Amistad (12 page)

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Authors: David Pesci

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Amistad
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—No, lo juro. Él no sabe nada más.

Singbé miró a Beliwa, que se encogió de hombros, y le hizo un gesto a Grabeau, que apoyó un pie sobre la muñeca de Pepe para sujetarle la mano contra la cubierta, se puso en cuclillas, rozó los dedos de Pepe con el filo del machete, levantó el arma y miró al traficante.

—Mentira.

Beliwa sonrió, pero al mismo tiempo señalaba los dedos y volvía a contar en inglés.

—Uno, dos, tres, cuatro.

—¡Dios, no! ¡Está bien, está bien! Mentí. Él es marinero. Os mostraremos cómo pilotar el barco.

—Dice que mintió. El otro sabe cómo llevar el barco —dijo Beliwa—. Creo que harías bien en cortarle los dedos.

Singbé miró a sus compañeros y sonrió.

—Quizá. Pero no ahora. Quítales las cadenas a los dos blancos y llévalos al timón.

Tardaron casi diez minutos en recorrer la cubierta hasta la popa. La infección se extendía por el cuerpo de Beliwa minándole las fuerzas. Así y todo, estuvieron una hora en el puente de popa. Pepe traducía las palabras de Montes y Beliwa oficiaba de intérprete del primero. Singbé aprendió los rudimentos del manejo de las velas, las viradas por avante y a navegar de bolina. Montes no veía ningún mal en esto. Era mejor que los africanos aprendieran algunas cosas y dejarles que llevaran la nave hacia las rutas marítimas donde quizá los vería algún barco británico o norteamericano. Pero había algo con lo que Montes no contaba.

—Dime cómo navegar hacia el este durante la noche.

Montes miró a Singbé.

—Me guío por las estrellas.

Singbé miró intrigado a Beliwa, después a Pepe y por último a Montes.

—¿Mira al cielo para buscar el camino en el mar? Mentira.

—Deja que te lo enseñe —replicó Montes con una sonrisa—. Deja que pilote la nave esta noche y la proa apuntará al sol cuando salga por la mañana.

Singbé se acercó un poco más y apoyó la punta del machete en el pecho de Montes.

—Dile que le dejaremos pilotar la nave. Pero si sale el sol y no estamos navegando hacia el este, o nos encontramos más cerca de la tierra de los blancos, le arrancaré el corazón.

Beliwa tradujo el mensaje lo mejor que pudo. Pepe se lo repitió en español a Montes. Pepe se movió inquieto al ver la sonrisa de su socio.

—Pedro, ruego a Dios que esta noche no llueva.

Al caer la noche el cielo apareció tachonado de estrellas, sin una sola nube y con la luna en cuarto creciente. Singbé ordenó que sujetaran a Montes con una cadena que le rodeaba la cintura y que, sujeta a una barandilla, sólo le permitía llegar al timón. Otra cadena amarraba los grilletes de los tobillos. Singbé se echó a dormir en la cocina y Burnah se encargó de vigilar al timonel.

Montes llevaba el timón sin rechistar. Miró la brújula sujeta en la bitácora. El cristal estaba roto, lo mismo que la aguja de marear; sin duda una consecuencia de la refriega. «Mucho mejor», pensó Montes. Disponer de la brújula hubiera permitido a los africanos mantener el rumbo sin su ayuda, y esto era evidentemente algo que iba en contra de sus planes. En cuanto se ganara la confianza de sus secuestradores y le permitieran llevar el timón todas las noches, intentaría entrar en el camarote del capitán con el fin de encontrar las cartas de navegación y un sextante. Suponía que por el momento navegaban con rumbo hacia las Bahamas. Si acababan en manos de los británicos, pues muy bien. Sus pérdidas en este viaje eran mínimas, y, a pesar de sus constantes quejas, Pepe contaba con una gran fortuna personal y aunque las pérdidas fuesen totales, estaba en condiciones de afrontar el quebranto sin mayores problemas. ¡Qué diablos!, lo recuperaría todo y más en un par de viajes. La clave estaba en regresar a Cuba sanos y salvos. No podían hacerlo directamente. Los africanos se darían cuenta, pero si podía mantener el
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en las rutas marítimas, cabía la posibilidad de ser avistados por otra nave de carga, o abordados por algún navío británico o norteamericano. No se lo pensaría dos veces en saltar al agua, incluso con los grilletes en los tobillos, si la otra nave se acercaba lo suficiente como para cubrir la distancia a nado.

