—Me parece que no te cree, Henry —dijo Fordham. Green se volvió hacia la carreta.
—Muchachos, ¿aquí tenemos esclavos?
«No», respondieron los demás. Green miró otra vez a Singbé y meneó la cabeza con fuerza.
—No. Aquí no tenemos esclavos.
Una sonrisa de oreja a oreja apareció en el rostro de Singbé. Se volvió hacia sus compañeros.
—El blanco dice que no tienen esclavos en esta tierra.
Los africanos estallaron en grandes carcajadas y gritos de alegría. Algunos comenzaron a dar brincos y a agitar los machetes por encima de sus cabezas. Green y Fordham retrocedieron. Los que estaban en la carreta prepararon las armas en previsión de un ataque.
Singbé chillaba tan fuerte como los demás, pero al volverse y ver la expresión de miedo en el rostro de Green y sus compañeros se puso de rodillas y cogió la mano de Green para sacudirla con todas sus fuerzas. Esto hizo que Green se sintiera todavía más nervioso. Singbé metió la mano debajo de la camisa, sacó la pistola y se la dio a Green.
—No queremos hacerle ningún mal, amigo mío. —Singbé lo dijo en mende, pero el significado estaba claro. Green miró a los africanos y señaló la nave.
—Vuestro barco está hecho una carraca.
Singbé dirigió la mirada al
Amistad
y sonrió.
—Barco. Barco África.
—África, ¿eh?
Singbé miró a Green e imitó el movimiento de hacer girar la rueda del timón.
—¿Tú barco?
—Sí —contestó Green—. Llevo pescando en estas aguas desde que era un niño. Tengo mi propia barca, la
Lisa Marie
, costa arriba. —No tenía muy claro que Singbé le entendiera, así que repitió el movimiento de girar la rueda mientras asentía varias veces—. Sí, soy marinero.
Singbé sonrió y después se acercó a Burnah y al resto de africanos.
—El blanco sabe cómo gobernar un barco. El conductor que tenemos nos engañó. Tal vez consigamos que este conduzca la nave para nosotros.
—¿Cómo?
—Le pagaremos con el oro y con cualquier otra cosa que quiera. Por mí ya se puede quedar con la nave si nos lleva de regreso a casa.
—¿Cómo podemos confiar en él?
—Estará en el barco con nosotros. Tendrá el dinero cuando estemos navegando y podrá reclamar la nave en cuanto lleguemos al puerto. Para él será diferente que para los blancos que están con nosotros. Será una transacción comercial. A él le interesará acabar el viaje tanto como a nosotros.
—¿Y qué hacemos con los dos blancos y el esclavo negro?
Singbé vaciló. El muchacho esclavo se había mostrado condescendiente con todos ellos durante el viaje, pero le producía repugnancia ver a cualquier hombre convertido en esclavo. Le ofrecería regresar con ellos, con los mende o con la tribu que prefiriera. Si el muchacho rechazaba la oferta, lo dejaría en libertad en esta tierra de blancos sin esclavos.
Los traficantes eran otra cosa. Singbé quería matarlos, sobre todo al de mayor edad, que les había traicionado durante todas estas semanas. Merecían morir, pero recordó las palabras de Grabeau. Singbé era consciente de que tenía razones más que suficientes para justificar la muerte de los blancos; sin embargo, no serviría de nada más que como venganza.
—Haré esto. Le daré al muchacho esclavo la oportunidad de escoger su libertad aquí o en África. Y dejaré libres a los blancos, pero no ahora. Cuando haya transcurrido un día de navegación, les daremos una chalupa y comida suficiente para que regresen a esta tierra. A partir de ese momento tendrán que arreglárselas por su cuenta.
—¿Dónde conseguiremos la comida que necesitamos para completar el viaje?
—Le daremos a este blanco parte del oro a cambio de comida. Él puede tratar con los otros blancos y comprar lo que necesitemos.
—Es un buen plan —asintió Burnah—. Creo que Grabeau estará de acuerdo.
Le dio su saquito de oro a Singbé, que se acercó a Green.
—¿Tú barco África? ¿Tú África?
La pregunta cogió por sorpresa a Green, que le provocó una carcajada.
—¿Yo navegar hasta África? ¿Con ustedes? No lo creo, muchacho.
Singbé cogió la mano de Green suavemente y la giró hasta ponerla con la palma hacia arriba. Abrió uno de los saquitos y le volcó una docena de monedas de oro.
—¿Tú barco África?
Green sintió el peso de las monedas en su curtida piel. Se trataba de doblones españoles, pero eran oro, al menos doscientos dólares a juzgar por el peso. Y había más en los saquitos, y probablemente también en el barco. Green miró a Fordham mientras le hablaba a Singbé.
—¿Quiere pagarme para que lo lleve a África? ¿En oro?
Singbé sonrió y sacudió el saquito. Señaló a Green y después el oro. Se volvió hacia el
Amistad
, levantó el saquito y lo movió varias veces como si quisiera encerrar el barco con el oro. A continuación le tendió el saquito a Green.
—Henry, creo que quiere darte el oro y el barco.
