Amistad (5 page)

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Authors: David Pesci

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Amistad
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—Somos mejores que ellos por mucho que nos peguen y nos maten de hambre. Somos hombres libres, no esclavos. Hagámonos con la nave y pongamos rumbo al sol naciente de regreso a África.

El látigo azotó la cara de Singbé, y otra vez el cuello y la espalda.

—¡Cállate, maldita sea!

El marinero levantó el brazo dispuesto a descargar otro azote. Shaw le detuvo y se puso delante de Singbé. La columna se detuvo. Los ocho guardias apuntaron a los cautivos con los mosquetes.

—¿Qué tenemos aquí? ¿Los bastonazos de ayer no fueron suficientes? ¿Necesitas gritar? ¿Quizá como protesta por el tratamiento, o para anunciar los detalles de una miserable rebelión?

Grabeau se colocó entre los dos; señaló los pies de Singbé y después su cabeza.

—Por favor, señor, le duelen mucho las heridas. Está trastornado.

Shaw miró a Grabeau con expresión complaciente.

—¿El dolor se le ha subido a la cabeza? —Shaw sonrió y se volvió hacia los marineros—. Es una lástima. Tendremos que buscarle un médico, ¿no os parece, muchachos?

Se giró bruscamente y descargó un golpe tremendo con la vara del látigo en el rostro de Grabeau, que cayó sobre cubierta.

—Llevaos a este al cepo.

Tres marineros sujetaron a Grabeau por los brazos y las piernas y le arrastraron hacia el cepo. Shaw se volvió hacia Singbé, le sonrió pero al mismo tiempo le hundió la vara del látigo en el estómago. Singbé cayó de rodillas. Shaw le cogió por la garganta con una mano y le obligó a levantarse.

—En cuanto a ti, creo que tendré que imaginarme algo especial.

Singbé abrió la boca como si fuera a replicar, pero en lugar de palabras, salió un vómito que empapó el rostro y la mano de Shaw.

—¡Maldito cabrón!

Singbé cayó al suelo y volvió a vomitar sobre las relucientes botas de Shaw.

—¡Serás desgraciado!

Descargó un puntapié en las costillas de Singbé y lo cogió del pelo para levantarlo.

—¡Esto te costará muy caro! ¡Miguel, tráeme un cabo!

—¡Una vela! ¡Una vela a estribor!

El vigía desde el mástil señaló una mancha blanca en el horizonte. Figueroa apuntó el catalejo a la vela. Una bandera conocida ondeaba en el palo mayor.

—¡Bajad a los negros a la bodega y cerrad las escotillas! —chilló el capitán—. ¡El del cepo también! ¡Ahora mismo!

Los marineros obedecieron a la carrera. Se llevaron a los cautivos hacia la escotilla y les hicieron bajar a la bodega. Grabeau forcejeó en el cepo y llamó a Singbé a voz en grito, pero uno de los marineros le dejó inconsciente de un culatazo en la nuca. Shaw no hizo caso de la actividad frenética de la tripulación. Ató a Singbé de pies y manos, y le quitó los grilletes. Con ayuda de dos marineros lo arrastró hasta la cubierta del castillo de popa.

—¡La nave ondea la bandera inglesa! —comunicó el vigía—. ¡Barco inglés a estribor!

Shaw ató el extremo libre del cabo a una cornamusa y, con los dos marineros, encaramó a Singbé en la borda.

—Aprenderás quién está al mando aquí, cabrón, aunque sea lo último que hagas.

Shaw arrojó a Singbé por la borda. Había unos cinco metros hasta el agua. Singbé notó el aire que zumbaba en sus oídos. Su cuerpo chocó de plano contra el agua, boca abajo, y se hundió como una piedra. Se tensó el cabo y reapareció en la superficie. Saltaba como un corcho en la estela de la nave. El agua le entraba por la boca y la nariz.

—¡Señor Shaw! ¿Qué está haciendo?

—Educo a mi propiedad, capitán.

—Corte el cabo o súbalo. Tenemos a un crucero inglés a estribor.

Shaw miró a Singbé, que brincaba y giraba entre la espuma detrás del
Tecora
.

—No querrá decir que arrastrar a un maldito negro permitirá que la nave nos alcance, ¿verdad, capitán?

—Lo que digo es que necesito a todos los hombres en los aparejos y velas para escapar de esa nave. Necesito a los marineros y no discuto con nadie en mi barco. Decídase, señor Shaw. ¡Ahora mismo!

Shaw no estaba acostumbrado a que le dijeran lo que debía hacer. Miró al capitán y después a los dos marineros. Sonrió.

—Capitán Figueroa, debe comprender…

Figueroa no le dejó acabar la frase. Desenvainó su cuchillo y tendió la mano para cortar el cabo que Shaw sujetaba.

—El negro es mío, capitán. Yo decido si tiene que vivir o morir. Venga, muchachos, subidlo.

Tardaron dos minutos en subir a Singbé a bordo. El cuerpo del cautivo cayó en la cubierta, hinchado y aparentemente sin vida. Los marineros se alejaron. El capitán le lanzó una ojeada desde el timón y se echó a reír.

