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Authors: David Pesci

Tags: #Drama, Histórico

Amistad (37 page)

BOOK: Amistad
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Gilpin puso en duda gran parte de las «supuestas pruebas» aportadas por la defensa respecto a si los negros eran esclavos o no y, por lo tanto, actuaban como hombres libres que intentaban librarse por sus propios medios de un encarcelamiento ilegal. Gilpin insistió en que el juez de distrito se dejó impresionar por el emotivo testimonio ofrecido por el doctor Madden.

—Este testimonio no procede más que de habladurías —afirmó Gilpin—, y aunque el doctor Madden nunca lo admitió bajo juramento, sus impresiones estaban dominadas por sus prejuicios en favor de los negros y en contra de los esclavistas españoles.

Mientras hablaba, Gilpin recorría la sala, y a menudo desaparecía detrás de las columnas que llegaban hasta el techo. En ningún momento de su presentación hizo referencia a los testimonios de Singbé y los demás africanos. Después de casi cuatro horas, Gilpin acabó su perorata y se sentó.

La corte suspendió la sesión durante hora y media para comer; después le tocó el turno a Baldwin. Aunque aquella tarde habló durante dos horas y al día siguiente durante seis más, su presentación no pasó de ser un atento repaso de los hechos vinculados al caso. Atento a tan completa exposición de los hechos, Adams se preguntó si esta falta de emoción era típica de su colega de Connecticut o si el hombre sencillamente preparaba el terreno para el alegato del jefe de la defensa. De todos modos, Adams felicitó a Baldwin al finalizar su discurso por hacer «una presentación clara y elocuente».

El presidente del tribunal suspendió la sesión hasta el día siguiente, momento en el que Adams ofrecería el alegato de la defensa. Antes de que Adams saliera de la sala, Tappan le entregó un sobre.

—Le traigo esto de parte de un amigo de Connecticut. —Tappan sonrió—. Le deseo para mañana toda la suerte del mundo.

Adams dio las gracias a Tappan y guardó la nota en el maletín. Abandonó la sala y se dirigió a su despacho de la cámara para consultar sus notas y saber qué habían hecho durante el día en el Congreso. A las doce menos cuarto, inició el paseo de kilómetro y medio hasta su casa de la calle F.

En cuanto llegó a su casa, Adams continuó trabajando en su estudio para preparar las notas del alegato del día siguiente. Alrededor de las tres de la mañana, apenas si veía por el cansancio. Se levantó de la silla, cogió una lámpara y subió a su dormitorio. Al entrar en la habitación, la luz mortecina de la lámpara alumbró un pequeño rectángulo blanco junto a la cama. Se trataba del sobre que le diera Tappan. Adams lo había dejado allí para no olvidarse de leerlo.

Querido señor Adams:

La gente dice nosotros malos. Nosotros matar cocinero, capitán y marinero. Pero si hombre blanco viene a África y lo hacen esclavo, entonces, ¿qué hace él? ¿Él no intenta ser libre también? Por favor, haga que corte entienda nosotros hombres libres que quieren ser libres otra vez. Queremos ir casa. Le rogamos que gane nuestro caso. Usted nuestro amigo. Confiamos en usted.

J
OSÉ
C
INQUÉ

Adams creía haberlo visto todo y hecho tanto en su vida, que prácticamente ya nada le sorprendía. Pero el nudo que se le hizo en la garganta mientras leía la carta le cogió completamente desprevenido. Exhaló un largo y profundo suspiro y después plegó la carta con mucho cuidado antes de guardarla en el sobre. Apagó la lámpara y esperó a que llegara el sueño. En cambio, dominado por la impaciencia, dio mil vueltas en la cama hasta que un rayo de luz se coló por la estrecha abertura entre las cortinas corridas.

La corte reanudó la sesión a las diez y media del martes 23 de febrero. Adams se puso de pie sin prisa, saludó a los jueces y manifestó que era un gran honor aparecer otra vez ante la distinguida corte después de una ausencia de más de treinta años. También esperaba que su ausencia de la práctica legal durante un período tan prolongado y su avanzada edad no fueran en detrimento de su actuación.

Adams sonrió al público, se colocó sus gafas de cristales redondos, y se acercó al estrado para dar comienzo a su presentación.

—En medio de la angustia que siento por mis clientes y por mí mismo, recibo consuelo de dos fuentes. Primero, las vidas, los derechos y las libertades de mis clientes han sido defendidos hasta este momento con gran capacidad y brillantez por mi colega, el señor Baldwin. Segundo, recibo consuelo al pensar que este tribunal es un tribunal de justicia. Y ante un tribunal de justicia, cada parte tiene el derecho a esperar y recibir justicia de él. No buscamos nada más que eso, Señorías. Sin embargo, mientras estoy aquí delante de ustedes, también siento una profunda tristeza y rabia, porque me veo obligado a estar aquí porque otro departamento del gobierno de Estados Unidos ha utilizado su poder para conseguir lo que es una flagrante injusticia. Afirmo que el actual ejecutivo, que estaba ligado como lo está este honorable tribunal a defender los principios de la justicia, los derechos garantizados por nuestra Constitución y las leyes de nuestro gran país, ha actuado desde el primer momento con una pronunciada simpatía hacia una de las partes y una profunda antipatía hacia mis clientes, una antipatía que, podría añadir, estaba inspirada únicamente por el color de su piel.

