Amistad (24 page)

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Authors: David Pesci

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Amistad
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—Señoría —intervino Holabird—, los Estados Unidos urgen que no se conceda un auto de hábeas corpus para las niñas sobre la base de que son testigos de los episodios ocurridos a bordo del
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.

—Entonces, ¿por qué se las retiene en la cárcel, Señoría? —replicó Staples—. ¿Desde cuándo se interna en las cárceles estadounidenses a los testigos inocentes?

—Señoría —prosiguió Holabird—, a las niñas se las retiene por su propia seguridad. Como sabe la Corte, los abolicionistas se han hecho amigos de los negros del
Amistad
. Es bien sabido que los abolicionistas son responsables de sacar del país a esclavos prófugos a través de lo que llamamos «tren subterráneo». Al gobierno le preocupa la posibilidad de que si a estas niñas o a cualquiera de los demás negros se les concede el auto de hábeas corpus, desaparezcan rápidamente, quizás, incluso, contra su voluntad. Por lo tanto, solicitamos que si se concede el auto a las niñas, se disponga una fianza de cien dólares por cada una de ellas.

—¡Cien dólares! ¡Señoría, esa es un suma escandalosa! ¡Por el amor de Dios, estas niñas no han cometido ningún crimen!

—¡Señor Staples! —Thompson dio un golpe con su mazo—. Se controlará usted delante de la Corte! Dije que adoptaré una decisión respecto a las mociones para un auto, pero no estoy preparado para hacerlo ahora. Presente su segunda petición y la consideraré. Señor fiscal, presénteme sus objeciones por escrito. También serán consideradas. Es más de mediodía. La Corte hará un descanso de una hora para comer.

En cuanto Thompson salió de la sala, comenzaron las conversaciones: «¿Fianza para unas niñas inocentes?». «¡Y piden cien dólares!». «Sí, pero Holabird tiene razón, no se puede confiar en los abolicionistas». «Los españoles no quieren jurar. Seguro que mienten». «Quizá no, ¿te someterías tú a las leyes extranjeras?».

Tappan dejó que fuera desfilando la multitud, pero él permaneció sentado sin perder detalle. Su rostro tenía una expresión inescrutable, pero por dentro reventaba de placer. Como mínimo, la estrategia de la defensa se estaba ganando al público y a parte de la prensa.

La sesión se reanudó una hora más tarde. Baldwin preguntó si el teniente Gedney tenía alguna objeción a declarar bajo juramento.

—¿O está usted en la misma disposición que los negreros españoles?

—¡Por supuesto que no! —contestó Gedney, muy seguro de sí mismo—. Respondo por lo que vi y consigné en el cuaderno de bitácora.

Gedney prestó juramento y Baldwin le guio a través de una recapitulación de los acontecimientos referentes al abordaje y captura del
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. El teniente ya había pasado por este trance en varias ocasiones en sus relatos y entrevistas con los reporteros, pero así y todo estaba alerta. Sabía que los abogados eran unos tramposos, que pretendían manipular la verdad para acomodarla a sus fines. No obstante, a medida que transcurría el interrogatorio, se relajó un poco. Este abogado, Baldwin, le parecía inofensivo, quizás incluso un poco despistado, porque varias veces le hizo que repitiera lo que acababa de decir.

—¿Cuáles eran sus órdenes, teniente?

—Reconocer la costa, aunque también se nos advirtió que estuviéramos atentos a la presencia de una nave negra que según los informes era una presunta nave pirata.

—¿Pero nunca recibió una orden directa de perseguir a los piratas o detener a un barco negrero renegado?

—No, señor.

Y después, al cabo de un rato, preguntó:

—¿Algunos de los negros llevaban grilletes cuando abordó la nave?

—No, señor.

—¿Había alguien encadenado?

—No. Los señores Ruiz y Montes y Antonio, el muchacho esclavo, se encontraban vigilados en la bodega, pero no llevaban cadenas ni estaban sujetos de ninguna otra manera.

Baldwin dio las gracias a Gedney cuando acabó su testimonio, y se acercó a la mesa de la defensa para recoger dos pequeños montones de papeles.

—Señoría, quiero presentar estos documentos. El primero es una relación comentada del caso Antelope. Mientras el fiscal sostiene que el caso del
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es prácticamente idéntico, creo que el testimonio que todos acabamos de escuchar revela una importante discrepancia. Los negros del Antelope estaban atados y encadenados como esclavos cuando se abordó la nave. Sin embargo, como el teniente Gedney acaba de declarar en dos ocasiones, los hombres del
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no lo estaban. Estaban libres cuando los encontraron. Y como tales eran libres a
prima facie
a los ojos de la ley, y por consiguiente hubieran tenido que ser tratados como personas, antes y ahora, y no como esclavos. El señor Ruiz y el señor Montes también fueron encontrados libres por los oficiales navales, sin ataduras ni cadenas. A ellos el teniente Gedney les concedió todos los derechos y se les brindaron todas las comodidades. No obstante, sólo por el color de su piel, mis clientes fueron encerrados inmediatamente. Por lo que sabía el teniente Gedney en aquel momento bien podían ser la legítima tripulación de la nave. Pero él dejó que sus prejuicios prevalecieran sobre los derechos de esta gente. Fue él quien escogió considerar a mis clientes como esclavos, incluso cuando no había ninguna prueba inmediata que señalara ese hecho.

