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Authors: David Pesci

Tags: #Drama, Histórico

Amistad (38 page)

BOOK: Amistad
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Adams contuvo el aliento y se echó hacia delante, atento a lo que venía después. También Gilpin esperaba con ansia.

—Esta corte dicta que los negros a bordo del
Amistad
, salvo por el esclavo Antonio, actuaban como hombres libres, que intentaban recuperar su libertad de un falso encarcelamiento. Esta corte no disputa este estado o impugna sus acciones. Como tales, son libres, y esta corte ordena que se les ponga inmediatamente en libertad. Pueden ir donde más les plazca y regresar a sus naciones como hombres libres.

Adams se puso de pie, dio las gracias al juez y abandonó la sala para escribir una carta a Baldwin y Tappan.

«Dios nos ha sonreído —escribió—. Por fin nuestros amigos son libres».

Baldwin recibió la carta una semana más tarde. Por segunda vez en dos años, lo vieron correr por las calles de New Haven.

EL
GENTLEMEN

La celebración en la cárcel de Westville estuvo marcada por las risas, las plegarias y una gran fiesta. Durante el festejo, Burnah, Grabeau, Kinna y algunos otros entraron y salieron varias veces del edificio para demostrar que eran libres. Más tarde, mientras todavía continuaba la fiesta, Singbé salió descalzo y sin camisa, y se arrodilló en la nieve de marzo alumbrada por la luna. Rezó con lágrimas en los ojos a Ngewo y al Dios cristiano. Les suplicó que enviaran un mensaje a Stefa y a los niños, diciéndoles que muy pronto estaría en casa.

¿Sería verdad?

Si la Corte Suprema hubiera aceptado la decisión original de Judson, Singbé y los otros africanos quizás en aquel momento estarían navegando en un barco con destino a África. Sin embargo, como los jueces decidieron que a los africanos no se les podían aplicar las cláusulas del tratado Pickney ni del tratado de 1819, el gobierno federal no tenía ninguna obligación de devolver a los africanos a sus hogares.

Lewis Tappan apeló al nuevo secretario de Estado, Daniel Webster, para ver si podía persuadir al presidente de que proveyera el transporte para los africanos. Webster habló con el presidente John Tyler, que sucedió al presidente Harrison, fallecido víctima de una neumonía sólo un mes después de jurar el cargo. Tyler, propietario de una plantación en Virginia y dueño de esclavos, no sentía la más mínima simpatía por los africanos. Sin embargo, ordenó a Webster que comunicara a Tappan que si el Congreso aprobaba los fondos para fletar un barco y pagaba las provisiones, él firmaría la autorización. Tyler tenía la plena seguridad de que los representantes sureños en la cámara nunca aprobarían la medida. No se equivocó.

—Los africanos son hombres libres —le dijo Webster a Tappan—. Tendrán que arreglárselas por su cuenta para regresar a sus hogares.

Esto dejó a Tappan a merced de sus propios recursos para devolver a los Amistad a sus países de origen. Fletar una nave, contratar a un capitán y a la tripulación para el viaje a África costaba unos dos mil dólares. Para las provisiones se necesitaban otros trescientos dólares. Además, estaba el asunto de la misión.

Tappan y los otros miembros del Comité Amistad decidieron que cuando los negros regresaran a África, lo harían como caballeros cristianos y misioneros. Comprarían tierras para construir una misión que tendría el objetivo de convertir al cristianismo en una primera etapa a los habitantes de la zona y después al resto del continente. También confiaban en que la misión sería el primer paso de una contraofensiva a los esfuerzos de la American Missionary Society, que los abolicionistas consideraban una organización espuria porque estaba vinculada a la American Colonization Society, un grupo que trabajaba para enviar a los negros americanos libres de regreso a África.

