Read Amistad Online

Authors: David Pesci

Tags: #Drama, Histórico

Amistad (21 page)

BOOK: Amistad
10.67Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Singbé contempló la hermosa campiña de Connecticut. El fresco de las noches de septiembre comenzaba a manchar de amarillo, rojo y naranja las hojas de los árboles.

—Si se trata de un juicio, ¿cómo será? —preguntó Singbé—. ¿Cómo vamos a defendernos si no sabemos hablar el lenguaje de los blancos? Los traficantes de esclavos contarán sus mentiras y eso será todo.

—Yo también pensé lo mismo. Pero no todos los blancos parecen estar de parte de los traficantes de esclavos. Quizás algunos de ellos hablen por nosotros.

Singbé se encogió de hombros y agachó la cabeza.

—¿Cómo pueden hablar por nosotros si no conocen nuestra historia?

A unos pocos kilómetros de las esclusas de New Haven, el
Edna Louise
, un barco de ruedas y doble cubierta acababa de zarpar para un viaje por el río Connecticut hasta Hartford. A bordo viajaban los alféreces Meade y Gedney, Pepe Ruiz, Pedro Montes, su abogado William Hungerford y el fiscal de distrito Holabird. Todos estaban instalados en el bar del barco para compartir unas copas y mantener una conferencia de prensa improvisada con los cerca de cuarenta enviados de los periódicos de todo el país que también estaban a bordo. Reinaba un ambiente cordial, relajado y divertido, y Pepe Ruiz hacía gala de sus dotes de señorito mientras relataba la historia de la rebelión y el osado rescate a manos de la valiente marina norteamericana.

—Doy las gracias a Estados Unidos por devolvernos la vida a mi amigo, el señor Montes, y a mí. Ahora mi único deseo es que se nos permita regresar a casa con nuestro cargamento.

—Y mi único deseo, señor, es verles a ustedes juzgados y ahorcados por piratería, secuestro y asesinato.

La voz tonante se escuchó por toda la sala e inmediatamente cesaron las charlas y las risas. En la puerta estaban Lewis Tappan y varios miembros del Comité Amistad.

A altas horas de aquella misma noche, algunos de los periodistas se preguntaban sobre esta curiosa coincidencia: los demandantes y los defensores de los demandados a bordo del mismo barco para una travesía de casi cinco horas río arriba, sobre todo cuando había varios trenes y diligencias que cubrían el trayecto hasta Hartford, además de otros barcos. Sin embargo, si los periodistas hubieran conocido a Lewis Tappan un poco más, no habrían pasado por alto que Lewis Tappan nunca dejaba los acontecimientos al azar, sobre todo cuando estaba garantizada la presencia de un gran número de representantes de la prensa.

—Además le aseguro, señor Ruiz, que usted y su compatriota, el señor Montes, son los más cobardes, despreciables y viles de todos los asesinos —añadió Tappan—. Porque con sus acciones al traficar a sabiendas con esclavos africanos, y no me niegue que desconocía sus auténticos orígenes, ha perpetrado una cadena de acontecimientos que es tan absolutamente inmoral e injusta que todas las consecuencias, incluidos los trágicos episodios acaecidos en su desventurado viaje, recaen exclusivamente sobre sus conciencias.

Hungerford, un hombre corpulento, de porte distinguido, de unos cincuenta años de edad, se dirigió a los presentes, en lugar de responderle directamente a Tappan, con una expresión divertida.

—Es obvio que la indignación del señor Tappan ha afectado su capacidad cognoscitiva y obnubilado su comprensión de los hechos. Mis clientes no realizaron ninguna actividad ilegal. La esclavitud, como saben todos los presentes en esta sala, es completamente legal en Cuba, como también en varios estados de este país, incluido Connecticut. Fueron los sinvergüenzas negros quienes perpetraron el motín, los asesinatos y las repetidas torturas a mis clientes durante una espantosa travesía de más de ocho semanas.

