La amenaza de morir de sed la habían paliado gracias a una gran nave de tres palos. La habían avistado hacía cuatro días, unas dos horas antes del ocaso. No era la primera nave que veían. Se habían cruzado con algunas otras en semanas anteriores. Una se acercó muchísimo. A Singbé lo despertó una voz que llamaba. Subió a cubierta y se encontró con que Montes los había llevado muy cerca de una nave de dos palos que tenía poco más o menos la misma eslora que el
Amistad
.
Singbé apartó a Montes del timón y desvió el rumbo del navío para alejarlo del otro, que los persiguió unas cuantas horas, pero que desistió cuando Singbé ordenó a los suyos que se situaran en la borda y agitaran los machetes sin dejar de proferir sus más desaforados gritos de guerra. Sin duda debió de ser un curioso espectáculo para la tripulación de la otra nave.
Singbé también pretendió mantenerse alejado de la gran nave de tres palos. Tenía miedo de que fuera un barco negrero o un navío de guerra enviado por los blancos. Pero Grabeau y Burnah le convencieron para que se acercara e intentara conseguir agua y comida.
—Podemos enviar a unos cuantos en una chalupa y comerciar con ellos —opinó Grabeau—. Si son hostiles, nos alejamos.
—¿Qué pasará con los hombres de la chalupa? —preguntó Singbé.
—Tendrán que arriesgarse. Iré yo. Yo con otros tres.
—No abandonaré a los hombres —afirmó Singbé.
—Es nuestra única oportunidad. Nos estamos muriendo de hambre y de sed. No sabemos a qué distancia estamos de tierra firme. Debemos hacer algo.
Mientras discutían, la nave se acercaba más y más. Los africanos estaban muy inquietos y muchos permanecieron en cubierta con los machetes preparados. Singbé decidió que el plan de Grabeau, aunque peligroso, era razonable.
—Sólo habrá un cambio, Grabeau. Yo iré en la chalupa. Tú te quedas aquí.
—No puedes. Tú eres el jefe.
—Como jefe debo asumir el riesgo. Es lo correcto.
—Pero es mi plan. Estoy dispuesto a correr el riesgo. Los que me acompañen serán voluntarios. Nadie se meterá en esto sin saber lo que hace, Singbé.
—Si ocurre algo malo, Grabeau, nuestros compañeros necesitarán de tu buen sentido y sabiduría para que los guíes de regreso a casa. Además, yo soy el jefe, ¿no? Es mi voluntad que vaya yo y tú te quedes.
—Yo iré contigo —manifestó Burnah—. Yaboi y Bagna nos acompañarán.
—De acuerdo. Prepara la chalupa y avisa al resto de lo que vamos a hacer. Pon un barril de agua vacío en la chalupa. Y no te olvides de las dos armas.
Sinbgé puso rumbo a la otra nave. A medida que se acercaban, oyó que alguien los llamaba desde la cubierta, pero no entendían sus palabras. Miró a Montes y a Ruiz en la proa que conversaban entre ellos muy excitados.
—Grabeau, llévate a los blancos a la bodega y haz que Konoma y otros dos hombres los vigilen. Asegúrate de que no hablen. No quiero que griten a la gente del otro barco.
Unos diez minutos más tarde, las dos naves estaban separadas por una distancia de unos cien metros. Singbé y los demás se descolgaron por las poleas hasta la chalupa y remaron hacia el otro barco.
Se trataba del
Emmeline
, un carguero de New Bedford, Massachusetts. Hacía la travesía de regreso de China y dos días antes había descargado la mitad de su carga en Charleston. Al capitán y a su tripulación les pareció que el
Amistad
presentaba un curioso aspecto con las velas rasgadas, otras sueltas al viento y sin el pabellón en el mástil. Sin embargo, lo más extraño de todo era la tripulación negra. El capitán nunca había tenido noticias ni había visto, ni siquiera en los puertos africanos, nada parecido. Y en cuanto a los tripulantes, la mayoría semidesnudos apelotonándose en la borda, enarbolando lo que parecía ser machetes; en una palabra, no tenían pinta de marineros. El
Emmeline
montaba un pequeño cañón giratorio en la cubierta de proa. El capitán le ordenó a un marinero que mantuviera el cañón apuntando a la chalupa mientras se acercaba.
El capitán del
Emmeline
les gritó cuando estaban a unos diez metros de la nave. Singbé, que no entendía sus palabras, le respondió levantando el barril de agua boca abajo por encima de la cabeza para mostrarle que estaba vacío. Después se señaló la boca y se apretó el estómago. El capitán llamó a gritos a uno de los tripulantes al comprender el significado de la mímica del africano.
Unos minutos más tarde, dos marineros se asomaron a la borda del
Emmeline
con un barril de considerables dimensiones. Lo sujetaron con una soga mientras Singbé y los demás remaban hasta situar la chalupa junto al casco del navío, y a continuación les lanzaron un cabo. Los africanos lo ataron a una argolla en la proa. Al ver que la chalupa se zarandeaba violentamente contra el casco, se apresuraron a bajar el tonel de agua.
