Amistad (31 page)

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Authors: David Pesci

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Amistad
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—Llevas una buena carrera —añadió Moss—. Edil, fiscal, parlamentario y ahora juez federal. Todavía ambicionas algo más, ¿verdad?

—Ciertamente hay otros puestos que estoy seguro de poder desempeñar con eficacia.

—¡Andrew, soy yo! No necesitas ser tan modesto. Soy uno de tus más firmes partidarios. Tal como lo veo, a partir de ahora podrás escoger tu propio camino, ya sea en el Senado o en la Corte Suprema.

—Ser designado en la Corte es algo que tengo muy presente.

—¿Y por qué no? Desde luego te sobra capacidad. El país se beneficiaría muchísimo de tu gran sabiduría y equidad, sobre todo en estos tiempos preocupantes. —Moss hizo una pausa para contemplar el fuego—. Sin embargo, este asunto del
Amistad
podría entorpecer esa ambición.

—Sí. He considerado las implicaciones. Son muy significativas.

—Terroríficas, si me lo preguntas a mí. ¿Tienes alguna idea de cómo irá?

—Todavía quedan testimonios por escuchar. Resulta difícil anticipar nada.

—¿Difícil? Andrew, tú eres el juez.

—Sí, y como juez de este caso, es mi responsabilidad tomar una decisión que sea sólida y resista al escrutinio de una apelación. Al mismo tiempo, tengo una cierta responsabilidad hacia mi partido y el presidente.

—La única responsabilidad que tienes es contigo mismo.

—En este caso creo que todas están estrechamente relacionadas entre sí.

Moss dejó la copa en una pequeña mesa y se acercó al escritorio de Judson. Levantó el tubo de cristal de una de las lámparas, sacó un puro del bolsillo de la chaqueta y lo encendió en la llama. Echó una ojeada a Judson y a la habitación para después regresar lentamente junto a la chimenea.

—Personalmente no me importa la decisión que tomes, Andrew. Primero soy empresario y después un demócrata. Me da lo mismo de dónde soplen los vientos políticos. Gano dinero y continuaré ganándolo. Pero tú eres un animal político, y tus avances dependen en gran medida de quien esté en el poder. Por eso he venido a darte un consejo político. Mis contactos en Washington creen que Van Buren no lo conseguirá este otoño.

—¿Cómo pueden decir eso? Todavía faltan más de diez meses para las elecciones.

—Cierto. Pero el presidente no tiene la confianza de la gente. No lo ven como un líder. Todo este asunto del
Amistad
es una prueba. Si el hombre tuviera algo entre las piernas hubiera enviado a todos esos negros de vuelta a Cuba con la primera marea alta. En cambio, dudó y vaciló. Como resultado, consiguió que Tappan y el resto de esos fanáticos religiosos pretendan embarcar al país en una frenética cruzada contra la esclavitud. Y todo por culpa de unos malditos asesinos negros.

—No es tan sencillo como lo pintas.

—No, eso es ahora. Pero no había necesidad de llegar tan lejos. Un hombre debe mirar los hechos, valorar los riesgos y tomar una decisión. Van Buren no hace ninguna de estas cosas. Vacila, comienza las cosas sin mucho entusiasmo, y después se retira, y reflexiona. Y mientras tanto no se hace nada. Créeme, Andrew, este hombre y su administración están acabados.

—No me lo creo. E incluso si lo creyera, ¿qué tiene que ver el caso Amistad con todo esto?

—Lo que dije antes sobre la Corte es cierto. Me han dicho que tu nombre lo mencionan los demócratas y los whigs. Te respetan, pero hay muchas personas preocupadas por las perspectivas de una sentencia que garantice a un esclavo el derecho a cuestionar su cautiverio. Una sentencia así causaría una profunda intranquilidad, aunque estoy seguro de que en última instancia sería revocada por la Corte Suprema. Por otra parte, dictar una sentencia así evitaría que tus sueños se convirtieran en realidad.

—Con independencia de cuál sea mi decisión, dudo mucho que la escribiera de una manera que permita esa interpretación.

—Me lo dices en confianza, pero también es verdad, ¿no es así?

—Sí. Pero también te diré que mi decisión estará basada primero y sobre todo de acuerdo con la ley, sin tener en cuenta los compromisos partidistas. Como cualquier otro hombre con experiencia en estas cosas te diré, Thadeus, que la única manera de llegar a la Corte Suprema es tener un buen expediente respaldado en la erudición legal y la prudencia en los juicios.

—No, Andrew —replicó Moss—. La única manera de acceder a la Corte Suprema es por designación presidencial.

La terrible ola de frío continuó apretando con sus grises dedos de hielo toda la región nordeste. Nadie recordaba una cosa igual. Los ríos y las bahías poco profundas congeladas. Nevaba casi todos los días. En muchos lugares las vías férreas estaban cortadas, impidiendo el paso de los trenes y poniendo a prueba la paciencia de los numerosos pueblos y ciudades que padecían escasez de comida y carbón. La gente se quedaba encerrada en sus casas y no salía si no era por causa de fuerza mayor. La actividad en los muelles de los pueblos costeros era inexistente.