Ruiz rio a mandíbula batiente y levantó la copa como un saludo destinado a Tappan.

—Propongo un brindis por todos los manicomios del mundo. Que sus puertas no tarden en ser aseguradas y que a sus ocupantes no se les permita andar por ahí con tanta libertad.

Las carcajadas resonaron en el salón, pero la voz de Tappan se elevó por encima del jolgorio.

—La blancura de la piel o las equivocadas costumbres de su país no le exoneran de sus siniestros actos, por mucho que se racionalicen y se legisle desde una falsa legitimidad. Pero como se ha violado la ley, hablemos de la legalidad de secuestrar a personas para someterlas a cautiverio. Consideremos el hecho de que los negros del
Amistad
, a los que se presenta como súbditos españoles que viven en Cuba desde hace más de veinte años, no hablan ni una sola palabra de español. ¿Cómo es eso? Llevan en suelo norteamericano menos de dos semanas, y no obstante mis amigos de la Yale Divinity School me dicen que muchos de los negros ya han aprendido unas cuantas palabras en inglés. Si eran esclavos en Cuba desde hace veinte años, al menos podían reconocer los ladridos de sus amos, pero las transcripciones de la audiencia indican que ninguno de ellos pudo reconocer su nombre. ¿Cómo explican sus clientes este hecho tan sencillo, señor Hungerford?

—Esto no es un tribunal y mis clientes no tienen que responder a sus preguntas ni a sus ridículas teorías, señor Tappan.

—Rehusar responder a la verdad equivale a una mentira —citó Tappan con una sonrisa—. ¡Tomen nota, caballeros! Si alguna vez cometen un crimen y desean evitar el justo castigo, el señor Hungerford es su hombre. Es obvio que considera la verdad no como un hecho indeleble, sino como una maleable sugestión que puede ser retorcida, manipulada y transformada para satisfacer sus propias necesidades o las necesidades de sus clientes.

Hungerford soltó una risa forzada.

—El señor Tappan se ve a sí mismo como alguien a quien se le deben hacer las confesiones. Quizá, señor, es hora de que se una a los católicos y realice la verdadera aspiración de su vida de dispensar perdón y penas a su propio placer y discreción.

—La aspiración de mi vida es no descansar hasta que los nobles negros del
Amistad
estén libres y de regreso a sus tierras de origen, y que sus clientes paguen el precio más alto por sus transgresiones contra Dios y contra el derecho natural de todos los hombres a conservar su propia libertad.

—Está loco —afirmó Ruiz, que se bebió otra copa de whisky—. Es una vergüenza que en este país tengan ustedes que soportar a personas tan ridículas. En Cuba tenemos sanatorios para estos dementes.

—Los únicos dementes en esta sala son usted y su compinche si creen que podrán librarse del castigo por sus crímenes.

—Los únicos que serán juzgados son esos salvajes, esos locos esclavos a los que usted llama nobles —replicó Ruiz—. Los juzgarán en La Habana y arderán en la hoguera.

Ruiz sonreía, pero se notaba un ligero temblor en su voz, una pequeña chispa de furia contenida por el conocimiento de que debía guardar las formas y las apariencias delante de la prensa. Pero Tappan oyó el temblor, notó el acaloramiento, y no desperdició la oportunidad de avivar las llamas.

—Si hay más muertes, más derramamiento de sangre y más hombres asesinados, será obra suya, señor Ruiz, como lo es toda la crueldad y la carnicería de este asunto. Después de todo, usted compró a esos hombres en el mercado negro a sabiendas de que eran africanos. Usted perpetró una serie de actos ilegales que esclavizaron a hombres libres. Y por culpa de su ignorancia, de su codicia, de su maldad y de su arrogante desprecio de la ley, el capitán y la tripulación de su barco están muertos. Y ahora quiere usted acabar con las vidas de otros sólo para saciar su indignación personal. Usted es menos que un hombre, señor, incluso menos que una vil rata de cloaca. Usted no es más que escoria y maldad.

