplio. Había candelabros con velas encendidas. Un mostrador con la cubierta de cristal donde podías admirar objetos de adorno esotéricos, incienso, alhajas, tratamientos con hierbas. Pequeñas estatuas de Buda y Jesús. Una escena pintada de
Alicia en el País de las Maravillas
. En el momento en que atravesabas el umbral débilmente iluminado de la tienda de madame Hilda, ya no estabas en la soleada y extravagante Venice Beach, sino que entrabas en un lugar mágico donde todo podía suceder. Al menos, ése era el propósito de la decoración, pensó Dark.
—Todo esto es una gilipollez, ¿verdad?
A Hilda la pregunta no pareció alterarla en absoluto.
—No más gilipollez que lo que hay fuera de esa puerta.
Dark no tuvo más remedio que admitir que era buena. Supuso que debía de serlo para ganarse la vida con esa clase de negocio en medio de la alocada Venice Beach, que dependía de turistas que no acababan de decidirse entre recibir «consejo espiritual» o hacerse un tatuaje de henna temporal que podrían enseñarle a sus compañeros de trabajo cuando regresaran a Indianápolis.
Hilda empujó las cartas a través de la mesa.
—Corte la baraja por donde quiera.
Dark hizo una pausa, después levantó una pequeña pila de cartas, la dejó a un lado y repitió el proceso varias veces.
—¿Le han tirado las cartas antes? —preguntó Hilda.
—No —dijo él—. Una vez estuve muy cerca de que lo hicieran. De hecho, fue en este lugar, pero… no pasó.
—Tal vez no estaba preparado.
Dark no contestó. Pensó en Sibby. Sus hermosos ojos entornados para protegerse del sol. «Venga. Será divertido».
—Esto funciona así —dijo Hilda—. Yo repartiré diez cartas boca arriba. No soy una adivina. Soy una lectora. Las cartas no pretenden hacer predicciones u ofrecer falsas promesas. Sólo pretenden ser una guía. Añadir claridad. Usted puede extraer de ellas lo que desee. Veamos…
La mujer cogió un pequeño montón de cartas y lo apretó contra el pecho.
—¿Qué necesita saber?
Dark suspiró y luego decidió saltarse todas aquellas tonterías. No tenía que dejarse envolver en el misticismo. Esa situación no era diferente de la de un poli que habla con un soplón.
—Necesito saber cómo funciona todo esto. Si puedo conocer mejor su mundo, quizá pueda coger a ese asesino.
Hilda volvió a sonreír, pero ahora su sonrisa era débil y denotaba cierta preocupación.
—No sé si puedo ayudarlo, pero sugiero que comencemos con una lectura personal. Veremos adonde nos lleva.
Lo último que Dark quería era una lectura personal. Su carrera era una mezcla perversa de cuestiones personales y profesionales, y le había arrebatado todo cuanto era importante para él. Pero antes de que Dark pudiera contestar, Hilda comenzó a colocar las cartas en forma de cruz. Primero:
El Ahorcado.
Seguido de:
El Loco.
Y:
El Tres de Copas.
Dark miró fijamente la mesa. Le costaba respirar. Era como si alguien hubiera extraído todo el aire de la habitación. Hasta las luces titilantes parecían contorsionarse alrededor de los candelabros, jadeando en busca de un poco de oxígeno.
Hilda percibió su malestar y dejó de repartir las cartas.
—¿Pasa algo?
Tres de las escenas del crimen, en el orden exacto. O se trataba de un montaje o aquella mujer realmente leía los periódicos hasta el más mínimo detalle y estaba jugando con él. Las probabilidades de que esas cartas específicas fueran repartidas en ese orden eran…
—Estas cartas se corresponden con los asesinatos cometidos hasta ahora —musitó, y luego miró a Hilda—. ¿Qué ha hecho? ¿Amañar la baraja?
Hilda se reclinó en su silla. Ahora no sonreía. O era una actriz consumada o realmente no comprendía la importancia de las tres cartas dispuestas sobre la mesa.
—No soy maga, señor Dark. Usted ha cortado la baraja. Yo sólo he mezclado las cartas. Ahora le corresponde al destino contar la historia.
Hilda acabó de formar una cruz celta con otras tres cartas:
Diez de Espadas
Diez de Bastos
Cinco de Oros
Antes de colocar otras cuatro sobre la mesa:
Rueda de la Fortuna
El Diablo
La Torre
La Muerte
Dark memorizó rápidamente las cartas. Diez, cinco. Bastos, oros. Eso era fácil. También la secuencia final: Rueda, Diablo, Torre, Muerte. Hizo una rápida asociación de palabras para fijarla en su mente: «Si haces girar la rueda contra el diablo, acabarás en la torre, donde encontrarás la muerte». Muy fácil también.
Pero ahora era Hilda quien mostraba una expresión de incredulidad.
—¿Pasa algo? —preguntó Dark, burlándose un poco de ella.
—Mire esta cruz celta. Seis arcanos mayores y uno de cada menor. En todos los años que llevo haciendo esto jamás había visto nada parecido…
Dark miró fijamente a la mujer.
—¿Qué significa?
Ella hizo una pausa antes de contestar.
—Usted estaba destinado a venir aquí.
La lectura del tarot se prolongó hasta que el sol asomó sobre Venice a la mañana siguiente. Como le había prometido, Hilda había hecho una lectura personal, tomándose el trabajo de explicarle a Dark el significado de cada una de las cartas antes de continuar con la siguiente.