Por lo tanto, cuando durante la mañana del 5 de enero, dos días antes de la reanudación del juicio, el
USS Grampus
se abrió camino entre los hielos flotantes hasta la bahía de New Haven, fue un hecho que despertó una gran curiosidad. El pequeño navío de dos mástiles venía de patrullar la costa occidental africana en busca de negreros ilegales y no estaba preparado para romper el hielo o hacer frente al tiempo invernal. Tres marineros muertos de frío se asomaban por la borda de proa con grandes pértigas que utilizaban para apartar del casco los trozos de hielo a la deriva.

Un reportero del
New Haven Herald
caminó por el agua congelada empujando un chinchorro. Cuando la pequeña embarcación rompió la capa de hielo, el hombre se embarcó y comenzó a remar con grandes dificultades hasta que llegó junto al navío de la Armada. Sin embargo, no le permitieron subir a bordo. Lo único que le dijo el comandante fue que el
Grampus
cumplía unas «órdenes especiales».

Las órdenes, que estaban bien guardadas en un bolsillo de la chaqueta del comandante de la nave, el teniente John S. Paine, llevaban la firma del presidente de Estados Unidos. Sin embargo, sólo gracias a la sensatez y la atención de Paine se evitó que su cumplimiento acabara en una fantástica chapuza. El secretario de Marina Pauling había escogido al
Grampus
para transportar a los africanos de vuelta a Cuba por su cometido previo como perseguidor de negreros. Lo que Pauling no tuvo en cuenta fue que el
Grampus
era una nave diseñada para la persecución y no para el transporte. Por lo tanto, se trataba de una nave pequeña con una tripulación y un espacio de carga limitados. No estaba preparada para acomodar a casi cuarenta prisioneros y a una tripulación completa. Paine explicó estos detalles en un despacho que envió después de recibir las órdenes. La respuesta fue que «acomodara a todos los negros que cupieran en la bodega y al resto los encadenara en la cubierta, rotándolos entre abajo y arriba como considerara más conveniente». Paine se sintió horrorizado ante lo despiadado de la orden, y envió otro despacho manifestando que, si se cumplían las predicciones del tiempo en el norte, sería inhumano mantener a alguien en cubierta durante un período prolongado. Añadió que si se encontraban con una tormenta, se «produciría una gran pérdida de vidas humanas entre los negros de cubierta, algo que podría significar un desastre político para el presidente». Al parecer, este último comentario tuvo su efecto porque, cuando Paine desembarcó en New Haven, lo esperaba Holabird con órdenes adicionales que le indicaban que «redujera la tripulación en la medida de lo necesario para acomodar a todos los negros bajo cubierta durante toda la travesía».

Pero había otro problema. El mandamiento firmado por el fiscal general ordenaba a Paine que llevara a los negros a bordo, y estipulaba que era para la «detención de los demandados, los esclavos negros españoles capturados a bordo del
Amistad
, que estaban siendo juzgados en el tribunal del distrito». A la vista de que el proceso se celebraba en un tribunal de distrito, Paine consideró que el mandamiento no era válido. Se lo mostró a Holabird, que casi se desmayó del susto. El fiscal llamó inmediatamente a un propio y le encomendó que fuera a Washington a buscar un nuevo mandamiento. Por lo general, se tardaba un día en hacer el viaje en tren. Sin embargo, debido a que las inclemencias climáticas mantenían interrumpidas las vías de comunicación hasta las Carolinas, parecía difícil que el correo pudiera entregar el mensaje antes de que se reanudara el juicio. Holabird informó a Judson, quien le aseguró que probablemente Baldwin tardaría dos o tres días en presentar los elementos finales de su alegato.

El tribunal reanudó sus sesiones el lunes 7 de enero, un día frío pero soleado. A pesar de que la enorme caldera de carbón instalada en el sótano estaba encendida desde primera hora, aún hacía mucho frío en el edificio. El aliento del público se congelaba en el aire.

James Covey y los abogados de los demandantes se habían curado de las respectivas gripes, y el público de la galería esperaba inquieto las revelaciones del día. Sus expectativas quedarían ampliamente satisfechas. En cuanto entró el juez y declaró abierta la sesión, Baldwin se puso de pie.

—Señoría, solicito que se llame a declarar a José Cinqué junto con el intérprete James Covey.

—Llamo al señor Cinqué y al señor Covey, y que conste en acta que este tribunal reconoce y acepta la capacidad del señor Covey como intérprete de los negros del
Amistad
.

Singbé subió al banquillo y prestó juramento. Vestía un pantalón negro, una camisa a cuadros, botines rotos sin cordones, y un grueso abrigo de lana que le llegaba por debajo de las rodillas. También llevaba mitones y sostenía un gorro de lana gris en una mano.

—Bien, José —dijo Judson—, sé que no eres cristiano, pero esperamos que cumplas con tu juramento.

