Ferrer, que salió de su camarote con una pistola en una mano y una daga en la otra, disparó contra los nativos y alcanzó de lleno a uno que se desplomó, muerto antes de tocar la cubierta. Los otros se detuvieron espantados. Ferrer cargó el arma.
—¡Tírales un poco de pan! —le gritó a Antonio, que se resguardaba en el camarote—. ¡Hazlo!
Antonio partió una hogaza en varios trozos, se los arrojó a los africanos y otra vez se refugió en el camarote. Ferrer apuntó con la pistola al grupo, dispuesto a matar a cualquiera que diera un paso. De un puntapié le acercó un trozo de pan a Burnah.
—¡Come! ¡Coge el pan y vuelve a la bodega! ¡Fuera de aquí, malditos negros!
Burnah se agachó lentamente sin apartar la mirada de Ferrer. Recogió el trozo de pan y se irguió.
—No es pan lo que queremos, blanco. Queremos nuestra libertad y la tendremos.
Burnah mordió el trozo de pan e hincó una rodilla en la cubierta en señal de respeto al capitán. Le ofreció el machete puesto sobre las palmas como si quisiera rendirse.
—Cógelo, muchacho. ¡Antonio! ¿Antonio? —Pero Antonio se había escurrido otra vez al camarote y de allí había escapado por la escotilla al nivel inferior.
—¡Mierda!
Ferrer avanzó poco a poco mientras señalaba con la pistola.
—De acuerdo, negro. Deja el machete en la cubierta. Déjalo. Y vosotros también.
Burnah se inclinó hacia adelante. El pie de Ferrer se acercó lentamente. Burnah lanzó el machete al aire. La mano de Ferrer que empuñaba la daga se levantó instintivamente para sujetar el machete. Burnah se abalanzó sobre él y le arrebató la pistola. Los demás le atacaron con los machetes.
—¡Atrás, hermanos! ¡Atrás!
Burnah miró a Ferrer, que sangraba profusamente de los cortes en el rostro y el pecho. Acercó la pistola al rostro del capitán. Ferrer chilló.
Un disparo rasgó la noche. Burnah apretó el gatillo varias veces más, pero la pistola estaba descargada. Arrojaron el cadáver de Ferrer al agua. Por toda la cubierta se oían gritos.
Montes y Pablo estaban atrapados entre una de las chalupas y la borda. Montes había matado a tiros a dos africanos, pero uno de los cautivos le arrebató el arma de un tirón y cayó al mar. Montes se defendía ahora con un machete; Pablo empleaba un remo para mantenerlos a raya. Los dos hombres se enfrentaban a una decena de africanos. Singbé se encaramó en la chalupa y desde allí atacó a Montes, que paró el golpe y cortó una de las poleas que sostenían la embarcación. La chalupa se inclinó bruscamente deslizándose de los soportes y Singbé cayó entre sus compañeros. Montes se volvió. Singbé se levantó en el acto para reanudar el ataque. Su machete alcanzó a Montes detrás de una oreja. El traficante se desplomó sobre la cubierta. Un segundo después se le cayó la chalupa encima.
Pablo no vio nada de todo esto. Lo único que veía era a los africanos que tenía delante. Y ahora, el grupo de Burnah corría hacia él. Uno de los prisioneros descargó un golpe de machete contra su pecho que le pasó rozando la piel.
Pablo le clavó la pala del remo en la garganta y empujó con todas sus fuerzas, momento que aprovechó para encaramarse a la borda y arrojarse al mar. Estaban a unas veinte millas de la costa, pero Pablo, que era buen nadador, calculó que conseguiría llegar a tierra firme. No se dio cuenta de que la sangre le manaba por una pequeña herida en el costado. En cuestión de minutos le rodearon los tiburones.
Pepe estaba en la proa con las manos extendidas ofreciéndole a los africanos el arma y las llaves de los grilletes. Grabeau lo tenía sujeto por el pelo.