Montes buscó Júpiter y la Cruz del Sur para fijar el rumbo. El viento soplaba del sudoeste. Hizo girar la rueda lentamente para desviar la nave unos dos grados cada minuto. Burnah no se hubiera dado cuenta ni aunque hubiera querido. El cambio gradual del rumbo era imperceptible en la mar agitada. Al cabo de una hora y media más tarde Montes fijó el nuevo rumbo y lo mantuvo. Navegaron en la nueva dirección, a la velocidad de unos quince nudos, durante toda la noche. Montes vigiló el cielo y fue girando la rueda en el sentido contrario. Alrededor de las cinco y media de la mañana, el sol despuntó en el horizonte delante de la proa. Singbé, Grabeau y Burnah contemplaron la salida del sol.

—De acuerdo. Puede pilotar la nave durante la noche —manifestó Singbé—. Pero no dejaremos de vigilarlo y le mantendremos amarrado a la barandilla.

—¿Dónde podría ir si uno de nosotros le vigila? —preguntó Grabeau.

—¿Qué pasaría si se le ocurre saltar por la borda? Podría llevarnos cerca de tierra, a alguna isla y saltar. Entonces no tendríamos piloto para navegar durante la noche.

—Le dejaremos los grilletes puestos. Eso será suficiente para hundirlo si salta al mar.

—No lo sé. No me fío de los blancos. De ninguno de ellos.

—Creo que no pasará nada, Singbé —señaló Burnah—. Yo tampoco me fío, pero eso no significa que debamos tratarlos como nos trataron ellos. Las cadenas en los tobillos limitarán sus movimientos. Y si pretende sorprendernos, le matamos. Tenemos dos armas y las espadas. No podrá escapar.

Singbé aceptó el razonamiento de sus compañeros. Se acercó a la barandilla, desenganchó la cadena y después se la quitó de la cintura.

—Que los dos blancos y el esclavo reciban las mismas raciones que nosotros —dijo Singbé.

Grabeau sonrió.

Ka subió al puente.

—Hoy tendremos el cielo despejado —comentó—. Veo que navegamos hacia el este.

—Sí —respondió Singbé—. Al parecer, este blanco dice la verdad cuando es necesario.

—Bien. Será fantástico regresar a casa, hermanos míos.

—Sí, sí —asintió Singbé—. En cuanto Beliwa se despierte le pediremos que hable otra vez con él. Si sabe leer el cielo nocturno, podrá enseñarnos cómo se hace.

—Singbé, Beliwa murió durante la noche. Él y Lintahma. Tenían las heridas envenenadas.

Singbé miró a Ka y después a Grabeau y a Burnah. Fue consciente de la furia que crecía en su interior. Los otros hombres vieron cómo se le tensaban los músculos de la cara y se le hinchaban las venas del cuello. Esperaron, pero Singbé permaneció en silencio. Después de una larga pausa, ordenó en voz baja:

—Llevad al blanco abajo con el otro y dadles de comer. Al esclavo, también. Las mismas raciones que a nosotros. Arrojad a los muertos al mar.

Burnah se llevó a Montes. Grabeau y Ka le siguieron. Singbé se hizo cargo del timón. El sol ya estaba alto.

Aquella tarde, después de la siesta, Montes habló con Pepe sobre la navegación nocturna.

—Estoy contento de que pudieras mantener el rumbo este —comentó Pepe.

—La alternativa no era muy halagüeña.

—Los negros parecen agradecerlo. Ahora sólo llevamos los grilletes y nos dan de comer mejor. No es que sea gran cosa. El arroz está crudo y no es suficiente ni para un perro.

—Creo que a partir de ahora me dejarán llevar la nave durante la noche.

