Estiré el brazo para coger la copa y le di un sorbo que me hizo sentir un hormigueo, por mi aura manchada de vino, casi como si respondiese a lo que acababa de beber. Esa sensación desapareció lentamente. Volví a pensar en cuando se cayó el círculo de Ceri y en la sensación de la campana resonando por todo mi cuerpo al invocar la maldición. Había sido agradable. Eso estaba bien, ¿no?
—Jenks —dije, agotada—. Me gustaría que alguien me explicase qué demonios está ocurriendo.
El sol de la tarde me calentaba los hombros, solo cubiertos por las tiras de la camiseta. La lluvia de la noche pasada había dejado el suelo blando y el calor húmedo que flotaba unos dos centímetros sobre la tierra revuelta era reconfortante. Estaba aprovechando para plantar mi nueva planta de tejo con la idea de que quizá podría hacer algunas pociones de olvido en caso de que Newt volviese a aparecer. Lo único que necesitaba ahora eran lilas prensadas y fermentadas. No era ilegal hacer hechizos de olvido, solo utilizarlos, y ¿quién me podría culpar por utilizar uno contra un demonio?
Una punta cortada produjo un suave ruido sordo al caer dentro de una de mis ollas para hechizos más pequeñas y, mirando a la tierra, me arrodillé ante la lápida de la que brotaba y metí un poco los dedos entre las ramas para recoger las que crecían hacia dentro, hacia el centro de la planta.
La reacción de Ceri anoche al ver desbordarse mi aura me había dejado muy preocupada, pero se estaba muy bien al sol y me vino bien para recuperar fuerzas. Puede que hubiese hecho una conexión fuerte con siempre jamás, pero nada había cambiado. Y Ceri tenía razón. Necesitaba una forma para que Minias se pusiese en contacto conmigo sin tener que aparecerse. Era más seguro. Más fácil.
Hice una mueca y dejé de podar para sacar malas hierbas y ampliar el círculo de tierra limpia. Tan fácil como pedir un deseo. Y los deseos siempre se vuelven contra uno.
Miré el ángulo del sol y decidí que debía dejarlo y lavarme antes de que Kisten viniese a buscarme para llevarme a las clases de conducir. Me puse de pie, me sacudí la tierra de los vaqueros y recogí las herramientas. Miré la lápida manchada por la polución y luego amplié mi campo de visión hasta abarcar la gran extensión de mi cementerio amurallado; a continuación, divisé los Hollows y, mucho más allá, al otro lado del río, los edificios más altos de Cincinnati. Me encantaba esto, era un lugar de tranquilidad rodeado de vida que zumbaba como mil abejas.
Me dirigía la iglesia sonriendo y tocando las lápidas al pasar, reconociéndolas como viejos amigos y preguntándome cómo habría sido la gente que allí reposaba. Vi salir una ráfaga de pixies por la puerta de atrás de la iglesia y decidí dirigirme allí, ya que tenía curiosidad por lo que estaba ocurriendo. Mi pequeña sonrisa se hizo más grande cuando, tras el aleteo de una libélula, vi a Jenks. Los pixies me rodearon. Estaban muy guapos con su ropa informal de jardinería.
—Eh, Rachel, ¿has acabado allí? —dijo a modo de saludo—. Mis hijos se mueren por ver cómo arreglas el jardín.
Esquivando el círculo de suelo blasfemado que rodeaba una tumba con un ángel llorando, lo miré de reojo.
—Claro. Solo diles que tengan cuidado con las puntas que rezuman. Esa cosa es tóxica.
Él asintió y sus alas se volvieron ligeramente borrosas mientras se cambiaba de lado para que yo no tuviese que mirar al sol.
—Ya lo saben. —Dudó y luego, con una rapidez que dejaba entrever que estaba avergonzado, me soltó—. ¿Me vas a necesitar hoy?
Yo levanté la vista de aquel suelo inestable y luego volví a bajarla.
—No, ¿qué pasa?
