Amistad (28 page)

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Authors: David Pesci

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Amistad
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La mañana del 19 de noviembre en New Haven amaneció gris y ventosa por el frío que afectaba a Connecticut y los demás estados de Nueva Inglaterra en los días cada vez más cortos de finales de otoño. A pesar de las inclemencias del tiempo, miles de personas se amontonaban delante del juzgado. Todos los asientos y lugares de la sala estaban ocupados. La gente aplaudía o pitaba mientras los africanos y Antonio, envueltos en mantas y abrigos que les habían regalado, desfilaban desde la cárcel hasta el juzgado. A un lado, un hombre con dos grandes carteles colgados de los hombros ocupaba una pequeña tarima desde la cual pronunciaba un discurso a un centenar de espectadores reunidos a su alrededor. En los carteles se leía: «¡Igualdad de trato para los blancos!». Al escuchar las ovaciones de la multitud cuando los africanos salían de la cárcel, el hombre se volvió hacia los prisioneros.

—¡Miradlos! ¡Allí están! —gritó—. ¡Mirad cómo van vestidos! Abrigos de primera, pantalones de lana, calcetines y zapatos. ¡Hasta les han dado sombreros y guantes! ¿Habéis visto sus alojamientos? ¡Todos tienen mantas y abundante comida! Yo digo que a los blancos encerrados en esta cárcel y en todas las otras cárceles de este estado no los tratan ni la mitad de bien. ¿Por qué no? ¿Acaso no son ciudadanos de este estado? ¿No se merecen que los traten igual o mejor que a una pandilla de negros que acaban de salir de la selva?

Mientras desfilaban los africanos, el hombre lanzó un escupitajo hacia ellos y continuó gritando.

—¡Igualdad de trato para los blancos! ¡Igualdad de trato para los blancos!

Muchos de los espectadores se unieron a sus gritos hasta mucho después de que los africanos entraran en el edificio.

Las tres niñas, acompañadas por el coronel Pendleton, entraron por la puerta de atrás. Cuando en el último juicio se dispuso que las niñas disfrutaran de un régimen más soportable, la esposa de Pendleton se ofreció a acogerlas en su casa en lugar de dejarlas expuestas a la suciedad y a los «elementos criminales» de la cárcel. El juez Thompson aceptó el ofrecimiento siempre y cuando se permitiera que los estudiantes de Yale continuaran con la educación de las niñas sin trabas de ningún género.

Andrew Judson declaró abierta la sesión a las diez de la mañana y pidió a las partes que hicieran sus discursos de apertura. Mientras escuchaba los argumentos, tomó buena nota del lugar donde se sentaban Lewis Tappan y los otros abolicionistas. Pensaba declarar cualquier manifestación del grupo como desacato al tribunal y ordenar que se expulsara de la sala durante el resto del juicio a la persona o personas implicadas.

Incluso antes del comienzo, ocurrió algo inesperado que fue motivo de grandes comentarios. Henry Green acababa de añadir su nombre a la lista de los que reclamaban los derechos de salvamento, y su abogado era William Ellsworth, el gobernador de Connecticut. No era habitual, aunque existían precedentes, que un gobernador se involucrara en un juicio durante su mandato. Los Amistad eran noticia de primera plana desde que se encontraban en el estado, y siendo como era un hábil político, Ellsworth llevaba intentando desde el principio asociarse al caso de alguna manera. También era amigo de Lewis Tappan, y se había encargado de la defensa de Prudence Crandall. Aunque muchos ciudadanos de Connecticut consideraron que había elegido «el bando equivocado» del caso, su decisión mereció la admiración general. Muchos dijeron que la fama conseguida fue fundamental en la designación de los demócratas y en la obtención del cargo. Ellsworth propuso al Comité Amistad que le permitieran dirigir la defensa. Declinaron la oferta porque preferían a Baldwin y consideraban que la presencia de Ellsworth respondía más a sus intereses personales y a su deseo de llamar la atención pública que no a las necesidades de sus clientes. Sin desanimarse, Ellsworth buscó a Gedney y a Meade, y más tarde a Ruiz y a Montes. Todos tenían abogados. Ellsworth no podía hacer otra cosa que asistir al juicio como cualquier otro ciudadano. Pero entonces se enteró del encuentro de Green con los africanos. También supo, por intermedio de un amigo de Nueva York, que Green se consideraba con derecho a reclamar una reparación por el salvamento, o al menos un porcentaje, porque él «había descubierto a los africanos y su nave». Ellsworth se puso en contacto con Green, escuchó su historia, convenció al hombre de que tenía motivos suficientes para plantear una demanda, y presentó las alegaciones necesarias para que lo incluyeran entre los demandantes de los derechos de salvamento ante el tribunal.

