Amistad (32 page)

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Authors: David Pesci

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Amistad
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Baldwin también le interrogó sobre el momento en que fueron capturados por la Marina.

—¿Llevaban cadenas cuando los abordaron?

—No.

—¿Montes y Ruiz estaban encadenados?

—No. Los teníamos vigilados.

—¿Qué pretendían hacer con los prisioneros si Henry Green aceptaba pilotar la nave?

—Darles una chalupa para que regresaran a tierra.

La declaración duró todo el día. Cuando Baldwin terminó, y Holabird se dispuso a interrogar al testigo, Judson lo detuvo.

—Creo que hemos escuchado bastante por hoy —dijo—. Puedes dejar el banquillo, José.

Singbé miró al juez y luego a Baldwin. Dejó el banquillo, dio un paso, pero se detuvo para mirar otra vez a Judson.

—Por favor. Sólo quiero volver a casa. Ir África. Estar con esposa, hijos y padre. Quiero estar con Stefa y niños. Por favor.

Sedgwick miró a Staples, quien meneó la cabeza. Nunca habían escuchado una súplica como esta. Al menos, no en inglés.

Judson dio un gruñido y al mismo tiempo señaló con el mazo a los otros africanos.

—Ahora ve con los otros, José. Este tribunal suspende la sesión hasta mañana a las diez.

Judson dio un golpe fuerte con el mazo, y después dejó el estrado para abandonar la sala a toda prisa.

Aquella misma noche, Tappan se encontraba visiblemente preocupado en su habitación del hotel. Sin duda, la administración de Van Buren no tendría la osadía de secuestrar a los africanos; pero, entonces, ¿por qué estaba el
Grampus
fondeado en la bahía? Preguntó a Baldwin y a los demás si existía alguna posibilidad de que los negros pudieran ser secuestrados por el gobierno.

—Es poco probable —dijo Staples—, a menos, por supuesto, que el presidente quiera saltarse la Constitución estadounidense y negarles a los negros el derecho de apelación.

—No sería la primera vez que un presidente se salta la Constitución —replicó Tappan.

—Sí, pero no intentarán hacerlo públicamente en un año de elecciones —Sedgwick rio— a menos que les haga ganar votos.

—Algo que sin duda conseguirán en muchos sectores si se llevan a los negros de aquí y los devuelven a Cuba.

—Quizá Van Buren está dispuesto a proveer a los Amistad un medio de transporte para que regresen a sus países —se burló Staples.

Baldwin celebró la salida de su colega y aseguró a Tappan que no debía preocuparse.

—Probablemente la presencia de la nave no es más que una provocación, quizá, para conseguir que los abolicionistas cometan alguna imprudencia.

—¿Qué clase de imprudencia?

—Corre el rumor de que podrían utilizar las vías clandestinas para trasladar a los Amistad —respondió Baldwin—. Usted no sabrá nada al respecto, ¿verdad, Lewis?

—Vamos, Roger, ¿cree que arriesgaría nuestro caso cometiendo semejante locura?

—No. Entonces, ¿por qué iba el gobierno a cometer el mismo error cuando todo apunta a que ganarán el caso?

—A mí lo que me preocupa es lo que suceda cuando salgamos del juzgado —manifestó Tappan.

Baldwin hizo un gesto como si descartara cualquier idea de una conspiración. Pero esto no disminuyó la inquietud del abolicionista. El plan de Jocelyn para llevar a los negros a un punto de esas vías clandestinas dependía de las carreteras transitables o del mar. Las bahías y calas heladas y las carreteras cubiertas de nieve imposibilitaban una fuga rápida y desapercibida. Y sería imposible efectuar una maniobra de distracción si el gobierno apresaba a los negros en el juzgado en cuanto concluyera el juicio. Tappan consideró la posibilidad de intentar la fuga aquella misma noche. Podían sacar a los Amistad en trineos y llevarlos al norte hasta el granero de un simpatizante en Farmington. Pero Jocelyn lo convenció de que sería una locura.

—El gobierno nunca hará semejante cosa —dijo Jocelyn—. No sólo sería un escándalo, sino que significaría la caída de la presidencia de Van Buren. Quieren acabar con este asunto, pero raptar a los negros y privarles de los derechos garantizados por la Constitución, eso sería provocar una protesta pública sin precedentes. No, Lewis, se atendrán a lo que decida el juez. Recuérdelo, estamos en un año de elecciones. Van Buren ansía la vindicación ante los ojos de la ley, tanto o más que nosotros.

Lo que Tappan y Jocelyn no sabían era que aquel mismo día estuvo a punto de acabar el juicio. Isham se reunió con Holabird, Hungerford y Judson después de la suspensión para manifestar que Gedney y Meade renunciarían a sus reclamaciones si el juicio se daba por acabado en aquel mismo momento. Isham no lo dijo, pero el gobierno español ofrecía pagar veinte mil dólares a los dos oficiales por los derechos de salvamento. El arreglo era un poco dudoso ante la ley, pero tampoco estaba tan mal si se llevaba con una cierta discreción.