Entonces una gran sonrisa llena de orgullo paterno le iluminó la cara y cayó una ligera chispa dorada al soltar un poco de polvo.
—Es Jih —dijo con satisfacción.
Yo aminoré el paso. Jih era su hija mayor y ahora vivía al otro lado de la calle con Ceri para construir un jardín que la pudiese mantener a ella y a su futura familia. Al ver mi preocupación, Jenks se rió.
—¡Está bien! Pero tiene a tres pixies machos dando vueltas alrededor de ella y de su jardín y quiere que construya algo con ellos para que vea cómo trabajan y luego tomar su decisión en base a eso.
—¡Tres! —dije, y agarré más fuerte mi olla de hechizos—. Dios santo. Matalina debe de estar encantada.
Jenks se dejó caer sobre mi hombro.
—Supongo —gruñó—. Jih no cabe en sí de gozo. Le gustan todos. Yo robé a Matalina sin más y no me molesté en hacer el cortejo supervisado y tradicional que dura una estación. Jih quiere hacer una casita para libélulas. El pobre que gane va a necesitarla.
Quería mirarlo pero estaba demasiado cerca.
—¿Que tú robaste a Matalina?
—Sí. Si hubiésemos seguido los trámites habituales nunca habríamos conseguido los jardines del camino principal ni los maceteros.
Me miré los pies y volví a caminar para no atizarle. Había ignorado la tradición para obtener una franja de jardín de metro ochocientos por dos metros y medio y unos maceteros. Ahora tenía un jardín amurallado de cuatro solares urbanos. A Jenks le iba bien. Tanto que sus hijos podían tomarse tiempo para realizar los rituales que marcaban su vida.
—Jih tiene suerte de tenerte ahí para ayudarla —dijo.
—Supongo —murmuró él, pero yo sabía que estaba ansioso por tener la oportunidad de orientar a su hija para que hiciese una buena elección sobre con quién pasar su vida.
Quizá sea por eso por lo que yo sigo tomando esas decisiones tan estelares con mi propia vida amorosa
, pensé, y luego sonreí tontamente al imaginarme a Jenks en una primera cita conmigo sometiendo al pobre tío al tercer grado. Maldita sea, ¿Jenks habría puesto su sello de aprobación a Kisten?
Las ráfagas de aire que enviaban las alas de Jenks me refrescaron el sudor que me cubría el cuello.
—Bueno, tengo que irme. Me está esperando. Te veré esta noche.
—Claro —dije, y él echó a volar—. ¡Felicítala de mi parte!
Se despidió y se marchó volando a toda velocidad. Yo lo observé durante un rato y luego retomé el camino a la puerta de atrás imaginándome el mal rato que les iba a hacer pasar a los tres pixies machos. Por la ventana de la cocina salía el aroma a magdalenas recién hechas; tomé aire y, tras respirar profundamente, subí las pocas escaleras que había. Me miré las suelas de las zapatillas, sacudí los pies y entré en la sala de estar destrozada. Los de Tres Tíos y Una Caja de Herramientas todavía no habían llegado y el olor a madera astillada se mezclaba con el aroma del horno. Me rugía el estómago, así que fui a la cocina. Estaba vacía a excepción de las magdalenas enfriándose sobre los hornillos y, después de dejar los esquejes junto al fregadero, me lavé las manos y miré el pan que se estaba enfriando. Al parecer, Ivy estaba despierta y estaba de humor para cocinar. Era raro, pero tenía que aprovechar la situación.
Haciendo malabares con una magdalena y la comida para pez, le di de comer al señor Pez y después comí yo. Luego me puse una camiseta verde oscuro por encima de la otra y me tiré en el sofá, feliz de la vida. Me sobresaltó el ruido de unas garras arrastrándose y una bola naranja de terror felino pasó como una centella hacia la cocina y se metió debajo de mi silla. Luego entraron los pixies, que formaban un remolino de gritos agudos y de silbidos que hizo que me doliera la cabeza.