Además de la novedad de la demanda de Green, el tribunal también escucharía el testimonio del doctor Richard R. Madden, el superintendente británico de los esclavos liberados en La Habana y autodesignado observador de la trata de esclavos en Cuba. Acérrimo enemigo de la esclavitud, el doctor Madden regresaba a Inglaterra después de pasar diez años en Cuba. Enterado del caso Amistad, escribió a Tappan para ofrecerse como testigo de las condiciones del mercado de La Habana y dar su opinión sobre si los negros eran bozales o landinos. Durante un viaje por Estados Unidos realizado cinco años atrás, Madden se labró una reputación de buen escritor, ameno conferenciante y apasionado opositor de la esclavitud. Incluso lo invitaron a cenar con el presidente Jackson, que se desternillaba de risa cuando el viejo irlandés le sugirió que el presidente debía trabajar para abolir la esclavitud en el país.

Por último, y el más curioso de todos, sería el testimonio de los propios negros. Se sabía que Tappan contaba con los servicios de un intérprete y durante las dos semanas previas al juicio se filtraron a la prensa algunos fragmentos escogidos de las declaraciones de Cinqué y sus compañeros. Los negros insistían en que eran africanos secuestrados en diversos países de África, que se rebelaron porque el cocinero mulato a bordo del
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les explicó que los venderían a los caníbales, y que su único deseo era regresar a sus hogares con sus familias y sus gentes. Aunque la fiscalía argumentó que lo del intérprete era una artimaña para confundir los hechos, Judson se reunió con Covey en presencia de todos los letrados y se convenció de que el marinero entendía la lengua de los negros.

Sin embargo, pese a estos nuevos acontecimientos, el caso continuaba dependiendo de la legitimidad de la documentación aportada por Ruiz y Montes, los derechos de salvamento y las decisiones de Judson respecto a la aplicación del tratado de Pickney y el tratado de 1819.

—Tendremos que enfrentarnos a un sentimiento muy arraigado respecto a la raza negra y a un sistema que ha condonado legalmente la esclavitud durante más de doscientos años —comentó Baldwin—. A pesar de lo que diga la ley, tendremos que establecer cada uno de nuestros puntos sin que quede ni una sombra de duda. E incluso si probamos nuestro caso, es Andrew T. Judson quien en última instancia decidirá el destino de nuestros amigos africanos.

—Cualquier cosa dejada a Judson es dejarla en manos del diablo en persona —le dijo Segdwick a Staples aquella mañana una hora antes de ir al juzgado—. Es el mismo hombre que declaró en el caso de Prudente Crandall que aunque quizá puedan aspirar a la igualdad, es una locura creer que la raza africana ocupa el mismo pedestal de desarrollo e inteligencia que los hombres blancos.

El alegato inicial de Holabird fue prácticamente idéntico al que ofreció dos meses antes en el juzgado de distrito. Sin embargo, a la documentación encontrada a bordo del
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se agregaban varias cartas de protesta escritas por Calderón y Argaiz que citaban párrafos específicos de los tratados. Baldwin y su equipo escucharon la presentación de Holabird, que duró todo el día. Los alegatos de Hungerford, Isham y Ellsworth ocuparon los dos días siguientes. Ellsworth mostró una vehemencia melodramática al señalar que probaría más allá de cualquier duda razonable que los oficiales de la Armada habían aprovechado la ventaja de la artillería y los marines para despojar a Henry Green y a sus amigos de sus legítimos derechos de salvamento. Hasta la tarde del cuarto día no le llegó el turno a Baldwin. Pretendía repasar con detalle todos los puntos señalados en el primer juicio. También estaba dispuesto a poner todo el énfasis en las nuevas pruebas obtenidas. Sin embargo, su primera andanada apuntó directamente a las acciones de la oposición.

—Antes de comenzar, Señoría, quiero presentar una protesta formal contra el gobierno de Estados Unidos por sus exagerados prejuicios en este caso.

—Protesto, Señoría —dijo Holabird, molesto—. Al gobierno de Estados Unidos sólo le preocupa descubrir la verdad de este caso. No ha habido el menor prejuicio de su parte.

—Me permito disentir, Señoría —exclamó Baldwin—, estamos en el mes de noviembre de 1839. Llevo involucrado en este caso desde agosto y, sin embargo, el gobierno federal todavía tiene pendiente facilitarme a mí, y a mis colegas con los que presento este caso o a mis clientes, una copia del tratado de 1819. Tampoco hemos recibido una copia íntegra del tratado Pickney. Además, cuando encarcelaron a mis clientes, se les dejó a su arbitrio buscar asistencia letrada. En cambio, cuando los señores Ruiz y Montes fueron detenidos en octubre como resultado de las acciones legales emprendidas por mis clientes, el secretario de Estado norteamericano ordenó al fiscal federal del distrito de Nueva York que facilitara, y cito: «todas las cortesías y medidas de asistencia legal», fin de la cita, a ambos caballeros. El señor Ruiz y el señor Montes también recibieron un trato muy especial en la cárcel, lo que permitió al señor Montes aprovechar la oportunidad para marcharse del país. Ninguna de estas cortesías —llamémoslas ventajas— han beneficiado a mis clientes, Señoría. Y todavía no tenemos las copias íntegras de todos los documentos que necesitamos para defender adecuadamente los intereses de nuestros clientes.