El capitán cogió un saco de arpillera y lo arrojó a la chalupa. Burnah lo sujetó mal y las manzanas se volcaron. Singbé y los demás se echaron a reír mientras agradecían la ayuda del capitán y su tripulación con grandes reverencias. El capitán volvió a gritarles, aunque ahora sabía que no le entendían. Dos de los marineros del
Emmeline
comenzaron a descolgarse por la borda con la aparente intención de abordar la chalupa. Singbé no podía correr ningún riesgo. Cortó el cabo sujeto a la proa y empujó contra el casco del navío para apartar la chalupa al tiempo que le ordenaba a Burnah y a los demás que remaran con todas sus fuerzas. Mientras lo hacían, Singbé repitió sus gestos de agradecimiento varias veces. El capitán y el primer oficial los contemplaban desde la borda.
—¿Qué opina, capitán?
—¿Dice que vio por el catalejo que bajaban a la bodega a dos blancos encadenados?
—Sí, señor.
—No entiendo muy bien de qué se trata. El barco está en un estado lamentable. No se ve muy bien el nombre. Parece algo como Hempstead. Nunca he visto ninguna tripulación como esa.
El capitán dio una orden al puente con la mirada puesta en Singbé y los remeros.
—En marcha, Hanson. El rumbo original.
—Sí, señor.
—Creo que vale más marcharnos de aquí cuanto antes. No creo que el agua y las manzanas fueran lo que tenían pensado conseguir. Me parece que son piratas negros, quizá provenientes de las Indias.
—¿Piratas, señor? No hay piratas en esta costa desde hace más de cien años.
—Bueno, en cualquier caso, no pienso quedarme por aquí si hay indicios de que vuelve a resurgir la piratería. ¡Hanson, dese prisa!
El
Emmeline
desplegó velas y viró a estribor. En el momento en que Singbé y sus compañeros subían a la cubierta del
Amistad
, la otra nave ya estaba a media milla de distancia. A última hora de la tarde del día siguiente, después de fondear, el capitán envió al primer oficial con un mensaje para la comandancia de marina. Hablaba de un supuesto contacto con una «nave pirata», tripulada por negros. El capitán añadió la longitud y latitud del punto de encuentro, y el posible rumbo de la nave. Se trataba del cuarto informe sobre una sospechosa nave de casco negro recibido en las últimas tres semanas. La marina ya había enviado dos barcos a investigar la veracidad de los informes.
Las manzanas y el agua saciaron a los tripulantes del
Amistad
durante unos días, pero Singbé sabía que la situación era insostenible. Además, estaba seguro de que Montes les engañaba y de que no iban de regreso a África. Decidió matar a Montes. Después de mucho discutir, Grabeau y Burnah aceptaron, pero no lo matarían hasta que Montes les prestara un último servicio.
Singbé dio a Montes un puntapié. El traficante se despertó sobresaltado. Vio a Singbé, Burnah y Grabeau a contraluz. Los tres empuñaban sus machetes.
Singbé se puso en cuclillas y dibujó algo en la cubierta con una tiza. Era un tosco boceto del mar, el barco y un trozo de tierra. Singbé golpeó la tierra con la tiza.
—¿Cuánto falta para llegar a la tierra más cercana?
Montes no necesitó entender las palabras para saber lo que le preguntaban. Estaban famélicos y casi no les quedaba agua. Miró a Singbé y levantó dos dedos. Singbé lo cogió del cuello y se lo llevó hasta el timón. Allí le encadenó los tobillos a la columna de la rueda y le rodeó la cintura con otra cadena que sujetó a la borda.
—Llévanos a tierra.
Montes giró toda la rueda a babor. Le temblaban las manos. No tenía muy claro si era de debilidad o por la certeza de que no tardarían en deshacerse de él.
Al mediodía del día siguiente, un tenue perfil de tierra apareció en el horizonte. Montes guio la nave hasta la costa y no tardaron en encontrar una pequeña cala. Echaron el ancla más o menos a una milla de la playa. Singbé fue al camarote del capitán y salió con dos pistolas y dos saquitos llenos de monedas de oro que cogió de un cofre. Burnah, Yaboi y otros nueve hombres le esperaban en la chalupa que ya habían arriado.
—Buscaremos comida —dijo Singbé—. Intentaremos cambiar estas monedas por alimentos. Si no estamos de regreso cuando comience a ponerse el sol…
—Iremos a buscarte —le interrumpió Grabeau.
—No. Llévate el barco y navega siguiendo la costa. Busca un lugar seguro.
A Grabeau se le escapó una risita nerviosa.
—¿Y cómo sé que será seguro, amigo mío?
Singbé meneó la cabeza.
—Tú, hazlo.
—No dejaré que vuelvas a ser un esclavo. A ninguno de vosotros.
—No volveré a ser un esclavo. Prefiero morir primero.
—Los espíritus no nos han mantenido vivos hasta ahora para sufrir semejante destino.