—La Colonization Society está compuesta simple y llanamente por racistas —dijo Tappan—. Lo único que quieren es echar de nuestro país a todos los negros, mulatos y demás personas de color. Estoy seguro de que si pudieran salirse con la suya, también deportarían a todos los irlandeses, chinos y católicos que viven aquí.

Las misiones de la American Missionary Society tenían fama de impartir sólo lecciones de cristianismo, sin preocuparle de enseñar a leer, escribir o cualquier otro tema de escolarización a sus conversos.

—Nuestra organización será diferente —insistió Tappan—. Daremos a la gente de África no sólo las incomparables alegrías y recompensas de nuestra fe cristiana, sino también el conocimiento y la cultura de nuestra civilización. De esta manera podrán aprender a valerse por sí mismos y unirse al resto del mundo cristiano en pie de igualdad con la misma fe, las mismas costumbres y la misma cultura.

No todos los miembros del comité compartían las metas de Tappan para las gentes de África, pero casi todos creían en los principios básicos que postulaba, y todos estaban de acuerdo en que debían establecerse «verdaderas» misiones para contrarrestar el trabajo fraudulento realizado por la American Missionary Society. Sin embargo, el Comité Amistad estaba casi en quiebra. Tappan prometió aportar de su propio peculio la mitad de los fondos necesarios. El resto tendrían que recaudarlo a través de donativos y demostraciones.

—¿Demostraciones de qué? —preguntó Jocelyn.

—Del bien que hemos hecho hasta ahora, por supuesto —respondió Tappan, muy ufano.

Las tres niñas chillaban y lloraban a moco tendido. La más pequeña, Ke-né, a quien la señora Pendelton llamaba Charlotte, se aferraba a las faldas de la anciana, dominada por el terror. El coronel Pendelton plantaba cara a Tappan, con la mano puesta en la culata de la pistola que llevaba al cinto.

—Yo digo que no se van —gruñó Pendelton—. No se quieren marchar con usted, Tappan, y no las culpo. Este es su hogar, y aquí llevan una buena vida cristiana. Usted quiere llevárselas para que vuelvan a vivir entre esos salvajes asesinos.

Tappan se enfrentaba al carcelero sosteniendo en alto la orden del juez Smith Thompson que disponía la liberación de las niñas alojadas en casa de los Pendelton. Detrás de Tappan se encontraban el alguacil Wilcox, dos delegados federales y varios reporteros.

—¿Hogar, señor? —vociferó Tappan—. Ha convertido usted a estas pobres niñas inocentes en sus esclavas domésticas. Ayer escuchamos en la corte los testimonios de algunos de sus amigos y vecinos que lo confirman. Usted tiene a estas niñas de siete, diez y once años, respectivamente, a su servicio para que hagan la colada, limpien la casa, arreglen sus ropas e incluso le cocinen.

—Sólo las ayudamos a que aprendan los deberes de toda mujer y les permitimos que nos ayuden como reconocimiento a que las mantengamos.

—¿Puedo recordarle que el estado le paga a usted y a su esposa el sustento de estas niñas? —dijo Tappan—. Sin embargo, el «servicio» que prestaba está oficialmente concluido. La Corte Suprema de Estados Unidos ha liberado a todos los africanos del
Amistad
y esta orden del juez Thompson le libera a usted y a su esposa de toda responsabilidad respecto a las niñas. Ellas vendrán conmigo para unirse a los hombres.

—¡No! ¡No! —chilló Te-mé—. ¡Señora Pendelton, diga que no es verdad!

—No lo es, Marie —contestó la señora Pendelton—. El coronel te mantendrá segura con nosotros.

—Lo dudo —replicó Tappan, y dio un paso hacia la puerta. Pendelton cerró la mano sobre la culata de la pistola.

—Otro paso más, Tappan, y le hago un agujero directamente en esa bocaza tan grande que tiene.

—Vamos, Stanton —intervino Wilcox, acercándose a Tappan—. Tiene una orden judicial. Ya sabes cómo son estas cosas. Tienes que entregarle las niñas.

