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Authors: David Pesci

Tags: #Drama, Histórico

Amistad (17 page)

BOOK: Amistad
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—Quizás esté usted en lo cierto, señor.

—Señor Bright, si estos son africanos recién traídos de África, detrás de todo este asunto hay una historia mucho más importante que sus reportajes de hace unos días sobre los piratas.

—No esté tan seguro, señor Janes. El reportaje de los piratas era muy importante. El más sonado de todos los que hemos visto por aquí. Pero quizás haya algo en lo que usted dice.

—No he dicho nada.

—Por supuesto, señor. Tengo que irme. Ha sido un placer hablar con usted, señor Janes. —Bright dio media vuelta y se alejó presuroso por el muelle para después tomar la calle donde estaban las oficinas del periódico. Janes tomó la dirección opuesta, camino de su despacho. Tenía que escribir una carta urgente.

Los africanos recibieron comida casi desde el momento de su captura. Muchos estaban enfermos, y casi todos sufrían de desnutrición. La noche anterior a la audiencia les dieron una cena consistente en guiso de pescado, mazorcas de maíz asadas y toda el agua que quisieran. Muchos de ellos sólo vestían taparrabos cuando se produjo el abordaje del
Amistad
. El alguacil se ocupó de que a cada uno le dieran pantalones y una camisa; para las niñas consiguieron unos vestidos de colores llamativos. Por la mañana, después de la audiencia, desayunaron galletas y puré. A continuación encadenaron a los hombres y los subieron a tres carretas abiertas; a las niñas no les pusieron grilletes y les permitieron que se sentaran con los conductores. Tardarían casi todo el día en recorrer los cerca de setenta kilómetros que hay hasta New Haven.

Desde su asiento, Grabeau vio a Singbé solo en la cuarta carreta, con grilletes en pies y manos además de una cadena terminada en una argolla sujeta al suelo de la carreta. Al otro lado de su compañero estaba un hombre blanco con sombrero de ala estrecha, armado con un mosquete. A pesar de las cadenas, Singbé iba sentado bien erguido, desafiante. De vez en cuando miraba a las otras carretas y sonreía como si marcharan a una fiesta campestre. Su arrogancia animó a Grabeau, pero al mismo tiempo no podía dejar de pensar que muy pronto estarían todos muertos.

El secretario de Estado Forsyth salió de Cobble House, la pequeña taberna de Georgetown, y le dijo al cochero que lo llevara a escape a la Casa Blanca. En el trayecto, Forsyth metió distraídamente la mano en el bolsillo interior de la chaqueta donde guardaba la carta de Holabird.

Próximo a cumplir los sesenta años de edad, Forsyth destacaba en Washington por su buena presencia. Siempre impecablemente vestido, era un hombre apuesto con facciones bien modeladas, una cabellera abundante apenas sin canas y unas patillas que le llegaban a la barbilla, al estilo de la época. Antiguo miembro de la Cámara de Representantes y gobernador de Georgia, también desempeñó el cargo de ministro plenipotenciario en España desde 1819 a 1829. Fue el asesor principal de Martin van Buren en las elecciones de 1836, y el nuevo presidente le nombró secretario de Estado. Siempre bien recibido en toda reunión social, se le tenía por un buen cristiano, y, como era soltero, un galán que se lo rifaban las damas. Los conocedores de la política sabían que era un astuto negociador y un fino analista del futuro político. Por otra parte, John Forsyth poseía esclavos y era un acérrimo defensor de la esclavitud.

En muchos aspectos, la carrera de Forsyth era una copia en un plano inferior de la trayectoria de Van Buren. El presidente, que rondaba los sesenta, había sido senador y luego gobernador de Nueva York, el estado más poblado y económicamente más poderoso de la Unión. Más tarde ocupó la Secretaría de Estado durante el primer mandato de Andrew Jackson, cargo al que renunció para convenirse en embajador en Gran Bretaña. Pero el Senado, cada vez más rebelde, le rehusó el plácet. Jackson replicó designando a Van Buren como compañero de lista en las elecciones de 1832.

Cuatro años más tarde, Van Buren llegó a la Casa Blanca con la promesa de continuar la línea de atrevido individualismo y de reformas democráticas preconizadas por Jackson, y establecer una política de
laissez faire
para las empresas. Sin embargo, a principios de 1838 se inició una crisis económica que sumergió al país en una profunda recesión. Los inevitables escándalos políticos que parecían acompañar a cada administración pasaron factura, y aumentaron las acusaciones de ser un ejecutivo poco firme y falto de visión. Estos factores, unidos a la creciente popularidad y a las denuncias del nuevo partido whig dirigido por Henry Clay disminuyeron rápidamente el apoyo al gobierno demócrata. Las posibilidades de triunfo de Van Buren en las próximas elecciones, a menos de un año vista, estaban comprometidas. No obstante, era un experto en campañas y conocía muy bien el poder de la presidencia. Si conseguía sortear los próximos meses sin topar con algún desastre importante, y si la economía mostraba síntomas de mejoría, estaba seguro de que renovaría su mandato en 1840.