—¡Fuera! —grité mientras me ponía de pie—. ¡Largaos! La iglesia es su lugar seguro, así que marchaos.
Se formó una gruesa nube de polvo de pixie que me hizo llorar los ojos, pero después de alguna queja y varios murmullos de decepción, la pesadilla de Disney se marchó tan rápido como había llegado. Sonriendo, miré debajo de mi silla. Rex estaba agazapada con los ojos negros y la cola encogida: era la mismísima encarnación del miedo. Jenks ya debía de estar en casa de Jih y sus hijos sabían que les doblaría las alas hacia atrás hasta que les resbalase polvo si los pillaba molestando a su gata.
—¿Qué ocurre, bomboncito? —le dije canturreando suavemente, ya que sabía que eso era mejor que intentar darle mimos—. ¿Esos pixies malos te han molestado?
La gata apartó la mirada y se agachó, feliz de estar donde estaba. Yo resoplé y volví a acurrucarme sintiéndome como la gran protectora. Rex nunca intentaba llamar mi atención pero, cuando el peligro amenazaba, siempre acababa recurriendo a mí. Ivy decía que eran cosas de gatos. En fin.
Cogí la laca de uñas mientras comía con cuidado el desayuno entre pincelada y pincelada. El sonido de alguien arrastrando los pies desde el pasillo llamó mi atención y, al ver entrar a Ivy, sonreí. Llevaba puestas sus mallas de gimnasia y tenía un ligero brillo de sudor.
—¿ De qué iba todo eso? —preguntó mientras se acercaba a la cocina y sacaba una magdalena del molde.
Como tenía la boca llena, señalé debajo de la silla.
—Oh, pobre gatita —dijo mientras se sentaba en su sitio y bajaba la mano al suelo.
Arrugué la frente de indignación al ver cómo la estúpida gata le hacía mimos, con la cabeza alta y la cola estirada. Mi enfado se hizo aún mayor cuando Rex saltó sobre su regazo y se aposentó allí a mirarme. De repente, la gata se puso a mirar hacia el pasillo y escuchamos un golpeteo de tacones cada vez más fuerte. Con los ojos abiertos de par en par, miré a Ivy, pero mi pregunta obtuvo respuesta cuando Skimmer entró en la sala como una ráfaga, peinada, arreglada y tan perfecta como un pastel nupcial sin cortar, con sus pantalones negros y su escueta camisa blanca.
¿
Cuándo habrá llegado
?, pensé, y luego me sonrojé.
Anoche no se marchó
. Miré a Ivy y me di cuenta de que estaba en lo cierto cuando mi compañera de piso bajó a Rex de su regazo y puso mucho interés en sus correos electrónicos, abriéndolos y eliminando el correo no deseado… evitándome. Joder, a mí no me importaba lo que hacían juntas. Pero al parecer a Ivy sí.
—Hola Rachel —dijo la menuda vampiresa. Luego, antes de que yo pudiese responder, se inclinó para darle un beso a Ivy. Ivy se quedó de piedra y yo parpadeé cuando Ivy se apartó antes de que aquello se convirtiese en un beso apasionado… que era precisamente lo que pretendía Skimmer. Skimmer se levantó muy despacio y se dirigió hacia las magdalenas.
»Acabaré de trabajar a eso de las diez de la noche —dijo mientras ponía una en un plato y se sentaba con cuidado entre nosotras—. ¿Quieres que quedemos para cenar temprano?
La cara de Ivy estaba arrugada de enfado por el intento de beso. Skimmer lo estaba haciendo para fastidiarme, quizá para asustarme, e Ivy lo sabía.
—No —dijo ella sin apartar la mirada de su monitor—. Ya tengo planes.
¿
Como qué
?, pensé yo, decidiendo al mismo tiempo que la relación entre Skimmer y yo probablemente se iría a pique como un barco en una tormenta. Eso era algo para lo que no estaba preparada, en absoluto.
