—Una tormenta podría desviarlos de su rumbo y obligarlos a buscar refugio en algún puerto cercano, pongamos por caso en un puerto como el de La Habana —comentó Forsyth—. Por otra parte, todo el mundo sabe lo enfadados que están los españoles con el incidente. No sería nada improbable que se cruzaran con la nave en alta mar, la abordaran y se llevaran a los negros a Cuba para juzgarlos. Por supuesto, nosotros presentaríamos una protesta oficial. Pero al final, ¿qué podríamos hacer, sobre todo si no hay ciudadanos norteamericanos perjudicados ni se ha secuestrado barco alguno?
—¿Está sugiriendo que renunciemos a la apelación?
—Mis fuentes dicen que Tappan y su pandilla aceptarían ese gesto si les prometemos a los negros el pasaje de regreso a África.
—Pero, sin duda, con la garantía de que se verificaría su llegada sanos y salvos a Sierra Leona.
—Es lo que supongo, señor.
—Esto no es más que un montón de mierda —exclamó Van Buren, descargando un puñetazo contra el brazo de la butaca—. No haré ningún trato con los abolicionistas ni quiero verme comprometido en este asunto. Sería desastroso para nuestra estrategia cureña durante el otoño.
—Sin embargo, no hacerlo resultaría desastroso con los electores norteños.
—Creo que los simpatizantes norteños considerarán la decisión del tribunal como el criterio final. Sabrán que debemos ceder a las demandas de la justicia.
—Esta mañana he mantenido una reunión con el embajador Argaiz.
—Ese maldito enano de Argaiz no ha dejado de lloriquear desde que Judson pronunció la sentencia en enero.
—Así es. Y continúa enviando protestas a mi despacho y a los periódicos que le siguen la corriente. Aunque hay un cambio en el contenido y el tono. Ha pasado de llamar a los negros «esclavos» a llamarles «asesinos y amotinados». Sin duda, el cambio se lo recomendó Holabird, con el pretexto de que quedara mejor ante el tribunal.
—Me preocupa mucho menos el español que las elecciones. Necesitamos una reivindicación sancionada por la corte en este asunto. Es esencial. Como mínimo pondría coto a los rumores. Dios bendito, mire los periódicos. Estamos en abril y siguen ocupándose de Cinqué y el
Amistad
.
—Eso pasa porque el lunes tratarán la apelación.
—Sí, y por Smith Thompson. No es amigo nuestro, eso está claro. Escuche bien lo que digo, John, esto acabará en la Corte Suprema.
—Es lo que parece, señor presidente. Sin embargo, si eso demuestra la verdad, mejor que mejor. Sin duda veremos que por fin se hace justicia.
—Sí, sí. Pero lo más probable es que la corte no lo trate hasta el invierno. Las elecciones son en noviembre. Quiero que quede liquidado ahora. Tenemos muchísimas otras cosas de qué ocuparnos.
—Señor presidente, confíe en mí. El asunto del
Amistad
no afecta en nada sus perspectivas electorales. Da lo mismo ganar que perder. El público sabe que usted ha hecho lo correcto. Cualquier inquietud de la calle está vinculada al estado de la economía.
—La situación económica mejora lenta y continuadamente desde octubre. Ojalá alguien lo tome en cuenta.
—Hay quien se ha fijado, señor. Pero ya sabe que la percepción siempre va a remolque de la realidad.
Un fuerte suspiro escapó de los labios de Van Buren. Dejó la butaca y caminó hasta la ventana cercana al escritorio.
—Haga lo que pueda para fortalecer nuestra causa en el caso Amistad. Si la apelación no nos favorece, retiraré a Holabird del caso y ordenaré al fiscal general Gilpin que lo presente ante la Corte Suprema. Tenemos que ganar este caso.
—Sí, señor. Ya me hago cargo.
Diez días más tarde, en una fría y nublada mañana de Washington, un hombre bien vestido detuvo en mitad de la calle a otro hombre, que era corrector de galeradas en una imprenta de la zona, y le dijo:
—Perdone, buen hombre, me preguntaba si usted podría ayudarme.
—¿Señor?
—¿Querría usted echarle una mirada a esto?
El hombre le entregó al corrector un sobre. En el interior había cien dólares. El corrector nunca había visto tanto dinero junto.
—¿Ve esta palabra? —preguntó el hombre, al tiempo que le enseñaba una cuartilla donde aparecía escrita la palabra «landinos».
—Sí, señor.
—La verá en su trabajo durante las próximas semanas. Es un error tipográfico. Querría que la sustituyera por estas otras palabras —añadió el hombre que le mostró otra cuartilla—. ¿Está claro?
—Sí, señor.
—Esto es todo. El dinero es por las molestias. Desde luego, si usted no corrige el error, enviaré a un amigo a recuperar el dinero.
—¡Oh, no, señor! No será necesario.
—Estoy seguro de que no. Pero sabré si los errores están corregidos, así que preste mucha atención a su trabajo en los próximos días.