»También tengo aquí una copia del tratado de 1819 hecha con recortes. Que conste en acta que está así porque el gobierno federal todavía no nos ha provisto de una copia completa del tratado. Sin embargo, tenemos las partes suficientes del documento como para seguir las sugerencias del fiscal. Citó determinados pasajes en varias ocasiones. Permítanme aclarar estas citas. Si tiene la bondad de mirar el párrafo quinto de la sección segunda, encontrará que señala claramente que para navegar en busca de barcos negreros, el capitán del navío debe tener «instrucciones, estar comisionado o autorizado por una orden presidencial». La misión declarada del señor Gedney era reconocer la costa. No tenía órdenes escritas para detener a un presunto barco negrero, o, como es el caso, perseguir a supuestos piratas. Me pregunto, Señoría, ¿desde cuándo los oficiales de la Marina de Estados Unidos se dedican por libre a capturar barcos descarriados para otras naciones?

—Ya está bien de esa clase de reflexiones, señor Baldwin —le advirtió el juez Thompson.

—Sí, Señoría. Pero está claro que la captura de hombres en apariencia libres es completamente ilegal. No buscaban un puerto como argumenta el fiscal cuando señala el artículo ocho del tratado Pickney. No escapaban de piratas o enemigos del estado. De hecho, estaban ejerciendo sus derechos naturales a escapar de un secuestro ilegal. Intentaban regresar a su país natal.

—Protesto, Señoría —dijo Holabird—. La documentación demuestra que estos esclavos fueron comprados legalmente.

—Señoría —suplicó Baldwin—, hemos presentado la declaración jurada de un marinero británico que fue encontrado por el Comité Amistad, el señor John Ferry, que habla el congolés. Declaró que estos hombres hablan un idioma africano y no un dialecto derivado del español. Es obvio que la documentación presentada por los traficantes españoles es falsa.

—Protesto, Señoría —gritó Holabird—. Los documentos son claros y no estamos aquí para impugnarlos. Además, la declaración del señor Ferry añade que no pudo comunicarse con los negros más allá del saludo y unas cuantas palabras. Eso no supone el dominio de una lengua africana por parte de los esclavos.

—Es más de lo que mis clientes saben de español —replicó Baldwin.

—¡Señor Baldwin! ¡Señor fiscal! ¡Ya está bien! —exclamó el juez Thompson—. Señor Holabird, se aceptan las protestas. Señor Baldwin, se ajustará fielmente a los hechos tal como han sido expuestos a este tribunal.

—Me gustaría poder hacerlo, Señoría, pero los hechos tal como han sido expuestos a este tribunal no son verdaderos.

Muchos de los ocupantes de la galería se echaron a reír. Algunos llegaron a aplaudir. Thompson insistió en dar golpes repetidamente con el mazo.

—Silencio en la sala. Y a usted, señor Baldwin, se lo advierto. Una vez más, señor, y le citaré por falta de respeto al tribunal.

Baldwin se disculpó efusivamente con el juez Thompson. Volvió a insistir en sus puntos de vista con el mayor cuidado posible. También señaló que el juicio se celebraba en el lugar equivocado porque la nave la habían abordado fuera de las aguas jurisdiccionales de Long Island y que, por consiguiente, el juicio debía tener lugar en Nueva York. Gedney sencillamente pretendía incrementar el valor del salvamento llevando la nave a Connecticut. Isham protestó y dijo que sus clientes lo llevaron a Connecticut convencidos de que sería más fácil llegar al fondo del incidente al evitar la intervención de la prensa y la curiosidad pública que sin duda se hubiera producido en un puerto más grande como el de Nueva York. Holabird también protestó, consciente de que en Nueva York la defensa hubiese contado con mayores simpatías para su causa. Pero Thompson rechazó ambas protestas y dijo que las consideraría. Baldwin acabó su alegato solicitando al tribunal la concesión del auto de hábeas corpus.

—Con independencia de si se decide que son propiedad o no, estos hombres y estas niñas son personas. Se merecen los mismos derechos que cualquier otra persona en este país y que están garantizadas por la Constitución. Hacer menos sería negar cualquier viso de justicia.

Baldwin se sentó. El juez Thompson pidió a Holabird, Hungerford, Isham y Baldwin que presentaran sus alegaciones por escrito.

—Daré a conocer mi veredicto el lunes —dijo Thompson—. El juicio se suspende hasta las ocho de la mañana del lunes veintitrés.

Durante el fin de semana la ciudad fue un hervidero de rumores sobre cuál sería la decisión de Thompson. Pero cuando la dio a conocer el lunes por la mañana, el público se llevó una decepción.

