—Hablaré con algunos amigos. Hará falta algo de dinero. Quizás unos cien dólares.
—Eso está solucionado. Dígame la cantidad exacta, para que podamos tener el dinero a mano. No quiero dejar nada al azar. Arderé en el infierno antes de que Van Buren o alguno de esos maniáticos sedientos de sangre les ponga la mano encima a estos negros.
—Me ocuparé ahora mismo.
—¡Ah!, Simeon, ni una palabra a Baldwin ni a ninguno de los otros. Si Dios quiere, no tendremos que llevar estos planes a la práctica. Pero no quiero comprometer la integridad ni la buena fe de ninguno de ellos.
—Lo comprendo.
Judson decidió que Madden hiciera una declaración jurada en su despacho, pero sólo después de que Holabird le hiciera una visita. El juez no estaba dispuesto a dispensar ningún trato de favor a los Amistad durante el juicio. Sin embargo, Holabird le aseguró que cuando lo interrogara, las respuestas de Madden serían perjudiciales para la defensa.
Forsyth le había dicho al fiscal que Madden era un fanático y que se vería forzado a admitir que todas sus afirmaciones se basaban en conjeturas y exageradas extrapolaciones. Llegado el momento, afirmó Holabird muy orondo, su testimonio de «experto» se revelaría como los delirios de un amante de los negros.
No obstante, a medida que escuchaba al viejo irlandés, Judson se convenció de que Holabird había cometido un grave error de juicio. Madden habló de los barracones y de cómo desembarcaban a los negros en las pequeñas ensenadas próximas a La Habana. Revisó las facturas de compra y los documentos incautados al
Amistad
, y afirmó que de ninguna manera las niñas y la mayoría de los hombres podían ser landinos como figuraba en los trespassos.
—Ninguno de ellos habla ni una palabra de español, Señoría.
—Así es —replicó Holabird—, pero tengo entendido que muchos esclavos, sobre todo los que trabajan en las plantaciones más apartadas, conservan el idioma africano de sus antepasados o hablan un dialecto rural que es una mezcla de español y dialectos de las tribus.
—Creo que está usted mal informado, señor fiscal —señaló Madden—. De hecho, y según mi experiencia, es precisamente todo lo contrario. Todavía me queda por conocer a un verdadero landino que no hable el español tan bien como cualquier nativo cubano. Es más, los que traen de África aprenden el idioma con bastante rapidez. Desde luego, aprenden lo necesario para comunicarse como máximo en un mes.
—Vamos, doctor Madden —protestó Holabird—, ¿qué experiencia tiene usted sobre lo que sucede en las plantaciones, sobre todo en las más apartadas? Y recuerde, señor, que está bajo juramento.
—Lo tengo bien presente, señor —afirmó Madden, irritado—. En cuanto a mi experiencia, como parte de mi trabajo oficial, recorro las plantaciones de las islas entre cuatro y seis veces al año. Y eso en los últimos cuatro años, ¿Satisface esto sus dudas sobre mi experiencia, señor?
Holabird tuvo otro chasco cuando se refirió a las facturas de compra de los negros presentadas por Montes y Ruiz.
—Aquí dice muy claramente que son landinos.
—Sí, señor, pero también verá que Ruiz y Montes consiguieron la documentación de las autoridades. ¿Por qué no la aportó el vendedor? Se lo diré. Porque él no tenía los documentos. ¿Quiere saber por qué no los tenía? Porque eran africanos. ¿Quiere saber cómo lo sé, aparte, claro está, del hecho evidente de que son africanos?
—Que conste en acta que el doctor Madden está expresando una opinión —dijo Judson, distraído—. Continúe, doctor Madden. Díganos cómo sabe que son africanos.
—Por el vendedor, el señor Shaw, a quien conozco muy bien, y quien, puedo añadir, es el principal agente de Casa Martínez, traficantes de esclavos que comercian casi exclusivamente con africanos. El señor Shaw incluyó en la factura de venta la tasa portuaria. No se pagan tasas portuarias por los productos interiores, caballeros, sólo en las importaciones.
—¿Es posible que estos esclavos fueran importados de otro lugar donde la esclavitud sea legal? —se apresuró a preguntar Holabird—. ¿Quizás alguna isla más lejana?
—Posible pero no probable, señor. No hubieran pagado tasas por los esclavos embarcados en un puerto español. Y en todos los puertos de las islas controlados por el Imperio Británico está abolida la esclavitud.
—¿Es posible que el tal señor Shaw nunca pagara la tasa, pero que lo incluyera en el coste para que los señores Ruiz y Montes pagaran unos cuantos dólares más por cabeza?
—Desde luego —aseguró Madden—, pero siendo ellos mismos negreros experimentados, Ruiz y Montes sabían lo que significaba la inclusión del impuesto. Por lo tanto, señor, pagar una factura con la tasa declarada es un reconocimiento tácito por parte de estos hombres de que compraron los negros a sabiendas de que eran bozales africanos. La compra no fue un inocente acto de ignorancia como afirman algunos.