—Ni hablar, Norris. Y no se te ocurra ayudarle o te pegaré un tiro a ti también.

Tappan avanzó sin temor.

—Jesucristo es mi Dios y Salvador —proclamó lleno de confianza—. Por eso no tengo miedo de ningún hombre ni de sus amenazas.

Tappan dio otro paso. Pendelton sacó el arma y la amartilló. Wilcox derribó a Tappan de un empujón y saltó sobre Pendelton. La pistola se disparó cuando el alguacil chocó contra el carcelero. La bala rebotó en el marco de la puerta, estuvo a punto de herir a la señora Pendelton y a las niñas, y penetró en la tierra junto a la pared. Wilcox retuvo a Pendelton mientras se llevaban a las niñas, que continuaban llorando. Se volvieron varias veces para mirar con ojos suplicantes y los brazos extendidos a la señora Pendelton y a su marido. Al día siguiente, el New Haven Express publicó un duro artículo en el que criticaba a Tappan por sus «acciones inhumanas al desmembrar lo que parecía a los ojos de todos una familia feliz y un hogar seguro». El artículo preguntaba si las niñas no estaban mejor entonces, incluso aunque las hicieran trabajar como criadas, que en la selva africana que sería su próximo destino.

Mientras Tappan abandonaba la escena, Pendelton le advirtió que los Amistad quizá no vivirían lo suficiente para ver cómo regresaban a sus casas.

—Hay muchos hombres que creen que ustedes, los abolicionistas, han engañado al gobierno, Tappan —le gritó—. No me sorprendería si una mañana se despierta y encuentra degollados a Cinqué y a todos los negros.

Aunque Tappan no pareció preocuparse por la amenaza, en su fuero interno admitió que Pendelton no iba muy errado en sus apreciaciones. Se tomó la decisión de trasladar a los africanos de New Haven a Farmington, una pequeña localidad al oeste de Hartford. La mayoría de los residentes de Farmington eran enemigos declarados de la esclavitud. Las niñas fueron alojadas en casas particulares para que fueran atendidas y educadas. Se hicieron reformas en un granero en las afueras del pueblo para acomodar a los hombres hasta que se recaudara el dinero necesario para pagar los gastos del viaje de regreso. No era una coincidencia que el granero perteneciera a una hermosa y bucólica granja que era también un punto de encuentro de una vía clandestina. Por esta misma granja pasó Antonio en su viaje a Canadá, dos días después de conocerse en New Haven la sentencia de la Corte Suprema.

La escena en la casa de los Pendelton no era precisamente la clase de demostración que Tappan propusiera a Jocelyn. Al contrario, fue el único error cometido por Tappan ante los representantes de la prensa en los dos últimos años.

Lo que Tappan pretendía era realizar una gira muy bien organizada de los Amistad por las ciudades y pueblos de Nueva Inglaterra que simpatizaban con la causa abolicionista. El público tendría ocasión de ver a los africanos, sobre los que se había leído y hablado tanto en los salones públicos, las iglesias e incluso en las fábricas. Pero estos africanos ya no eran los negros ignorantes y de aspecto salvaje recién sacados de la selva que la gente iba a ver a la cárcel de New Haven antes de que comenzara el primer juicio. Estos eran caballeros negros bien vestidos, cristianos, que hablaban inglés, sabían leer y escribir, y que regresarían a sus países para divulgar la palabra sagrada de Nuestro Señor Jesucristo. Tappan albergaba la esperanza de que la gira serviría no sólo para demostrar lo que se podía hacer con la gente inculta y salvaje del continente negro, sino que además fuera un ejemplo de lo que podía hacerse con los negros norteamericanos después de su emancipación. Los miembros del Comité Amistad estuvieron de acuerdo con el plan. Se decidió que Singbé, Grabeau y ocho de los más avanzados en el conocimiento del idioma y la comprensión de las Escrituras formarían parte del grupo que saldría de gira.