—Creo que tienes razón, Peletiah.
Green tendió la mano para coger el saquito, pero Singbé lo apartó rápidamente.
—Tú barco África.
—Me lo estoy pensando, muchacho.
—Henry, no lo dirás en serio.
—Tú cállate. Me lo estoy pensando.
—¡Henry! ¡Henry! Ven aquí.
—Ahora no, Jack. Estoy negociando.
—Henry, vuelve a la carreta, maldita sea. Quiero decirte algo antes de que sigas negociando.
Green le sonrió a Singbé y después caminó hacia la carreta donde estaba Jack. Fordham y los demás de raza blanca le siguieron.
—¡Son los piratas!
—¿Dónde? ¿Qué piratas?
—Los negros. Son los piratas que menciona el periódico.
—¡Jack! ¿Te has bebido la botella entera mientras nosotros hablábamos?
—Te digo que son piratas. Había una noticia en el periódico de ayer. Frederick Blanchard me lo leyó en el muelle mientras Corker y yo recomponíamos las redes. Lo leyó directamente del periódico. «Piratas recorriendo el Atlántico en una goleta de casco negro sin bandera», decía. Varias naves informaron de su presencia a los capitanes de puerto en Nueva York, Filadelfia y Baltimore. Y decía también que los piratas eran negros.
—Estos negros no son piratas. Por si no te has dado cuenta, ni siquiera son marineros. Por el amor de Dios, mira el barco. Está en ruinas.
—Sí, mira el barco, Henry —dijo Fordham—. Míralo bien. Una goleta con el casco negro. Sin bandera. Y el oro. Son monedas españolas. Supongo que de una nave española que abordaron. Y los piratas son negros. Estos hombres son los más negros que he visto en toda mi vida. Parecen recién llegados de África.
—Desde luego que sí. Por eso quieren volver. Tienen tantas ganas de volver que me quieren dar el oro y la nave. No, no son piratas. Sólo son un puñado de salvajes ignorantes que han perdido al capitán, debido a una enfermedad o a alguna otra cosa.
—Quizá de hambre. Por los perros y las gallinas que tienen, yo diría que desembarcaron en busca de comida.
—Venga, Henry —insistió Jack—. ¿De dónde iba a sacar una goleta una pandilla de negros, aunque sea una carraca?
—No me importa ni hago preguntas. En cualquier caso, buscan un capitán y estoy dispuesto a aceptar el trabajo.
—¿Qué? ¿Te has vuelto loco?
—En absoluto. De hecho, estoy a punto de convertirme en un hombre rico —afirmó Green.
—Pero ¿ir a África?
—No voy a ir a África. Los llevaré al puerto de Nueva York.
—¿Nueva York?
—Claro. Es un barco sin capitán. La ley dice que puedo reclamar los derechos de salvamento. Eso significa que tengo un porcentaje del barco y la carga, les guste o no a estos muchachos. No me costará ni medio pasaje a África. Sólo un día de navegación por el canal. Si me ayudáis a tripularlo, os daré una parte del porcentaje.
Todos asintieron en el acto.
—Ahora, nada de risas ni tonterías —les advirtió—. Todo el mundo calladito y para mañana por la noche todos ricos.
Green se volvió hacia Singbé con una amplia sonrisa, pero la sonrisa se esfumó para ser reemplazada por una expresión de furia. Singbé miró en la misma dirección que el marinero. Una nave de inmensas velas blancas y una enorme bandera norteamericana en lo más alto del palo mayor acababa de rodear el promontorio y se dirigía hacia el
Amistad
.
—Mierda, muchachos. Es el gobierno.
En aquel momento todos vieron aparecer una nube de humo encima de la proa de la nave, seguida de una estruendosa detonación y la aparición de un surtidor de agua a unos doscientos metros de la popa del
Amistad
.
—¡Por Dios bendito! —susurró Jack—. Son los piratas.
Singbé y sus compañeros echaron a correr hacia el bote. Green fue tras ellos. Grabeau ya había levado el ancla y comenzaba a desplegar una de las velas mayores.
—¡Esperen! ¡Esperen! ¡Voy con ustedes! —chilló Green.
El pescador llegó a la chalupa cuando los africanos la empujaban al agua. Intentó subir, pero desistió al ver que Burnah levantaba el machete. Los africanos colocaron los remos en los toletes y comenzaron a remar con todas sus fuerzas. Green los contempló durante unos segundos y después comenzó a saltar en el agua.
—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!
El sol comenzó a hundirse detrás de las dunas. Los ocho remeros miraron cómo aumentaba la distancia que los separaba del blanco que rabiaba en la playa. Singbé se colocó tan a proa que uno de sus pies casi tocaba el agua. La gran nave de tres palos hendía el agua levantando olas en la proa mientras atrás dejaba una larga estela. Avanzaba a gran velocidad y Singbé calculó que no tardaría en alcanzar al
Amistad
si no conseguían desplegar todo el velamen. Ordenó a Burnah que dirigiera la chalupa por delante del
Amistad
para interceptar su movimiento. Grabeau les arrojaría unos cabos y ellos abandonarían la chalupa para subir a bordo con la comida y el agua.