Después de este introito, Adams realizó un preciso y detallado relato sobre cómo desde el abordaje inicial del
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llevado a cabo por Gedney, las acciones de Holabird en el juicio, las instrucciones de Forsyth al fiscal y contactos con el embajador español hasta llegar a las órdenes del presidente Van Buren en persona, los representantes del gobierno de Estados Unidos actuaron en todo momento con la clara intención de negar a los Amistad su derecho a un proceso justo.

—Derechos, Señorías, que estoy seguro, y en esto todos estarán de acuerdo, que se les hubieran concedido inmediatamente si su piel hubiese sido de la misma coloración que la nuestra.

La presentación de Adams resultó sorprendente por su precisión y orden. Citó párrafos de la correspondencia entre Forsyth, Calderón y Argaiz. Señaló que, al principio, Calderón hablaba de recuperar «el barco, la carga y los negros», lo que marcaba una diferenciación entre hombres y carga, y sin embargo en cartas posteriores, reclamaba la devolución de los negros invocando el tratado Pickney porque ellos eran «parte de la carga inscrita en el manifiesto del barco». Argaiz también hacía las mismas distinciones en sus comunicados. Adams presentó como prueba la carta que Forsyth le envió a Holabird, en la que insistía en la necesidad de evitar un juicio y que los negros fueran puestos inmediatamente a disposición del presidente para ser entregados al cónsul español. La carta, un documento formal, la habían añadido a los expedientes del caso durante la última apelación de Holabird.

Adams pasó a ocuparse de Gedney, y fustigó al oficial por sus acciones en el abordaje y captura del
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.

—Los africanos estaban en posesión de la nave y tenían presuntamente el derecho de propiedad. Ellos actuaban pacíficamente y las cortes han decidido que de ningún modo estaban involucrados en actos de piratería. Y no obstante, el teniente Gedney, sin ningún encargo, orden o autoridad de su gobierno, capturó la nave por la fuerza de las armas, la abordó y, al ver el color de la piel de mis clientes, los encarceló. Al mismo tiempo, al ver el color de la piel de los señores Ruiz y Montes, Gedney los protegió, les facilitó toda clase de comodidades y, sin preguntar nada, asumió inmediatamente la legitimidad de sus reclamaciones.

A continuación, Adams reseñó y analizó los hechos de los procedimientos judiciales y la primera parte de las sesiones del juzgado de distrito, incluido el testimonio del doctor Madden, cuyas credenciales, como recordó a Sus Señorías, habían sido revisadas y aceptadas por el juez Judson.

A las tres y media de la tarde, hora en que la pálida luz invernal comenzaba a desaparecer, el juez Tammy pidió a Adams que interrumpiera su discurso y lo reanudara al día siguiente. Adams asintió y se levantó la sesión. Sin embargo, a la mañana siguiente, el juez Tammy entró solo en la sala para hacer un sorprendente anuncio.

—Los procedimientos de esta corte han sido interrumpidos por la solemne voz de la muerte. Uno de los insignes y honorables jueces que se sentaba aquí ayer, el juez Barbour, de Virginia, ha muerto durante esta noche pasada. Esta corte suspende sus sesiones hasta el martes, 2 de marzo.

Barbour, que no estaba enfermo, murió mientras dormía de un ataque cerebral. El cadáver lo descubrió uno de sus esclavos cuando entró en el dormitorio a la madrugada siguiente para despertar al juez. Tappan le comentó a un amigo que el incidente, con todo lo que tenía de irónico, señalaba con toda claridad que se trataba de una intervención divina en favor de la causa.

La mañana del 2 de marzo se reanudó la sesión del alto tribunal; Adams renovó sus ataques, y además de insistir en que las repetidas promesas y garantías de Forsyth a Calderón y Argaiz confirmaban un absoluto desprecio de la Constitución, introdujo un nuevo elemento: la participación directa de Van Buren en estas actividades.