Pero la sesión duró toda la noche porque cada carta parecía detonar un recuerdo explosivo. Con cada una de ellas, él se convencía de que no estaba ante un truco de prestidigitación hecho con naipes. Aquellas diez cartas estaban relacionadas con su vida de un modo muy real y fundamental. Era más una sesión de ayuda psicológica que una lectura esotérica. Al principio, Dark trató de restarle importancia a las cartas, bromeando con las implicaciones de sus significados: «¿La carta significa todo eso?». Pero Hilda se había mantenido firme, tomándose su tiempo, haciendo preguntas sencillas que abrían las compuertas en la mente de Dark «¿En qué momento de su vida fue usted el Loco? Cuando finalmente entró en Casos especiales, ¿cómo fue ese momento? ¿Fue feliz? ¿Está preparado para hablar de su peor recuerdo?».
Las cartas también arrojaron luz, de un modo horripilante, sobre los cuatro primeros asesinatos.
El Ahorcado, según le explicó Hilda, representaba la historia de Odín, el dios que había sacrificado su ojo izquierdo para obtener conocimiento, que luego compartió con la humanidad. Su sufrimiento estaba justificado para conseguir un bien mayor. Del mismo modo, Martin Green —miembro de un importante
think tank
— había obtenido alguna clase de conocimiento. Su muerte, presumiblemente, también habría tenido como objetivo un bien mayor.
El Loco se embarcaba en un nuevo viaje, sus posesiones terrenales en un saco colgado del hombro, el sol de la iluminación brillando sobre él, la rosa blanca de la espontaneidad en su mano. Pero el perro a un lado del Loco es la voz de la razón que lo insta a ser prudente. Si no tiene cuidado puede precipitarse desde el borde de un precipicio…, de su propia azotea, en el caso del agente Paulson, de Casos especiales. ¿Qué intentaba decirle a Paulson la voz de la razón? ¿Acaso el asesino había intentado advertirle para que no interviniera en la investigación? ¿Había ignorado Paulson esa advertencia para acabar pagando el precio con su vida?
El Tres de Copas y los asesinatos de las tres universitarias en Filadelfia también quedaron expuestos bajo un foco más brillante. Esa carta hablaba de celebración, de exuberancia, de amistad, de camaradería, de la creación de un vínculo en función de un objetivo común. Sin embargo, le explicó Hilda, las cartas podían invertirse y la celebración quedar convertida en la preocupación exclusiva con uno mismo y el aislamiento social.
Y, por último, el Diez de Espadas representaba la inutilidad de la mente, el fracaso del intelecto para salvarnos. Un hombre como el senador Garner impulsado por su intelecto, negociando acuerdos y cambiando el curso de la nación. Pero, finalmente, su intelecto le había fallado porque sus instintos básicos lo apuñalaron por la espalda. Los placeres de la carne versus la lógica de la razón.
Así como la secuencia de las cartas coincidía con la vida de Dark, también coincidía a la perfección con cada uno de los asesinatos. Las víctimas y los métodos para asesinarlas no habían sido elegidos al azar. Ambos se correspondían hasta el más mínimo detalle. Había un patrón, el relato de una historia.
Pero ¿qué era lo que los unía a todos ellos? ¿Y cómo acabaría la historia?
En ese sentido, ¿qué era lo que relacionaba la vida de Dark con esa serie de asesinatos? ¿Era simplemente el destino el causante de que su vida se cruzara con esas muertes?
¿O era algo más profundo?
Un poco más tarde, Dark se encontró delante de la tumba de Sibby. Aunque el cementerio estaba a sólo unos kilómetros de su casa, hacía mucho, mucho tiempo que no lo visitaba. Sibby siempre tenía la extraña capacidad de apartar a Dark de sus pensamientos y ayudarlo a que viera las cosas con mayor claridad. Su esposa serenaba su alma como nadie. Y desde la muerte de Sibby, la contemplación de su lápida era un doloroso recordatorio de cuan absolutamente perdido se sentía Dark sin ella.
Pero ahora las cosas eran diferentes. Encendió un cigarrillo y pensó en los acontecimientos de la noche anterior. En la forma en que Hilda había abierto profundamente su interior, en todo con lo que se había visto obligado a enfrentarse. Entonces Dark sonrió con una mueca de tristeza.
—Tú lo supiste todo el tiempo, ¿verdad? —dijo con voz apenas audible.
Las hierbas se agitaron alrededor de la lápida.
—Lo sé, lo sé…, me negué a entrar. Tú me rogaste que al menos lo intentara y yo me comporté como un burro obcecado. Era muy bueno en eso, ¿verdad?
Sibby —si es que estaba escuchando en alguna parte— no contestó.
Pero era verdad. Dark tendría que haberla escuchado entonces y seguido al interior de la tienda de tarot. Quizá hubiera analizado su vida mucho antes. Quizá podría haberse ahorrado un montón de sufrimiento…
Lanzó la colilla y se agachó, apoyando la mano encima de la lápida de Sibby. La piedra estaba caliente por el sol.
—Lo siento —susurró.
A Sibby nunca le había gustado lo que él hacía para ganarse la vida. Le espantaban todos aquellos libros sobre asesinos en serie que tenía en su apartamento, y nunca quería que le hablara de casos viejos. Pero ella también sabía que era el mejor en su trabajo.