—Su protesta queda anotada y constará en acta, señor Baldwin —aseguró Judson.

—A ese fin, Señoría, solicito que el juicio se postergue hasta que los mencionados documentos obren en mi poder y en el de mis colegas, y se nos dé un plazo razonable para examinarlos en beneficio de la defensa de nuestros clientes.

—Solicitud denegada, señor Baldwin. Este tribunal no autorizará ninguna postergación de los procedimientos si lo puede evitar. Sin embargo, tomaré muy en cuenta que solicita esos documentos, y en particular los de los tratados, y exhorto enérgicamente al señor Holabird para que utilice sus contactos dentro del gobierno y le procure las copias.

—He hecho todo lo posible —señaló Holabird—. No obstante, ha habido algunos problemas con las transcripciones en las oficinas de Washington. Pero estoy seguro de que podrán disponer de las copias en un plazo muy breve. Mis disculpas al señor Baldwin por cualquier inconveniente que esta situación pueda haberle provocado.

—Ya está, ¿lo ve usted, señor Baldwin? El gobierno hace todo lo posible. Continúe con su alegato.

—Pero, Señoría…

—Proceda, señor Baldwin, o lo citaré por desacato a este tribunal. Elija.

Baldwin hizo una pausa de efecto. La respuesta de Judson era la que esperaba, pero no había ningún motivo para que la galería o los periodistas presentes lo supieran. Exhaló un profundo suspiro.

—Muy bien, Señoría, presentaré mi alegato. Estoy seguro de que después de que usted escuche el testimonio de los expertos lingüistas, del doctor Richard Madden y de los hombres del
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, no tendrá otra elección que aceptar que los negros que estaban a bordo del
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eran residentes y ciudadanos de países africanos, y como tales deberán ser puestos en libertad inmediatamente y transportados de regreso a sus países de origen tal como garantiza el tratado de 1819.

Judson se inclinó hacia delante en su estrado y por primera vez desde que se inició el juicio, tres días antes, interrumpió a un abogado que hacía su alegato.

—Bueno, eso es algo que todavía está por ver, ¿no es así, señor Baldwin?

Baldwin, sin siquiera pestañear, obsequió a Judson con una sonrisa mientras asentía.

—Lo verá, Señoría, lo mismo que todos los demás en esta sala.

Baldwin preguntó a Judson si el doctor Madden podía ser el primer testigo porque sus obligaciones oficiales requerían que partiera de regreso a Inglaterra antes del mes de diciembre. Judson respondió que consideraría la petición y que daría una respuesta al día siguiente. El tribunal suspendió la sesión hasta las cuatro y media.

Al anochecer, cuando Tappan regresó a su hotel después de hablar con los periodistas, el recepcionista le entregó un pequeño paquete urgente que había llevado un propio. Tappan subió a su habitación y desenvolvió el paquete. Se trataba de una caja de madera. Levantó la tapa e inmediatamente sintió un profundo asco. En el interior había una oreja negra, mal cortada y cubierta de sangre seca. Le temblaban tanto las manos que se le cayó la caja sobre la cama. La oreja quedó sobre la colcha junto con una nota, al parecer escrita con sangre.

«No importa lo que ocurra, sus negros no saldrán con vida de este país». Estaba firmado: «Justicia».

Más tarde, todavía inquieto por el desagradable episodio, Tappan cenó en privado con Simeon Jocelyn.

—Simeon, ambos rezamos para que la sentencia de este caso sea favorable. Pero, según el señor Baldwin, es muy probable que fallen contra nosotros.

—Sin duda, él apelará contra la sentencia, Lewis.

—Por supuesto. Sin embargo, creo que es el momento de planear algo seguro para nuestros amigos africanos.

Jocelyn enarcó una ceja. Tenía muy claro a qué se refería Tappan.

—Hay una estación en Farmington y otra en Stonington —manifestó Jocelyn—. ¿Cómo haremos para llevarlos a cualquiera de esos dos lugares? Mover a treinta y cinco negros es bastante difícil en este estado. Además, estos hombres son casi famosos.

—El encarcelamiento atenuado nos facilita un tanto las cosas. Creo que se impone una maniobra de distracción, o quizás a la vista de cómo se permite a los espectadores entrar y salir de la cárcel, sencillamente podríamos sacarlos con la excusa de que van a hacer sus ejercicios diarios y llevárnoslos. New Haven tiene puerto, y no tenemos necesidad de utilizar vías clandestinas aquí. Podríamos llevarlos a Boston, Portland o a cualquiera del centenar de calas a lo largo de la costa. Podríamos llevarlos directamente hasta Canadá. Lo importante es que debemos tener dos planes: uno principal y otro de emergencia. Deberán ser seguros, sencillos y fáciles de aplicar en el momento que sea necesario.

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