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Authors: David Pesci

Tags: #Drama, Histórico

Amistad (8 page)

BOOK: Amistad
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Grabeau estaba en el primer grupo que subió a cubierta. Con los párpados entornados para protegerse de la fuerte luz solar, vio a otros dos mendes que salían por la escotilla. Uno era Burnah, un musculoso herrero de unos veinte años de edad, y Fakina, un adolescente hijo del cacique de una aldea. Los seguía Furie, un campesino timmani de unos veinte años, seguido de su padre, Pi-e; habían sido capturados juntos en su arrozal por los miembros de una tribu rival. Ninguno de los prisioneros llevaba la cadena del cuello; sólo los grilletes.

Pepe apoyó la culata del mosquete en la espalda de Burnah, y le dio un ligero empujón.

—Camina —ordenó—. Todos vosotros, caminad. Haced ejercicio.

Los cautivos dieron unos pasos vacilantes. Después de estar encerrados en la bodega durante más de treinta horas, el brillo del sol les hacía daño en los ojos. Las piernas entumecidas, los grilletes y el leve balanceo de cubierta les hacían difícil mantener el equilibrio. Pepe toleró la torpeza de movimientos y les siguió con el arma cruzada sobre el pecho. Sólo hacía una hora que había salido el sol, pero ya hacía tanto calor y la humedad era tan alta que estaba empapado de sudor. Montes estaba sentado a proa, con el pecho desnudo y una pistola en la mano. Juan, uno de los marineros, con la espalda contra un mástil y el mosquete apoyado en el antebrazo, miraba despreocupado la penosa marcha de los esclavos. Pablo, el otro marinero, desde lo alto del palo de mesana se dedicaba a reparar la cornamusa que sujetaba el aparejo de la vela. Se dio un martillazo en el pulgar y se le escaparon algunos clavos que cayeron sobre la cubierta.

Unos diez minutos más tarde, Celestino, el cocinero, apareció en la puerta de la cocina, un cuartucho instalado debajo del puente de popa. Era un hombre de cara redonda, voz profunda, nariz ganchuda y dientes amarillos que mostraba cada vez que sonreía. Se cubría la calva con un pañuelo rojo y en el lóbulo de la oreja izquierda llevaba un arete de plata. El color de su piel era más oscuro que el de los marineros cubanos. Delgado y musculoso, medía casi un metro ochenta de estatura. Llevaba puesto un delantal y unos pantalones astrosos cortados a la altura de las rodillas. En cada mano sostenía un cubo lleno de batatas y plátanos. Detrás de él había un barril de agua.

—Traiga aquí a esos negros, señor Ruiz.

Pepe apuntó el arma hacia los africanos y señaló con la cabeza.

—Venga, a desayunar.

Celestino les dio a cada uno de los cautivos una batata, un plátano y una taza de agua. En cuanto tuvieron su ración, Pepe volvió a mover el mosquete.

—Caminad. Comed mientras camináis.

Los prisioneros acabaron de comer y Pepe les indicó por señas que le devolvieran las tazas a Celestino. Burnah era el último de la fila, pero en lugar de devolver la taza, se la tendió al cocinero para pedir más. Celestino se echó a reír.

—Eh, patrón, este negro quiere más agua.

—Una taza ya está bien.

—¿Lo has oído, negro? El patrón dice que ya está bien.

Burnah sonrió, se llevó la taza a los labios como si fuera a beber y la presentó a continuación.

—Estúpido negro, te digo que no.

Celestino intentó arrebatarle la taza de un manotazo. Burnah, que había trabajado con el hierro y la fragua desde la niñez, tenía una fuerza descomunal. La mano de Celestino rebotó en la taza. Furioso, el cocinero repitió el manotazo con más fuerza. El resultado fue el mismo. Burnah sonrió, se llevó lentamente la taza a los labios y otra vez se la tendió a Celestino.