El corrector miró el sobre y tocó suavemente los billetes, sin acabar de creerse lo que le estaba sucediendo. Manifestó en un tono soñador:
—Puede contar con ello, señor.
Levantó la mirada y descubrió que el hombre había desaparecido. Miró a un lado y al otro de la calle. Había docenas de hombres que se dirigían a sus trabajos. Cualquiera de ellos podía ser el que le había dado el sobre. El corrector se apresuró a guardarlo en un bolsillo y continuó su camino hacia la imprenta.
El equipo de la defensa llevaba días preparándose para la apelación, sin perder de vista que el caso podía llegar a la Corte Suprema. El trabajo resultaba más arduo porque Staples tenía que ocuparse al mismo tiempo de sus otros clientes. Avisó que después de la apelación dejaría a los Amistad. Sedgwick y Baldwin no le pusieron ninguna traba. También ellos trabajaban en otros casos y se hacían cargo de los problemas del joven abogado. Pero Sedgwick había jurado seguir hasta el final aunque la paga fuera mínima. En cuanto a Baldwin, que no había cobrado ni un dólar, ni siquiera se planteaba la posibilidad de abandonar el caso. Para él era una causa de carácter casi religioso.
La defensa seguía sin recibir los documentos reclamados al gobierno. Arthur Tappan, que continuaba en Inglaterra, se hizo con una copia del tratado de 1819 y la envió en la valija diplomática del embajador norteamericano, pero la oficina del secretario de Estado informó al Comité Amistad que la copia no estaba en la valija diplomática cuando la abrieron; al parecer, se había perdido en algún momento del viaje. El trámite de avisar a Inglaterra para conseguir una segunda copia, esperar a que la hicieran, y llevarla a Estados Unidos, tardaría unos seis o siete meses. Para entonces se habría acabado la apelación ante la Corte Suprema. Baldwin escribió una carta a su amigo William Storrs, un congresista de Connecticut, para ver si se podía ejercer un poco de presión sobre el ejecutivo a través de los canales oficiales. Storrs recurrió a John Quincy Adams, quien, además de ser ex presidente de Estados Unidos y actual miembro de la Cámara de Representantes, había sido ministro plenipotenciario en Inglaterra cuando se redactó el tratado. En realidad, Adams era el inspirador de gran parte del texto original. A pesar de que llevaba casi veinte años fuera del ejecutivo, Adams mantenía algunos contactos dentro del departamento de Estado. Envió una nota a Baldwin en la que le decía sencillamente: «Con respecto a conseguir los documentos para el caso de los Amistad, veré lo que puedo hacer». Baldwin miró la nota durante unos momentos. Le recordaba algo, una cosa que estaba seguro de que debía recordar. Pero no descubrió lo que era, así que la guardó en el archivo y continuó con su trabajo; quizá consiguiera algo gracias a los esfuerzos de Adams.
Unos días antes de que se iniciara la vista de la apelación, el senador John C. Calhoun, un whig de Carolina del Sur, presentó una propuesta de resolución que decía en uno de sus párrafos:
«Si una nave se viera forzada por el mal tiempo o cualquier otra causa a entrar a puerto, la nave y su carga, y las personas a bordo, con sus propiedades, gozarán de todos los derechos pertenecientes a sus relaciones personales tal como establecen las leyes del estado al que pertenecen, y serán puestas bajo la protección de las leyes de las naciones que se apliquen en tales circunstancias».
La resolución, que estaba redactada de una forma lo bastante vaga como para incluir cualquiera de esos incidentes, apuntaba con toda intención al caso Amistad. El Senado la aprobó por noventa y nueve votos a favor y ninguno en contra. Mientras tanto, en la Cámara de Representantes, John Quincy Adams presentó otro proyecto de resolución en el que especificaba que los negros del
Amistad
estaban retenidos ilegalmente por el gobierno norteamericano y que debían ser devueltos a sus países de origen en África sin más demoras. El proyecto fue rechazado por amplia mayoría.
El 21 de abril, Smith Thompson declaró abierto el juicio para tratar la apelación presentada por el gobierno de Estados Unidos. En primer término, habló William Holabird, que en aquel momento también representaba los intereses del gobierno español en el caso. La presentación de Holabird fue seguida por la solicitud de Baldwin para que se desestimara la apelación federal porque el representante del gobierno norteamericano, Holabird, no tenía ningún derecho, de acuerdo con la Constitución o las leyes internacionales, a representar los intereses de España o de ninguna otra nación extranjera. Thompson no pareció impresionado por la apelación de Holabird ni por la solicitud de Baldwin. Después de cuatro días de sesiones, declaró que el caso correspondía a la Corte Suprema, que dictaría sentencia. La corte trataría el caso durante la sesión de invierno que comenzaba en enero de 1841.
Seth Staples solicitó al juez la libertad bajo fianza para los Amistad, en cuanto escuchó la decisión.
