No podrás esconderte (15 page)

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Authors: Anthony E. Zuiker,Duane Swierczynski

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: No podrás esconderte
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—Hola, Nikki —ronroneó.

Un momento después percibió el suave ondular de la bata de seda al deslizarse por el cuerpo de Nikki hasta caer en el suelo, donde formó un pequeño y blando montículo. Oh, eso era lo mejor. La anticipación lo volvía loco. Ahora mismo yacía desnudo sobre la mesa y ella también estaba desnuda a pocos centímetros detrás de él. En cuestión de segundos sus cuerpos se unirían. No había necesidad de implorar o de recurrir a tímidas mentiras del tipo «Oh, me duele la parte interior de los muslos, ¿podrías darme un masaje ahí?». Garner y Nikki tenían un acuerdo desde hacía mucho tiempo. Ella sabía lo que él esperaba, y él sabía exactamente lo que podía esperar de ella.

Garner esperó el primer contacto entre ambos.

Pero, en cambio, sintió un ligero pinchazo en la parte superior de la nuca, como si le hubiera picado un insecto.

Instintivamente, trató de levantar la mano para aplastar lo que fuera que le había picado, pero se dió cuenta de que no podía. El brazo derecho le pesaba, estaba como gomoso, inerte. El primer pensamiento frenético que cruzó por la cabeza de Garner fue: «Apoplejía». Una maldita apoplejía, ¡allí, de todos los lugares posibles! ¿Cómo iba a explicar eso? Intentó mover las piernas, los dedos de los pies…, nada. «No, no, no…».

—Chis —susurró alguien junto a él.

El nombre que quería pronunciar era «Nikki», pero no pudo juntar los labios; no de manera que pudiese formar una sílaba. Si pudiera hacerlo, ahora mismo estaría gritando: «Nikki, ¿qué coño estás haciendo? ¿Acaso no ves que no puedo moverme? ¿No ves que necesito ayuda?».

Garner, sin embargo, aún podía ver. No mucho. Apenas un trozo diminuto de visión periférica.

Vió un destello plateado. Y la mancha fugaz de una bata…, no de un quimono. No era Nikki quien estaba con él en la habitación. ¿Era un médico? ¿Se había desmayado? ¿Qué estaba pasando?

¿Por qué no podía moverse, maldita sea?

Unas manos lo tocaron. Unas manos ásperas. Al menos era capaz de sentir eso. Alguien trataba de ayudarlo. Gracias a Dios. Porque no podía mover un solo músculo. Se sentía como un pedazo de carne sobre el mostrador de un carnicero.

¿Dónde estaba Nikki? ¿Quién lo había movido? Trató de mirar de reojo, de aclararse la visión, pero tampoco podía mover los ojos. Todo era demasiado brillante. Demasiado estridente.

Unos dedos se desplazaron sobre su columna vertebral. Tanteando. Buscando. Pinchando un momento para luego retirarse. Finalmente tuvo la impresión de que los dedos habían encontrado el lugar que buscaban.

—No se mueva —dijo una voz. No era Nikki.

«¡No!», quiso gritar Garner. Pero no pudo.

El primer pinchazo fue brutal…, terriblemente doloroso. Sus músculos y sus huesos podían estar agarrotados, pero Garner podía sentirlo todo. La punta afilada del puñal. El acero cuando se deslizaba a través de la piel y el músculo y se abría paso profundamente dentro de su cuerpo. Su propia sangre tibia saliendo a borbotones y corriendo hacia los lados de la espalda, a lo largo de las costillas.

La cosa que estaba parada junto a él parecía reírse. Y tenía otro puñal. La cosa se lo enseñó, pasando una mano delgada por debajo de la punta afilada, como si quisiera demostrarle lo que iba a hacer.

—¿Preparado?

«No, no, NO».

Los dedos comenzaron nuevamente la búsqueda. Pinchando. Tanteando. Golpeando ligeramente. Como si estuviesen contando las vértebras.

«Por favor, no…».