—Creo que el negro tiene su propia opinión sobre si vivir o morir, señor Shaw.

Shaw se dejó caer de rodillas, apoyó las manos en el vientre de Singbé y empujó hacia las costillas. Por entre los labios manó un poco de agua que se derramó sobre la cubierta. Shaw repitió la maniobra. Colocó a Singbé de costado y le golpeó la espalda. Después lo sentó y desde atrás lo rodeó con los brazos, unió las manos cruzadas y apretó con todas sus fuerzas por debajo del esternón. El cuerpo de Singbé se sacudió. Un chorro de agua escapó de la boca y la nariz seguido por unas tremendas arcadas. Se desplomó de costado mientras tosía. Más agua y más espuma salió de su boca. Con cada bocanada, su cuerpo recuperaba un poco más de vida.

Shaw se irguió empapado del agua y la espuma de los pulmones de Singbé. Le costaba trabajo respirar después del esfuerzo, pero miró a Figueroa con una sonrisa triunfal.

—Es mi negro, capitán. Yo decido si vive o si muere. Y cuándo.

Figueroa miró a Shaw y a continuación al crucero británico, que, aunque un poco más cerca, todavía se encontraba bastante lejos.

—Esas palabras son una blasfemia y una abominación a Dios Nuestro Señor que está en los cielos, señor Shaw.

Shaw se arrodilló para volver a colocarle a Singbé los grilletes en las manos y en los pies.

—Ya he sufrido bastantes pérdidas en este viaje. Más del diez por ciento habitual. Si Dios quiere a algún otro de mis africanos, tendrá que pujar por ellos en el mercado de La Habana como todos los demás.

Figueroa soltó una estruendosa carcajada pero no dejó de persignarse.

—Es usted un hombre curioso, señor Shaw. Creo que probará usted el fuego del infierno.

—Me invitará a una copa cuando estemos allí, capitán.

Shaw se cargó a Singbé a hombros y lo bajó por la escotilla. Singbé permaneció en la bodega el resto del día y toda la noche, en una lucha desesperada por sacar el agua de los pulmones. Cada vez que respiraba sentía como si le clavaran un puñal en el pecho. Tenía la sensación de que le habían dado una descomunal paliza. Grabeau le envió mensajes a través de los otros cautivos, pero Singbé no los contestó.

Tardaron unas cuantas horas, pero el
Tecora
dejó atrás al crucero británico. Se encontraban cerca de Cuba, y era probable que se encontraran con más naves inglesas. Figueroa y Shaw decidieron que los africanos permanecerían bajo cubierta el resto del viaje. Dos días más tarde, fondearon en una bahía aislada a unas quince millas de La Habana. Aquella noche, alrededor de las ocho, embarcaron a los africanos en las chalupas y los transportaron al interior de la isla.

LA HABANA

Pepe seguía con los ojos fijos en las dos muchachas que dormían a pierna suelta en la cama mientras él se vestía de un modo mecánico. La más alta de las dos, la de pelo de color de whisky, era un demonio. Su piel, blanca como las nubes y suave como los atardeceres de primavera, no había hecho más que frotarse contra su cuerpo por todas partes. Sus ojos verdes eran puras brasas y brillaban con fuego y picardía, sin dejar de mirarle mientras chillaba de placer o gemía con deleite. Y la otra, la muchacha de piel canela y pelo azabache con un magnífico culo que se sacudía, arqueaba y meneaba de gozo, había sido insaciable. La señora Dionona no le había mentido. Valían hasta el último céntimo del precio pagado.

Hizo una pausa antes de abrocharse el cuello. Todavía era temprano, faltaba un rato para las ocho. Podía despertarlas y empezar de nuevo. ¿Qué más daba que Montes tuviese que esperar unas horas más? Mientras lo pensaba notó que tenía una erección. Sonrió y acabó de abrocharse el cuello. Después sacó un pedazo de papel del bolsillo de la chaqueta, escribió un par de líneas, cogió una moneda de oro y la envolvió con la nota. La muchacha morena se movió. Pepe se apresuró a salir de la habitación antes de que la joven se despertara y le hiciera cambiar de opinión. En la puerta principal le dio la nota al gigantesco portero de Dionona.

—Un depósito, Ramón. Asegúrate de que la señora lo recibe. Quiero a estas dos para la noche.

—Desde luego, señor Ruiz.

Pepe echó una última mirada al establecimiento y salió a la calle con una amplia sonrisa. La Habana bullía de movimiento y colorido. El cielo brillaba con un azul intenso destacándose el sol naciente y los edificios encalados. Los ruidos y los olores del comercio y el mar le llegaban desde el puerto. Era maravilloso estar en La Habana, y maravilloso también ser Pepe Ruiz, un hombre que gozaba de singulares prebendas. Tenía veinticuatro años y era muy apuesto, con el pelo negro ondulado, ojos castaños, bigotito acicalado y una sonrisa con la que le encantaba deslumbrar a las damas. Delgado, más alto de lo habitual para la época —medía un metro setenta, quizás un metro setenta y cinco con las botas—, Pepe era hijo de una familia acomodada educado en escuelas privadas de Connecticut. Hablaba inglés con la misma fluidez de un yanqui de la clase alta, un más que pasable francés y el español como un noble. Si bien la herencia le había dejado en una posición muy holgada, había aumentado sus riquezas con hábiles tratos comerciales, sobre todo en el tráfico de esclavos. Compraba bozales por lotes en el mercado de La Habana, entre treinta y sesenta a la vez. Después alquilaba una barcaza y navegaba alrededor de la isla para venderlos en los pueblos y ciudades por el doble o el triple de lo que había pagado.