Montes miró el mar y bajó la voz. Antonio dormía pero Montes no quería correr el riesgo de que le oyera.

—No lo hice, ¿sabes?

—¿Eh? No hiciste, ¿qué?

—No navegué rumbo al este.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué rumbo tomaste?

—Oeste. Durante casi ocho horas. Hice girar la nave hasta ponerla en el rumbo nornoroeste. Más o menos una hora antes del alba, volví al rumbo este.

—¿Cuál es tu plan? Me refiero a otro que no sea ir a África.

—Navegamos a una velocidad de entre doce y quince nudos. Eso significa que cada día recorremos unas ciento cincuenta millas en dirección este. Cada noche puedo conseguir que retrocedamos unas ciento treinta y cinco millas. A este paso nos acercaremos a la costa norteamericana. Dentro de dos semanas estaremos en las rutas marítimas. En otras tres o cuatro, creo yo, llegaremos a la altura de la costa de Carolina. Es probable que nos detenga algún navío estadounidense.

—Los norteamericanos son más comprensivos con los traficantes de esclavos que los británicos. Pero ¿nos creerán? Es nuestra palabra contra la palabra de estos salvajes.

—No bromees. ¿A quién supones que creerán? ¿A los blancos encadenados, víctimas de una rebelión y retenidos contra su voluntad, o a un grupo de negros ignorantes y semidesnudos?

—Es verdad. Pero si los norteamericanos descubren que estos no son landinos, lo perderemos todo.

Montes se volvió hacia Pepe.

—Quizá no lo descubran, sean norteamericanos o ingleses.

—¿Qué quieres decir?

—Aquel pequeño, el que hablaba contigo en inglés. Bellywah. Creo que ha muerto. El curandero subió al puente al amanecer. Le oí decir «Bellywah» y los otros parecieron apenados. Creo que ha muerto. Así que se han quedado sin intérprete. Además, con o sin intérprete, los norteamericanos tienen esclavos. Tú eres un blanco cristiano educado en su país, un hombre que habla su idioma.

Montes miró a los africanos que trabajaban en cubierta y se encogió de hombros.

—Incluso si se dan cuenta de que este grupo acaba de llegar de África, creo que los norteamericanos son personas razonables —añadió—. Los encerrarán, nos darán la llave, y nos escoltarán hasta La Habana. Demonios, si hacemos las cosas bien regresaremos a casa convertidos en unos héroes.

—Mantennos vivos, amigo mío —dijo Pepe con una sonrisa—. Vivos y con rumbo oeste.

RECALADA

Y así lo hicieron.

Montes navegaba cada noche con rumbo oeste y cada mañana volvía al rumbo este cuando cedía el timón a Singbé, a Burnah o a Grabeau. Desconfiaban del blanco, pero sus recelos se disiparon poco a poco después de la primera semana cuando sobrevino una tremenda tormenta tropical. Soportaron el terrible viento y las enormes olas durante dos días, y hubo momentos en que Singbé y Montes tuvieron que unir sus fuerzas para dominar el timón. La navegación resultó todavía más difícil dado que la mayoría de los africanos se mostraban aterrorizados por las olas y la fuerza del viento, terminando casi todos por refugiarse en la bodega. Otros intentaron trabajar en cubierta, pero ninguno sabía lo que había que hacer, pues no comprendían las órdenes de Montes. Arriaron las velas excepto el tormentín e intentaron mantener el rumbo mientras la nave se bamboleaba a merced de las olas. Lo consiguieron hasta el atardecer del primer día. La tormenta era tan fuerte y las olas tan altas que el
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empezó a irse a la deriva de costado. Montes y Singbé, amarrados a la rueda, intentaron que la nave virara. La lluvia caía con tanta intensidad que el impacto de las gotas les ardía en la piel como si fueran trozos de cristal. Estaban a punto de conseguir poner la proa al viento cuando una enorme pared de agua se precipitó sobre la proa y la hundió hacía el abismo al tiempo que levantaba la popa hacia el cielo. Montes y Singbé quedaron aplastados contra la rueda del timón mientras toda la popa se elevaba más de veinte metros por encima del agua. Miraron impotentes cómo toda la parte de proa continuaba debajo de las olas. En medio del retumbar de los truenos y el fragor de las olas, Montes se descubrió a sí mismo con el oído atento al ruido del través al partirse, con el ojo alerta a la rotura de uno de los mástiles, con los cinco sentidos puestos en el momento en que la nave cayera sobre una de las bandas y se quebrara en dos. Pero no ocurrió nada de esto, ni el mar los arrastró hacia el fondo. En cambio, en un descomunal corcoveo, las olas lanzaron otra vez la proa al aire y otra tremenda pared de agua se estrelló contra el casco. El
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escoró a estribor como si fuera a zozobrar, pero otro golpe de mar empujó la nave hacia babor y la enderezó aunque saltaba sobre las olas como un corcho. Todo el episodio no duró más de treinta segundos. Singbé y Montes permanecieron sujetando la rueda del timón agotados y atónitos al comprobar que seguían vivos.