Garner oyó una risa suave. Trató de aferrarse a la mesa, pero no pudo. El dolor era indescriptible. Estaba indefenso como un bebé. Maldita sea, ¿por qué su boca no le respondía? ¿Por qué no podía gritar? Al menos un grito sería una especie de liberación. Pero no había ninguna liberación. No había ninguna escapatoria. Sólo el acero que se abría paso dentro de su cuerpo indefenso.

No. Basta. No podía soportarlo más. Garner deseó poder mover los ojos. No demasiado. Apenas una fracción de centímetro hacia la izquierda. Aunque sólo fuera para ver quién le estaba haciendo eso. Sabía que no podía ser Nikki. No su dulce ángel Nikki. Otra persona. Alguna zorra malvada que se había vuelto loca y disfrutaba haciendo esa clase de cosas. Garner parpadeó librándose de las lágrimas calientes que empañaban sus ojos y trató de enfocar, sintiendo que los globos oculares se esforzaban en sus cuencas.

No pudo ver quién estaba torturándolo de esa manera.

Pero alcanzó a ver una pequeña mesa sobre la que estaba extendida una toalla blanca y limpia.

Y, encima de la toalla, había otros ocho puñales.

Capítulo 29

West Hollywood, California

Dark arrancó el envoltorio de plástico, abrió la frágil caja de cartón y la sacudió para que las satinadas cartas del tarot cayeran sobre la mesa de la cocina. Había comprado una baraja en una librería de Westwood cuando regresaba del aeropuerto de Los Ángeles. Si el asesino estaba trabajando con el tarot, perfecto, Dark se sumergiría en su lenguaje. Odiaba trabajar a ciegas.

El folleto de instrucciones que acompañaba el mazo de cartas insistía en que el tarot no era «adivinación y tampoco una religión». Era, simplemente, un lenguaje simbólico.

No obstante, a Dark le resultaba extraña la elección del asesino. En general, dejar una carta del tarot era la clase de cosas que hacían los adolescentes cuando practicaban actos vandálicos en alguna parte para asustar a las autoridades…, para resultar espeluznantes. Dibujabas un pentagrama, acuchillabas un gato, dejabas una carta del tarot. Cosas de críos. Aun así, Dark sabía que algunos asesinos célebres tenían el tarot en la cabeza. Recordaba dos casos importantes en ese sentido. El tristemente famoso Francotirador de Washington, John Allen Muhammad, junto con su socio menor de edad, Lee Boyd Malvo, dejaba cartas del tarot para los investigadores en las escenas de sus ataques. Una de ellas era la carta de la Muerte, con un mensaje garabateado en el dorso:

Para usted, señor policía.

Código: llámeme Dios.

No informe a la prensa.

La carta había sido encontrada en el lugar donde Muhammad había matado a un chico de trece años cuando se dirigía a la escuela en Bowie, Maryland. Los medios de comunicación apodaron de inmediato al francotirador el Asesino de las Cartas del Tarot, pero pronto se hizo evidente que Muhammad tenía puesta su mente febril en la yihad, no en la adivinación del futuro. Básicamente estaba actuando como un adolescente que trata de meter el miedo en el cuerpo.

Unos años más tarde apareció el Hierofante, quien se hacía llamar así por una de las cartas del tarot perteneciente a los arcanos mayores. No dejaba tras él cartas en las escenas del crimen. En cambio, asumió como propia la tarea de un hierofante, buscando a los «pecadores» para luego ejecutarlos y que fuesen encontrados junto con el pecado cometido. Los evasores de impuestos aparecían cortados en pedazos y rodeados de pruebas de sus delitos. Los adúlteros eran hallados muertos juntos en las habitaciones de los hoteles que frecuentaban. A los pedófilos se los encontraba con DVD y fotografías de pornografía infantil. El Hierofante se quitó la vida antes de que la policía pudiese atraparlo. El asesino embarcado en una cruzada moral, previsiblemente, estaba encubriendo un montón de pecados propios, entre los cuales había detención forzosa, abuso doméstico y malversación de fondos.