Encendió un puro y dirigió sus pasos hacia la barbería. Después de afeitarse iría a los barracones donde le esperaba Montes y echaría una ojeada a los bozales, de los que Shaw había presumido tanto la noche anterior.

Grabeau se puso en cuclillas con la espalda apoyada en los barrotes del barracón y dio un bocado a una batata cruda. La masticó lentamente, saboreando el jugo dulce que le llenaba la boca.

—La tierra del hombre blanco es fea y ruidosa. Parecen hormigas corriendo de aquí para allá. Su ciudad está llena de ruidos y huele a estiércol. Nos tratan peor que a los perros. —Dio otro mordisco al fruto—. Pero admito que me gusta esta fruta que llaman «papas».

Singbé estaba a su lado. Ya había acabado de comer: una batata, un plátano, medio pescado seco y dos tazas de agua. Miró por entre los barrotes y suspiró. El barracón le recordaba las jaulas del río Gallinas. Era una inmensa caja oblonga con barrotes de madera de casi seis metros de altura y con un enrejado de juncos que servía de techo. Sólo albergaba hombres, entre mil y mil quinientos, todos africanos; los bozales como les llamaban en la isla. Las mujeres africanas, unas ciento cincuenta, estaban encerradas en un barracón más pequeño a la izquierda. A los landinos —esclavos de descendencia africana nacidos en la isla o traídos aquí desde África antes de 1820— los alojaban en unos tinglados a la izquierda del barracón de las mujeres. Delante de estos edificios había una jaula más pequeña donde se exhibía a los esclavos. Delante de esta jaula se alzaba una tarima donde se efectuaba la subasta.

Pero a diferencia de las jaulas de Lomboko, estas se encontraban en pleno centro de La Habana, y en el punto de convergencia de dos grandes mercados al aire libre. A algunos de los cautivos de los barracones les habían dado taparrabos, pero la mayoría continuaban desnudos. Personas de todas las clases sociales se acercaban a los barracones para mirar a los africanos; la gente les señalaba, se reían o discutían muy serios. A menudo los niños arrojaban piedras contra las jaulas o escupían a los negros por entre los barrotes. Un tren pasaba lentamente cuatro veces al día provocando el terror de los africanos. Los pasajeros se asomaban a las ventanillas para contemplar a los hombres y mujeres recién traídos del continente negro.

Singbé y Grabeau llevaban diez días en La Habana; los habían transportado a la ciudad durante la noche desde la selva. Después de abandonar la nave, el hombre rubio y otros blancos que esperaban en la playa llevaron a los cautivos a un claro de la selva. Allí había cinco corrales, muy parecidos a los barracones rectangulares donde albergaban a los landinos. A un costado estaban los barracones. Había barriles con arroz y otros con agua, y se dejó que los africanos comieran, bebieran y charlaran todo lo que quisieran. Singbé se reunió con los otros mendes que habían tenido encerrados en otra parte de la nave. Muchos veían su situación con mayor optimismo. Todavía eran esclavos cargados de grilletes y vigilados por blancos armados, pero tenían las panzas llenas y los blancos los animaban a caminar y a hacer ejercicio durante el día. Quizá, comentaron algunos, los blancos de esta tierra no eran tan malos como los blancos del barco.

El rubio se quedó con ellos sólo un día. Regresó una noche al cabo de una semana y los llevó a través de la selva hasta las puertas de la ciudad. Se les permitió la entrada al amanecer. Los metieron en el barracón y allí les quitaron las cadenas y sólo les dejaron puestas las manillas a modo de ajorcas en los tobillos y muñecas. Algunos encontraron rostros conocidos entre los que ya estaban encerrados. Muchos se alegraron tanto de verse libres de las cadenas que comenzaron a hacer mil y una piruetas propias de las fiestas y celebraciones tribales.

Los pies de Singbé estaban curados. Una vez más se sentía fuerte y vigoroso. Ardía en deseos de quitarse las manillas y correr. Pasaba los días pensando en Stefa y los niños, e intentaba borrar de su mente a los demonios.

También se preguntaba cómo regresarían a Mende. Era obvio que necesitarían una nave; no veía el océano, pero lo olía en la brisa cada mañana. Habló con sus compañeros de tribu prisioneros como él, pero fueron pocos los que manifestaron algún interés en su idea de rebelarse contra los blancos. La mayoría opinaba que era una locura idear semejante cosa en una ciudad de blancos. Además, sólo podían salir de la jaula por la puerta, que estaba cerrada con cadenas y candados y custodiada por blancos armados.

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