—Personalmente, consideró la esclavitud como algo aborrecible —declaró Thompson—. Pero, fiel a mi juramento, debo señalar las leyes que se aplican en este caso. Sin embargo, poco puedo hacer porque las respuestas correctas a las preguntas de propiedad formuladas aquí están diluidas por las acusaciones de asesinato y amotinamiento. Estos son temas que se deben tratar en un juzgado de distrito. Allí es donde remitiré este caso. Por este motivo, no concederé los autos de hábeas corpus para los hombres y las niñas del
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. En cambio, dispongo que se alivie su encarcelamiento, que se le quiten los grilletes a José Cinqué mientras esté en la cárcel, y que a los negros se les permita salir al aire libre para hacer ejercicio y recibir a los visitantes de la Yale Divinity School sin ningún tipo de trabas ni pagos. También ordeno que se establezca el lugar de la captura para determinar si el juicio se celebra en Connecticut o en Nueva York. Esto es todo.

Tappan fue a felicitar a Baldwin y al equipo inmediatamente. Aunque no se trataba de una victoria, acababan de conseguir algunas cosas importantes, y la perspectiva de llevar el juicio a Nueva York los estimuló a todos. Sin embargo, algunos días más tarde el resultado de la precisión del lugar exacto de las capturas disminuyó parte del optimismo. Se constató que la captura del
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se había producido a más de una milla de la costa de Nueva York, y, por lo tanto, en mar abierto. De acuerdo con la ley marítima, Gedney estaba en su derecho de llevar a su navío a un puerto de conveniencia y seguridad, en este caso, New London, sin afectar los derechos de salvamento.

Las noticias empeoraron. Se fijó la fecha del juicio para el 19 de noviembre en New Haven. Presidiría las sesiones el juez Andrew T. Judson.

CONTRAOFENSIVAS

El gélido viento otoñal venía del mar, curvando sus dedos helados alrededor de los postes, de los tablones y de las esquinas antes de lanzarse sobre los muelles y penetrar en la ciudad. Josiah Gibbs hundió la barbilla en el cuello alto del abrigo y se encasquetó el sombrero de ala ancha para cubrirse la nuca. Siguió la dirección del viento, y se alejó del carguero francés para dirigirse a la taberna que le había indicado el marinero. A lo lejos, el cielo plomizo comenzaba a arder con los rayos del sol poniente.

La taberna, conocida como The Hold, estaba a unas tres manzanas de los muelles en una angosta calle de tierra, que mejor podía llamársela un callejón, encajonado por ambos lados por unos edificios de tingladillo, bajos y cochambrosos que parecían estar a punto de desplomarse ante el embate de los fuertes vientos que soplaban desde primera hora sobre las calles que se abrían al mar. No había ningún cartel y Gibbs casi pasó de largo delante de la desconchada puerta amarillenta, que marcaba el lugar. Gibbs hizo girar el picaporte, y sólo pensó en llamar cuando ya había abierto la puerta. Los rostros morenos, y el silencio que inmediatamente provocó su aparición, le indicaron que estaba en el sitio correcto.

Desde el final de la vista, Gibbs rondaba por los puertos y los muelles desde Boston a Bridgeport. Baldwin y Tappan estaban seguros de que si encontraban a un intérprete para los africanos, les irían mucho mejor las cosas cuando se celebrara el juicio. Gibbs sólo había aprendido unas cuantas frases más del idioma de los negros a lo largo de las últimas semanas, pero suponía que eso era suficiente para encontrar a alguien que hablara el mismo idioma. Él y Baldwin estaban de acuerdo en que lo mejor sería buscar en los muelles de los principales puertos. Sin duda tendría que haber un marinero, probablemente negro, en algún barco, que hablara el idioma africano además del inglés o algún otro dialecto occidental. Gibbs llevaba casi cuatro semanas recorriendo los muelles y las tabernas portuarias «sólo para negros», a la búsqueda de ese hombre, pero sin resultado. Faltaba menos de un mes para el juicio y comenzaba a dudar que encontraría a alguien que pudiera ayudarles.

Gibbs cerró la puerta amarilla. Alrededor de una docena de negros, unos fumando en pipas y otros fumando puros, le miraron desde las mesas diseminadas por el tenebroso local. Unas pocas lámparas suministraban una luz amarillenta tamizada en parte por el humo maloliente del combustible. En un rincón, dos negras semidesnudas se abrazaban a un gigantón vestido con un jersey a rayas. Gibbs esbozó una sonrisa y se acercó rápidamente a la barra. El suelo de tierra era irregular, con fango en algunos sitios. La barra en sí no era más que un cajón rectangular hecho con tablas sin pulir y mal claveteadas. En un estante había unas cuantas botellas y dos barricas. El tabernero, un hombretón de piel un poco más clara con dos pendientes de oro en las orejas, una cicatriz fresca en el puente de la nariz y una sonrisa torcida en el rostro, permaneció junto a la estantería con los brazos cruzados.

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