—¡Maldito africano! Señor Ruiz, aquí tenemos a un negro tozudo.

Pepe empuñó el mosquete y se acercó a la puerta de la cocina.

—¿Qué pasa?

—Este quiere más agua. Usted dice que no, y yo le digo que no. Ahora el esclavo no me quiere devolver la taza.

—Vaya, por todos los santos, vamos a ver. —Pepe intentó coger la taza, pero Burnah se negó a soltarla. El marinero del mástil amartilló el mosquete y apuntó al resto de los cautivos. Montes dejó su puesto en la proa para acercarse con la pistola en la mano.

—Burnah, suelta la taza —le avisó Grabeau—. Dásela al blanco.

—Sólo quiero un poco más de agua.

—No quieren darte más, amigo mío.

—Sólo es un poco de agua.

—Ya lo sé, pero…

Pepe se volvió bruscamente para descargar un tremendo revés en el rostro de Burnah.

—¡Callaos! —gritó—. ¡Basta de jerigonzas y devuélveme la taza!

Burnah se sintió dominado por la rabia; los brazos y las piernas le temblaban de furia. Esquivó a Pepe y se inclinó hacia delante en un intento por meter la taza en el barril del agua. Celestino le apartó de un empujón al tiempo que cogía un cuchillo de cocina.

—¡Apártate, negro!

—¡Burnah, no!

Pepe abofeteó a Burnah y a Grabeau.

—¡Cerrad el pico!

Amartilló el mosquete y apuntó al rostro de Burnah.

—Dame la taza o por la Santísima Trinidad que te mato.

La boca del cañón casi rozaba el rostro del cautivo, que notaba el martilleo de la sangre en la cabeza. Poco a poco y con mucho cuidado, puso la taza sobre la palma de la mano y se la tendió al blanco con una sonrisa. Pepe le golpeó el brazo con el mosquete y la taza cayó sobre cubierta.

—Creo que tendrás que darle a este un escarmiento para que sirva de ejemplo, Pepe —comentó Montes mientras guardaba la pistola.

—Tienes razón, Pedro. —Pepe levantó el mosquete y apoyó el cañón en los labios de Burnah.

Más tarde, Grabeau le contó a Singbé que los blancos ataron a Burnah al mástil con la espalda desnuda y le quitaron el taparrabos. Entonces, el joven traficante comenzó a azotarle la espalda y las nalgas. Al cuarto golpe, el látigo brillaba con la sangre del torturado. Burnah mantuvo la cabeza alta mientras se mordía el labio. No gritó hasta el sexto latigazo, cuando ya no podía soportar más el dolor. El traficante se detuvo después de doce azotes. La espalda de Burnah estaba ensangrentada, tenía partido el labio inferior y apenas si le aguantaban las piernas. Uno de los marineros se acercó para desatar a Burnah, pero el traficante se lo impidió. Llamó al cocinero, que le trajo una botella y un trapo. El joven blanco empapó el trapo con el líquido oscuro de la botella y lo frotó contra las heridas. El cuerpo de Burnah se sacudió violentamente en cuanto el trapo tocó su piel, y comenzó a chillar con todas sus fuerzas. El líquido era vinagre.

Mientras lo frotaba, el joven traficante decía cosas en voz alta, primero a Burnah, y después a los cautivos de cubierta. Cuando acabó con la tortura, arrojó el trapo al suelo y ordenó a los marineros que llevaran a los africanos a la bodega. A Burnah lo dejaron atado al mástil, con el cuerpo colgado de la cuerda como un guiñapo, las piernas torcidas y la espalda surcada por los verdugones sanguinolentos. De vez en cuando se oía un débil gemido entre el laborioso jadeo de la respiración. Este fue el espectáculo que vieron los demás cuando los sacaron a cubierta. Después de que el último grupo acabara de comer y pasear, los marineros desataron a Burnah y lo encadenaron con los demás en la bodega.