—¡Por favor, te lo ruego! ¡No me mates! —suplicó Pepe—. ¡Pongo a Dios por testigo que os liberaré a todos! ¡No me mates, te lo ruego!
Grabeau levantó el machete dispuesto a cortarle el cuello, pero le tembló la mano.
—Llora como un crío. Mira, Yaboi, cómo le caen las lágrimas.
—Es un asqueroso hijo de un marrano. Mátalo. Él es el culpable de nuestra desgracia.
—Azotó a Burnah hasta dejarlo medio muerto.
Grabeau estrelló el rostro de Pepe contra cubierta y se arrodilló a su lado sin soltarle el pelo.
—¡Le hiciste sangrar! —gritó Grabeau—. ¡Le frotaste vinagre en las heridas! ¡Y ahora mírate! ¡Lloras como un niño!
Volvió a empujarle la cabeza hacia abajo y levantó el machete.
—¡No! ¡Por favor, no!
—Esto es repugnante.
—Tienes razón, Grabeau. No hay ningún honor en matar a un hombre tan cobarde.
Grabeau recogió las llaves. Abrió las manillas de los grilletes, apartó las cadenas y se frotó los tobillos.
—Átalo con sus propias cadenas —dijo en un tono de hastío—. Ya hablaremos más tarde de su suerte.
Singbé se acercó corriendo.
—¿Es el último de ellos? —le preguntó a Grabeau.
—No sé si será el último.
—El capitán, el cocinero y el que llevaba el timón están muertos. El otro marinero se arrojó al mar. No sé dónde están el otro traficante y el sirviente. Si están aquí, los encontraremos. En cualquier caso, la nave es nuestra.
Grabeau, con una sonrisa de oreja a oreja, abrazó a Singbé. El mende subió al puente de proa y levantó el machete por encima de la cabeza.
—Lo hemos conseguido, hermanos. La nave es nuestra. Regresamos a casa con nuestras familias. ¡Somos libres otra vez!
Los gritos de entusiasmo de los africanos sobresalieron de entre la lluvia. El
Amistad
se balanceó suavemente en la marejadilla mientras se alejaba de la costa empujado por la brisa del sur.
—Digo que los matemos a todos.
Singbé miró a Ruiz, a Montes y a Antonio. Los tres atados con cadenas y grilletes al ancla de la nave, colocada en el puente de proa.
A Montes lo encontraron bajo cubierta, escondido debajo de una lona. Tras sufrir una herida en la cabeza, cayó por una escotilla disimulada por la chalupa y permaneció inconsciente hasta el alba. Al despertar se arrastró hasta el escondrijo, pero al oír que los africanos registraban la nave, Montes no fue capaz de controlar su miedo. Lo delataron los violentos temblores y el ruido de su respiración. Sus captores lo llevaron a cubierta. Su cuerpo mostraba varias heridas profundas y una infinidad de moratones. También Antonio buscó refugio en la bodega; allí se ocultó entre la carga con un mosquete en la mano. Dos africanos lo encontraron después del amanecer. Al verles acercarse, Antonio apretó el gatillo. Sin embargo, el muchacho no sabía gran cosa de cargar las armas, por lo que se oyó la detonación y se vio el fogonazo pero nada más.
Los africanos eligieron a Singbé como jefe. Ahora, junto con Grabeau y Burnah, que eran sus lugartenientes, discutía qué hacer con los prisioneros.
—No, Singbé. No podemos matarlos sin motivo alguno.
—¿Sin motivo alguno? Nos hubieran matado, Burnah.
Estaban dispuestos a vendernos a los caníbales. Yo creo que esa es razón suficiente. Propongo que los arrojemos a los tres por la borda tal como están ahora, encadenados al anda.
—No, Singbé. Burnah tiene razón —afirmó Grabeau—. No tenemos motivos para matarlos. Se defendían a sí mismos. En cuanto a eso de vendernos a los caníbales, me parece algo horrible y creo que los demás opinan lo mismo, pero no los mataré por eso. No está bien.
—Nos quitaron la libertad y con ella la vida.