No obstante, esta serie de asesinatos era diferente.

Las cartas eran las propias víctimas.

Aquí se estaba contando una historia.

Pero ¿qué historia?

Dark bebió otra botella de cerveza mientras estudiaba los detalles de las cartas que tenía encima de la mesa. A primera vista, las imágenes parecían simples. Una imagen central, muchas de ellas absolutamente obvias. Pero cuando se las examinaba más de cerca, los pequeños detalles se hacían evidentes.

El Ahorcado, por ejemplo. La duodécima carta de los arcanos mayores, según el manual. La escena podía considerarse espantosa, pero la expresión en el rostro del hombre era de calma, de relajación. Detrás de su inocente cabeza brillaba un halo de luz. Lo que se infería era que ese hombre estaba en paz.

«Venga, háblame, Ahorcado —pensó Dark—. Yo sé lo que significa que te dejen colgado de esa manera. ¿Por qué estás tan tranquilo?».

Dark bajó al sótano y volvió a proyectar en la pared la fotografía de la escena del crimen de Martin Green. Luego arrastró una imagen de la carta del Ahorcado al programa de proyección. Tras ajustar el tamaño, redujo ligeramente el brillo y arrastró la imagen de la carta hasta colocarla encima de la de Martin Green.

Coincidían.

«Perfectamente».

Desde la parte inferior de los codos hasta la posición de la cabeza (vuelta ligeramente hacia la derecha) y el ángulo preciso de su pierna izquierda doblada… todo coincidía al milímetro. Era evidente que el asesino estaba obsesionado con esa carta y había memorizado cada detalle para después recrear la imagen con el cuerpo colgado de Martin Green.

El asesino no era sólo una alimaña que utilizaba las cartas del tarot para conmocionar al personal. Por el contrario, mostraba una profunda conexión con el simbolismo y el ritual de esas cartas. Respetaba las cartas y las elegía para elaborar aquellas impresionantes muestras.

La posición del cuerpo de Jeb Paulson, por supuesto, no coincidía con la imagen de la carta pero, por un instante, cuando probablemente lo obligó a saltar desde la azotea, sí hubo una coincidencia. Tal vez el asesino no necesitaba que otros vieran ese movimiento. Tal vez era algo que quería conservar para sí y luego disfrutarlo recreándolo con la imaginación.

Las tres chicas asesinadas en el bar, sin embargo, mostraban la misma atención por el detalle que el asesinato de Martin Green. Todo ese esfuerzo para atarlas, colgarlas del techo, cortarles la garganta y mantener las copas erguidas exhibía nuevamente una devoción servil por el tarot.

Pero ¿qué era lo que el asesino intentaba decir?

Dark aceptó que las respuestas que necesitaba no las encontraría en la Wikipedia o en el manual de instrucciones de una baraja de cartas.

Entonces alguien llamó a la puerta.

Capítulo 30

Dark cogió la Glock de su escondite debajo de las tablas del piso, se detuvo un momento a la entrada del sótano y luego se dirigió hacia el frente de la casa, deslizándose con cautela junto a la pared. La puerta tenía una de esas antiguas mirillas con cristal de aumento montada en el centro, pero Dark jamás la usaba. Las mirillas hacían que la persona que se encontraba del otro lado de la puerta pudiera fijar con facilidad tu posición. Y aunque Dark había elegido esa clase de puerta porque era lo bastante gruesa como para resistir un disparo hecho a quemarropa con una escopeta, la mirilla era simplemente un trozo de cristal. Una bala podía atravesarla fácilmente. Adiós materia gris. Adiós a todo.

De modo que, en lugar de eso, atisbo a través de una mirilla oculta en la parte izquierda de la puerta. Eso le permitía tener una línea de visión con un juego de espejos montados en el techo del porche. Los espejos revelaron un rostro familiar.

Tom Riggins.

¿Qué coño estaba haciendo él allí?