Esta fue la peor parte del temporal. A la mañana del día siguiente cesó la lluvia y amainó el viento, aunque la mar seguía arbolada, con olas de hasta diez metros de altura que castigaban duramente a la nave. Al atardecer del segundo día, disminuyó la marejada y, por fin, al alba del tercer día el mar recuperó la calma. Los únicos rastros de la tormenta se evidenciaban en el barco: el tormentín roto, los cabos cortados y la tripulación agotada. Hicieron un recuento y comprobaron que faltaban dos hombres; probablemente las olas los habían arrojado por la borda. También encontraron muerto al niño, Ka-li, aplastado por un barril de agua que se había soltado en la bodega.

El comportamiento de Montes al timón le ganó el respeto de los supervivientes. Los africanos sabían que sus esfuerzos sólo habían sido fruto del instinto de supervivencia. Sin embargo, reconocían que sin Montes al timón durante la tormenta, probablemente habrían acabado en el fondo del mar. Fueron muchos los que le ofrecieron sus raciones durante días, pero Montes las rechazó. A lo largo de las siguientes semanas soportaron más chubascos y tormentas, pero no se parecieron en nada a «La tormenta» y las superaron sin mayores dificultades ni pérdidas de vidas humanas.

La comida era una cuestión mucho más grave que el tiempo. El
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sólo llevaba vituallas para un viaje de cinco días, unos cuantos barriles de carne, plátanos y batatas para venderlos en el mercado de Puerto Príncipe y algunos toneles de agua que servían de lastre. A estas alturas llevaban casi cincuenta días en el mar. Singbé había ordenado en dos ocasiones reducir las raciones a la mitad para todos excepto para los niños. Las raciones de agua no llegaban a media taza al día. Muchos bebían agua de mar, aunque algunos caían enfermos y otros tenían más sed.

Una semana antes, dos hombres habían enloquecido por culpa de la sed, el hambre y el calor. Ka encontró una caja de madera en la cabina del capitán con botellas llenas de líquidos de colores. Sospechó que eran medicinas de los blancos. Algunas tenían un olor conocido y resultaron útiles para curar las heridas. Pero había otras totalmente desconocidas que le parecieron venenos más que medicinas. Para evitar cualquier accidente, las guardó en otro sitio, pero dos de los africanos, enterados de que las botellas se guardaban en el camarote del capitán, se apoderaron en secreto de dos de las botellas más grandes. Creyeron que los líquidos saciarían su sed lo mismo que el agua. Al menos era algo de beber. Se bebieron los amargos líquidos sin dejar ni una gota. Ambos murieron aquel mismo día. Después del trágico episodio, Singbé habló con Ka. Decidieron arrojar al mar todas las botellas con líquidos desconocidos. Fue una propuesta de Ka, aunque desperdiciar algo que podía servir como medicamento le inquietaba. La fiebre comenzaba a propagarse entre los africanos y Ka confiaba en encontrar algún remedio, pero beber el contenido de las botellas era demasiado peligroso, como también lo era la locura inducida por la falta de agua.

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