La copa del cubano cruzó por los aires del salón. Tappan esquivó el proyectil. La copa se hizo añicos contra el tabique. En tres zancadas, Pepe Ruiz estuvo junto al abolicionista.

—Ejercía un comercio que es completamente legal en mi país y en el suyo. Seguí las leyes de mi país al pie de la letra y no hice nada malo. ¡Nada! La culpa y todo el castigo deben recaer sobre quien corresponda, sobre ese bruto sanguinario de Cinqué y sobre todas esas otras bestias negras a las que usted llama «nobles». Si cree usted lo contrario, entonces puede dirimirlo ahora conmigo como un hombre.

Tappan permaneció imperturbable.

—No dignificaré a un asesino, ladrón y pirata con la satisfacción de rebajarme a su nivel, el nivel de las cloacas.

Ruiz levantó el puño pero Hungerford y Gedney lo sujetaron.

Tappan meneó la cabeza en un gesto paternal.

—Caballeros de la prensa, creo que ya han visto cómo es en realidad el señor Pepe Ruiz, traficante de esclavos.

Hungerford murmuró unas palabras a Ruiz y a Montes, y los tres se apresuraron a salir de la sala. Ruiz atravesó con la mirada al abolicionista antes de cruzar la puerta, y Tappan le correspondió con una sonrisa. Después de marcharse, Tappan se sentó con los periodistas, pidió una taza de té y continuó hablando sobre la inocencia de los Amistad.

Dos días más tarde, la mañana del jueves 19 de septiembre de 1839, comenzó el juicio del caso Amistad. La ciudad estaba hasta los topes y se vivía un ambiente de fiesta que no se repetía desde hacía casi diez años con ocasión de una triple ejecución en la horca. No quedaba ni una habitación libre en ningún hotel, pensión, fonda ni prostíbulo. Habría dignatarios y miembros de la alta sociedad llegados de sitios lejanos como Boston, Providence y Nueva York. Corría el rumor de que más de un centenar de periodistas cubrirían el juicio. En el parque que se expandía delante del edificio del juzgado, más de tres mil personas paseaban o estaban sentadas en la hierba con cestas de comida. Los vendedores ambulantes ofrecían grabados del retrato de José Cinqué pintado por Nathaniel Jocelyn, además de unas litografías y dibujos a plumilla de los africanos y de la infame nave de los esclavistas. Unos días antes, en el Bowery Theatre de Nueva York se estrenó la obra
The Black Schooner: The Pirate Slaver «Amistad»
. Se recaudaron 1700 dólares la primera semana y se representó durante todo el otoño en diversos teatros en los que se agotaban todas las localidades.

El juzgado, una construcción de ladrillo de dos plantas con tejado a dos aguas, se levantaba al otro lado de la calle adoquinada, frente al edificio de la cámara legislativa del estado. En la sala, los africanos estaban sentados detrás de sus abogados, en los bancos del jurado. Antonio, aunque indignado porque lo incluían con los acusados, tuvo que sentarse con los Amistad. Ruiz y Montes ocuparon sus asientos con Holabird y Hungeford al otro lado del pasillo. A Gedney y Meade, vestidos con sus uniformes de gala, y su abogado, el general de la milicia retirado Mark Isham, les habían dado una mesa cerca de la pared. Los espectadores y los periodistas ocupaban todos los demás asientos; la galería y los pasillos estaban de bote en bote.

El juez que presidía la sesión, el honorable Smith Thomson, era también miembro de la Corte Suprema de Justicia. A sus setenta años de edad, de tez pálida, delgado, el pelo cano, impecablemente afeitado, inmaculada su toga negra, el rostro de Thompson mantenía la expresión severa y escéptica que correspondía a los altos magistrados. Aunque consideraba la esclavitud como algo degradante, Thompson era un firme proponente de los precedentes legales que nunca permitiría que las opiniones personales interfirieran en el juicio de una causa. Por tratarse de un caso correspondiente al tribunal de distrito, él sería el jurista y dictaría la sentencia definitiva.