Skimmer partió en dos su magdalena con mucho cuidado, luego se puso de pie y fue a buscar un cuchillo y la mantequilla. Los dejó junto a su plato y deambuló hasta la cafetera con unos pasos que tenían el aplomo y el poder de la sala del tribunal.
Maldita sea, me he metido en un lío
.
—¿Café, Ivy? —preguntó ella mientras el sol se reflejaba en su camisa de la oficina limpia y almidonada.
—Sí, gracias.
Al notar la tensión en el ambiente, Rex se marchó a hurtadillas. Yo deseaba hacer lo mismo.
—Aquí tienes, cielo —dijo la vampiresa mientras le daba a Ivy una taza. No era la taza gigante con nuestro logo de Encantamientos Vampíricos que le gustaba a Ivy, pero quizá ella las utilizaba porque yo también lo hacía.
Ivy dio un tirón hacia atrás cuando Skimmer intentó robarle otro beso. En lugar de enfadarse, la mujer se sentó de nuevo rebosante de confianza en sí misma y se puso a untar mantequilla meticulosamente en su magdalena. Estaba manipulándonos a Ivy y a mí; estaba al mando, aunque Ivy era la más dominante de las dos.
No me iba a marchar porque estuviese intentando hacerme sentir incómoda. Al sentir cómo se me subía la presión sanguínea, me senté con firmeza en la silla. Era mi cocina, maldita sea.
—Has madrugado —me dijo la vampiresa rubia de ojos azules, como si aquello significase algo.
Intenté no entrecerrar los ojos.
—¿Las has hecho tú? —le pregunté levantando lo que quedaba de mi magdalena.
Skimmer sonrió y mostró sus afilados caninos.
—Sí.
—Están buenas.
—De nada.
—No te he dado las gracias —le espeté, y la mano de Ivy se quedó quieta sobre el ratón.
Skimmer se comió su magdalena mientras me observaba sin parpadear y se le iban dilatando las pupilas. Empecé a sentir un hormigueo en la cicatriz y me puse de pie.
—Me voy a la ducha —dije, furiosa porque me pusiese los pelos de punta, pero necesitaba lavarme.
—Avisaré a los medios —dijo Skimmer mientras se lamía sugerentemente la mantequilla del dedo.
Iba a decirle que se lo metiese por el culo y pedalease, pero sonó el timbre de la puerta principal y conseguí mantener mis modales.
—Es Kisten —dije, y luego cogí el bolso. Estaba suficientemente limpia y la última cosa que quería era tener a tres vampiros en mi cocina estando yo desnuda en la ducha—. Me voy.
Ivy desvió su atención del ordenador, evidentemente sorprendida.
—¿Adonde vas?
Yo miré a Skimmer y me sonrojé.
—Al curso de educación vial. Me va a llevar Kisten.
—Oh, ¡qué tierno! —dijo Skimmer, y yo apreté los dientes. Me negaba a responder, así que me dirigí al vestíbulo y a la puerta sin importarme si tenía las rodillas sucias. Un fuerte chasquido me hizo detenerme y al girarme capté un movimiento borroso. Skimmer estaba roja, claramente estupefacta y desilusionada, pero Ivy mostraba una expresión de suficiencia. Había ocurrido algo e Ivy me hizo un gesto levantando una ceja con mordacidad.
Volvieron a llamar al timbre, pero ahora no me sentía tan buena persona como para marcharme de allí sin decir algo.
—¿Vas a estar por aquí para la cena, Ivy? —le pregunté ladeando la cadera. Quizá tenía maldad, pero es que yo era mala.
Ivy le pegó un mordisco a su magdalena, cruzó las piernas y se inclinó hacia delante.
—Vendré a casa pero me marcharé pronto —dijo mientras se limpiaba la comisura de los labios con el meñique—. Pero volveré a casa alrededor de medianoche.
—Vale —dije en voz baja—. Te veo luego. —Le sonreí a Skimmer, que ahora estaba sentada remilgadamente, pero se veía que no sabía si explotar o enfurruñarse—. Adiós, Skimmer. Gracias por el desayuno.