La mañana del segundo día, sacaron a Singbé y otros cuatro a hacer ejercicio. Entre sus compañeros estaba Konoma, un miembro de la tribu Kono que vivía en las montañas. Como muchos otros de su tribu, Konoma tenía los dientes limados para que parecieran colmillos. Además, a lo largo de los años, había mordido trozos de madera para que los dientes se desviaran hacia afuera y conseguir un mordisco más grande. Esto era algo muy admirado por las mujeres de la tribu y se consideraba esencial si un hombre quería conseguir una buena esposa. Pero los blancos no sabían nada de estas costumbres. Cuando vieron los dientes puntiagudos y sobresalientes, creyeron que Konoma era un caníbal. En consecuencia, mientras a los otros cuatro esclavos les quitaron la cadena de los collares para que caminaran por la cubierta vigilados por Montes con su mosquete, los marineros engancharon una cadena de tres metros al collar de Konoma y la ataron al mástil. Allí tendría que comer y caminar hasta donde le permitía el largo de la cadena. Por su parte, Konoma estaba aterrorizado. Debido a su aspecto, le habían azotado muchas veces en el viaje desde África. Nunca comprendió la razón de las palizas, y creía que a los blancos les gustaba azotarle las nalgas y los pies. Ahora, al verse encadenado en solitario mientras los demás caminaban por la cubierta, tenía muy claro que le volverían a pegar. Permaneció nervioso con la espalda apoyada en el mástil a la espera de que algún blanco comenzara el castigo. Celestino se encontraba en la puerta de la cocina distribuyendo las raciones.

—No te olvides del caníbal —le gritó un marinero.

—Dale tú de comer, Juan. Yo cocino y limpio, no voy a arriesgar mi vida con estos salvajes.

—Tú eres el cocinero. Tú alimentas a la carga.

—Adelante, Juan —intervino Ferrer, que estaba al timón situado en el puente de popa. Soltó una risotada—. No puedo permitirme el lujo de perder a un marinero, pero no puedo arriesgar a Celestino. Nadie más a bordo sabe cocinar.

—Pero, capitán.

—Venga, hombre, hazlo tú. A menos que tengas miedo.

Juan se irguió y sacó pecho, su pecho desnudo.

—No tengo miedo de ninguno de estos animales —proclamó.

Juan se acercó a la cocina, dejó el mosquete, se metió una batata y un plátano en el bolsillo y cogió una taza de agua. Después volvió a cruzar la cubierta. Todos los demás le observaron petrificados. Konoma se dio cuenta de que iba a pasar algo que le afectaba a él. Atento, se apartó del mástil. Juan vaciló al ver el movimiento del prisionero. Desenfundó el puñal y avanzó lentamente hacia el esclavo con el brazo extendido, dispuesto a asestarle una puñalada si hacía el más mínimo amago de atacar. Se detuvo en el lugar donde consideró que llegaba la cadena. Tiró la batata y el plátano a los pies de Konoma y después dejó apresuradamente la taza de agua en el suelo; le temblaban tanto las manos que derramó la mayor parte del contenido. Juan se volvió para mirar a Ferrer.

—Ya lo ve, capitán, no tengo miedo.

—Sí, pero también veo que te has meado en los pantalones.

Juan miró hacia abajo y se palpó la entrepierna. El capitán y los demás se echaron a reír. Con el rostro rojo como un tomate, recogió el mosquete y se encaró a los esclavos.

—Venga, a caminar, hatajo de cabrones.

Los esclavos caminaron por cubierta durante una hora. Antonio, el criado del capitán, se sentó con la espalda apoyada en la borda y comenzó a jugar con una peonza para entretener a las tres niñas y al niño que pertenecían a Montes. La nave estaba a unas veinte millas de la costa, y una delgada franja gris se divisaba de vez en cuando por encima de la línea del horizonte.

Singbé se acercó al cocinero para devolverle la taza.

—Oye, Pablo, este se cree que es el rey del grupo. Se ve por la forma de caminar.