Con respecto a la esclavitud, Van Buren mostraba en público una actitud de compromiso. Aunque era acusado por los antiesclavistas como «un norteño con corazón sureño», no manifestaba opinión firme respecto a la tenencia o no de esclavos, y se limitaba a decir que era decisión soberana de cada estado resolver sobre la legalidad y la conveniencia del tema. Sin embargo, había algunos hechos de su administración que, al menos en apariencia, despertaban no pocas dudas acerca de su opinión real.

Uno involucraba al cónsul norteamericano en La Habana, Nicholas Trist, que fue acusado de aceptar sobornos a cambio de permitir que barcos extranjeros cargados de esclavos africanos navegaran con pabellón de la Unión. Los navíos con pabellón norteamericano nunca eran abordados por los navíos británicos, y mucho menos por los estadounidenses, encargados de perseguir a los barcos de los traficantes. Aunque las pruebas que le condenaban eran muy numerosas, Trist negó cualquier participación en el asunto. Van Buren no sólo le dio su apoyo, sino que permitió que Trist continuara en el cargo a pesar de la controversia.

Van Buren, incluso dio órdenes a Forsyth para evitar cualquier compromiso con el esfuerzo anglo-francés, que pretendía realizar una vigilancia sistemática de la costa occidental africana como una manera de suprimir el tráfico ilegal de esclavos. Esta negativa a participar resultaba atípica porque las naves norteamericanas ya intervenían en estas actividades en cumplimiento del tratado de 1819; pero el acuerdo anglo-francés autorizaba el registro de las naves de cualquier bandera, incluidas las propias, y Van Buren no quería ceder ningún derecho de soberanía marítima a bordo de las naves con pabellón de la Unión. Tampoco quería correr el riesgo de un incidente en el que se encontrara a una nave estadounidense cargada con africanos de contrabando. Algo así provocaría un debate público sobre la esclavitud, un tema que creaba ardientes discusiones. Éste era el punto crítico de la postura de Van Buren. Fueran cuales fuesen sus simpatías personales respecto a la esclavitud, se veían superadas con mucho por la certeza de que un hecho que planteara abiertamente la cuestión a la opinión pública equivalía a encender la mecha de un barril de pólvora. Van Buren tenía muy claro que el debate sobre la esclavitud sacudiría al país hasta sus raíces, y eso era algo que pretendía evitar, pasándolo por alto en un año de elecciones y, si era posible, durante todo el período presidencial.

Forsyth también conocía muy bien el peligro de permitir que cualquier asunto relacionado con la esclavitud llegara a la arena pública. No obstante, la carta de Holabird no le preocupó demasiado. Al parecer, no era más que un sencillo caso de derechos de propiedad, y si se actuaba con prontitud, el asunto de los esclavos cubanos rebeldes detenidos en Nuevo Londres quedaría zanjado a principios de septiembre. Pero después de reunirse en Cobble House con el embajador español, Federico Calderón, Forsyth se dio cuenta de que el caso del
Amistad
debía resolverse inmediatamente, y, por esa razón, ahora recorría apresuradamente los pasillos de la Casa Blanca en dirección al Despacho Oval.

Forsyth le explicó a Van Buren los detalles esenciales del caso y le leyó algunos de los párrafos de la carta de Holabird. Van Buren se mostró atento e interesado. Como la mayoría de norteamericanos, le habían intrigado las informaciones sobre piratas que los periódicos publicaron durante el verano. Descubrir que sólo se trataba de una miserable nave tripulada por esclavos rebeldes resultaba mucho menos excitante, aunque mucho más serio, porque la nave estaba fondeada en un puerto norteamericano. En cualquier caso, parecía que Holabird tenía la situación controlada, y, si se manejaba adecuadamente, Van Buren no preveía mayores problemas.

—Puede empeorar, señor Presidente.

—¿Cómo es eso?

—Antes de venir aquí, almorcé en privado con el embajador español, señor Calderón. Quiero asegurarme de que a Holabird no se le ha escapado nada en el asunto del
Amistad
.

—De acuerdo, pero no estaría usted aquí, casi sin previo aviso, a no ser que haya descubierto algo.

—Los esclavos, señor. Son africanos traídos de contrabando directamente del mercado negro.

Van Buren abandonó el sillón para acercarse a la ventana. Miró a través del cristal los jardines y los carruajes que circulaban por la calle al otro extremo del parque.

—¿Calderón está seguro?

—Al parecer, tenían informes desde hacía algún tiempo de la desaparición del
Amistad
. Pensaron en un naufragio, pero como durante los últimos años se habían producido varias rebeliones de esclavos, no descartaron esa posibilidad. Cuando los periódicos comenzaron a publicar las noticias sobre los piratas negros, empezó a sospechar. Al comentarle lo que Holabird vio en el muelle de Nuevo Londres, el señor Calderón me informó al respecto.

