No podrás esconderte (17 page)

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Authors: Anthony E. Zuiker,Duane Swierczynski

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: No podrás esconderte
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—¿Qué hacemos, entonces? —preguntó Dark—. ¿Esperamos a que ese tío reparta otra carta mortal?

—No —dijo Graysmith—. Haga lo que mejor sabe. Reúna las pistas en un relato coherente. Ahora tenemos cuatro cartas y seis víctimas, todo en un período de cinco días. El asesino eligió esas cartas por un motivo. Entre en su mente; eso es lo que usted hace mejor que nadie.

—No —dijo Dark—. No es así. Yo no trabajo al azar. Aquí no hay ningún proceso deductivo, no se aplica la razón. Ese tío podría estar haciendo girar una ruleta y matando gente según los números donde cae la bola. No importa las horas que dedique a pensar en esto, no seré capaz de acertar con la solución.

De pronto, Dark empezó a sentirse agobiado y se preguntó a quién había dejado entrar en su casa. ¿En qué estaba pensando? Aquella mujer podría haber instalado cualquier cosa allí, anular el sistema de seguridad, colocar cámaras diminutas, cualquier cosa. Decidió que dedicaría el resto de la noche a inspeccionar su propio sótano para averiguar qué había hecho Graysmith. Tal vez incluso tendría que mudarse. Llevarse sólo aquello que era imprescindible… No. No se llevaría nada. No se merecía nada menos por su estupidez.

—Eh —dijo Graysmith—. Siéntese, respire profundamente. Parece como si estuviera a punto de estallar.

—Sólo necesito tiempo para pensar.

—Deje que lo ayude a relajarse.

—¿A qué se refiere?

Dark la miró. Ella no le transmitió ninguna señal obvia. No jugueteó con el pelo, tampoco frunció los labios o movió ligeramente las caderas. Nada de eso. Pero, sin embargo, él supo qué era lo que le estaba ofreciendo, de forma práctica, como si le hubiera sugerido prepararle un café.

En cambio, Dark le dijo:

—Será mejor que se vaya.

Capítulo 34

Washington, D. C.

Es asombroso cómo un concepto tan simple, una carta del tarot, podía revelar las claves de acceso al reino de los medios de comunicación.

CONOZCA AL ASESINO DE LAS CARTAS DEL TAROT

Ya las ha repartido a seis víctimas. ¿Será usted la siguiente?

Knack sabía que todo ese asunto del tarot era como un regalo caído del cielo; con un nombre como ése, su serie recibiría finalmente la atención que merecía. Incluso aquellas personas incapaces de distinguir una bola de cristal de una pelota de baloncesto sabían lo que era una carta del tarot. Todo el asunto estaba hecho a la medida de las masas.

Incluso el nombre del asesino podía ser reducido a una concisa marca lista para lanzar al mercado: ACT.

Knack estaba casi fuera de sí de alegría. En el nombre había incluso una energía implícita, como un reloj que hiciera
TICTAC
hacia otro asesinato.

Pero Knack no tenía ni idea de que, pocas horas después de haber bautizado ACT a ese maníaco asesino, se encontraría en el plató de un remoto estudio de televisión en Washington con un técnico de sonido que le colocaba un micro en la camisa, esperando a que Alan Lloyd, el famoso presentador de «The Alan Lloyd Report», comenzara a hacerle preguntas vía satélite.

El circo ya había comenzado sin él. Todas las principales cadenas de televisión contaban con una constante rotación de expertos en tarot y telespectadores despistados que ofrecían sus opiniones y sus interpretaciones, tratando de adivinar cuál sería el próximo paso del asesino. Knack incluso se enteró de que unos corredores de apuestas de Las Vegas estaban ofreciendo la posibilidad de apostar a la siguiente carta. Los asesinatos se habían apoderado de la imaginación del público y todo el mundo quería participar de la acción. Algunos estaban aterrorizados ante la sola idea de que un chiflado estuviera matando gente al azar por toda la costa Este. Otros no podían esperar a la siguiente crónica espeluznante.