Judson exhaló un suspiro. Holabird intentó dar marcha atrás y se concentró en otras cuestiones, pero Madden tenía respuestas convincentes para todas las preguntas.
Al finalizar la declaración, Madden preguntó si el escribiente podía prepararle una copia para presentarla a la reina Victoria a su regreso a Londres. Judson respondió que consideraría la petición.
En cuanto Madden salió del despacho, Judson se reclinó en la silla y meneó la cabeza.
—William, si permito que ese testimonio conste en acta, no le ayudará en su caso en lo más mínimo. Confirma que estos hombres son africanos.
—¿Y qué si lo son, Señoría? El gobierno federal no tiene jurisdicción para intervenir en los asuntos internos de ciudadanos extranjeros.
—Eso depende de la interpretación que se haga del tratado de 1819 —replicó Judson—. En este caso, quizás el gobierno se vea forzado a intervenir.
—No pensará usted en dictar sentencia en ese sentido, ¿verdad?
—Señor Holabird —contestó Judson, con tono severo—, no caiga en el error de creer que mi misión y mi primera responsabilidad en este caso no es dictar una sentencia que siga al pie de la letra el sentido de la ley. No pondré en juego la integridad del proceso legal o el futuro de mi carrera con una sentencia que pueda ser vista como despreocupada o fundada en prejuicios, y acabe rechazada por una Corte superior. ¿Está claro, señor?
—Sí, Señoría.
—Ahora, consideraré si, a los ojos del tribunal, es aceptable el testimonio del doctor Madden, y daré a conocer mi decisión el lunes por la mañana. Informaré al señor Baldwin que consideraré esta declaración. Esto es todo, señor Holabird.
El fiscal salió del despacho del juez. Judson soltó un juramento mientras descargaba un manotazo en la mesa. El escribiente se levantó dispuesto a marcharse.
—Señor Janes, preferiría que no le entregara usted una copia de su declaración al doctor Madden hasta que yo no haya decidido que es admisible. Deje la declaración aquí para que pueda estudiarla. Por favor, al salir informe al doctor Madden de mi decisión.
—Sí, Señoría. Buenos días.
El señor Janes, el escribiente favorito de Judson, era el mismo señor Dwight Janes que escribió las actas de la investigación preliminar a bordo del
Washington
, y que envió la carta a Baldwin para comunicarle la situación de los Amistad. Judson había escogido personalmente a Janes para que se ocupara de las actas del caso.
Janes no hizo otra cosa que lo que le mandó el juez. Después se dirigió a su hotel y comenzó a escribir. En menos de una hora anotó todo lo que recordaba del testimonio de Madden. Metió los folios en un sobre y lo selló. Aquella misma noche, mientras la ciudad dormía, recorrió las calles heladas para deslizar el sobre por debajo de la puerta de un edificio a oscuras.
El tribunal reanudó la sesión el sábado, como era la costumbre en aquellos tiempos. La jornada transcurrió con normalidad hasta unas horas después de finalizada la sesión, mientras Judson cenaba. Abrió el
New Haven Express
y a punto estuvo de escupir el café. El titular a toda plana decía: «Exclusiva: la declaración del doctor Madden». Los subtítulos añadían: «La esclavitud en Cuba revelada en detalle. La importación de africanos. Corrupción generalizada entre los funcionarios cubanos».
El lunes por la mañana, los periódicos de Nueva York y Boston reproducían la historia. Judson y Holabird no se explicaban cómo se había producido la filtración. Era una burda transcripción con omisiones importantes y unos cuantos errores, pero en general se ajustaba a los hechos. Sospecharon que se trataba de una conspiración urdida entre Tappan y Madden. En realidad, la información publicada no decía nada que Madden no hubiese dicho antes a los periodistas, pero el añadido de las preguntas de Holabird daba un toque de veracidad al artículo periodístico. También demostraba que no había nada en el testimonio que Judson pudiera declarar inadmisible. Por lo tanto, y muy a su pesar, el juez consintió que la declaración de Madden constara en acta. Además, ordenó que se entregara a la prensa una copia integra para despejar los fallos y las falsas interpretaciones que pudiera plantear la versión filtrada.
Durante el resto de la semana se escucharon los testimonios de Josiah Gibbs y otros miembros de la Yale Divinity School. Gibbs declaró que los hombres y las niñas hablaban un idioma africano. Holabird interrogó a Gibbs y puso de relieve que Gibbs no sólo no era una autoridad en idiomas africanos, sino que tampoco hablaba ninguna de las lenguas africanas. Esto pareció impresionar a Judson.
No obstante, en la contrarréplica, Baldwin consiguió algo muy importante cuando le preguntó a Gibbs sobre el dominio que tenían los africanos de la lengua española.