—¿Está enterado Holabird?

—No. Y tampoco lo están los oficiales de la Armada que abordaron la nave. Sin embargo, si persisten en la reclamación de los derechos de salvamento tendrá que fijarse la fecha para la celebración del juicio. Eso es algo que podría tardar semanas en resolverse. Cuanto más tiempo estén aquí los negros, mayor será la probabilidad de que alguien descubra sus orígenes. Y si eso ocurre, señor…

—… la prensa del Norte se volverá loca con la historia —manifestó Van Buren, que acabó la frase de Forsyth.

—También debemos considerar a los grupos radicales, señor, sobre todo a los abolicionistas. Podría decirse que lo verían como una llamada a las armas.

—Abolicionistas. Lo que menos deseo es darles a esa pandilla de lunáticos provocadores de disturbios la ocasión de legitimar sus propuestas.

Van Buren miró al secretario de Estado y volvió a su sillón.

—¡Cielos!, es lo último que necesitamos. Ahora es el peor momento. Ya veo este asunto convertido en un montón de mierda.

—Estoy plenamente de acuerdo, señor —respondió Forsyth.

—¿Podemos resolverlo ahora, sin el juicio por los derechos de salvamento o cualquier otra instancia judicial?

—Creo, señor, que si actuamos con prontitud, podemos devolverles la nave y la carga humana a los españoles y acelerar su regreso a Cuba. Recomendaré al señor Calderón que resuelva el asunto de la reclamación por la vía privada y lo antes posible.

—Si seguimos esa vía eludiremos el proceso judicial. La prensa montará un escándalo.

—Con independencia del hecho, ¿qué podrá decir la prensa desaparecidos los negros y la nave? Además, creemos que podemos afirmar que las acciones de los negros entran en las disposiciones del tratado Pickney. La apropiación de la nave puede ser considerada, desde luego, un acto de piratería. A primera vista parece cosa de coser y cantar, y no importa lo que cada uno opine sobre la esclavitud; los hechos demuestran que estos salvajes mataron a la tripulación del barco y mantuvieron a sus amos blancos en un penoso cautiverio durante casi sesenta días.

—A no ser que se descubra que los esclavos rebeldes son en realidad hombres libres secuestrados. En ese caso, todo este asunto podría encender una mecha que ardería como la pólvora.

—Sí, y podría hacernos saltar por los aires en menos que canta un gallo.

—Así es. Envíe un despacho directo a Holabird ordenándole que desista de mantener una audiencia y que evite cualquier procedimiento legal. Infórmele de que la situación será llevada por los canales diplomáticos directamente desde el ejecutivo.

—Sí, señor. Inmediatamente. —Forsyth se movió, listo para actuar.

—Llame al señor Calderón e infórmele de nuestras intenciones. Estoy seguro de que él querrá mantener este asunto fuera de la vista pública tanto como nosotros. Sin embargo, recuérdele que es nuestro deseo mantener la más completa discreción.

—Sí, señor.

Forsyth envió el mensaje a Holabird con un correo especial. Llegó a Nuevo Londres al día siguiente de la audiencia. El reportaje de Wilson Bright acababa de publicarse aquella misma mañana. El titular sólo mencionaba la audiencia por el caso de los esclavos del
Amistad
. Pero en el tercer párrafo, Bright señalaba las pruebas que arrojaban serias dudas acerca de si los negros eran esclavos o, por el contrario, se trataba de hombres libres «secuestrados de sus hogares y familias, y hechos esclavos en contra de los tratados y convenciones».

La mecha estaba encendida.

AMIGOS Y ENEMIGOS

La cola acababa en el parque de New Haven, daba la vuelta a la esquina del edificio y desaparecía por la puerta. Un cálculo aproximado ofrecía una cifra de más de un millar de personas entre hombres, mujeres y niños, miembros de la alta sociedad local, campesinos de los pueblos de los alrededores, comerciantes, marineros, clérigos y periodistas de todo el país. Se decía que algunas personas habían llegado a pie desde lugares a más de cien kilómetros de distancia sólo para ver el increíble espectáculo. Eran las ocho de la mañana y, lo mismo que en los dos días anteriores, se esperaba que la cola fuera mucho más larga.

El motivo de esta cola, que se había formado rápidamente a las pocas horas de la llegada de los nuevos prisioneros y que desde entonces crecía sin cesar, también era increíble. Después de todo, se trataba de una cárcel en la que, como en todas las demás, se habían encerrado asesinos, ladrones, políticos corruptos y hombres inocentes acusados falsamente. Pero nadie en Connecticut recordaba haber tenido la oportunidad de ver nada semejante: ¡africanos! Hombres negros como una noche sin luna, decía la gente, recién llegados de la selva africana.

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