Y esa compulsión había comenzado con los artículos de Knack en Slab. Mejor aún: Knack ya tenía un personaje principal en Steve Dark, el legendario cazador de hombres. Ésa era la pieza que faltaba. Si conseguía de alguna manera la cooperación de Dark, nadie sería capaz de meterse con él en esa historia.

—¿Preparado? —preguntó una guapa asistente del canal.

—Sí —dijo Knack, tratando de respirar pausadamente y tomarse un momento para celebrarlo. Lo había conseguido. Era el dueño absoluto de esa historia.

—En el aire dentro de tres…

Ahora que Knack lo pensaba, eso no sería sólo una historia. Eso sería un jodido libro. Un libro que construiría una carrera.

—Dos…

«Que Dios te bendiga, ACT. Dondequiera que estés».

—Uno…

Alan Lloyd mostraba una expresión de terrible preocupación.

—Señor Knack, a mucha gente le preocupa que el llamado Asesino de las Cartas del Tarot pueda aparecer de pronto en la puerta de su casa. ¿Es eso probable? ¿Cree que la gente debería estar asustada?

Knack no podía equivocarse con la respuesta. No deseaba parecer alarmista, pero tampoco quería hundir su propia historia. El objetivo era mantener al público en un moderado estado de inquietud. Si la gente estaba preocupada, querría vigilar y leer más hasta sentirse un poco mejor. Cada nueva víctima suponía un alivio porque…, bueno, el asesino no los había elegido a ellos.

—Excelente pregunta, Alan —dijo Knack—. Lo que tiene alarmados a los cuerpos de seguridad es que ellos realmente no pueden descifrar cuál es el patrón que sigue el ACT. El asesino podría atacar literalmente a cualquier persona, en cualquier lugar y en cualquier momento.

«Mierda», pensó el periodista. Eso había sido demasiado, demasiado. Además, había empleado la palabra «alarma». «Maldita sea». Comenzó a transpirar.

Alan Lloyd, sin embargo, parecía encantado.

—¿Qué debería hacer la gente, entonces? ¿Encerrarse en sus casas y evitar todo contacto humano? Eso parece un poco desproporcionado, ¿no cree?

—Por supuesto que no, Alan —dijo Knack—. Es más probable que te toque la lotería que encontrarte en la mira del ACT. Pero conviene que la gente sepa que ese asesino es alguien excepcionalmente osado. Mató a un agente del FBI, Alan… Pensemos en ello un momento. Su segunda víctima fue alguien del FBI… En cualquier caso, la segunda que nosotros sepamos.

El presentador asintió con gesto grave y luego abrió el programa a las llamadas de los telespectadores. La primera era de Linda, de Westwood, California.

—Sí, Linda, está usted en directo.

—Me gustaría saber si el señor Knack cree que el Asesino de las Cartas del Tarot es peor que el Hijo de Sam o el Asesino del Zodíaco.

—Es muy pronto para decirlo, Linda —dijo Knack—. En términos comparativos, sin embargo, el Asesino del Zodíaco era un tipo un tanto cobarde que elegía como víctimas a parejas en lugares remotos y se ocultaba detrás de las cartas que enviaba a la policía. El ACT no teme plantarle cara a su enemigo.

Knack se encogió ligeramente cuando las palabras salieron de su boca; acababa de identificar a los cuerpos de seguridad con el «enemigo». «Elige bien las palabras, estúpido cabrón…».

—Scott, de Austin. Adelante.

—¿Por qué ese lunático usa cartas del tarot? ¿Sólo trata de infundir miedo?

Knack meneó la cabeza.

—Scott, este asunto va mucho más allá del miedo. No soy un experto en la materia, por supuesto, pero según he podido ver en las escenas del crimen, el ACT está intentando recrear las escenas que ilustran las cartas del tarot. ¿Con qué fin? No tenemos ni la más remota idea. Y, lamentablemente, no creo que lo sepamos hasta que vuelva a descubrir la siguiente carta.