—Encontraremos agua y comida, amigo mío —afirmó Singbé sonriente—. Te lo prometo.
Bajó a la chalupa y los remeros comenzaron a bogar en dirección a la playa.
Grabeau permaneció en cubierta. Más o menos una hora después de la partida de Singbé y sus compañeros, Kimbo subió al puente para decirle que Ka había muerto a consecuencia de la fiebre.
Era media tarde cuando embarrancaron la chalupa en la arena. La playa larga y llana tenía una profundidad de unos treinta metros. A partir de allí comenzaban las dunas cubiertas de maleza. No se parecía en nada a la playa de Lomboko, pero tampoco tenía el aspecto de ser la tierra de los blancos que llamaban Cuba. No había chozas ni asentamiento alguno a la vista. Singbé y Burnarh decidieron dividir el grupo. Singbé y Yaboi se llevarían a cuatro y marcharían hacia la derecha. Burnah se iría con sus hombres por la izquierda. Cada uno de los jefes llevaba un saquito de monedas de oro.
Los africanos iban vestidos con pantalones bombachos de lona y camisas de algodón que encontraron en los cajones estibados en la bodega. Algunos decidieron dejar sus camisas en la chalupa, pero Singbé conservó la suya, de un color rojo apagado y sin cuello. La llevaba desabrochada y con las mangas arremangadas. Dijo a sus compañeros que ocultaran los machetes. Él y Burnah llevaban sendas pistolas. Se volverían a reunir junto a la chalupa cuando el sol estuviera a dos puños por encima del horizonte.
Singbé y su grupo cruzaron las dunas y avanzaron entre las altas hierbas. Desde la cumbre de una pequeña colina vieron al
Amistad
que se balanceaba suavemente en medio de un mar en calma. En la otra dirección, un poco más allá de la arena, había un bosquecillo de pinos de escasa altura. Se encaminaron hacia la línea de árboles. A medio camino del bosque se encontraron con un grupo de casas dispuestas en círculo.
Regresaron a la chalupa una hora y media después. Singbé estaba preocupado. Ninguno de los grupos había conseguido comida en abundancia. Su grupo sólo había logrado unas pocas gallinas, una botella de ron y un saco de batatas. Al grupo de Burnah no le había ido mucho mejor. Trajeron dos perros, una damajuana de sidra y cuatro remolachas. Entre los dos grupos no habían visto más de seis casas, y las personas que encontraron, todas blancas, se mostraron asustadas. Una vieja que tenía dos cabras ni siquiera quiso mirar el oro que le ofreció Burnah. Se encerró en su choza con las cabras, atrancó la puerta y le apuntó con un viejo mosquete desde una de las ventanas.
Si no habían tenido suerte con la comida, en cambio el grupo de Singbé encontró un arroyo que desembocaba en el mar. El agua tenía un sabor ligeramente salobre, pero consideró que sería dulce en cuanto lo remontaran un poco. También había cangrejos y peces que podrían pescar si conseguían improvisar una red. Quizá mañana. Les dijo a los hombres que embarcaran en la chalupa. Remontarían el arroyo, llenarían el barril y emprenderían regreso al
Amistad
. Pasarían la noche con la comida conseguida.
Era, sin duda, un espectáculo muy extraño, comentaría más tarde Henry Green. Una docena de negros, más negros que el betún, algunos medio desnudos, reunidos junto a una chalupa con unas cuantas gallinas y un par de perros. Green, un pescador local, había ido con su carreta a las dunas, con cuatro amigos, para cazar aves. Se dirigían hacia la desembocadura del arroyo Shelt, donde abundaban aves de todo tipo que se alimentaban de peces y otras especies marinas atrapadas en las charcas que dejaba la marea al retirarse. Pero al ver a los africanos y al destartalado velero negro anclado a una milla de la costa, apuró la marcha. Singbé y sus compañeros no tuvieron tiempo de subir a la chalupa y escapar antes de que los blancos se les echaran encima.
—¿Qué hacemos?
—Dame las monedas y que todos escondan los machetes.
Singbé se abrochó la camisa para ocultar la pistola que llevaba metida en la cintura de los bombachos. Green y otro hombre, Peletiah Fordham, saltaron del pescante. Green se acercó a Singbé lentamente, se detuvo y sonrió.
—¿Se han perdido?
Singbé le devolvió la sonrisa pero dio un paso atrás. Señaló el suelo.
—¿Koo-ba?
—¿Qué?
Singbé señaló las dunas y la tierra del otro lado en ambas direcciones.
—¿Koo-ba? ¿Esto Koo-ba?
Green siguió los movimientos de la mano y comprendió lo que le preguntaba el negro.
—No. América. Esto es América. Estados Unidos.
Singbé ya conocía la palabra «América». La había oído muchísimas veces en la factoría de esclavos de Lomboko. Volvió a señalar el suelo.
—¿Esto esclavo? ¿Esclavo?
Green meneó la cabeza.
—No, señor. Esto es Long Island. Es parte de Nueva York. Aquí ya no existe la esclavitud.
Singbé le miró sin entender la respuesta.