—No, no lo hicieron —replicó Burnah—. Sólo son los últimos eslabones de una cadena de acontecimientos. Todos fuimos hechos esclavos por diferentes medios y diferentes hombres. Ahora todos estamos aquí con estos dos hombres, que sólo son cómplices.
—¿Y qué? Les haremos pagar por los pecados de los demás. Y, por otra parte, ¿cuántos africanos han comprado y vendido? ¿A cuántos han azotado? ¿A cuántos han enviado a la muerte, a manos de los caníbales, de los amos que explotan a sus esclavos hasta matarlos? Yo digo que conviene que equilibremos la balanza con sus vidas.
—Estos hombres nos perjudicaron, pero ya no pueden hacerlo. Ahora son nuestros cautivos. —Grabeau bajó la voz y se inclinó hacia su jefe—. Singbé, tú luchaste por nuestra libertad, pero no eres un asesino. Eres mucho más hombre. Es hora de que olvides tu furia. Regresamos a casa.
—Grabeau, Burnah, escuchadme. Respeto vuestras palabras. Estoy de acuerdo en perdonar al muchacho, pero no creo que estos hombres merezcan vivir. Además, si no los matamos ahora, más tarde nos arrepentiremos. Intentarán matarnos a la primera ocasión. Estoy seguro.
—¿Cómo? —Burnah soltó una carcajada—. No tienen armas y nosotros somos casi cincuenta. El odio nubla tus pensamientos.
—No, todo lo contrario. Me hace pensar con claridad.
—Singbé, matarlos nos haría ser como los blancos. Seríamos unos cobardes sin honor ni dignidad. Puede ser su modo de actuar, quizá sean así, pero nosotros no somos como ellos, amigo mío.
Singbé miró a sus camaradas. Se estremeció de rabia y frustración. En el fondo sabía que estaba en lo cierto, que dejar con vida a estos hombres sólo traería nuevos sufrimientos, pero notaba el odio en sus entrañas, el odio acumulado durante meses de rabia, de miedo, de abusos y humillaciones. Pero se trataba sólo de un sentimiento. Grabeau y Burnah hablaban con la voz de la razón.
—De acuerdo. —Exhaló un suspiro—. No los matamos. ¿Qué hacemos con ellos?
Burnah se acercó a Pepe y le abrió la boca.
—Este tiene buenos dientes, pero creo que su cuerpo es fofo y poco fuerte.
Palmeó las piernas y las nalgas de Pepe de la misma manera que había hecho el blanco con los nativos en el mercado de esclavos.
—Es tierno como un bebé. Quizá los blancos caníbales quieran comprarlo. ¿Qué os parece, hermanos?
Los africanos se echaron a reír.
—No lo sé —respondió Grabeau—. Quizá nos sean de alguna utilidad. Creo que ahora lo más importante es aprender a gobernar este barco. Sabemos que para regresar a África debemos viajar hacia el sol, pero no sabemos cómo manejar las velas ni los aparejos. No sabemos cómo hacer para que el barco navegue contra el viento. Ni siquiera tengo claro cómo dirigir la nave.
—Utilicemos la rueda que está atrás. Vi cómo lo hacían —señaló Singbé—. Pero tienes razón. No sabemos utilizar las velas. ¿Alguien de entre los demás lo sabe?
Llamaron al resto de los africanos. Algunos estaban limpiando la sangre de la cubierta. Otros se encontraban bajo cubierta limpiando la bodega. Singbé les preguntó si sabían llevar una nave, pero nadie tenía la menor idea. Muy pocos habían visto un barco antes de ser capturados, y los que alguna vez habían navegado sólo lo habían hecho en canoa. El cielo comenzaba a despejarse y soplaba viento del oeste. Las velas seguían arriadas a causa del mal tiempo; únicamente llevaban desplegada la vela del tormentín. La nave se balanceaba a la deriva empujada por la marejadilla.