Holabird y Hungerford conocían la oferta española, pero no Judson. Isham insistió ante el juez en que sus clientes se lo habían pensado mejor y no querían poner trabas al deseo del gobierno de resolver el asunto de los africanos. Judson manifestó que si los oficiales de la Armada querían retirar las demandas lo aceptaría, aunque esto probablemente no aceleraría el proceso porque estaba pendiente la reclamación de Henry Green. Este pronunciamiento hizo que Isham retirara su oferta inmediatamente. Dijo que sólo la volvería a presentar si el juez garantizaba la paralización del juicio. Judson respondió que el juicio continuaría a menos que Green desistiera de su demanda.

Holabird actuó deprisa, en un intento de actuar de intermediario para los españoles. Aquella noche se reunió con Ellsworth y le explicó que se conseguiría el dinero para Green siempre que retirara su demanda. Sin embargo, Ellsworth no quiso ni oír hablar del asunto, consciente de que si la prensa se enteraba de un arreglo secreto, ocasionaría su desastre político. Los españoles decidieron retirar su oferta a Gedney y a Meade cuando vieron que no conseguirían sus propósitos. Fue una desilusión para los españoles, pero no una gran pérdida. Mientras tanto, el
Grampus
continuó fondeado en la bahía.

Al día siguiente, le llegó el turno a Holabird para interrogar a Singbé.

—José, ¿es cierto que poseía esclavos en su país?

La pregunta del fiscal hizo que cesaran todos los movimientos y las toses en la fría sala. Baldwin se puso de pie.

—Señoría…

—Dígale a su cliente que responda a la pregunta, señor Baldwin.

Baldwin se encogió de hombros y le hizo una seña a Covey, que tradujo la pregunta.

—No, nunca he tenido un esclavo —respondió Singbé por mediación de su intérprete.

—¿No es cierto que le dijo a James, aquí presente, que poseía un esclavo? —añadió Holabird—. Mejor dicho, dos esclavos. ¿Y que saldó la deuda que tenía con un hombre vendiéndole los esclavos, pero que uno de ellos se escapó, así que el hombre lo cogió a usted y al otro esclavo?

—No. Eso nunca ocurrió —repuso Singbé.

—Es lo que dice bajo juramento —señaló Holabird, con una expresión complacida—. Ahora veremos lo que valen sus palabras. No hay más preguntas, Señoría.

Mientras Singbé dejaba el banquillo, Holabird llamó a Norris Wilcox, el alguacil federal encargado de la custodia de los negros. Wilcox se sentó en el banquillo.

—Señor Wilcox, dígale al tribunal lo que escuchó usted el 14 de diciembre.

—El intérprete hablaba con Cinqué; traducía una declaración. Cinqué dijo que entregó dos esclavos en pago de una deuda, pero que uno de los esclavos huyó después de cerrado el trato. Así que el hombre se quedó con Cinqué como pago de la deuda. Fue así como se convirtió en un esclavo.

—¿Está usted seguro?

—Me encontraba junto a las rejas cuando lo escuché. Sí, estoy seguro.

—No hay más preguntas, Señoría.

Wilcox dejó el banquillo para regresar a su asiento. Baldwin le detuvo delante de la mesa del fiscal.

—¿Trastornaría mucho sus ocupaciones si yo también le formulo algunas preguntas, señor Wilcox?

El público se echó a reír. Judson mostró una expresión de enfado. Wilcox era una persona conocedora de los procedimientos judiciales. Le señaló el banquillo y le recordó que estaba bajo juramento.

—Señor Wilcox, ¿había alguien más en la celda con el señor Cinqué y el señor Covey?

—Claro. Unos diez negros más.

—¿Y algún hombre blanco?

—Sí. Uno de esos tipos de Yale.

—¿Lo reconocería si lo viera de nuevo?

—Por supuesto.

—¿Está ahora en esta sala?

Wilcox echó una ojeada al público. Se levantó para ver mejor y señaló a un hombre que se encontraba en el fondo de la sala.

—Aquel, el hombre bajo con el abrigo negro.

—¿Está usted seguro?

—Sí, señor.

—No hay más preguntas, Señoría, pero quiero llamar a aquel hombre, que pertenece a la Yale Divinity School y nos ha ayudado a transcribir los testimonios orales de mis clientes.

Baldwin corría un riesgo. Uno de los africanos, Kimbo, había dicho que lo capturaron por causa de una deuda que intentó pagar con dos esclavos. Wilcox había escuchado bien la historia, pero se había confundido de persona. La clave estaba en evitar que estos hechos se manifestaran en el juicio.

Baldwin interrogó al hombre señalado por Wilcox, que era George E. Day, un profesor de Yale. Day declaró que había transcrito declaraciones de Cinqué.

—¿Alguna vez Cinqué mencionó poseer esclavos o haber vendido alguno?

—No, al contrario. Insistió muchísimo en que nunca tuvo esclavos.

—¿Se reflejaba esto en su declaración?

—Punto por punto.

Baldwin ofreció presentar el testimonio de Cinqué anotado por Day, además de las otras declaraciones de Cinqué transcritas por otros profesores y alumnos de Yale. Judson aceptó la oferta. Holabird también interrogó a Day y volvió a insistir en el tema del esclavo. No preguntó si algunos de los otros africanos poseía esclavos. Day dejó el banquillo sin mencionar la historia de Kimbo. Las transcripciones confirmaron los testimonios de Day y Singbé.