—Drew, de Champaign-Urbana, Illinois. ¿Tiene una pregunta para el señor Knack?

—Sí —contestó una tímida voz—. Ha dicho usted que no debemos tener miedo, pero lo que a mí más me asusta es la forma fortuita que el asesino tiene de elegir a sus víctimas. ¿Podría ser yo la próxima?

—Es una pregunta excelente —dijo Knack—. Me gustaría poder decirle qué es lo que está pensando el ACT. Pero ninguno de nosotros puede hacerlo. Ni siquiera el FBI.

Capítulo 35

West Hollywood, California

Después de que Graysmith se marchó, Dark también abandonó la casa. Sólo llevó consigo las llaves y la billetera. Cogió el móvil y lo miró un momento antes de volver a dejarlo sobre la encimera de la cocina. Dark no quería saber nada de nadie. Eso significaba que se perdería —otra vez— la llamada que Sibby le hacía todas las noches, pero tampoco podía quedarse allí. Su hija lo entendería. Era una niña dura, como lo había sido él a su edad. Además, se lo compensaría. Quizá le hiciera una visita sorpresa mañana mismo. Cogería la carretera del Pacífico hasta Santa Bárbara y pasaría un par de horas con ella, jugando en el suelo. No recordaba cuándo había sido la última vez que había hecho eso.

Ahora Dark sólo necesitaba meterse en el coche y conducir sin que nadie lo molestara.

Subió a su Mustang y aceleró por Wilshire, pasó velozmente por delante de las tiendas de dos y tres pisos y los restaurantes y bares de Santa Mónica hasta el final de la calle, donde se alzaba la estatua blanca estilo
art déco
de Eugene Morahan que representaba al santo tocayo de la ciudad, rodeada de árboles nudosos y una pequeña parcela de césped en forma de corazón. Giró a la izquierda en Ocean Park siguiendo un impulso y aceleró junto al muelle de Santa Mónica. Mala elección. Demasiados recuerdos en ese muelle. Al pasar por allí echó un vistazo, casi esperando ver a Riggins que le devolvía la mirada con una expresión de dolor dibujada en el rostro.

Dark pensó en tomar la 405 hacia el sur y cruzar la frontera hasta Ensenada. Una vez allí, comprar una botella barata de algo que lo ayudara a desconectar la cabeza, sentarse en la playa y perderse en la noche…

Entonces la vió, caminando calle arriba desde Neilson Way.

No podía ser…

La misma forma de mover las caderas. El pelo cortado como siempre. La curvatura de la espalda.

El pie derecho de Dark se hundió en el pedal del freno y el Mustang derrapó ligeramente antes de detenerse. Abrió la puerta y saltó fuera del vehículo, perdiendo de vista a la mujer por un momento. ¿Adonde había ido? ¿Calle arriba? Echó a correr en esa dirección buscando el pelo largo y negro de su esposa muerta.

No. No era Sibby. La parte racional de Steve Dark lo sabía. Ella había muerto hacía cinco años, y aunque su recuerdo aún estaba vivo en su memoria, sabía que su cuerpo descansaba en el cementerio de Hollywood. Dark sostenía a su hija en brazos mientras enterraban el cuerpo de su esposa. Había sido como observar a un grupo de desconocidos que enterraran su corazón.

Pero esa mujer que había aparecido fortuitamente en la calle se parecía tanto a ella. No podía evitarlo. Tenía que verla, aunque sólo fuera para tranquilizar su lado irracional.

Las zapatillas de Dark golpeaban frenéticamente el pavimento. El aire que soplaba procedente del océano enfriaba las gotas de sudor que le cubrían la nuca. La mujer, ésa, «No Sibby», no podía haber desaparecido tan rápidamente. No había ningún lugar adonde ir, ningún sitio donde esconderse. ¿Y por qué habría de esconderse? Momentos después, Dark se encontró delante de la iglesia de San Clemente, una modesta construcción que se alzaba a cierta distancia de la calle principal. Las puertas aún estaban abiertas. La última misa del domingo había concluido hacía ya un rato.