—La corte observará que las órdenes dadas al teniente Paine, órdenes firmadas por el presidente Van Buren en persona, lo autorizan a tomar en custodia a los negros. También observará la forma y la fraseología empleada en estas órdenes, que no sólo permiten a Paine hacerlo a pesar de que estaba pendiente el juicio, sino que además no se estipula que esta captura tuviera que esperar hasta el momento posterior a que el juez diera a conocer su veredicto. Sólo podemos preguntarnos cuál era la verdadera intención del presidente. ¿Pretendía privar a los negros de todos sus derechos y que los militares norteamericanos los secuestraran para trasladarlos a Cuba por la fuerza, o primero quería que la Corte adoptara su decisión, y negarles a los negros su derecho de apelación mediante el secuestro? ¿O es posible, aunque sólo fuera remotamente, que el presidente de Estados Unidos ignorara por completo los derechos a las libertades personales y las leyes de nuestro país tal como están garantizadas en la Constitución? En cualquier caso, el dictado de estas órdenes es un ejemplo despreciable, vil e inquietante del ejecutivo actuando de una forma dictatorial, y, por su apariencia, justifica plenamente una exhaustiva investigación por parte del poder legislativo.

Adams también ofreció un profundo análisis del tratado de 1819, un documento que él mismo había ayudado a negociar y redactar.

—El gobierno intenta tergiversar la letra y las intenciones de este tratado. Sin embargo, como uno de los redactores del mismo, puedo asegurar a este tribunal que en ningún momento ninguna de las partes involucradas pretendió equiparar personas con mercancías, sean esclavos o cualquier otra cosa.

Por último, Adams hizo un detallado examen del caso Antelope, citado por Gilpin como una justificación de los intentos del gobierno de enviar a los negros de regreso a Cuba. Era una ridícula extravagancia pretender utilizar el caso Antelope como un antecedente para el caso del
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. Tal como se señaló y como se comprobó debidamente, los negros del
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estaban libres cuando los encontraron, y no eran esclavos sujetos con cadenas y marcados para la venta en el mercado norteamericano como era el caso de los infortunados negros a bordo del
Antelope
. Tampoco tenía el
Washington
ninguna orden que autorizara la captura. La interpretación jurídica de estos casos era completamente distinta.

Adams calló después de hablar durante casi cinco horas y media. Hizo una pausa y se quitó las gafas.

—Espero que mi alegato haya complacido a Sus Señorías. El 7 de febrero de 1804, hace ahora más de treinta y siete años, mi nombre fue inscrito en las listas como uno de los abogados de esta corte. Cinco años más tarde, en marzo de 1809, me presenté por última vez ante ella en defensa de la causa de la justicia. Al cabo de muy poco tiempo, fui llamado para cumplir con otras obligaciones, primero en tierras lejanas y más tarde en nuestro país. Nunca imaginé que volvería a llamárseme alguna vez para aparecer como un abogado de esta corte para defender la causa de la vida, la libertad y la justicia. Me levanto una vez más, confío en que por última vez ante esta misma Corte, aunque no ante los mismos jueces, para reclamar justicia. Ruego a todos ustedes que sea dispensada.

Adams volvió a la mesa de la defensa y se sentó. Estaba tan cansado que apenas si tuvo fuerzas para levantarse cuando los jueces se retiraron.

Al día siguiente, Gilpin tuvo su turno de réplica. Habló durante dos horas pero Adams, Baldwin y Sedgwick no escucharon nada que la fiscalía no hubiera dicho antes. De hecho, Adams se fijó en que de haber estado Gilpin más atento, hubiera conseguido rebatir algunos puntos. Al mediodía, el juez Tanny golpeó con su mazo y anunció que se notificaría a las partes cuándo debían presentarse ante la corte para conocer la sentencia.

Sedgwick regresó a Filadelfia, Tappan a Nueva York, y Baldwin y Jocelyn a New Haven para esperar el pronunciamiento del tribunal. Una semana más tarde, el 9 de marzo, la Corte llamó a Adams y a Gilpin. El juez Story, de Massachusetts, leyó la sentencia. Como era la costumbre de la época, el juez recapituló los principales hechos del caso, una tarea a la que dedicó casi una hora. Después, dedicó otras dos más a leer el texto de la decisión del tribunal.

Story declaró que por seis votos contra uno, con el voto particular del juez Henry Baldwin que disintió pero sin presentar una oposición por escrito, la corte decidía lo siguiente: que el tratado Pickney y el tratado de 1819 no eran aplicables a este caso salvo en la instancia del esclavo Antonio, que debía ser devuelto a los herederos de su difunto propietario. Que los pasaportes obtenidos para los negros por Ruiz y Montes se habían demostrado acertadamente como fraudulentos en los juicios previos, y por lo tanto quedaban invalidados como prueba de propiedad. Que Gedney y su tripulación actuaron meritoriamente y tenían derecho al salvamento en los porcentajes y dentro de las estipulaciones fijadas por el juez Judson. Sin embargo, cuando el
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fue abordado, los negros a bordo estaban en posesión de la nave. No eran esclavos, por tanto, la pretensión de Gedney y su tripulación no era válida según las estipulaciones del tratado de 1819.

—Por lo tanto —leyó el juez Story—, se revoca la decisión del juez Judson en este punto.

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