Singbé escuchó la traducción de Covey, asintió para después responder en inglés:

—Yo digo sólo verdad.

Un murmullo inundó la sala. Judson golpeó dos veces con su mazo. Sedgwick le guiñó un ojo a Staples, que se había pasado unas cuantas horas durante la semana enseñándole a Singbé la frase que acababa de decir.

—Adelante, señor Baldwin.

—Sí, Señoría. Señor Cinqué, dígale al tribunal cómo llegó aquí, cómo está en América.

Singbé narró su odisea iniciada casi un año atrás. Sedgwick le entregó una cuerda para que Singbé mostrara cómo lo ataron sus captores. Más tarde, cuando Singbé se sentó en el suelo para explicar la posición mantenida la mayor parte de los casi cincuenta días de viaje en el
Tecora
, el silencio en la sala era absoluto. Holabird protestó porque aquello no tenía ninguna relación con el caso, pero Judson, que parecía muy impresionado, rechazó la protesta. Singbé también habló del tiempo pasado en los barracones y de cómo lo había tasado Ruiz.

—¿Quiere mostrarnos lo que quiere decir? —preguntó Baldwin.

—Necesitará a un hombre —tradujo Covey—. Para que haga de negro a la venta.

—Señor Holabird, ¿se ofrece como voluntario? —dijo Baldwin.

—¡Por supuesto que no, señor!

—Bueno, bueno. —Baldwin sonrió—. Yo haré ese papel. Táseme como un negro en venta, señor Cinqué.

Singbé abandonó el banquillo para acercarse a Baldwin. Se detuvo delante del abogado, tendió una mano y le apretó el brazo suavemente.

—¿Así, señor Cinqué? ¿Es esto una demostración? —preguntó Baldwin—. ¿Los negreros eran así de amables?

Covey tradujo. Singbé meneó la cabeza. Covey le dijo en mende: «Muéstraselo. Muéstrales cómo era de verdad».

Singbé se quitó el abrigo y lo dejó en una silla. Se armó de valor, cogió a Baldwin de un brazo y lo hizo girar bruscamente para ponerle de cara a la galería. Le palmeó con fuerza la espalda y los brazos. Le palpó las piernas y las nalgas. Después lo obligó a volverse una vez más para mirarle los dientes. El público soltaba una exclamación con cada uno de los movimientos de Singbé. No estaban acostumbrados a ver estas prácticas, ni tampoco habían visto nunca a un blanco tratado de esta manera por un negro.

Singbé se volvió hacia Covey y le susurró unas palabras en cuanto acabó la demostración.

—Dice que lo siente, señor Baldwin.

—Está bien —contestó Baldwin, aunque era obvio que estaba un poco trastornado por la experiencia.

Singbé volvió al banquillo. Habló del tiempo pasado en los barracones y de su encuentro con los otros africanos. También explicó cómo al cabo de unos días los embarcaron a todos en el
Amistad
.

—¿Y cuándo ocurrió esto? —preguntó Baldwin—. ¿A qué hora del día los trasladaron a ustedes y a los niños?

—Ya era de noche —respondió Singbé, traducido por Covey—. Cuando estaba muy oscuro.

Una exclamación de espanto resonó en la sala. «¡Bien entrada la noche! ¡Bien entrada la noche!». Judson dio varios golpes con el mazo.

—¡Silencio! ¡Silencio! ¡Orden en la sala! Señor Baldwin, ¿su cliente entiende el concepto de tiempo?

—Sí, lo entiende, Señoría.

—¿Era de noche? —le preguntó Judson a Singbé—. ¿Bien entrada la noche?

Covey tradujo la pregunta y la respuesta de Singbé.

—Sí, señor. Bien entrada la noche.

Una vez más se desató el alboroto en la sala. Judson reclamó orden, pero sabía que lo que acababan de escuchar era escandaloso. La esclavitud era una cosa, horrible desde luego, pero de todos modos legal. Sin embargo, mantener a los niños levantados cuando era bien entrada la noche era algo que en Nueva Inglaterra todo el mundo lo consideraba una crueldad intolerable. Baldwin acababa de conseguir una victoria crucial. Y lo que era más importante, Holabird no podía responder. Ruiz no estaba presente, porque se negaba a presentarse aduciendo que el juicio era una farsa. Hasta el momento, a Holabird no le había molestado la ausencia de Ruiz y Montes porque prefería trabajar con las declaraciones juradas de los españoles. Pero en las mismas no figuraba nada sobre la hora en que habían cargado a los esclavos y, por lo tanto, no podía rebatir el testimonio del africano.

Singbé prosiguió con el relato del motín, y reconoció que, efectivamente, mataron al capitán y a la tripulación, pero que fue en defensa propia. El capitán les disparó primero. Además, los habían secuestrado, golpeado y torturado. Creyeron que los matarían para comérselos.

—¿Qué hubieran hecho ustedes en nuestro lugar? —preguntó.

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