Tappan llamó a Singbé para explicarle lo que harían durante los próximos meses.

—¿Por qué tenemos que hacer esto, señor Tappan? —preguntó Singbé.

—Porque todavía no tenemos el dinero para enviaros a todos vosotros de regreso a África y comenzar nuestra misión. La gente está interesada en ti y en tus compañeros, Joseph. Pagará dinero para veros hacer cosas que son naturales en vuestras culturas y para ver lo bien que os habéis adaptado a la nuestra.

—¿Cuánto dinero necesita, señor Tappan?

—El suficiente para fletar un barco y contratar una tripulación, conseguir las provisiones y comprar la tierra para la misión en tu país. Yo diría que es una cantidad bastante grande. Calculamos unos cinco mil dólares.

Singbé hizo una pausa, y pensó, pero sólo le habían enseñado a contar en inglés hasta cien. Los miles le resultaban un número inalcanzable.

—¿Cuánto tiempo tendremos que hacer esto, señor Tappan?

El abolicionista miró a Singbé y sonrió.

—¡Oh!, espero que no sea por mucho tiempo, Joseph. Quizá seis meses o un año como máximo.

Singbé agachó la cabeza al escuchar la respuesta.

—Eso es mucho tiempo, señor Tappan. Queremos volver a casa. Llevamos aquí dos años. Y a muchos de nosotros nos hicieron esclavos mucho antes.

—Lo comprendo, Joseph, y sé que muchos de vosotros echáis de menos a vuestras familias y casas en Mandingo, pero no podemos llevaros de regreso sin dinero.

Singbé asintió. Tappan le dio una palmadita en la espalda y le aseguró que si trabajaban con ahínco, reunirían el dinero. Se levantó dispuesto a marcharse pero Singbé lo detuvo.

—Señor Tappan, hay algo que no le dijimos antes. No somos de Mandingo. La mayoría de nosotros somos hombres mende. Como James Covey. Kaw-we-li.

—¿Mende? ¿Sois de la tierra de mende como James?

—Sí, río arriba y al otro lado de las colinas de Freetown. Es allí donde vivimos. Donde usted construirá la misión.

—Entonces, ¿por qué nos dijisteis que erais de Mandingo y que sólo hablabais mende?

—Cuando llegamos aquí, usted, el señor Jocelyn y el señor Baldwin fueron muy buenos con nosotros. Nos querían mucho, pero teníamos mucho miedo de que si los hombres blancos malos descubrían de dónde veníamos, si Peperuiz y Pedromontes sabían cuál era nuestro país, irían allí y convertirían en esclavos a nuestras esposas e hijos. Así que dijimos que éramos mandingos. Pero ahora la corte dice que somos libres. Y ni el presidente ni ningún tribunal pueden encerrarnos otra vez en la cárcel. Ahora ya no somos esclavos. Ahora regresamos a casa. Así que ahora le digo que nosotros, la mayoría de nosotros, somos hombres mende, fuertes y orgullosos.

Tappan asintió.

—No es ningún pecado lo que hiciste, Joseph. Hiciste lo que era correcto.

—Lo sé —respondió Singbé.

Además de Singbé y Grabeau, el grupo reunido por Tappan para la gira incluía a Burnah, Kinna, Fabbana, Kale, Ses-si, James Covey y Margru, la niña mayor, que entonces se hacía llamar Sarah. Tappan se ocupó de que los hombres vistieran trajes a medida y sombreros de copa, y de que Margru tuviera vestidos sencillos pero elegantes. Tappan y Jocelyn utilizaron la red de simpatizantes abolicionistas y del clero para seleccionar los lugares más adecuados en los que se presentarían los africanos. Se hizo una lista de ciudades y pueblos, y se estableció un calendario lo bastante flexible como para permitir alguna visita excepcional si las circunstancias lo requerían.

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