Dark esperó un momento para controlar la respiración. Más golpes en la puerta. Esta vez un poco más fuertes. Guardó la Glock en la parte trasera de los vaqueros, hizo girar un par de veces el cerrojo y abrió.

Unos minutos más tarde, Riggins hacía girar el tapón de su botella de cerveza. Comenzó a pasearse por la casa como si fuera el dueño del lugar. Ése era el truco; no hacías preguntas, simplemente te movías. Su Sig Sauer colgaba pesadamente de su cinturón y llevaba la camisa por fuera del pantalón. Había sido un vuelo largo, para coronar un día aún más largo. Martes por la mañana en Virginia, martes por la noche en West Hollywood, con un nudo en el estómago durante todo el camino. Riggins hubiera deseado poder enviar a otro. Dios santo, a cualquiera. Pero sabía que le correspondía a él entrever las intenciones de Dark. Nadie más podía hacerlo.

—¿Sabes qué fue lo que vi cuando venía hacia aquí desde el aeropuerto? —preguntó Riggins.

Dark, que había bebido la mitad de su cerveza, caminaba detrás de él tratando de actuar con naturalidad.

—No. ¿Qué?

—Prostitutas motorizadas. Pensaba que eran una leyenda urbana, pero no. Son reales. Mujeres de la calle que conducen por Sunset en busca de clientes. Una intentó que detuviera el coche. Y lo habría hecho si no hubiera tenido tanta prisa por verte.

—Estoy conmovido. ¿Cómo sabes que eran prostitutas?

Riggins se paró en seco, se volvió e hizo un gesto con la botella.

—Bueno, o bien se estaba rascando la parte interior de la boca con un pepino invisible o bien estaba haciendo un gesto obsceno.

—Tal vez sólo le gustaste.

—¿Me has visto bien últimamente?

—Parece que hayas perdido peso.

—Oh, que te jodan.

Riggins no había vuelto a ver a Dark desde que se había marchado de Casos especiales. El último día no había habido ninguna promesa de llamadas, visitas o correos electrónicos. Ambos sabían que la relación que mantenían —aunque estrecha— sólo existía dentro del contexto de su trabajo.

El extraño efecto de ese hecho era que ahora, frente a frente otra vez, parecía que el tiempo no hubiera pasado. Ambos retomaron la relación allí donde la habían dejado, como si simplemente hubieran decidido encontrarse para beber unas cervezas después de un paréntesis de cuatro meses.

Pero mientras intercambiaban bromas, Riggins no dejaba de examinar la casa de Dark. Por lo que podía inferir, estaba llevando a cabo el simulacro de una vida «normal». Muebles de una cadena de grandes almacenes. Productos básicos de tipo soltero en la nevera. Algunos pósteres de películas en las paredes; algunas de las favoritas de sus años adolescentes:
Carretera al infierno, Vivir y morir en Los Ángeles, Harry el Sucio
. Sólo eso. Minucias.

Y ése era el problema. ¿Dónde estaba el verdadero Dark en esa casa? ¿Dónde estaban todos los expedientes de los casos? ¿Sus diarios? ¿Su colección de archivos sobre asesinos en serie? Riggins ni siquiera veía un ordenador en la casa, lo que era como ver al papa sin un crucifijo. Esas cosas simplemente no pasaban.

Lo cual significaba que Dark estaba ocultando algo. Ocultando lo que realmente estaba haciendo allí, en la otra punta del país.

Mientras tanto, Dark caminaba detrás de Riggins sin dejar de estudiarlo. Su antiguo jefe había entrado directamente en la casa, sin darle la posibilidad de decir que no era un buen momento o sugerir que fueran a Barney's a tomar una cerveza o algo así. Riggins era un perro de presa que no esperaba una invitación. La botella de cerveza en la mano; grande, el cuerpo musculoso, paseando por la casa. Como si Riggins no fuera más que un viejo amigo que estaba de visita en la costa Oeste para pasar un rato agradable, echar un vistazo a la nueva casa de su colega, tal vez pensando en un retiro prematuro y buscando un nuevo lugar donde colgar el sombrero.

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