—Un rey de mierda.

Celestino celebró el comentario con una carcajada.

—Oye, rey de mierda, dame la taza y te contaré un cuento. Mira esto, Pablo, que nos reiremos un poco.

El cocinero cogió la taza de la mano de Singbé. En el momento en que iba a alejarse, Celestino le sujetó por la muñeca.

—¿Ves aquello? —dijo al tiempo que le soltaba la muñeca para señalar a la costa—. Allá es donde te llevamos. ¿Entiendes? Vamos de La Habana hasta allá: Puerto Príncipe.

Celestino señaló el horizonte, después a Singbé y otra vez el horizonte. Singbé miró a Celestino.

—Tú vas allá. Puerto Príncipe. Cuatro días. —Celestino levantó cuatro dedos—. Cuatro días.

Singbé se señaló a sí mismo con un movimiento pausado y a continuación movió la mano hacia la costa.

—Así es, maldito imbécil rey de mierda, ¿y sabes lo que te pasará cuando lleguemos allí? ¿Lo sabes?

Celestino cogió uno de los cuchillos más grandes y se lo acercó a la garganta.

—¡Ñaca! Así —dijo y golpeó con el cuchillo en la tabla de cortar—. Después chop, chop, chop. Así. —Destapó un barril y lo inclinó un poco para que Singbé viera el interior—. Y luego os comerán a todos. Como si nada.

Singbé miró el barril lleno de carne seca y después a Celestino, que se echó a reír. Una vez más señaló a Singbé y a la carne en el barril.

—Chop, chop, chop, señor rey.

Singbé retrocedió tambaleándose; había comprendido el mensaje.

Celestino se tronchaba de risa. Metió la mano en el barril, sacó un trozo de carne y le dio un bocado.

—¡Ummm, ummm! ¡Negro fresco!

Singbé había oído tantas veces la palabra «negro» que ya sabía que era como llamaban los blancos a los africanos. Miró por encima del hombro al marinero del mosquete que se desternillaba de risa, le fallaron las piernas y cayó sobre cubierta. Celestino y el marinero no aguantaban más de tanto reírse.

Grabeau miró en las tinieblas de la bodega y se tiró de la barba.

—No es verdad.

—Te digo que sí. Se reían sin parar cuando vieron que les comprendía.

—No dudo de tus palabras, Singbé, pero, llevarnos a través del mar, matarnos de hambre, pegarnos y hacer que nos revolquemos en nuestra propia mierda y todo, ¿para qué? ¿Para comernos? ¿Estás seguro de que eso era lo que decían?

—Por eso nos daban de comer bien cuando nos tuvieron en la jaula en la ciudad de los blancos —intervino Bia—. Todos recuperamos las fuerzas y el peso que perdimos en el primer viaje.

—Así y todo, ¿comernos? No puede ser —insistió Grabeau—. El hombre que lleva esta nave tiene un sirviente que es negro, un esclavo. Habla el idioma de los blancos, pero es un negro. ¿Por qué no se lo comieron? ¿Y qué pasa con los negros que vimos en la ciudad que eran esclavos de los blancos? Llevaban ropas como los blancos. Cargaban las cosas de los blancos y cuidaban de los animales. Eran esclavos, y no ganado que engordaban para comérselo.

—Quizás haya diferentes tribus de blancos, lo mismo que hay diferentes tribus de negros —comentó Burnah—. Al fin y al cabo, dicen que los milawasi que viven en el sur son caníbales. Tal vez nos llevan a una tribu de blancos que son caníbales.

—Me da lo mismo cualquier motivo. Prefiero pelear contra estos blancos ahora y correr el riesgo de que me maten de un tiro que dejarme degollar como un carnero.

—Estoy de acuerdo, Kimbo. Desde el primer momento he dicho que debemos pelear contra estos hombres. Aquellos que no querían luchar, ¿están dispuestos a hacerlo ahora?

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