Mientras Singbé y Burnah conversaban con los demás, Grabeau no quitaba ojo a los prisioneros. Ellos también miraban a Singbé y a Burnah, preguntándose, quizá, si estaban discutiendo su destino. En éstas estaba cuando creyó percibir algo interesante en el hombre de más edad. En tanto el joven y el sirviente vigilaban todos sus movimientos, aquel parecía atento a otras cosas. Su mirada pasó del timón a las velas y de las velas al cielo. Volvió la cabeza hacia el costado del barco en dirección a la tierra que habían dejado y de nuevo al timón y a las velas. En ese momento su mirada se cruzó con la de Grabeau.
El blanco se apresuró a disimular e hizo ver que se miraba los pies. Grabeau fue a buscar a Singbé.
—Creo que podemos aprovechar a uno de los blancos.
—¿Qué quieres decir?
—El más viejo. He observado que mientras los otros te miraban, él contemplaba el barco, el cielo y el mar. En su cara se reflejaban el entendimiento y la preocupación, como si supiera lo que está bien y lo que está mal. Creo que sabe dirigir una nave. Creo que es un marinero, o por lo menos tiene alguna idea de cómo funciona todo esto.
Montes alzó la mirada y se encontró con que Singbé, Burnah y Grabeau le observaban atentamente. Singbé le dirigió la palabra.
—¿Qué dice, Pedro?
—¿Cómo voy a saberlo? Yo no hablo la jerga de los negros. ¡Muchacho!, ¿entiendes tú lo que dice?
—No, señor —contestó Antonio—. Sólo hablo español como usted.
—Van a matarnos —gritó Pepe.
—Lo mismo creía yo, pero ahora no estoy tan seguro —comentó Montes sin apartar la mirada de Singbé.
—Sí que lo harán. Nos cortarán a trozos y se los darán al caníbal para que se los coma. Van a…
—Cállate, Pepe. Cállate y míralo. Quizá podamos entender lo que está diciendo.
Singbé señaló las vergas y el tormentín. Se acercó a uno de los mástiles y desató el cabo sujeto a la cornamusa. Indicó los motones y las jarcias, y a continuación señaló con el machete la rueda del timón. Luego se dio media vuelta y apuntó con la hoja hacia el sol naciente.
—Creo que pretenden que les enseñe a pilotar el barco.
—¿Qué? ¿Dónde quieren ir?
—Probablemente a alguna de las colonias británicas o a cualquier otro lugar donde no exista la esclavitud.
—No pensarás enseñarles cómo llegar.
—Desde luego que no.
—No es que no agradezca su intervención en estos momentos —manifestó Pepe, que se irguió preocupado—, pero si los ingleses descubren la procedencia de los negros, se lo quedarán todo y la pérdida será catastrófica. La nave, la carga y los esclavos. Tendré mucha suerte si no salgo de este asunto completamente arruinado.
—Si no tenemos cuidado, no saldremos de este asunto, que es diferente.
Singbé se acercó a Montes y una vez más señaló los cabos y las velas. Montes se encogió de hombros y movió la cabeza. Singbé se acercó hasta casi tocarle la cara con la suya y repitió sus palabras a voz en grito. Montes volvió a encoger los hombros.
—Creo que no te entiende —intervino Burnah.
—Quizá nos entiende, pero no sabe cómo hacer lo que le pedimos. —Grabeau exhaló un suspiro—. Tal vez me equivoqué.
—No. Yo creo que estás en lo cierto, Grabeau —replicó Singbé—. Creo que nos entiende perfectamente. Sólo necesita que lo motiven.
Singbé retiró la cadena que sujetaba a Montes al anda y le obligó a levantarse, sin quitarle las esposas ni los grilletes.
—Aguanta, Pedro. Cuanto más tiempo vayamos a la deriva, más oportunidades tendremos de que alguien nos vea y acuda a rescatarnos.
Montes permaneció en silencio. Le dolía la cabeza. Le quemaban las heridas del costado y de los brazos. Singbé lo sujetó por el cuello y lo arrastró hasta el mástil. Señaló las velas y sujetó los cabos. Volvió a señalar las velas, bajó la mano y abrió los brazos.