Quizá «No Sibby» había entrado allí.

Dentro de la iglesia había un sacerdote joven que recogía los libros de himnos y los agostados folletos que habían quedado sobre los largos bancos de madera. Dark miró a su alrededor, desde el modesto altar y la cruz de madera hasta los pequeños confesionarios. Allí no había nadie más.

—¿Puedo ayudarlo? —preguntó el sacerdote.

Dark estuvo a punto de preguntarle si una mujer había entrado en la iglesia hacía unos minutos, pero se dió cuenta de lo absurdo que sonaría eso. Especialmente si el sacerdote le preguntaba si esa mujer era su esposa o algún familiar.

«No, padre, es una completa desconocida. Pero me recordó a mi esposa muerta, de modo que pensé en seguirla por las calles de Santa Mónica sólo para asegurarme de que, en realidad, no se trataba de mi esposa muerta».

—Lo siento —dijo Dark—. Sólo quería estar un momento en paz y en silencio. ¿Le parece bien, o tal vez iba a cerrar ya la iglesia?

El joven sacerdote sonrió afectuosamente.

—Todavía no. Adelante.

Dark se instaló en el banco más cercano, bajó el reclinatorio con la punta de la zapatilla y se arrodilló. Estar en una iglesia le recordaba a sus padres adoptivos. «Mientras le reces a Dios, todo irá bien», le había explicado una vez su padre. Eso, por supuesto, había sido mucho antes de que hubiera contemplado los cadáveres de toda la familia. Dark imaginaba que su padre adoptivo había rezado en sus momentos finales, con las manos atadas a la espalda, absolutamente indefenso. No rezado por él mismo, sin embargo: había estado rezando por las almas de sus seres queridos. Incluida la de Dark.

Entrelazó los dedos y formó una pelota tensa con las manos antes de bajar la cabeza y apoyar la frente en los nudillos.

Dark trató de recitar el padrenuestro pero, por alguna razón, no podía recordar las palabras. Era ridículo. Había crecido con esas palabras prácticamente tatuadas en la parte interior del cráneo, pero ahora sólo era capaz de recordar unos fragmentos.

Padre nuestro…

Tu voluntad…

No nos dejes…

Cuando te marchas de una ciudad durante mucho tiempo, tu mente almacena el plano de ese lugar en un lugar muy profundo. ¿Sucedía lo mismo con las plegarias? Si dejabas de repetir las palabras, ¿tu mente las archivaba? Dark no recordaba cuándo había rezado por última vez. Lo que sí recordaba eran muchas noches de borrachera maldiciendo a Dios. Tal vez Dios le había respondido borrando por completo las palabras de su mente.

Ya era suficiente. Dark se levantó.

—¿Se encuentra bien, amigo? —preguntó el joven sacerdote, ligeramente sorprendido por su movimiento brusco.

«No, padre. Dios ha borrado una parte de mi mente. Quizá ésa sea su idea de la compasión».

—Sí, padre —dijo Dark, y luego se marchó de la iglesia.

Capítulo 36

Santa Mónica, California

Dark no estaba seguro de cuánto tiempo había estado caminando por las calles de Santa Mónica. Ahora se encontraba cerca de Venice Beach, rodeado de ciclistas y tipos con monopatín, después de haber vagado más allá de los límites de la ciudad. Por momentos tenía la inquietante sensación de que alguien lo vigilaba, pero Dark lo atribuyó a la paranoia. Primero ve a una mujer que cree que es su esposa muerta. Luego piensa que unos agentes desconocidos controlan cada uno de sus movimientos. Bueno, quizá alguien estaba siguiéndolo realmente. Graysmith podría haber hecho que lo siguieran desde el principio.

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