—Entre todos sólo conocen unas tres palabras —señaló Gibbs—. Grabeau conoce la palabra patata. Otro, Burnah, sabe decir agua. Y todos parecen conocer una palabra que, traducida muy libremente, significa negro.
—Sin embargo, la documentación presentada por el fiscal dice que mis clientes nacieron y se criaron en Cuba —manifestó Baldwin—. ¿De su respuesta se puede deducir que algunos de estos hombres han vivido más de veinticinco años en un país de lengua española, y sólo han conseguido aprender una, o quizá dos palabras?
—Señoría —intervino Holabird—, si bien es cierto que algunos miembros de esta banda de negros han demostrado ser astutos e inteligentes, también sabemos que la raza negra no se distingue precisamente por su inteligencia, y es muy probable que estos hombres sólo entiendan el dialecto del lugar donde se criaron.
Staples se levantó como impulsado por un resorte.
—¡Protesto, Señoría! La afirmación del señor Holabird no sólo es grosera e insultante, sino que además carece de todo crédito y difama a mis clientes.
—De ninguna manera, señor Staples —replicó Judson—. Por mucho que a algunos les moleste reconocerlo, creo que las manifestaciones del señor Holabird tienen una gran base científica. Aunque algunos negros destacan, la raza en general no es muy inteligente. Se niega la protesta.
—Señoría —dijo Baldwin—, quisiera profundizar un poco más en lo dicho por el señor Holabird.
Un fuerte murmullo de sorpresa recorrió la sala. Judson dio unos golpes con el mazo varias veces.
—Silencio en la sala. Puede usted continuar, señor Baldwin.
—Doctor Gibbs, ¿alguno de los negros ha aprendido a hablar inglés desde que reciben clases de usted y de los otros miembros de Yale?
—Sí, señor.
—¿Cuántos?
—Todos.
—¡Protesto! —gritó Holabird—. No hablan inglés. Si lo hicieran, ¿a qué viene que los abogados de la defensa contrataran los servicios de un intérprete?
—Debo decir, señor Baldwin, que me llamaron a bordo del
Washington
cuando trajeron a estos negros a New London —señaló Judson—. El líder, Cinqué, sabía una frase o dos pero ninguno de los demás pudo responder en inglés a las preguntas de los oficiales del navío.
—Todos han mejorado sus conocimientos, Señoría —manifestó Gibbs—. Es verdad que ninguno de ellos habla en inglés con la misma fluidez que nosotros. Sin embargo, todos han aprendido un número de palabras y frases durante las últimas semanas. Y también comprenden lo que dicen.
—¿Cuántas palabras, señor Gibbs? —preguntó Baldwin.
—Yo diría que el promedio está entre las cincuenta y las cien.
—Así que estos hombres llevan en este país menos de tres meses y han aprendido entre cincuenta y cien palabras, pero el fiscal afirma que vivieron en Cuba durante veinticinco años y no aprendieron ni una sola palabra de español —declaró Baldwin.
—¡Protesto! ¡Protesto, Señoría! —exclamó Holabird—. Esto es ridículo. No tenemos ninguna prueba de la capacidad de estos negros para hablar en inglés.
—Señor Baldwin, ¿tiene algún inconveniente en someter a sus clientes a una prueba ante este tribunal? —preguntó Judson.
—Por supuesto que no, Señoría. Seleccione usted a un hombre, o mejor todavía, que el señor Holabird elija al que quiera entre mis defendidos.
Holabird miró a Judson. El juez asintió. El fiscal se acercó a los africanos. La mayoría estaban sentados en un banco al lado del jurado y en sillas. Unos pocos estaban en cuclillas o de pie apoyados en la pared. Holabird se detuvo delante del que le pareció el más tonto y lerdo del grupo.
—Usted. ¿Cómo se llama?
El africano se levantó lentamente. Miró a Singbé, y después a Tappan y Covey. Holabird resopló.
—¿Nombre?
El hombre permaneció en silencio. El fiscal sonrió.
—Cincuenta palabras, ¡y un cuerno!
Holabird se volvió hacia el estrado y abrió la boca para decirle algo a Judson.
—Mi nombre es Burnah.
El público de la galería soltó una exclamación. Holabird volvió a girarse.
—¿Quién ha dicho eso? ¿Fue él? ¿Fue usted?
—Yo, Burnah.
—¿Bur-nah? Bur-nah. Muy bien. Sabe su nombre. Eso no se puede considerar inglés.
—Es más que el español que sabía cuando los llevaron a bordo del
Washington
—señaló Sedgwick.
—Hágale decir algo más —dijo Judson—. Bur-nah, habla.
—Yo Burnah. Burnah. Yo vengo África. Yo aprendo del doctor Gibbs y del doctor Gal-a-det. Yo aprendo Jesús y Dios. ¡Aleluya!
Burnah miró al público. Vio que todos los espectadores le miraban asombrados. Sonrió y levantó la mano derecha.
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Dios bendiga América.
El rostro de Holabird estaba rojo de ira y de vergüenza.