—Se deniega la solicitud. Los negros continuarán sometidos a la custodia de la ley hasta que la Corte Suprema falle el caso.
—Pero de acuerdo con la sentencia del juez Judson son hombres libres —protestó Staples.
—No, señor Staples. De acuerdo con la sentencia del juez Judson son residentes africanos y permanecerán a disposición del presidente hasta que regresen a sus países de origen. El gobierno ha apelado contra esta sentencia, y, en última instancia, los derechos respecto a la libertad tendrán que esperar hasta que la Corte Suprema dicte sentencia.
—Señoría, esto es algo sin precedentes. ¿Está usted diciendo que si estos hombres hubiesen sido declarados por el juez Judson ciudadanos de Francia o Inglaterra, los mantendría en la cárcel hasta que se resolviera la apelación?
—Si fueran ciudadanos de Francia o Inglaterra, otorgaría el auto de hábeas corpus, señor Staples. Sin embargo, no son ciudadanos de esas ni de ninguna otra nación, ni la ley norteamericana tal como está redactada en la actualidad, puede verlos de esa manera. En el caso de los Amistad tendrán que permanecer bajo custodia.
—¿Sólo porque son negros, Señoría?
—Porque es así como está escrita la ley, señor Staples. Puedo decir con toda franqueza que desearía que no fuera así, pero lo es. Y debo ceñirme a la ley. Se levanta la sesión.
Al día siguiente, Baldwin y Tappan fueron a la cárcel para explicarles a los africanos todo lo sucedido. Singbé, Grabeau y los demás escucharon con mucha atención. Baldwin acabó la explicación y los africanos permanecieron en silencio durante un par de minutos hasta que Burnah se puso en pie.
—¿Así que todavía no nos colgarán? —preguntó en inglés.
—Ahora ni nunca, si podemos evitarlo, Burnah —respondió Tappan.
—¿Cuántos tribunales más tienen que escuchar el caso? —quiso saber Grabeau.
—Sólo uno más —contestó Baldwin—. Ningún otro tribunal está por encima. Su decisión es final y debe ser cumplida.
—Entonces, ¿por qué no fuimos primero a este tribunal? —preguntó Burnah.
Baldwin sonrió. Consciente de que los africanos no sabían el suficiente inglés para entender una explicación del sistema judicial, hizo una seña a Covey, quien se levantó para traducir sus palabras. El abogado acabó la explicación y abrió un turno de preguntas. Ninguno de los africanos abrió la boca. Tanto podía ser que hubieran entendido la progresión del caso a través de los diferentes tribunales como que no les importara. Por fin, fue Singbé el que preguntó:
—Señor Tappan, ¿cuándo regresamos a casa?
Tappan miró a Singbé durante unos segundos y forzó una sonrisa.
—La Corte Suprema considerará nuestro caso el invierno que viene.
—Ahora es primavera. ¿Por qué esperan tanto?
—Mucho me temo que es así como funcionan las cosas, José.
Más tarde, después de acabar los ejercicios vespertinos en el parque de delante de la cárcel, Singbé y Grabeau se sentaron en la hierba como el resto del grupo para escuchar el sermón de uno de los estudiantes de la Yale Divinity School.
—Me capturaron en la carretera a Kawamende hace dos primaveras —susurró Singbé en mende—. Ahora el señor Tappan dice que el alto tribunal no escuchará nuestro caso hasta el próximo invierno.
—Lo sé. Llevamos mucho tiempo entre los blancos.
—No entiendo el sistema de justicia blanco. Un juez manda sobre otro juez. ¿Por qué no tienen un consejo de jueces cuya palabra sea definitiva, como en Mende?
—No lo sé —contestó Grabeau—, pero tienes razón, resulta extraño. Hay muchas cosas de los blancos que me llevan a pensar que su cultura no está bien desarrollada. Pero al menos nos dan otra oportunidad para recuperar la libertad.
Singbé asintió para permanecer después en silencio durante un buen rato. En cuanto acabó el sermón, los estudiantes de Yale los separaron en grupos para iniciar las clases de lectura. Antes de unirse a su grupo, Singbé se dirigió a Grabeau una vez más.
—Sé que volveré a Mende, pero tengo miedo de encontrar a Stefa con un nuevo marido. Debe creer que estoy muerto o hecho esclavo. En cualquier caso, para ella estoy muerto. Ya ha pasado el período de duelo. Ahora tiene a un nuevo hombre, estoy seguro.
—Singbé, no debes pensar esas cosas. Tienes que mantener tu cabeza y tu corazón llenos de esperanza.
Singbé esbozó una sonrisa y asintió, pero Grabeau vio el cansancio y la desesperación en los ojos de su amigo.
—Volveré a Mende, Grabeau. Todos volveremos. Esa es mi esperanza. Cualquier otra cosa sólo es un sueño.
—Singbé… —comenzó a decir Grabeau.
Singbé se alejó para ir a sentarse donde los de su grupo leían un libro de lectura elemental.