Junto a Roger Baldwin en la defensa de los Amistad estaban Seth Staples y Theodore Sedgwick. Staples, un hombre alto, delgado y bien vestido, que todavía no había cumplido los treinta años, con el pelo rubio cobrizo y una ancha nariz romana, era un demócrata y un reconocido abolicionista, perteneciente a una familia rica. Sedgwick, otro conocido abolicionista, era un hombre robusto y desgreñado, de complexión recia, enormes patillas y pelo castaño que comenzaba a clarear. Próximo a cumplir los cincuenta y residente en Filadelfia, Sedgwick era hijo de un antiguo traficante de esclavos y de muy joven había sido su ayudante antes de dedicarse a la abogacía. Ancho de hombros, con el pecho como un tonel, su corpachón tiraba de la tela de su traje, y le daba el aspecto de un campesino o un herrero embutido en las únicas prendas de domingo que tenía. Sus grandes y carnosas manos que mantenía cruzadas sobre la mesa, parecían una retorcida masa de músculos obligada a permanecer sumisa.

Staples y Sedgwick eran dos abogados de reconocido prestigio por méritos propios, pero ambos sabían de la capacidad de Baldwin como polemista y estaban de acuerdo en que él dirigiera al equipo. La reputación de Baldwin como sabio e inteligente abogado defensor estaba bien cimentada. Descendiente directo de Roger Sherman —uno de los firmantes de la Declaración de Independencia y más tarde el congresista que fue el instrumento para mantener la esclavitud en Estados Unidos—, Baldwin se graduó en Yale a los dieciocho años de edad y fue admitido en el colegio de abogados tres años más tarde. A poco de comenzar sus prácticas, ganó un auto de hábeas corpus y la libertad para un esclavo fugado.

A pesar de ser un ardiente partidario de la abolición, era respetado en los círculos políticos del estado como un hombre justo y de firmes principios. Era legislador por New Haven desde 1834, y mucha gente estaba de acuerdo en que si decidía entrar en la carrera política seria un serio reto para cualquier oponente. También existía el firme convencimiento de que era el mejor abogado defensor de todo el estado y de que podría ser un hombre muy rico si optara por defender más casos de clientes con medios económicos. Pero Baldwin era un hombre de sólidos principios y fuertes convicciones morales, y aunque llevaba casos que le daban mucho dinero por sus servicios, aceptaba no pocos de aquellos que suponían, como le gustaba decir, «una tremenda injusticia y una injuria perpetrada contra los más pisoteados y los menos favorecidos». Por su naturaleza, estos casos pagaban poco o nada. Con independencia de la minuta, Baldwin era un defensor implacable y casi nunca perdía un caso.

Pese a su capacidad profesional, el caso de los Amistad sería un reto difícil para Baldwin y su equipo. Además de tener que luchar contra los recursos de Holabird, Hungerford, Isham y la administración de Van Buren, se enfrentaban a la perspectiva de defender un caso con una fuerte carga política para el cual carecían de precedentes legales establecidos que pudieran emplear a su favor. Baldwin estaba de acuerdo con Tappan en que el objetivo principal sería conseguir la libertad de los africanos. Si no lo conseguían, el equipo de la defensa recurriría a las apelaciones y a todas las maniobras legales a su alcance para conseguir que el drama de los Amistad se mantuviera en el centro de la atención pública el máximo tiempo posible.

BOOK: Amistad
10.67Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Blind Fury by Lynda La Plante
Ship of the Damned by James F. David
Too Much Money by Dominick Dunne
Superior Saturday by Garth Nix
Dreamers of a New Day by Sheila Rowbotham
Trouble's Child by Walter, Mildred Pitts;
Self Preservation by Ethan Day