Al día siguiente llamaron a declarar a Burnah y a Grabeau. Ambos narraron sus historias a través de Covey. Burnah explicó con todo lujo de detalles cómo lo habían azotado por pedir más agua. Holabird, en sus preguntas a Grabeau, quiso saber cómo consideraba el trato recibido desde que estaban en Estados Unidos.

—Bien —contestó Grabeau en inglés.

—¿Mejor de como los trataban en las plantaciones?

—Nunca he estado en una plantación —respondió Grabeau a través de Covey—. Y no importa lo bien que nos traten, éste no es nuestro hogar. Cuba tampoco es nuestro hogar. Somos negros africanos.

Holabird solicitó que volvieran a llamar a Antonio. Judson consintió. El fiscal preguntó a Antonio en qué momento embarcaron a los esclavos en el
Amistad
.

—Acababa de anochecer —respondió Antonio por intermedio de un intérprete español—. Quizás alrededor de las ocho.

—¡Las ocho, Señoría! —exclamó Holabird, con un tono triunfal—. No «bien entrada la noche» como afirmó Cinqué.

Baldwin preguntó si Antonio tenía o había visto un reloj. El muchacho contestó que no, pero que a los esclavos los embarcaron poco después de la puesta de sol, que, a su juicio, debían ser alrededor de las ocho. Baldwin no hizo más preguntas. Holabird estaba radiante.

La fiscalía descansó, lo mismo que la defensa y los demandantes.

Se escucharon los alegatos finales. Holabird recalcó la documentación y los párrafos de los dos tratados. Hungerford manifestó que este era un caso para la ley española y exigió la entrega inmediata de los negros a las autoridades de ese país. Isham y Ellsworth hablaron de la legitimidad de los derechos de salvamento para sus clientes.

Baldwin resumió los hechos principales y después volvió al tema de la disposición de los negros y sus orígenes.

—Son hombres, Señoría, no se trata de un cargamento. Incluso el embajador español, señor Argaiz, lo admite. En su protesta diplomática al gobierno de Estados Unidos, que el señor Argaiz suministró muy gentilmente a los periódicos de la nación, dijo, y cito textualmente: «Por lo tanto, solicito que Estados Unidos entregue inmediatamente el barco, la carga y los esclavos al gobierno español para que se pueda impartir justicia de acuerdo con las leyes españolas». Fin de la cita. Observe que dijo «carga y esclavos». Son personas, hombres, no objetos inanimados. Como hombres les pertenecen los mismos derechos garantizados a «todos los hombres» en nuestra Constitución.

»Pero este caso afecta también a los derechos naturales de todos los hombres nacidos libres que viven como tales toda su vida. Estos hombres son ciudadanos de naciones africanas. Estoy seguro de que al menos eso lo hemos probado. Eran hombres libres hasta que fueron ilegalmente capturados y sometidos a la esclavitud. Y como hombres libres ilegalmente capturados, hicieron lo que cualquier hombre libre intentaría hacer. Ejercieron sus derechos para librarse por sí mismos de un falso encarcelamiento y de la esclavitud. Este no es un tema de raza o propiedad. Es un tema de ley natural y del derecho inherente de un hombre libre a mantener su libertad. Los hechos nos lo demuestran. Lo único correcto es que se les devuelva su libertad y que se les permita regresar a sus países de origen.

Judson suspendió la sesión hasta las diez de la mañana del lunes 14 de enero, hora en la que daría a conocer su decisión.

Baldwin intentaba ser optimista, aunque reconocía que probablemente el caso estaba perdido. De hecho, él y Sedgwick ya estaban preparando los documentos para una apelación.

Por su parte, Tappan creía a pie juntillas que el gobierno intentaría llevarse a los negros en el
Grampus
la primera noche después de la decisión del juez. Se lo dijo a Baldwin y a los otros, pero ellos rehusaron creerle. Durante los dos días siguientes, Tappan y Jocelyn comenzaron a organizarlo todo para sacar a los africanos de New Haven en cuanto finalizara el juicio. Su plan era utilizar a un centenar o más de fieles partidarios para que iniciaran un alboroto al otro lado del parque mientras llevaban a los africanos desde el juzgado hasta la cárcel. A la vista de los disturbios, Tappan urgiría a los guardias para que encerraran a los africanos cuanto antes. Una vez allí, varios hombres haciéndose pasar por alguaciles federales presentarían al carcelero unas órdenes falsificadas que disponían el traslado de los negros para garantizar su seguridad. Seis grandes trineos esperarían en la parte de atrás de la cárcel, y para cuando descubrieran la fuga, los negros estarían a medio camino de Farmington. Se trataba de un plan muy osado, sobre todo porque no había otro alternativo. Muchas cosas podían ir mal y probablemente tendrían que viajar a plena luz del día. Sin embargo, era lo único que podían hacer, a la vista del poco tiempo disponible y las condiciones a las que debían acomodarse.

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