El cañón de cubierta volvió a disparar y otro surtidor se elevó por los aires un poco más cerca, pero desviado. Los africanos hacían todo lo posible por desplegar velas. El
Amistad
apenas si se movía. La chalupa que transportaba a Singbé y a sus compañeros estaba a menos de cien metros. Singbé gritó con todas sus fuerzas a los hombres del
Amistad
para que les arrojaran unos cabos. En dos minutos llegaron a la goleta. Burnah cogió uno de los cabos y lo sujetó en el centro de la chalupa, que comenzó a golpear contra el casco de la nave.
—¡Átala con otro de los cabos!
Mientras Singbé hacía un nudo, los demás comenzaron a subir por las cuerdas. Singbé acabó de sujetar el cabo, pero ahora la chalupa chocaba contra el casco con más fuerza que antes.
—¡Sube a cubierta! ¡Vamos!
Burnah trepó por la cuerda que tenía en la mano. Los demás ya estaban a bordo. Singbé desató el nudo que acababa de hacer y él también comenzó a subir. Sonó una tercera detonación y esta vez el proyectil levantó una columna de agua a menos de diez metros de la goleta. Cuando Singbé alcanzó la borda, vio a la otra nave a través de la cubierta, a unos treinta metros de distancia, que maniobraba para abordarlos. En la cubierta había un hombre tocado con un gran sombrero que gritaba a través de un megáfono. La nave tenía troneras a todo lo largo del casco, por encima de la línea de flotación. En cada una de las troneras había un cañón. A proa, un artillero apuntaba su cañón hacia ellos.
Las salvas asustaron a los africanos. Muchos se escondieron en la bodega. Otros corrían de acá para allá por cubierta, dominados por el pánico. Grabeau, que llevaba el timón, no dejaba de dar órdenes.
—¡Desplegad velas! ¡Tenemos que desplegar velas!
Burnah ya había puesto a los hombres de la chalupa a desplegar una de las velas. Singbé detuvo a un africano que intentaba bajar a la bodega por la escotilla. Era Ba, un mende.
—Ba, ayúdame con la vela.
—¡Pero Singbé!
—Hazlo o volverás a ser esclavo de los blancos.
—¡Singbé!
Esta vez era Grabeau quien lo llamaba. Singbé se volvió. Los blancos saltaban por encima de la borda. Seis de ellos ya estaban en cubierta y otros trepaban por las cuerdas. Los blancos les apuntaban con sus armas y gritaban a los africanos. Burnah cogió la pistola, pero uno de los blancos se la quitó de un culatazo y con el mismo movimiento le golpeó en la cara con el cañón del mosquete. Se oyó una detonación. Burnah dio un salto, pero no estaba herido. Un blanco alto con sombrero de ala ancha había disparado al aire.
—¡Quietos! ¡Quietos!
Le apuntó la pistola a la cara. Ahora los blancos que habían saltado a cubierta pasaban de la docena, y todos apuntaban a los africanos con mosquetes y pistolas. Un profundo abatimiento dominó a Burnah, como si algo se hubiera metido en su interior para robarle todas las esperanzas y las fuerzas de su corazón. Hundió la cabeza y se dejó caer de rodillas. Uno a uno, el resto de los africanos en cubierta también se arrodillaron.
—¡No!
El hombre del sombrero de ala ancha movió la pistola en abanico buscando el origen del grito. Vio a Singbé, que permanecía erguido, con un machete en la mano.
—¡Señor Clifford! ¡Señor Cobb! Desarmen a ese hombre.
Dos marineros, con los mosquetes preparados, caminaron hacia Singbé. El mende retrocedió a medida que los blancos se acercaban. Llegó a la borda y echó un vistazo al mar. Ahora ya tenía a los marineros casi encima. Uno de ellos le gritaba. Singbé empuñó el machete con las dos manos y comenzó a descargar golpes a diestro y siniestro.
—¡No seré un esclavo! ¡Nunca más! ¡Nunca más!
Otro blanco se unió a los gritos de su compañero. Uno de ellos estaba a un metro de distancia. Singbé soltó su grito de guerra y le arrojó el machete. El hombre lo esquivó. El otro disparó. Singbé cayó por la borda.
—¡Hombre al agua!
—A proa por la banda de estribor —gritó el oficial.
Ahora tenían al
Amistad
sujeto con los garfios y lo acercaban a la otra nave. Tres hombres permanecían en la chalupa utilizada por el grupo de abordaje. Rodearon la proa del
Amistad
. Singbé les llevaba una ventaja de cien metros y nadaba en dirección a la playa. Era una tierra sin esclavos. Si llegaba allí, estaría a salvo.
—¡Lo quiero vivo, señor Jansens! —ordenó el oficial desde la borda.
—¡Sí, señor! ¡Adelante, muchachos! ¡Le cortaremos el paso!
Singbé no miró atrás, aunque oía el ruido de los remos y los gritos de los hombres. Le pareció que podía tocar la playa que distaba una milla de distancia.